16 julio, 2018

Por qué tenemos derechos y qué implica decir que los tenemos


1. El porqué de los derechos. Teorías normativistas y teorías ontologistas.
               Si un sujeto S dice que él tiene un derecho D, podemos plantearnos esta pregunta: ¿por qué puede un sujeto, como S, tener un derecho?
               No se me ocurren más respuestas posibles que las siguientes:
               1. Los sujetos tienen derechos porque hay normas que se los atribuyen y solo por eso.
               Llamaremos a esta tesis la tesis normativista de los derechos.
               Esta tesis tiene varios presupuestos y consecuencias:
               a) A todo derecho antecede siempre la norma atributiva del mismo.
               b) Nadie tiene más derechos que los que las normas le atribuyen.
               c) Si desaparece de alguna forma (v.gr., es derogada) la norma que atribuye[1] un derecho y dicho derecho no es atribuido por ninguna otra norma, desaparece el derecho, dejan de tenerlo los sujetos que lo tenían.
               Dentro de esta que llamamos tesis normativista, caben al menos dos variantes, en razón del tipo de sistema normativo al que se haga referencia.
               1.1. Si son normas morales las que atribuyen derechos, podemos hablar de derechos morales. Un sujeto S tiene un derecho moral Dm si hay una norma moral Nm que le atribuye ese derecho.
               Tradicionalmente no se ha hablado de derechos morales, pero se pueden “traducir” a esta noción las expresiones que se suelen o se solían usar. Por ejemplo, cuando en un discurso moral decimos que se debe respetar la vida de los seres humanos podemos entender que estamos atribuyendo a los humanos un derecho moral a que se respete su vida.
               1.2. Si son normas jurídicas las que atribuyen derechos nos referiremos a derechos jurídicos.
               Importa mucho que hagamos de inmediato algunas precisiones.
               a) No existen propiamente derechos atribuidos por “la” moral o por “el” derecho, sino por normas de tal o cual sistema moral o de tal o cual sistema jurídico. Por ejemplo, no existe “el” derecho, en cuanto orden concreto regulador de conductas, sino que la idea de “el” derecho es un concepto abstracto con el que nos referimos a los distintos sistemas jurídicos reales o posibles y en razón de las notas definitorias de sistema jurídico que manejemos. Por explicarlo con un ejemplo, si yo me planteo si determinada conducta mía será o no delito, constituirá o no un ilícito penal, no le pregunto “al” derecho, sino al sistema jurídico que me interese: el del estado o sistema jurídico político en que vivo, en que estoy, etc.; en suma, al sistema jurídico que se me puede aplicar a estos efectos.
               En cuanto a la moral, no tiene sentido que yo me pregunte cómo se calificará mi conducta por la moral en abstracto, por la noción de moral, noción que agrupa bajo esa categoría común las distintas morales o los distintos sistemas morales. Normalmente nos planteamos cómo calificará nuestra conducta “la” moral, pero refiriéndonos a la moral a la que cada uno en conciencia se siente vinculado, que es la que cada uno tiene por la moral auténtica, mejor o más verdadera. Pero que para cada uno no haya más moral o no haya moral mejor o más verdadera que aquella que él asume o da por buena no significa ni que no haya otras morales ni que esa que cada uno considera la verdadera sea objetivamente la verdadera. Y esto, por otro lado, no prejuzga las mejores o peores razones del objetivismo moral y hasta del realismo moral y podría incluso ser afirmado por un realista o un objetivista moral. Pues no es “realista” sostener, desde el realismo moral, que no hay más morales que la moral que se tenga por la moral verdadera. A lo único a lo que realismo y objetivismo moral comprometen es a dividir las diversas morales existentes en verdaderas y falsas o en más cercanas a o más alejadas de la verdad moral, de la moral verdadera.
