25 septiembre, 2012

Comer y creer



                Los colegas de Derecho Eclesiástico de mi Universidad organizan dentro de semana y pico un congreso sobre “Alimentación, creencias y diversidad cultural”. Que les aproveche, dicho sea cordialmente. Sabido el percal de estos temas y visto lo que suele abrigar la diversidad cultural, y repasados también los títulos de algunas interesantes ponencias, es de suponer que se tratará de la relación entre alimentos y libertad religiosa. Así que sucumbo a la tentación de meter la cuchara en tan suculenta cuestión.

                Las religiones al uso, las monoteístas de libro sagrado, tienen en común una curiosa característica: en su dogma o sus normas se establecen alimentos prohibidos, sea radicalmente o sea para ciertos días o épocas. No entremos en el estatuto de la prohibición o su concreta regulación en cada una de tales confesiones, pero las hay que vetan al fiel el cerdo o el alcohol, o que mandan abstenerse de comer carne en ciertos días. También son muy dadas a fijar periodos de ayuno. Bien está, pues no es mi problema. Por mí, como si consideran pecado grave cortarse las uñas o sonarse los moquillos. Otras hay por esos mundos que proscriben enseñar el pelo o cortárselo no sé cómo. O tocarse el pito o que te lo toquen si no hay papeles de por medio. No es como para que nos pongamos ahora en buscar racionalidad a la fe o sentido común al dogma. Otros, sin ir de píos, se alarman cuando ven un gato negro, no se casan en martes 13 o se niegan a pasar por debajo de una escalera; o se entregan a la confiada lectura de los horóscopos en el periódico, que manda narices que en los periódicos todavía se contengan tales tontunas. Por cierto, cuando era pequeño y me enseñaban el Catecismo, estudié aquello de que lo enemigos del alma son el mundo, el demonio y la carne. Me pasé media vida pensando que era la carne de ternera o la de pollo, pero creo que los tiros iban por otro lado. Lo del mundo todavía no lo he pillado, si bien ya no me dedico a los enigmas escatológicos. Tampoco critico a aquellos curas y catequistas, pues luego, durante la carrera, la mayor parte de las asignaturas de Derecho las superé de la misma manera, de memoria y sin entender un pimiento. Todavía me acuerdo de la teoría del acto administrativo, verbigracia, que me tenía consternado y sin saber qué acto sería ese tan lleno de definiciones y parabienes.

                Para que nadie se ofenda a la primera de cambio, trabajemos con ejemplos inventados. Supóngase que hay una confesión religiosa que proscribe a sus creyentes toda ingesta de patatas, mismamente porque el profeta mayor dejó dicho que la patata es tubérculo maldito, subterráneo y diabólico engendro. Cosas igual de raras se ven en las variadas iglesias. Un primer problema conceptual, la mar de interesante, es el de cuántos adeptos debe tener una religión para que sea considerada religión y no desvarío de un sujeto o de una pandilla de ellos. Imagino que en el Derecho Público o en su doctrina estará resuelta esta cuestión, aunque no he encontrado definiciones ni requisitos ni en la Ley Orgánica 7/1980de Libertad Religiosa ni en el Real Decreto 142/1981sobreOrganización y Funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas. Como siempre he tenido la tentación de crear una religión un día, y ya puesto, autoproclamarme Pontífice Supremo y delegado plenipotenciario de los dioses, me quedo con la duda de a cuántos tendré que convencer y cómo habremos de organizarnos para contar como religión o entidad religiosa, aunque ya veo que habrá que redactar unos estatutos o cosa similar.

                El caso es que los de la religión R andamos obsesionados por no comer ni tanto así de patata, no vayamos a condenarnos o a contribuir por ello a la debacle universal. Si consiguiéramos dominar en un país y hacer confesional su Estado, sin duda se prohibiría el cultivo, venta y deglución de patatas y tipificaríamos sanciones para los que vulnerasen dichas normas. Pero póngase que vivimos en un Estado pluralista, de libertades y no confesional. Entonces nos tocaría reclamar cosas como que a nadie se le fuerce a comer patatas si no quiere, lo cual es bien obvio, pues a ninguno cabe obligarlo a tragar aquello que no desea y sean cualesquiera sus razones. Pero también es probable que exigiéramos un muy riguroso etiquetado de los productos alimenticios, no fuera a colarse algo del vegetal maldito en algún alimento elaborado. Llegamos, así, al asunto sobre el que pretendo reflexionar y a la tesis que voy a sostener y que formulo de esta manera: ni caso.

