20 mayo, 2014

¿Qué deberían hacer las universidades públicas con sus parásitos?



Hay cuestiones que se las traen, y quiero con brevedad y rigor plantear una de ellas. Pero primero importa resaltar el significado de ciertas preguntas sobre las preguntas, una metacuestión, si así puede decirse. Es ésta: ¿por qué hay ciertas preguntas, de importancia muy evidente, que casi nunca se plantean?

Pongamos una comparación. Durante mucho tiempo hubo bastantes mujeres maltratadas de obra por sus esposos, pero de eso apenas se hablaba y casi no se sacaba a la palestra como problema merecedor de atención y debate. Pues creo que, salvando las distancias que haya que salvar, lo mismo pasa con muchos temas, por ejemplo el que quiero tocar enseguida. Y la respuesta que provisionalmente me viene a la cabeza es que resultan sumamente significativos los silencios, pues revelan un turbio mundo de intereses y dominaciones, complicidades múltiples y ganancias colaterales.

Vamos al tema de hoy. En las universidades públicas españolas hay siempre algunos profesores que no hacen absolutamente nada más que dar sus clases. Se me dirá que si no es bastante. Me refiero a profesores funcionarios que no investigan ni hacen otra labor que justifique su sueldo. No publican ninguna cosa, ni buena ni mala, no desempeñan labores de gestión, no se encargan de la limpieza de los departamentos ni cuidan las bibliotecas, por ejemplo, ni cosa ninguna. Perciben, eso sí, su sueldo íntegro, prácticamente igual, o casi, que si hicieran de todo y todo bien.

¿No bastan las clases para justificar su remuneración? Veamos. Actualmente, y desde que entró en vigor hace poco una nueva norma sobre dedicación docente del profesorado universitario, dichos profesores han de impartir treinta y dos créditos de docencia. Treinta y dos créditos vienen a ser trescientas veinte horas y eso suele considerarse mucho. Así que analicemos.

Con una jornada laboral de cinco horas diarias, las trescientas veinte horas equivalen a sesenta y cuatro días de trabajo. Si pensamos en una semana laboral de cinco días, de lunes a viernes, tenemos que en un año, esos sesenta y cuatro días equivalen a trece semanas, en números redondos; o sea, se cumplirían en menos de tres meses. Quiere esto decir que si esa carga laboral de treinta y dos créditos la calculamos a cinco horas diarias, se cumple en tres meses. Para que los meses de labor sean más, hay que bajar la jornada diaria. A dos horas de clases al día, de lunes a viernes, el tope de obligación docente se alcanza en ciento sesenta días, que son treinta y dos semanas. A dos horas diarias cinco días a la semana, salen diez horas semanales. El año natural tiene cincuenta y dos semanas. Por tanto, trabajando en las clases dos horas al día o, lo que es lo mismo, diez horas a la semana, tenemos que a ese profesor le sobra la diferencia entre cincuenta y dos y treinta y dos: veinte semanas. Veinte semanas son cuatro meses y pico. En resumen, un profesor que no haga más cosa que explicar lo que es la carga docente máxima posible y que la reparta a dos horas al día, no trabaja nada durante aproximadamente un tercio del año. Estupendo.

¿Cuántos profesores hay en tal situación? Para plantear el problema teórico que me interesa bastaría con que hubiera uno en cada universidad. Pero son más, y todos lo sabemos. La casuística es variadísima. No pretendo referirme a aquellos profesores que a día de hoy están obligados a impartir treinta y dos créditos, pues sin duda en un buen número de casos pueden ser buenos trabajadores e investigadores que han tenido mala suerte o que han pasado una crisis puntual o que han padecido una injusticia en el reconocimiento de sexenios, etc., etc. No, estoy pensando en los casos extremos y muy claros.

Los supuestos de los que hablo podemos delimitarlos así, para que no haya dudas ni atenuantes de ningún género, con estas características sumadas: a) hace más de diez años que no publican una sola línea; b) tampoco participan de ninguna forma en labores investigadoras de algún equipo o grupo ni se dedican individualmente a buscar resultados a medio o largo plazo; o sea no están embarcados en lecturas o experimentos propios de su disciplina y que vayan a brindar alguna vez algún fruto; c) no hacen otras cosas que puedan justificar su dedicación y su salario, como gestión real de cualquier especie, asesoría o auxilio de compañeros o investigadores noveles, cuidado de instalaciones, etc.

Resta una posible justificación si pensamos en personas que nada más que dan sus clases, pero que las preparan con mucho esmero y resultan unos extraordinarios docentes, muy ricos y útiles para sus estudiantes. Así que descartemos de nuestra cuestión también a esos docentes que se mantienen al día, preparar sus clases con gran rigor y multiplican por cinco o diez las horas de su dedicación real. Bien sé que es muy difícil medir la calidad de la docencia de un profesor, pero en cada centro eso se sabe muy bien en el fondo. Tanto compañeros como estudiantes distinguen perfectamente al buen docente y al docente zángano y descuidado.