               b) Un derecho moral y un derecho jurídico pueden tener el mismo contenido, sin por ello ser conceptualmente el mismo derecho. Yo puedo decir que tengo un derecho moral y un derecho jurídico (a tenor del sistema jurídico español vigente) a que no se me aplique pena de muerte por ningún delito. Casi no merece la pena ponerse a discutir si son dos derechos o si es el mismo bajo diferentes ópticas normativas. Pero la prueba de que son autónomos es que, aunque cambie el sistema jurídico español y se pueda permitir en él pena de muerte para algún delito, eso no excluye que, si acaso, se pueda seguir diciendo que yo tengo el mismo derecho moral a que no se me aplique pena de muerte. La cuestión es clara, bajo este punto de vista: una norma jurídica no “deroga” una norma moral de contenido opuesto, y una norma moral no “deroga” una norma jurídica de contenido opuesto.
              
               2. Los sujetos tienen derechos porque los tienen, como parte o atributo intrínseco de su ser, su naturaleza o su constitución y completamente al margen de que las normas morales o jurídicas se los reconozcan o no.
               A esta tesis la vamos a denominar tesis ontologista. Conforme a la tesis ontologista, los derechos, o ciertos derechos, son parte constitutiva del ser humano, que nace con ellos y los posee y es de ellos titular al margen o con independencia de cualquier voluntad humana o cualquier designio normativo. Los derechos, entonces, pertenecen al ser de cualquier persona y son elemento constitutivo y definitorio de ella, igual que a cada persona le pertenece su corazón o le pertenecen sus pulmones y puesto que, dada la estructura física del ser humano, no hay propiamente tal sin corazón o sin pulmones.
               Lo que sucede es que la comparación anterior vale solo en lo que vale, relativamente, pues es obvio que, para la tesis ontologista de los derechos, estos no se tienen por cada uno como cada uno tiene su corazón o sus pulmones, pues los derechos no son materia empírica, sino atributo inmaterial, espiritual. No se me ocurre nadie, de entre los ontologistas, que haya dicho que cada ser humano tiene derechos como parte de su constitución material, sino como atributo espiritual, ideal.
               En consecuencia, asumir la tesis ontologista presupone aceptar una ontología no puramente materialista, en ningún sentido. Ni siquiera serían los derechos productos del intelecto, obras de una creatividad o ideación humana con una base material o empírica, de aquello que Popper llamaba el mundo-3 o Gustavo Bueno denominaba tercer género de materialidad. De esa manera existe, por ejemplo, don Quijote de la Mancha, que es un ser solo en cuanto que comúnmente pensado con ciertos atributos. No, la comparación no vale porque, para la concepción ontologista, los derechos no existen en tanto que pensados y, por consiguiente, productos de la materia, de una forma u otra, sino que más bien tienen una existencia del tipo de la que posee el ser humano según la antropología filosófica de base religiosa que ha impregnado nuestra cultura. Pues, en efecto, del ser humano se ha venido afirmando, entre nosotros, que tiene una naturaleza doble, la física y la espiritual, y esta última recibe el nombre de alma. El alma y el cuerpo de cada uno forman su ser completo. El cuerpo es mortal y el alma pervive a la muerte física, y por eso, según nuestras tradiciones religiosas, cada uno vive más allá de lo que viva su cuerpo, y por eso la eterna salvación o condena lo será del alma, a menos mientras el cuerpo de cada cual no resucite al final de los tiempos para reunirse con su alma. Así es nuestro sustrato cultural y en esas seguimos, también cuando muchos hacen teoría de los derechos o, en especial, teoría de los llamados derechos humanos.
               Me atrevo a plantear la hipótesis de que en buena medida el lenguaje actual de los derechos reemplaza al viejo lenguaje sobre el alma, manteniendo de modo más o menos inconsciente los viejos esquemas metafísicos, la antropología filosófica dualista. Y por eso, también, la tan actual atribución de derechos a los animales, con presupuestos mucho más ontologistas que normativistas (pues se trata de reconocer a los animales los derechos que tienen, no de atribuirles derechos desde las normas jurídicas o morales), viene a equivaler más bien o antes que nada a la pretensión de que los animales tienen alma. Las viejas religiones, y hasta el muy antiguo animismo, renacen en nuestro tiempo con el lenguaje de la modernidad, que es, entre otras cosas, el lenguaje de los derechos.