                Maticemos antes de que nos parta un rayo teledirigido. Son muchas y muy variadas las razones en pro de que los alimentos con los que se comercia lleven una muy precisa y completa información sobre todos y cada uno de sus componentes. Pero entre tales razones no veo que haya que hacer lugar a la libertad religiosa o la diversidad cultural. ¿Por qué? Porque a cada ciudadano hay que garantizarle que no va a comer lo que no desea o lo que le sienta mal, pero ese es un derecho estrictamente individual. Y punto. Es una libertad básica  del individuo y las razones grupales o religiosas no añaden absolutamente nada. Si yo soy un vegetariano radical y, por mis personales razones, convicciones o manías, no quiero probar jamás de los jamases ni carne ni huevos ni leche, tanto vale mi deseo si se funda en un credo religioso como si soy convencido ateo y contrario a todas las religiones. Por consiguiente, no son ni más potentes ni más valiosas las razones para que se avise de qué productos llevan cerdo que para que en las etiquetas o rótulos se advierta sobre cuáles tienen huevo, carne de avestruz, leche o patata entre sus componentes. Y no digamos si el problema no es de convicciones, sino de salud, pues hablamos de personas alérgicas a algún alimento o sustancia.

                La libertad religiosa es una consecuencia o aplicación de la libertad individual. La libertad religiosa no se justifica, en modo alguno, como homenaje o consideración a las religiones o a los grupos religiosos en cuanto titulares de derechos o intereses más altos que los de los individuos. La libertad religiosa se protege para que cualquier sujeto pueda decidir si profesa alguna religión o no profesa ninguna, y para que pueda vivir en consecuencia y, en su caso, concurrir a los ritos o prácticas correspondientes, en lo que no resulten incompatibles con la libertad de todos y cada uno y con el orden público más básico. De ahí que hasta a la educación religiosa y al proselitismo correspondiente hay que ponerle ese límite claro: si suprimen la libertad o la restringen gravemente, sea la de pensamiento o la de acción, las libertades individuales primigenias ganan y la libertad religiosa cede. Los de tal o cual confesión tienen reconocido derecho a educar en su fe a sus hijos (art. 2 de la Ley de Libertad Religiosa), lo cual no significa más que el derecho a presentar a sus hijos la oferta de esa creencia. Pero no es el derecho a atarlos a ella coactivamente o a eliminar su libertad de elección, la de los hijos. La coacción religiosa carece de amparo bajo la libertad religiosa.

                Volviendo al tema y para concluir, mi derecho a no comer patatas si no me da la gana comerlas o si me sientan mal no vale ni un ápice menos que el derecho de los de cualquier grupo religioso a no comer cerdo o vaca. La diversidad cultural ni quita ni pone sobre ese particular en términos de derechos, aunque sociológicamente o económicamente resulte bien interesante el análisis de los hábitos alimenticios de tirios o troyanos.

                ¿Lo pongo en plan más personal y a mí cercano? Mi hija es celiaca y soy el primer interesado en etiquetados y garantías, pues se daña su salud si toma el gluten que se contiene en algunos cereales. Pero el derecho de mi hija a que no le den gluten por liebre no vale menos, sino más, que el derecho del que no quiere que le den cerdo por liebre o gato por soja. Entre otras cosas, porque la salud en esta vida es asunto más serio que la complacencia de los dioses, el capricho de los sacerdotes de cualquier credo o el legítimo deseo que alguien tenga por hacerse un espacio en la vida eterna al lado del Jefe o con angelitos o huríes.

1 comentario:

Paulino dijo...

Me ha encantado el artículo. A mi juicio, creencias son creencias; si además merecen ser adjetivadas "religiosas" o de cualquier otro modo me parece cosa menor. Y, mucho, mucho, hay por avanzar hacia la consideración que cada persona merece en el respeto de su identidad, impresa en su 'psique' -'alma' o como se quiera llamar-, y también en su 'cuerpo' (sus necesidades, sus apetencias...)