11 septiembre, 2012

Humanos y animales


                La de hoy es una de esas ocasiones en las que me apetece reflexionar un poquito sobre un tema, pero no sé muy bien qué pensar o qué decir. Tengo más sensaciones que tesis para defender.  Se trata de nuestra relación con los animales. A ver si, al menos, expongo el galimatías que hay en mi cabeza.

                Me crié en el campo, y allá la relación con los animales es compleja y aparentemente contradictoria. Por un lado, algunas bestezuelas son como de la familia, muy queridas. Puede pasar con los perros, los gatos y, en mi tiempo y mi lugar, las vacas y hasta los asnos. Con otros animales la relación era más fría, digamos, más distante y de menor apego. Tal sucedía con las gallinas y los conejos, seres, por cierto, bastante más tontorrones. En tercer lugar, con algunos bichos no había compasión ni el más mínimo afecto, como era el caso de los zorros –y mira que son bonitos los zorros, o raposos, como decimos en Asturias-, las aves rapaces, los ratones, los topos y todos cuantos con el hombre compiten por el alimento o dañan y representan una amenaza para algunos de los bienes que se estiman. La relación, pues, tenía un condicionamiento claramente funcional y utilitario. El animal dañino, o que así se consideraba, era un enemigo al que no se daba tregua. Lo mismo que si el doméstico se pervertía y, por ejemplo, un perro mataba gallinas o un gato se comía los conejos recién nacidos, cosa que significaba sentencia de muerte inapelable.

                Esa condición instrumental o utilitaria hacía también que ciertos animales, simpáticos o no, tuvieran que ser sacrificados. No se podía permitir que cada camada de gatos sobreviviera, y recuerdo que en mi casa siempre era un problema decidir quién mataba a los gatitos recién nacidos. Alguna vez, incluso en mi infancia y adolescencia, me tocó a mí el papel de verdugo y les procuraba una muerte limpia y rápida, comido por dentro por la pena.

                Ya estará algún alma tan sensible como urbana alarmándose ante tamaña crueldad. Pero permítanme explicar que en aquel sistema de vida campesina, de apreturas económicas y casi de lucha diaria por el pan y la supervivencia, había lujos que nadie se podía permitir, la vida y la muerte de los animales era parte del guión cotidiano y servidumbre insoslayable. No cabía ser modestos ganaderos y, al tiempo, defensores a ultranza del derecho de todo animal a la vida, o vegetariano radical, incluso. En el modo de vida tradicional que muchos enamorados de la naturaleza añoran desde la artificiosidad urbana y la inexperiencia, la muerte de muchos seres y su deliberado sacrificio era parte de la evidencia incontestable. La vaca que ya no daba leche o no paría buenas crías debía ser vendida a los carniceros y convertida en chorizos, en lugar de asignarle un retiro con pensión o una residencia para la tercera edad bovina. Más aun, todo animal, querido o no, era una boca y una competencia, y el que no hacía su trabajo perdía su derecho, como el perro que no guardaba la casa o el gato que no cazaba ratones.

                Cuanto acabo de describir era lo “natural” y tenía una aplastante lógica económica y hasta de supervivencia, insisto. Lo que no quita para que en tales medios también se apreciaran considerables diferencias en cuanto a sensibilidad de las personas. En mi casa, a ninguno nos gustaba nada matar bichos y siempre sufríamos. Pero alguien debía hacerlo y se repartían los papeles. Si de sacrificar una gallina o el gallo para la comida festiva se trataba, era cosa de mi madre, que también se encargaba de los conejos. Los perros y gatos nos los repartíamos mi padre y yo. A veces, sí, hasta llorábamos un poco, o casi. Recuerdo el mal trago que aguanté cuando, solo en la casería, descubrí a un par de gatos adultos matando conejitos. Tomé la escopeta de mi padre y acabó cada uno con un tiro. No había alternativa.

                Otra gente creo que hasta disfrutaba o, al menos, nada sentía. Auténticos malnacidos eran los que ejecutaban perros en la horca o echaban los gatitos al agua, para que muriesen ahogados. Siempre desprecié a esos sujetos, me daban y me dan muy mala espina. Esa parte es la que no se justifica con ninguno de los argumentos que antes he expuesto, la crueldad es perversión adicional y obedece a otros móviles o expresa otros talantes no precisamente sanos.

                Dirán que por qué traigo hoy este tema a colación. Pues porque, ante la pequeña Elsa, me planteo muchas veces cuál es la actitud correcta y qué ejemplos darle. Suelo ser objeto de familiar vilipendio cuando en casa entra una araña grande, mismamente, y en lugar de aplastarla, la recojo con esmero y me la llevo al jardín. No quiero que Elsa aprenda a matar sin ton ni son ni que tome manía a animal ninguno. Tampoco me apetece nada que se le inculque aquel viejo mito de que somos, los humanos, los reyes de la creación y soberanos absolutos sobre la naturaleza y sus seres.