               Evidentemente, en nuestro pensamiento jurídico la mejor representación de la tesis ontologista de los derechos está representada por el iusnaturalismo. El iusnaturalismo estipula que existen derechos de cada ser humano que son naturales por cuanto que pertenecen a la naturaleza común de los humanos. Nacemos con derechos, igual que nacemos con corazón o con pulmones, aun cuando los derechos sean supraempíricos y el corazón o los pulmones sean parte empírica o material de nuestro ser. Y nacemos con derechos naturales o bien porque así lo dispuso Dios al crear al ser humano (iusnaturalismo teológico) o porque sí, porque así son las cosas (iusnaturalismo racionalista). Del mismo modo que cada cual tiene corazón o pulmones y esa es una realidad incontestable e independiente, a la postre, de los resultados del debate teológico sobre la existencia de Dios, ya que quienes niegan que Dios exista no podrán negar que cada uno de nosotros tiene sus pulmones, los derechos existen sea cual sea la explicación última de por qué existimos las personas o de por qué somos precisamente así como somos.
               La tesis ontologista fuerza normalmente también a una división en la naturaleza de los derechos, a distinguir entre los derechos que se tienen porque se tienen y que normalmente serán derechos de todos y cada uno, pues son derechos “naturales” o cosa por el estilo, y los derechos de los que se es titular porque la norma respectiva los atribuye, constituye esa titularidad. Si una norma de un Estado dice que los peatones tienen derecho a cruzar la calle cuando está verde la luz del semáforo para ellos, y que no tienen ese derecho, sino la obligación de no cruzar, cuando el semáforo para ellos no está verde, ese será un derecho no “natural”, sino perfectamente contingente y dependiente del arbitrio legislativo. Por tanto, la concepción ontologista de los derechos lleva con necesidad a diferenciar entre derechos necesarios y derechos contingentes, siendo los segundos el producto de una pura atribución normativa, y siendo los primeros los que se tienen porque se tienen, porque así son las cosas y la “naturaleza” o la estructura óntica de los seres no puede cambiarse por ningún designio humano.
               Me atrevo a decir, aunque con bastante convicción, que la filosofía jurídica y política de nuestro tiempo tiene un nivel de profundidad bastante menor que hace uno o varios siglos, al menos al hablar de derechos. Y ello porque, así como en los orígenes de la filosofía política y jurídica moderna, si no antes, los derechos (o los derechos más básicos, esos que se llamarían enseguida derechos humanos) se afirmaban y de inmediato se fundamentaban, en nuestros días se afirman sin fundamentación o queriendo hacer pasar por evidente un fundamento ontológico o metafísico que carece por completo de tal evidencia. Y así lo hacen hasta muchísimos de los que a sí mismos se tienen por eximios iusfilósofos, que las más de las veces triunfan porque, precisamente, “venden” a sus audiencias derechos supuestamente incontestables con la misma desenvoltura con que se suele caricaturizar al vendedor de crecepelo o al descarado colonizador que vendía espejitos a los indios.
               La actual filosofía jurídica tiene una esencia paradójica que va siendo hora de que desenmascaremos. La teoría sobre derechos o justicias no sirve para lo que dice valer, sino para todo lo contrario, a la postre o las más de las veces. Así como lo que vende el comerciante de crecepelo no solo no hace renacer el cabello, sino que puede llevar a que haya menos pelo aun si el comprador deja de gastar en jabones o champúes e invierte todo su caudal en el falso ungüento, el abuso actual del lenguaje de los derechos que va de la mano de tesis ontoligistas carentes de toda profundidad filosófica conduce, paradójicamente, a mayor desprotección de quienes falsamente se pretende que son titulares indiscutibles de derechos fundamentalísimos que se han de hacer valer. Explicaré esta perversa paradoja.
