07 septiembre, 2015

De nuevo sobre hechos diferenciales y estados. Con respuesta al comentario de Yann



                I. Recapitulación y complemento de la entrada de ayer.
                En mi entrada de ayer venía a defender la siguiente tesis: si un grupo humano asentado en un territorio resultante de una división jurídico-política de un estado (Cataluña, Asturias, Aragón, Andalucía -comunidades autónomas-, Albacete, Sevilla, Tarragona, Palencia -provincias-, Gijón, Reus, Ourense, Jerez de la Frontera, Astorga -municipios-…) alega una “singularidad”, “peculiaridad” o “hecho diferencial” suyo como base para recibir un trato distinto y mejor que los demás grupos o entidades jurídico-políticas del mismo tipo, la cuestión esencial es por qué esa diferencia puede o debe romper la simetría resultante de la diferencia (por lo mismo que A se diferencia de B, se diferencia B de A), de manera que uno de esos diferentes debe ser mejor tratado con motivo de la diferencia en cuestión. Trato de aclarar esto un poco más, para empezar.

                El uso político de esos que aquí se acostumbra, ahora, a llamar hechos diferenciales puede ser de tres tipos o con tres objetivos:

                (i) La diferencia se aduce como razón por la que no es “natural” y/o justo que se conviva bajo un mismo régimen, idénticas normas y con igual estatuto. Aquí vemos aparecer la justificación nacional de los estados. Si cada nación tiene algo así como un derecho natural (no lo digo peyorativamente, sino tratando de describir lo mejor posible) a constituirse en estado independiente, si quiere, y si A es una nación, va contra esa especie de “justicia natural” que A no tenga un estado propio y exclusivo (si quiere tenerlo) y que haya de compartir estado con B (o con C, D, etc.). Si se me permite la comparación, y tomándola en lo que pueda valer o resultar gráfica, viene a ser como si queremos que compartan lecho y se apareen un lagarto y una gallina. No está en su naturaleza y donde mejor se encuentra y rinde cada especie es con los suyos. La naturaleza sienta imperativos físicos y entre los grupos humanos hay imperativos morales y políticos con efectos paralelos. Los lagartos por su lado y las gallinas por el suyo, los franceses por su lado y los alemanes por el suyo, etc.

                No consigo entender bien lo que es una nación, soy una especie de ateo o escéptico en eso. Lo lamento, no puedo evitarlo. O, mejor dicho, como asturiano lo puedo comprender y compartir en algún punto, pero no capto el imperativo político o de derecho cuasinatural. Ni me importa mucho si los asturianos somos nación o no ni, si lo somos, veo por qué eso me debe hacer preferir vivir jurídico-políticamente separado de los de León, Ourense, Burdeos o Pisa. Es como cuando un católico me señala lo que de misterioso y sobrecogedor hay en una puesta de sol sobre el mar, en las formas y colores de una flor o de las alas de una mariposa, y luego me apunta que cómo no va a existir Dios, y concretamente el Dios de la Biblia, y que hay que ir a misa y guardar el sexto mandamiento. Lo primero lo siento muy bien, pero esas consecuencias que el creyente saca a mí me resbalan por completo, para mí no se siguen de aquellas sensaciones. 

                Ahora bien, el que yo no crea en naciones o en los efectos políticos de las naciones no quiere decir que no comprenda al nacionalista independentista y no perciba su coherencia; igual que me parece que comprendo bien al católico o al luterano. Pero que no se molesten conmigo si les discuto su credo o lo pongo entre paréntesis. Ese independentista es el que afirma que los de su grupo territorialmente asentado son nación, que, como tal, tienen derecho a la independencia como estado y que, en consecuencia, él quiere esa independencia para que se satisfaga tal derecho y, por las mismas, el suyo en cuanto nacional.

                Insisto, a ese independentista lo entiendo. Lo que no sé es cómo y cuánto puedo hablar con él, idénticamente a como me pasa con el católico. Él me dice: tú eres asturiano (o castellano o andaluz o español o francés…, lo que uno sea según ese criterio nacional-territorial) y yo soy catalán (o vasco o andaluz o extremeño o italiano…, o lo que él sea conforme a idéntico criterio de clasificación de los humanos) y no debemos vernos obligados a vivir bajo el mismo estado los A y los B si unos y otros colectivamente no lo queremos así. Yo comprendo bien lo primero porque veo cómo funciona el criterio clasificador, pero no saco esas consecuencias de la clasificación, porque no soy “creyente”. Ni tengo inconveniente en compartir estado (ni para no compartirlo, ojo) con catalanes o franceses ni veo razón que me convenza para querer un estado en exclusiva para mí y los míos, sean los míos los que sean, según aquella clasificación. Pero, insisto, así es como lo siento yo personalmente y por eso me es difícil el diálogo con los que encuentren trascendencia en los resultados de tal clasificar, sean nacionalistas españoles, asturianos, catalanes o de Torrelodones, si nacionalistas de “torrelodonesistas” hubiera. Ahí está el drama de los escépticos. Aun reconociendo congruencia a los nacionalistas, uno, como descreído, no tiene manera de ubicarse en ese debate. Es lo mismo que me pasa si, supongamos, empiezan a discutir católicos y protestantes.

