Horas y horas de callejeo romano, paseggiata continua. Hacía algún tiempo que no procedía como viajero convencional en gran ciudad turística. Zonas monumentales plagadas de turistas, calles comerciales atestadas de romanos que pasean y compran en las rebajas, pues en domingo están abiertos los comercios. En las calles y los restaurantes el español ha seguido ganando presencia, pero creo que esta vez es mayor la afluencia de hispanoamericanos que de españoles. Será porque la crisis golpea de modo bien distinto a uno y otro lado del charco. Los periódicos locales informan de las nuevas medidas contra la crisis, que ponen tasas a la sanidad pública y suben impuestos. Cada tanto, algún cartel en las calles contra el gobierno berlusconiano y en pro de mejor democracia, pero pocos en verdad, con la que está cayendo, también en Italia.
En la iglesia de Santa Maria Maggiore un individuo con canas y traje negro controla con celo los hombros, las piernas y los canalillos de las damas y las obliga a cubrirse las carnes para entrar. Sublime arte sacro y ecos de la más infame moralidad eclesial. Carne de mujer, pecado máximo, riesgo constante. Inevitable preguntarse dónde se refugiaban los homosexuales antes de la liberación en curso. Quien no piense que la respuesta es obvia se niega a abrir los ojos o a que se los abran.
Roma debe de ser el mejor lugar del mundo para entender el nuevo sincretismo religioso y la mezcolanza de lo sagrado y lo profano en estos tiempos de promiscuidad ideológica y de figuras nuevas del inconsciente colectivo. En Roma se puede al fin entender la esencia del moderno turismo multitudinario, nueva forma de sacralidad. Las masas invaden los espacios otrora sagrados, los templos, lanzan sobre los altares sus flases que son flases votivos, aunque no se tenga conciencia de tal. Los turistas profanan los espacios de culto, pero no es ceremonia en verdad profana, sino emblema de una nueva religiosidad que es reflejo especular de la otra, de la pasada. El turista contemporáneo peregrina y recorre disciplinadamente los espacios marcados para el nuevo rito, que son los mismos espacios anteriores, pero cargados de significados aparentemente nuevos que son significados idénticos. El turista es personaje que busca la indulgencia vecinal y la consideración de parientes y compañeros, que desfila y sigue la procesión para legitimarse ante el conciudadano de su lugar de origen, para poder contarle luego que estuvo y vio donde había que estar y ver. La religión siempre ha sido antes que nada comportamiento social y fuente de legitimación social, manera de ubicarse sin tacha en los esquemas establecidos para la convivencia, fuente de status, marca que sienta la diferencia de los iguales.
Son múltiples las coincidencias. La práctica social de la religión lo era de fe sin teología, rito sin reflexión, superstición sin conocimiento. Hoy el turismo desempeña idéntica misión. La guía viajera reemplaza al misal o al libro de oraciones, el flas fotográfico sustituye a la vela que se enciende en el templo, el souvenir es la nueva reliquia, el plato local o esas bolsas de pasta o condimentos valen por el frasco de agua bendita o de la fuente milagrosa. La breve noticia que en cada lugar se contiene de los orígenes de aquel templo o de la historia de aquellas ruinas vale por las viejas historias de la vida de los santos del lugar.
En el Palazzo Venezia se puede ver una instalación didáctica y audiovisual sobre las pinturas de Caravaggio en la Capilla Contarelli. Entramos y nos empapamos un rato en el secreto de las pinturas, pero no hay nadie más, estamos solos allí media hora. Sin embargo, en la iglesia de San Luis de los Franceses hay un desfile permanente para pasar ante esas obras del gran Caravaggio. No hace falta conocer, basta haber visto, o quizá ni siquiera mirar, sólo poder decir que se estuvo. Pues lo que da cupo entre los elegidos no es el conocer ni el ver, sino el poder decir, el haber pasado. Siempre ha sido de tal guisa la vivencia masiva o popular de lo sagrado.
El turista que con paso apresurado y abundancia tecnológica recorre iglesias sin concesiones a la religión no las profana en realidad, sino que las hace objeto de una nueva manifestación de lo sagrado. La vieja iglesia lo sabe y lo admite y se reserva su sitio en los nuevos rituales, y por eso ya no hay a la vista pilas bautismales con agua bendita, ni huele a incienso y las invitaciones al recogimiento o a la discreción, cuando las hay, salen de los altavoces bien ocultos y se recitan en cinco idiomas cada cinco minutos. Y al lado de cada sacristía se venden guías de viaje y souvenirs. En la Capilla Contarelli hay que meter un euro para que las pinturas de Caravaggio se iluminen durante dos minutos y la razón para la luz está en que sin ella no es posible hacerles fotos, pues el flas no está permitido. Hoy Caravaggio retrataría a Mateo recibiendo la llamada de la agencia de viajes o contándole a Pedro el calor que hacía en el Coliseo.
Se cruzan muchas parejas musulmanas, el varón en chanclas y pantalón corto, la mujer sin un gramo de piel a la vista, salvo en la cara, y con el pañuelo tapándole el pelo. Ellas se suben a los muros bajos o se sientan en los bordes de las fuentes y sonríen mientras ellos las retratan con los móviles o las cámaras de último modelo. El nuevo credo no conoce fronteras, lo sagrado sigue guiando nuestras vidas, vengamos de donde vengamos. Los lugares originarios, los centros de las civilizaciones pasadas no cuentan por lo que fueron, sino por lo que son, iglesias de una nueva religiosidad, la del presente, escenarios de las representaciones colectivas de hoy, lugares para el rito nuevo que destruye el antiguo, pero cumple idéntica función. Hoy, como siempre, el viaje grupal y programado es simplemente una manera de afirmarse y reafirmarse en el lugar de origen, de homologarse ante el vecino. Se viaja así para no dejar de estar donde siempre y para ubicarse en las escalas locales del prestigio. Y para eso Roma sólo compite con Nueva York, en perfecto eclecticismo. No se salvará quien no las visite.
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