               Con una tesis normativista de los derechos queda claro que no hay derechos jurídicos sin normas jurídicas, normas que, además, son relativas a cada sistema jurídico-político y resultado de la voluntad normadora que en cada sociedad se imponga. En otras palabras, más sencillas, el campo de lucha por los derechos es el campo de la política, puesto que los derechos nacen del derecho positivo y la lucha por el derecho positivo es una lucha política antes que nada. Si queremos tales o cuales derechos, hemos de ser conscientes de que tal vez hay que doblegar la fuerza normativa, la dominación política y, por extensión, jurídica de grupos o clases dominantes, sea como sea el modo en que dicha dominación se constituya y se sostenga.
               Y además eso nos enseña la historia, para el que quiera verla sin los lentes deformadores de la metafísica más rancia o como rehén de la falsa conciencia y en pleno ejercicio de alienación. Más allá de tal o cual matiz o de esta o aquella excepción puntual en algún país, si los derechos laborales de los trabajadores se impusieron fue por la acción política y la lucha social de sus sindicatos y asociaciones, no porque a los detentadores del poder legislativo ajeno a ellos se les iluminara de pronto la razón y vieran que cada trabajador, en cuanto ser humano, era titular de un derecho cuasinatural al salario digno o al descanso mínimo. Si tras siglos y milenios de discriminación extrema, las mujeres lograron el derecho al voto y el derecho a no ser jurídicamente discriminadas en ninguno de los asuntos que regulan el derecho público o el derecho privado, no fue porque a los poderes constituyentes o a los diputados que redactaban tal o cual legislación se les revelara de pronto que hombres y mujeres compartían a partes iguales una misteriosa sustancia llamada dignidad, sino por la lucha férrea y constante de los movimientos feministas. La lucha política, sea de trabajadores, de feministas, de asociaciones de personas con algún tipo de discapacidad física, de grupos desaventajados de cualquier tipo, no es una lucha epistemológica, por así decir, el empeño sostenido para que los que gobiernan vean la luz y se conviertan a la justicia, un especie de hermeneusis con el orden del cosmos como texto o como signo, sino que es la pugna política y por todos los medios políticamente viables para imponer reformas sociales por vía legislativa. La lucha por los derechos no es la lucha por ninguna verdad, es la lucha política de quienes están en desventaja injustificable y quieren implantar un modelo diferente de sociedad, de orden social.
               Por supuesto que parte de esa lucha política es la que se dirige a cambiar las mentalidades, naturalmente que hay una parte de empeño para facilitar a través de acciones educativas, culturales, etc., esos mismos cambios sociales que con la ley se van a consolidar. Y, como es obvio, hay un componente de lucha ideológica que explica el que también al luchar por los derechos se pueda recurrir al mito, la leyenda y hasta a hacer pasar cualquier fantasía metafísica por orden necesario de la divina Creación. El problema está en creerse la parte fantástica y abandonarse al cultivo del mito, cultivo a veces bien remunerado, dejando de lado el verdadero reto, que es político y es jurídico.
               Si es desmovilizador el actual lenguaje de los derechos, con sus presupuestos ontologistas poco menos que banales y de escasísima consistencia filosófica, es porque en el fondo invita a la desmovilización política y soterradamente refuerza el paternalismo. Si los derechos (o los que en cada momento se quieran ver como más básicos) no son conquistas normativas de base política, sino atributos necesarios e imperecederos de todo ser humano, lo decisivo no será que por ellos luchen los más necesitados, los oprimidos, quienes más necesitan hacer efectiva su titularidad. Si los derechos son elemento constitutivo de la naturaleza del ser humano, núcleo metafísico de cualquier persona, tiene más sentido que de descubrirlos y hacerlos valer sobre el papel se encarguen los más doctos, los más cultos, los filosóficamente mejor formados o aquellos a los que por razón de sus títulos esa formación se les supone. Porque, entonces, ya no necesitan esos profesores de las universidades más caras, exclusivas y elitistas acompañar en las calles y en las tribunas las luchas de los menesterosos, pues en el fondo no están reivindicando algo que a los menesterosos les falta y que esos profesores ya tienen más que de sobra (el salario digno, la vivienda apropiada, la educación suficiente…), sino solicitando que salga a la luz y por sí irradie lo que es atributo de cada uno, por igual del pobre y el rico, del académico o del analfabeto: sus derechos, su alma, una esencia metafísica común y, como tal, transversal a las clases, los grupos de dominantes y dominados, etc.