                Lo que este nacionalista independentista coherentemente no va a pedir es una organización federal del estado. Porque ahí no hay independencia ni soberanía de la nación suya. Eso se lo ofrecen a él para tratar de despistarlo.

                b) Segunda posibilidad de uso político del “hecho diferencial”. La diferencia se alega no para justificar la vida separada de los A y los B, sino como fundamento de que, conviviendo unos y otros, los A estén en posición de superioridad sobre los B. Esa superioridad pretendida o lograda se basa en el hecho diferencial de marras. El hecho diferencial puede ser de diversa naturaleza (lengua, tradición, eventos históricos, genética -de esto también ha habido en el siglo XX-, religión, etc., etc.), o puede tener carácter complejo, abarcando varios factores como componentes de ese “hecho diferencial” resultante. Y el hecho diferencial puede emplearse para fundar una superioridad de distinto tipo (ventaja económica, ventaja política, ventajas simbólicas, ventaja jurídica o en derechos, etc.), o de carácter complejo o combinado también. No es nada raro ni ajeno a nosotros. Una superioridad así, basada en un “hecho diferencial” de carácter histórico, es la que tienen, según nuestra Constitución, los vascos y navarros, y que les otorga ventajas jurídico-económicas, fiscales, frente al resto de los ciudadanos de nuestro estado, España.

                Los catalanes no tienen esa posición superior derivada de su “hecho diferencial”. Muchos opinan que la querrían y que renunciarían bastantes nacionalistas a la pretensión de independencia si la lograran. Pero algunos asturianos o gallegos o castellanos o canarios, por ejemplo, decimos que a cuento de qué las diferencias van a contar a favor de unos y no de otros y que, puestos a sacar lo que haga falta enseñar como diferente, ahí sacamos lo nuestro cuando se nos diga. Y, por definición, si, por ejemplo, el régimen fiscal es para todos el mejor, tiene que ser para todos igual. Por eso a mí me entra mejor en la cabeza una Cataluña independiente que un País Vasco con sus ventajas constitucionalmente establecidas y que a los no vascos nos discriminan por la gaita del “hecho diferencial” de marras. Que ya ves tú qué pitorreo tan bueno. Qué faena que los asturianos no hiciéramos alguna guerra carlista u otras paletadas por el estilo.

                c) Tercera posibilidad. El hecho diferencial se trae a colación para justificar un trato de favor durante un tiempo y con el fin de compensar y superar una discriminación sufrida hasta ahora por ese grupo. Supóngase que, dentro de un estado, los X han vivido en desventaja y sometidos a discriminación y explotación. Esos X tienen que ser como conjunto identificables por alguna característica que compartan (vivir en un cierto territorio, tener determinado atributo físico, pertenecer a una determinada etnia o cultura, etc.). En este caso, lo que se reivindica es el restablecimiento de una igualdad ausente entre los X y los demás, dentro del estado. Por tanto, logrado ese objetivo mediante políticas compensatorias o de ventaja, de discriminación positiva, lo congruente ya no es que se pida el trato diferente, sino el mantenimiento del trato igual. Nada que ver con independentismos.

                Mi tesis es que:
                a) El nacionalismo catalán, y en particular el nacionalismo independentista, no argumenta para compensar una desventaja y en defensa de una futura igualdad, y que o bien buscan unos (los nacionalistas no independentistas) asentar una situación de superioridad o ventaja frente al resto del estado, o bien, otros, que Cataluña sea reconocida como nación con pleno derecho a constituirse en estado si así lo quiere.

                b) Que ni una ni otra de esas posibles pretensiones se satisfacen convirtiendo España en un estado federal. En un estado federal sucedería, todo lo más, que los estados federados tendrían más competencias que las que tienen ahora las comunidades autónomas; pero no habría ninguna parte o territorio de ese estado federal que no perteneciera a un estado federado que poseyera las mismas competencias que todos los demás estados federados. Hasta donde sé (y no sé mucho, la verdad) no hay estados federales asimétricos.