                Pero miren lo que me pasó hace unos días. Estábamos comiendo en el porche y resulta que en León hay esta temporada una auténtica plaga de avispas. Aparecieron cinco o seis y comenzaron los gritos de varios de los presentes, sobre eso algo diré después. Con unos vasos atrapamos algunas y yo no quería matarlas, lo que dio pie a extrañezas y alguna burla. Maldición, pero un rato después una avispa picó a Elsa, y al día siguiente la picó otra más. Pues ahora le digo que no pasa nada si las mata o las mato, ya que sí tenemos una razón para ello.

                Si nos elevamos un poco, de la anécdota biográfica o cotidiana a lo modestamente sociológico, diré que hay un fenómeno que me parece extraordinariamente significativo de la evolución que hemos tenido en este país de nuestros dolores. Aquí, quien más y quien menos proviene del campo y de cerca de la miseria y allá tuvo sus abuelos o sus padres o allí se crió, entre ratas, avispas, culebras y lo que se terciara. Pero, ahora, muchos de los que así vivieron o tal origen tienen se suben sobre una silla si aparece un ratón, gritan con terror si llega una avispa o se alarman estrepitosamente ante la presencia de una modestísima araña. ¿Será para tanto? A lo mejor es porque el ser humano se adapta fácilmente a las nuevas formas de vida y echa en saco roto experiencias anteriores menos gratas o lustrosas. Puede ser. Pero a mí me parece que, aunque sea por vía inconsciente más que nada, es una cuestión de estatus. Queda bien y muy fino, porque niega los orígenes en la dehesa y la genealogía chabacana, el fingirse o genuinamente sentirse espantado ante el más humilde bichito. En los palacios y caserones nobiliarios no debían de abundar, se supone, y quedamos como marqueses al hacernos los horripilados, finísimos del todo. Porque no me digan que nos amenaza de muerte la carrera de un ratoncito o que nos puede llevar al hospital una picadura de araña leonesa, precisamente.

                Regresemos a lo de las sensibilidades. Eso es lo que a Elsa le quiero inculcar, una sensibilidad razonable, o una razonabilidad sensible. Ni poses y posturitas de pijillo urbanícola ni aquella crueldad amarga del campesino castellano que retratara Machado. O sea, que no pasa nada por acabar con la avispa que la amenaza con su aguijón y legítimamente la asusta un poco, pero que a cuento de qué pisotear a posta un caracol que a nadie molesta y que va a lo suyo y a su ritmo. Que los pájaros más preciosos son los que vuelan libres, que los peces más hermosos son los que nadan en alta mar o en el río, no los de la pecera o el acuario. Que una cosa es comer carne, si le gusta y le apetece, y otra, bien diferente, divertirse torturando una lagartija o disparándole a un gorrión.

                Nunca me ha dado por meterme en el tema de los derechos de los animales, tan de moda, pero concedo que, dentro de unos márgenes razonables, tiene su interés y su razón de ser. Lo que a veces discuto con los cercanos es qué nos lleva a matar seres vivos cuando no es por defensa, por supervivencia o por economía, incluso. Volvamos a un ejemplo cualquiera, el del caracol que vemos cruzando un camino o el de la araña que encontramos en nuestro jardín. Hay dos tipos de personas, dos, con pocos términos medios. Está, por un lado, el que de inmediato los destripa, hasta con una mueca de placer, ejecutor vocacional y feliz. Por otro, el que prefiere dejarlos tranquilos o contemplarlos en su feliz transcurrir, sin agresividad ni pensar que compiten con nosotros en la lucha por el espacio o la vida. También, extremándose un poco, podríamos hacer este otro test: si usted va conduciendo y en la carretera y ante su coche aparece un conejo y usted tiene margen de maniobra segura tanto para evitarlo como para atropellarlo, ¿qué hace? Los hay que se lo cargan y se quedan felicísimos con la hazaña.