               Y más todavía, si de descubrir esencias o sustancias ideales o supraempíricas comunes a todos se trata, lo que interesa es extraer muchas, todas las posibles, sin que importe el orden, la prelación. Cuando el problema se enfoca en clave puramente filosófica, metafísica antes que nada, y no en clave política o económica y, por supuesto, jurídica, lo ideal es descubrir cuantos más mejor de esos derechos, pues la abundancia de ellos no daña a ninguno y nuestra razón se extasía tanto más cuantos más sean esos derechos que del más allá se rescaten y sean expuestos a la luz.
               Se habla de derechos y de más derechos, se procede por acumulación, hay quien descubre varios de ellos al mes, nuevos y flamantes, y apenas hay en los libros páginas bastantes para enumerarlos todos. La razón triunfa y sobre el papel se cura la injusticia que en la prosaica realidad de las calles sigue presente y persistente, tan intensa como siempre, o más todavía. Es igual de maravilloso que se proclamen derechos de las personas y de los animales, de los nacionales y de los extranjeros, de los altos y de los bajitos, pues se trata de celebrar una apoteosis esotérica y de rendirse ante la potencia de una razón aparentemente cognoscente que ya bien poco se exige a sí misma y que afirma y escasamente fundamenta. El problema real se deja de lado porque con sentirse divinos y justificados se conforman más que de sobra los nuevos hechiceros, esos gurús que cobrarán a tanto, bien alto, la conferencia en la que ante un auditorio de privilegiados iguales dictaminarán que han descubierto un nuevo derecho del que son titulares ahora los perros todos, incluidos los que viven en las barriadas paupérrimas de esa misma ciudad, al lado de los niños que perecen por falta de alimento o de higiene o de vacunas.
               Inventar derechos y brindar al sol con ellos es labor fácil, hasta labor de tontos con la que más de cuatro tontos medran, y, para colmo, se hacen pasar ante sus colegas por paladines de la justicia social y abanderados del pensamiento revolucionario, sin dar palo al agua ni aportación tangible a la política que mueve el mundo y marca el destino de los países. Lo complicado es poner orden en los derechos y las obligaciones, organizar las relaciones sociales en un contexto de tensiones y dilemas dramáticos, cuando no trágicos. Pues claro que no cuesta nada y resulta una memez escandalosamente fácil gritar a los cuatro vientos que todo ser humano tiene derecho a la paz o derecho a la felicidad o derecho a una alimentación suficiente. Pero el problema teórico y práctico, el reto intelectual para el académico y el desafío práctico para el ciudadano consciente se halla en establecer cuándo una guerra es justificada o cuándo es legítimo y legal matar en legítima defensa o cuándo está justificado y en nombre de qué privar a alguien de un componente básico de su bienestar o felicidad, como la libertad mismamente. Y hoy hablan tantos del derecho a la paz para no ocuparse de la teoría de la guerra justa, o del derecho a la felicidad para no cansarse pensando en cuál puede ser la justificación más razonable del castigo penal. Y así con todo.
               Por supuesto que es un ejercicio extremadamente simple y escasamente osado proclamar que los perros y los gatos también tienen derecho a la vida y la libertad y el bienestar y la salud, pero lo importante es decidir si los niños que mueren de hambre pueden o no comerse a los perros o si no habrá que matar en algún lugar los perros que disputan el alimento con los niños o les contagian enfermedades o los muerden.