En suma, el problema que traigo a colación es el del profesorado que: a) no investiga de ninguna de las maneras posibles; b) no hace otra cosa aparte de dictar las clases a las que está obligado; c) da unas pésimas clases y, seguramente, incumple bastante sus obligaciones docentes (se salta horas con cualquier pretexto, gasta en bobadas su tiempo en las aulas, no se esfuerza en evaluar en serio a sus estudiantes…).

¿Son muchos los que son así? No, no son muchos. Pero haberlos, haylos. Yo he conocido y conozco algunos. Todos los del gremio sabemos de unos cuantos. ¿Cuál es su situación? Veamos. Cobran igual o muy poco menos que si trabajaran con el mayor celo e hicieran de todo y todo bien. Nadie les pide cuentas. No hay forma legal, a día de hoy, ni de echarlos, ni de bajarles el sueldo ni de obligarlos a más labor o mayor trabajo. Ah, y a la hora de votar para lo que sea, desde elegir rector hasta escoger director de departamento o decano, su voto vale lo mismo que el de cualquier compañero suyo.

¿Qué se debería (poder) hacer? Para empezar, habría que (poder) echarles en cara la inmoralidad de su conducta profesional, su falta de ética profesional y el modo en que, cual parásitos, viven del erario público. Pero nadie le pone el cascabel a ese gato, al menos públicamente, pues rigen el sacrosanto principio de que todo el mundo es bueno y la idea de que son idénticos los derechos de todos. Esto tiene unos efectos absolutamente destructivos sobre la moral del resto del personal, pues es inevitable sacar la conclusión de que es medio idiota el que se esfuerza y rinde. Si el parásito no sufre ni sanción ni reproche ni desventaja de ningún tipo efectivo y tangible, y puesto que trabajar bien  es cansado y lleva a más sacrificada vida, la conclusión sale sola: en realidad trabaja y cumple nada más que el que quiere, y para querer hace falta ser medio tonto o algo raro. Porque las bien visibles comparaciones son tan claras como odiosas: mientras que unos andan atareados y cansándose, otros, que cobran lo mismo y no se encuentran objeción ni pero, disfrutan de los placeres de la vida y se dan con fruición a la pereza, cultivan de lunes a viernes cualesquiera aficiones, se recrean en su casa, duermen la mañana, se toman sus cafelitos a toda hora, se van de compras o frecuentan día tras día la piscina y el gimnasio en horas de labor, pulen sus cuberterías o construyen primorosos barquitos con palillos. Y nadie les tose. Sí, ya sé, algunos los despreciamos para nuestros adentros, pero o no se enteran o se ríen de nosotros, tan dignos nosotros en lo profesional, tan estirados y tan puros.

¿Qué habría que hacer con esa gente? Vuelvo a lo del inicio de esta entrada. Lo más llamativo es que tal cuestión ni se plantee. No se la plantea la autoridad académica, empezando por los rectores. La consigna general es la de dejarlos vivir a su aire y que ya les llegará la jubilación. Una maravilla.

Me pregunto si en verdad no hay recurso legal ninguno para sancionarlos. Parece que no, pero por eso habría que empezar por redefinir con seriedad el estatuto del personal docente e investigador y sus obligaciones. Porque la mejor solución que demanda la más elemental justicia es la de ponerlos de patitas en la calle. En su defecto, obligarlos a fregar las escaleras o a limpiar los baños.

Mientras problemas de ese calibre ni se solucionen ni se planteen siquiera, seguirá quedando en evidencia que ni quienes mandan en ella se toman en serio la universidad ni nosotros, los profesores normales que vemos y callamos, nos respetamos a nosotros mismos ni consideramos la institución que nos alimenta. Quienes podríamos quejarnos y protestar callamos, estudiantes incluidos, y los que tienen la autoridad legal e institucional achantan y consienten. Y puesto que donde se tolera lo peor es normal reclamar tolerancia para lo menos malo, la lección es inapelable: cualquiera puede hacer lo que le apetezca y como le dé la gana, sin riesgo para su estatuto y sin merma de sus emolumentos. Que es lo que de hecho ocurre. Porque si, pongamos, a nuestros niños les permitimos apuñalar al abuelo o defecar en la cocina, a ver con qué cara les decimos luego que deben comer la carne con cuchillo y tenedor.

Lo más gracioso de los últimos tiempos ha sido ver la consternación y el enfado con que esos elementos (me refiero a ésos, repito, no a otro tipo de profesionales que hayan visto aumentar su carga docente por variadas circunstancias) han acogido la reforma que les obliga a impartir sus trescientas veinte horas por curso. Claro, hasta ahora la carga docente se dividía a partes iguales y solían librar con unas ciento ochenta horas, las mismas que tenía el profesor que más y mejor trabajaba. Están ofendidísimos los vagos irredentos y se dicen víctimas del abuso y la discriminación más grave. Razón por la que más de uno aplica descuentos a su aire y se dedica a declarar explicado el programa cuando falta un mes para que termine el curso, o a inventarse enfermedades y compromisos ineludibles para no acudir a las aulas un día sí y otro también.

