23 febrero, 2011

Todo el mundo es bueno

Sorprendente lo ocurrido en la NBA. Lo explicaré tal como me lo han contado, aunque no entendí bien si es que ya todo ha sucedido de esta manera o si estamos al comienzo de un proceso que acabará así. Lo narro como si estuviera consumado

Conocemos todos el nivel del baloncesto norteamericano y la talla de los jugadores. Pero, un día, un buen grupo de baloncestistas bajitos constituyó una asociación y se ofreció para defender y gestionar con empeño los intereses de los profesionales de ese deporte. Los grandes de aquellos torneos estuvieron de acuerdo en delegar en esa asociación para que negociara por ellos ciertos asuntos, como el modo de pagar las primas por resultados o el régimen fiscal de sus sueldos. A nosotros, con tanto entrenamiento, tanto gimnasio y tantas competiciones, no nos queda tiempo para eso, pensaron. Pero hete aquí que los de la asociación de pequeños se pusieron a protestar porque todas las estrellas del basket medían dos metros o más. Como en la federación correspondiente, atestada de burócratas, ya andaban un poco hartos de las ínfulas que los Gasol y compañía se gastaban y, en el fondo, envidiaban su fama y sus ganancias, entraron al trapo y se formó una mesa par(asi)itaria para reformar las reglas del baloncesto y el estatuto de los jugadores. La integraban quince políticos de cuarta fila, catorce pequeñajos y la prima de uno de Chicago.

Después de muchos dimes y diretes, se decidió que, en efecto, existía una intolerable discriminación de los de menor estatura y se dispuso que, a partir de la siguiente temporada, las canastas se bajarían medio metro. Por si esa medida no bastaba y dado que podían los equipos empecinarse en mantener sus ajadas estructuras, se pactó también un sistema de cupos o cuotas, en virtud del cual en cada partido debería cada equipo tener siempre en pista al menos a un jugador que midiera menos de un metro setenta. La primera consecuencia fue que los profesionales de más envergadura empezaron a sentirse incómodos, pues se pasaban los torneos con lumbago por tener que agacharse todo el rato, unas veces para encestar y otras para recibir el pase de los compañeros pequeñitos. Así que más de uno se pasó al voleibol, mientras que bastantes aprovecharon para retirarse a vivir de sus rentas en hermosos ranchos del Oeste. Sólo cuatro reaccionarios lamentaron esos abandonos de los más cualificados deportistas.

La siguiente protesta vino de los entrenadores de tercera, que alegaron su frustración por tener que pasarse los encuentros gritando a pie de pista, cuando, en verdad, lo que a ellos les apetecía todo el rato era jugar como los otros. Así que también se reconoció el derecho de los entrenadores a meterse en las alineaciones cuando les apeteciera. Luego empezaron los administrativos, con el argumento de que ellos eran la espina dorsal de los clubes y que a ver quién iba a tener limpias las pistas y planchadas las camisetas si no fuera por lo que ellos se sacrificaban para gestionarlo todo. De modo que se otorgó a los secretarios, contables y mecanógrafos el título oficial de jugadores profesionales de baloncesto y, una vez que tuvieron dicha consideración formal, exigieron igualmente sus minutos de gloria en la cancha.

Al cabo de poco tiempo, el espectáculo era ya más chusco que otra cosa, pues en cada competición oficial andaban corriendo detrás del balón los más variopintos personajes, altos y bajos, gordos y flacos, jóvenes y mayores, con buena técnica algunos y más ganas que saber la mayoría. A todo esto, también se había pensado que la obligación de entrenar era un signo del autoritarismo propio de tiempos pretéritos y que el entrenamiento era una opción personal perfectamente libre. Al buen baloncesto sirve por igual quien se pasa las horas ensayando estrategias y tiros libres que quien se dedica nada más que a ratos, pero desea con idéntica fuerza la victoria en cada torneo, eso proclamaban muchos.

Reclamaron más tarde las animadoras, y no solo con argumentos de género, hasta que se pactó que antes de cada encuentro se sortearía quién bailaba en paños menores en el descanso y quién jugaba el partido completo. Al parecer, el día que a Kobe Bryant le tocó hacer de majorette tras el primer cuarto, decidió colgar las botas y dedicarse al cine. Después fue el turno de los conductores de los vehículos de los equipos y más tarde los socios jubilados, y en todos los casos hubo que aceptar sus legítimas reivindicaciones, en aras de la igualdad y por respeto a la Enmienda Catorce.

A la postre no había sitio para tanto y tan variado jugador, pese a que otra vez se modificaron las reglas para que jugaran simultáneamente veinte contra veinte, y no cinco por cada lado, como hasta ese momento. Del modo más natural y por la inercia de los acontecimientos, se fueron abandonando los estadios y los partidos se organizaban en los parques públicos, las playas o las plazas con amplias explanadas. Un periodista deportivo tuvo un día de esos la ocurrencia de escribir que ya no había diferencia entre el baloncesto profesional y las pachangas callejeras o los partidillos de colegio y, como es lógico, fue fulminantemente despedido de su periódico y tuvo que exiliarse en Alemania. Menos mal que se apellidaba Kaufmann y sabía algo del alemán que le había enseñado su abuelo, que había llegado a Missouri huyendo del nazismo.

Fue por entonces cuando el baloncesto empezó a brillar en Corea del Sur. Recibieron primero a unas cuantas figuras de la anterior NBA, entre ellas un par de españoles. Tanto el Estado como unas pocas empresas vieron venir el negocio e invirtieron en instalaciones, equipamientos y, sobre todo, en fichajes de grandes jugadores de todo el mundo, a los que reconocían y pagaban muy bien. Ni que decir tiene que los coreanos fueron criticados por entregarse a un modelo deportivo que más de cuatro tildaron de retrógrado, feudal y antisindical, aunque esto último no se entiende muy bien. Pero, curiosamente, los mismos que tanto se escandalizaban veían en la televisión cada partido coreano, pues se transmitían a todo el mundo los torneos de esa nueva liga, organizada bajo las siglas NBA(C).

En Estados Unidos una comisión del mayor rango, nombrada por el mismísimo Presidente de la nación, se ha puesto ahora a estudiar la mejor manera de reintroducir el baloncesto de altura en el país. Era un buen modelo de deporte y, sobre todo, un gran negocio para esta tierra, declaró recientemente la Subsecretaria de Deporte. El problema, para el que no se ha encontrado solución todavía, es el de como retirar el carnet federativo a los cientos de miles de ciudadanos que se han hecho con el control de los equipos, las alineaciones y las competiciones. Pero todo se andará o, en caso contrario, se habrá acabado para siempre aquella vieja supremacía baloncestística de los gringos.

Como me lo han contado lo he transcrito aquí, más o menos. Y el caso es que me quedo pensando, porque es como si el caso me resultara familiar y no sé de qué. Serán cosas mías.

2 comentarios:

un amigo dijo...

Linda la parábola - y mordaz crítica implícita al extraviado derrotero que ha tomado de un tiempo a esta parte el cultivo del caracol de viña en Cerdeña, pardiez.

Sólo rechina el oxímoro ese de "invertir en fichajes", hehe.

Salud,

Anónimo dijo...

jajajaja. traducción, ¿aquí no cabemos todos? Te veo en juventudes hitlerianas...ainssss. me olvidaba que andas cerca los sesenta... uff. que fallo...(no se madura con la edad, que decepción)Pero tienes tu gracia porque te leo desde mi sillón en mi casita con mi copa y ....y...miedo me das...