               2. Mi conclusión.
               No tenemos derechos naturales ni cosa que se le parezca. Toda teoría ontologista de los derechos tienen un trasfondo conservador, aunque ocasionalmente pueda haberse usado con afanes reformistas. Tiene un sello conservador porque con la misma naturalidad con que abrimos la puerta a la metafísica de los derechos, la abrimos igualmente a la metafísica del orden y con idéntico esquema acaba justificando que no solo hay derechos naturales o así, sino que también el orden en que vivimos es natural y necesario, el que debe ser porque es. Las reformas sociales no se hacen desde la metafísica, sino desde las calles y las urnas.
               El ontologismo de los derechos es cruel y es perverso, aunque más de cuatro lo cultiven sin conciencia de eso y con las buenas intenciones propias de los seres banales. Resulta cruel y perverso afirmar, por ejemplo, que esos cientos o miles de niños que hoy mismo se han muerto de hambre en algunos lugares del mundo tienen un derecho pleno al alimento suficiente, como parte de sí mismos, de su ser, de su naturaleza; o que tiene un derecho así a la salud el niño o el viejo que hoy se ha muerto en alguna parte porque no había vacunas o porque en los hospitales del país se terminaron los antibióticos o se guardaron los últimos para la familia que gobierna.
               Lo que hay que decir, a mi modo de ver, es que, en esos lugares, los que sean, hace falta luchar y tenemos que luchar para que haya normas que atribuyan tales derechos y haya otras normas que pongan los medios para que esos derechos sean efectivos, lo más efectivos que sea posible. Decir que el niño sin vacunas murió como titular de su innato derecho a la salud es un ejercicio de cinismo, tal vez una manifestación de extrema insensibilidad. Lo que hay que decir es que esos niños no tenían tal derecho porque ninguna norma se lo atribuía o porque solo retóricamente se los “reconocía” una, sin que otras le dispusieran garantías de efectividad, en este mundo en el que los bienpensantes dados al tópico tropical dan su excusa a los explotadores a base de hacernos creer a todo que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque en nuestro ser o nuestra naturaleza ya está en verdad todo lo que materialmente tal vez nos falta. Porque, al fin, y al cabo, y como bien nos suena desde hace tanto, qué importan los sufrimientos del cuerpo cuando se trata de salvar el alma, y puesto que los derechos son parte del alma, del alma del mundo, del orden del cosmos.
               Ahora bien, es relevante que retomemos, al concluir, la distinción, dentro de las tesis normativistas, entre derechos morales y derechos jurídicos. Que una norma jurídica no ampare o niegue el derecho jurídico Dj no implica que no podamos seguir afirmando el derecho moral Dm. Afirmar un derecho moral no equivale a pretender que por ser derecho moral es ya, sin más, derecho jurídico. Sostener el derecho moral significa dar razones morales a favor de la configuración jurídica de tal derecho. Si en cierto Estado el derecho vigente no reconoce, dentro del matrimonio, iguales derechos a la mujer y al hombre y, por ejemplo, no permite a la mujer disponer sin autorización del marido de los recursos económicos del matrimonio (y sí se lo permite al marido sin autorización de la esposa), el que mantengamos que la mujer sigue teniendo ahí pleno derecho jurídico a la igualdad dentro del matrimonio o a disponer de los bienes comunes sin autorización marital es esfuerzo estéril, pura concesión a la melancolía. Como si afirmamos, por ejemplo, que en el Estado de Kansas, donde sigue vigente la pena de muerte para algunos delitos, todos los ciudadanos tienen derecho jurídico a no ser condenados a muerte por ningún delito. Eso es sencillamente absurdo. Lo que sí cabe que defendamos con plena coherencia es que consideramos que hay razones morales bien fuertes o convincentes para afirmar que esos ciudadanos tienen dicho derecho moral y que por eso cabe usar esas razones morales para la lucha política en pro de la abolición de la pena de muerte en Kansas.


[1] Atribuir quiere aquí decir hacer titular. Una norma N atribuye un derecho a S en el sentido de que lo hace titular de ese derecho; o, dicho de esa manera, S “tiene” ese derecho porque N se lo atribuye, le hace ser titular de él.

6 comentarios:

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