Y conste un último detalle. Obligar precisamente a esos a impartir más horas de clase es una manera horrible de faltar al respeto a los estudiantes y de despreciar la buena docencia. Porque ellos, precisamente ellos, suelen ser unos profesores pésimos, por obvias razones de su ignorancia y su pereza.

Habría que expulsarlos o sancionarlos, naturalmente que sí. Pero no hay cuidado, ni ocurre ni va a ocurrir. Seguirán calentitos y felices, riéndose de todos, fingiéndose importantes y ofendidos y viviendo del cuento y del erario público, de los impuestos de la gente. Y no pasa nada.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Posibles soluciones:
-Cuando se firma el acta de funcionario para TU y CU, se indica que tienen dedicación docente e investigadora, por ej para TU son 8 h semanales docentes y otras 8 de investigación, si no cumplen investigación se les podría expedientar
-Jubilación forzosa a los 65 para los que no tengan sexenios vivos, ni puedan justificar investigación.
Asi se dejaría paso a muchos jovenes que si quieren trabajar.

Calvanki dijo...

En mi caso particular, hace quince años, en la Facultad de Filosofía de Sevilla, eran así tres de cada cinco. Y el número crecía, viendo a los compañeros que se arrimaban a la sombra. Yo me reprocho no haberme revelado contra ello mientras fui estudiante. Hago mía la autocrítica también.
Un saludo.

Gabriel Doménech Pascual dijo...

Fumigarlos

Anónimo dijo...

Creo que los cálculos no están bien hechos. ¿Tú has impartido clase alguna vez cinco horas diarias de lunes a viernes? ¿Te parece que esa carga docente es la adecuada para mantener una actividad investigadora como la que propugnas? ¿Piensas realmente que la formación de los alumnos -exentos de asistir a clase en muchos Reglamentos universitarios- depende del número de horas de clase que imparta un profesor?
Me parece que te estás haciendo un poco institucional.

Anónimo dijo...

No se dan 5 horas a la semana realmente. Si un TU/TEU da 360 h, si lo divides entre 30 semanas lectivas (aprox), son 12 h/sem. es decir 2,5 h/dia.
Pero el problema no es ese, sino que hay gente que hasta que salió esta norma daba como mucho 14-16 créditos y además no investigaba. Esos son los parásitos a los que hay que eliminar!!!!!!

Anónimo dijo...

Echo de menos en estas reflexiones algo que caracteriza también a estos parásitos: el altísimo nivel de éxito que asoma en sus actas ¡cuántos alumnos aprueban la asignatura con ellos!.
Por supuesto que es preocupante que cobren sueldo público sin cumplir sus obligaciones, pero más aún el daño que hacen a la formación de las futuras generaciones.
Saludos

Anónimo dijo...

Muy buen artículo y muy buenos comentarios (con una excepción... parece que hay un "sin sexenio" ofendido).

Me parece interesante la apreciación que hace un comentarista anónimo:

> Echo de menos en estas reflexiones algo que caracteriza también a estos parásitos: el altísimo nivel de éxito que asoma en sus actas ¡cuántos alumnos aprueban la asignatura con ellos!

Completamente de acuerdo. Ahora, con la Estafa de Bolonia, hay facultades que han establecido como "criterio de calidad" que en promedio tiene que aprobar el 70% de los alumnos matriculados... sepan o no, vayan a clase o no, se presenten a los exámenes o no. Los "sin sexenios" que yo conozco están a la cabeza en las lista de aprobados y salen de puta madre en las encuestitas anónimas que hacen a los alumnos (y que, en algunas universidades de mierda, son determinantes para conseguir los quinquenios).

Guti dijo...

Sin ánimo de hacer una enmienda a la totalidad del artículo, porque sí, existe alguna gente (ALGUNA) que consigue montárselo más o menos como se describe. Pero...

Supongo que el autor del artículo ha dado clase. Y si lo ha hecho, sabrá que su cálculo está bastante mal. Incluso sin investigar, sin asumir tareas de gestión, sin buscar la excelencia y sin nada más, una hora de clase no es una hora de trabajo. Cinco horas diarias de clase universitaria, dada con unas mínimas garantías, no las aguanta cuerpo humano, por todo lo que conllevan.

Por cierto, ¿qué hacemos con los parásitos que hay en las empresas, en las familias... Qué hacemos con las ovejas negras, con toda la gente que hay impune en tantos ámbitos y de tantas formas?

Pues no lo sé, si tuviéramos la solución mejoraríamos la humanidad en cuatro días. Pero lo que no se suele hacer es descalificar globalmente a toda la especie de esa oveja negra, porque de una injusticia pasaríamos a dos. Con los profesores universitarios se hace esto muy a menudo. La inmensa mayoría que hace su trabajo dignamente es víctima de las ovejas negras, y encima del desprecio de gente simplista que cuenta horas de clase (ya sé que el propósito de este artículo no es ese).