                Cuando a alguno de aquellos le preguntamos qué razón tiene para llevárselos por delante, suele mirarnos con cara de perplejidad, como si le estuviéramos interrogando sobre lo más obvio o lo que no admitiera discusión que merezca la pena. Me choca bastante. Y conste que no me refiero a las personas con fobias auténticas a este o aquel bichillo, sino al que se controla perfectamente y, aun así, prefiere matar porque sí. Es lo que no quiero para mi hija, sencillamente. Porque una persona vital y sana gusta de la vida y la estima en lo que vale y en todos sus planos y manifestaciones, aunque pueda entender la lucha por la supervivencia entre los seres vivos, humanos incluidos. Pero entre aceptar muertes justificadas y refocilarse matando hay un largo trecho y muchos matices importantes.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Eran tiempos en donde la relación con los bichos era mucho mas funcional. Hoy no se justifica otra actitud que la que quiere que su hija desarrolle y en el futuro miraremos avergonzados algunas de las cosas que hoy nos parecen aceptables e incluso dignas de aplauso.

Es lo que pasa con los animales, que nos lleva mucho tiempo evolucionar.

Por cierto que los detalles biograficos me han recordado mucho a mi padre (que comparte con usted infancia pueblerina cerca de donde usted trabaja, en el Valle de Omaña). Se animó a contar sus recuerdos de infancia en un blog y algunos relatos son deliciosos. Se lo aconsejo.

Anónimo dijo...

Esta es la dirección:

http://lembranzas.wordpress.com/

Exiliado dijo...

La sociedad urbanizada en la que vivimos debería ser más honesta consigo mismo y analizar de vez en cuando las flagrantes contradicciones en la que vive.

La mayor parte de las personas que viven en ciudades desconocen (o quieren ignorar)  por completo las reglas más básicas de la naturaleza y de la interacción del ser humano con ella, que no son muy diferentes de la descripción somera del mundo rural hecha por el Profesor Garcia Amado.

Esa sociedad, de manera hipócrita, se enternece de manera superficial ante un perro, un gato o incluso un pollito, en determinados contextos. Sin embargo, al mismo tiempo, destruye ecosistemas para crear cultivos (en los que roedores e insectos son sistemáticamente eliminados); cría cerdos (cuyos machos son castrados tras nacer para asegurar un sabor agradable) y los sacrifica tras seis meses de vida; hace habitualmente lo mismo con el ganado vacuno y el ovino (¿o nadie come ternera y cordero?); cría pollos en condiciones que aterrarían a la mayoría de quienes las vieran; hierve vivos todo tipos de moluscos. Y muchas cosas más.

¿Reflejan los ejemplos anteriores conductas intrínsecamente negativas? Depende del código moral de cada uno, pero es justo exigir un mínimo nivel de coherencia.

Sin llegar al extremo de hacerse budista, el vegetariano esta legitimado para aborrecer esas conductas. También pueden ser muy críticas las personas que acepten ingerir una cantidad muy limitada de carne o pescado (la justa para cubrir sus necesidades dietéticas, que es infinitamente inferior a la media consumida en la sociedad occidental) proveniente de animales criados en condiciones óptimas y que no han sido sacrificados antes de llegar a su tamaño máximo. Existe esa opción para el que la busque. 

Sin embargo, la inmensa mayoría de la sociedad urbana (en la que me incluyo) no pertenece a ninguno de los grupos citados, sino que come con fruición y placer ingentes cantidades de crías de especies hacinadas, a precios módicos. Esas mismas personas están por supuesto legitimadas para reducir el sufrimiento animal pero deben ser consecuentes: ¿están por ejemplo preparadas para pagar el doble por un pollo? También deberían plantearse si su conducta es compatible con su enternecimiento ante imágenes de focas y su indignación ante la caza de jabalíes y perdices.

Personalmente, he visto en alguna ocasión indiferencia ante el sufrimiento animal (y ¿acaso no es indiferencia mirar a otro lado como hace la mayor parte de la gente?) pero nunca regocijo y disfrute ante ese sufrimiento (algún sádico habrá pero no he conocido ninguno). El individuo que se come una chuleta de ternera ha pagado a un tercero para que mate a la res y él pueda saborearla, que el objetivo, no el sufrimiento del animal.     

Si nos ponemos serios y queremos establecer una ética hacia los animales habrá que utilizar criterios objetivos. ¿Protegemos a todas las especies o solo las que nos resultan atractivas? También habrá que poner un límite en alguna parte: ¿solamente mamíferos (cuidado, que los roedores lo son), todos los vertebrados o incluso más allá?

Por ultimo, el concepto de "derechos de los animales" es un absurdo jurídico. Los derechos suelen aparejar obligaciones. El concepto mismo de derecho ha sido creado por seres humanos para seres humanos. Pretender aplicarlo a animales lo desnaturaliza. Hablemos más bien de minimizar o reducir el sufrimiento animal. Y el que quiera evitarlo por completo que sea coherente y se haga vegetariano.

Anónimo dijo...

LAISMOOOOO, horreur!

"un rato después una avispa picó a Elsa, y al día siguiente la picó otra más".

LE picó.