                Aclaremos este punto. Imaginemos que se reforma la Constitución y se hace un estado federal. Habrá que decidir cuántos estados federados hay y, por tanto, cómo se divide el territorio de este estado federal llamado España o como se quiera. Manejemos nada más que dos posibilidades extremas. Una, que las actuales comunidades autónomas se transforman en estado federados. Cataluña sigue igual que estaba: ni tiene un estado suyo soberano, ni está en superioridad o ventaja sobre el resto, como, parece, demandaría su “hecho diferencial”. La otra posibilidad extrema sería que se erigiera un estado federal con solo dos estados federados: uno, Cataluña; otro, el resto. Pero estamos en las mismas del supuesto anterior si las competencias, los poderes y, en suma, el estatuto jurídico-político de esos dos estados federados son iguales. Porque si pensamos que con eso los nacionalistas catalanes quedarían contentos, llegamos a una conclusión preocupante, la de que nada más que quieren marcar diferencias simbólicas dentro del estado. Es decir, que no pretenden tener más de nada que los asturianos o los riojanos, sino que no quieren que asturianos o riojanos posean el mismo estatuto formal que ellos, el de comunidad autónoma o estado federado o lo que fuere. Cuesta mucho pensar que se trate de eso y no creo que se trate de eso. No, los nacionalistas desean o ir solos o ser más que los otro y tener más que los otros, si con los otros van a convivir.

                II. Un diálogo difícil.
                Me referiré ahora al amable comentario de Yann a mi entrada de ayer. Su tono es completamente amistoso y así tiene que ser y va a ser el mío. Y empiezo por agradecerle sus observaciones. A partir de aquí, intentemos debatir y disfrutar con el debate.

                Lo primero que me dice es que mi capacidad de análisis, que se insinúa que no es escasa (gracias), “se nubla” cuando trato “el tema del independentismo”. Aun cuando pudiera ser yo un analista “fino”, según su atenta opinión, al hablar de estas cuestiones las emociones me nublan.

                Con toda sinceridad y la mejor disposición de ánimo, le preguntaría al amigo Yann cómo puedo yo -o como puede cualquiera- llevarle en algo la contraria al independentismo o a un nacionalismo cualquiera sin que los aludidos me repliquen que las emociones me nublan o me obcecan. ¿Por qué me nublan más mis emociones o se atora mi capacidad de análisis precisamente en esta cuestión? Sólo una explicación coherente se me ocurre, y sería la de que mis emociones son más fuertes en estos temas que en otros. Tal vez me engaño a mí mismo, pero creo que no es así. Intentaré explicarme al respecto.

                En primer lugar, mi crítica de fondo ayer no iba contra el nacionalismo catalán, sino frente a quienes, como Pedro Sánchez, creen o dicen que el presente problema político se arregla haciendo un estado federal. Quería yo decir que eso es como tratar de dársela con queso a los independentistas. En cuanto a los independentistas mismos, lo que ayer latía y hoy he tratado de expresar mejor es que a un servidor no se le alcanzan los significados de sus “hechos diferenciales” y que tengo serios problemas para hallar coherencia en los fundamentos de su postura. Pero que, asumida como dato fáctico su “fe”, el significado que ellos otorgan a su hecho diferencial, encuentro consecuente que quieran su soberanía como estado y hasta me molesta personalmente menos eso que el que pretendieran seguir dentro del mismo estado que los asturianos, pero con más ventajas, más dinero y mayores poderes que los asturianos, por ejemplo.

                El independentista quiere vivir políticamente separado de mí, y eso me deja un poco perplejo, porque yo, que estoy en una posición perfectamente simétrica en cuanto a la diferencia entre él y yo (él es diferente de mí por lo mismo que yo soy diferente de él) no tengo inconveniente en convivir políticamente con él y bajo condiciones de igualdad entre él y yo (iguales derechos, iguales servicios, etc.). El que sí me pone de malas pulgas es el nacionalista no independentista, que sería aquel que no tiene inconveniente en seguir conviviendo políticamente conmigo, a condición que él y los de su grupo (los catalanes, por ejemplo) tengan más derechos y mayores privilegios que yo y los del grupo mío, esté el grupo mío formado por los asturianos o los leoneses o, más sencillamente, por todos los ciudadanos no catalanes del estado.

                ¿En qué parte de este razonamiento mío me estarán nublando las emociones y embotándome mi capacidad de análisis? Cierto, en mi argumentación hago mención de emociones y digo que tal cosa me deja perplejo o tal otra me cabrea, etc. Pero así razono también cuando opino o debato sobre religión, sobre teoría del derecho, sobre política, sobre medios de comunicación, sobre usos sociales, sobre sentencias judiciales, etc., etc. ¿Por qué habría de estar más obnubilado al contradecir a los independentistas o nacionalistas de cualquier tipo que al intentar rebatir a cualesquiera otros? ¿Por qué debo ser más frío o mesurado o asirme alguna parte con papel de fumar si debato con una nacionalista que si debato con un iusnaturalista, un neoconstitucinalista, un vegetariano o un enemigo de los preservativos?

                Con algunos extraordinarios y queridísimos colegas académicos he mantenido por escrito y oralmente discusiones fortísimas, bien duras. Al respecto, puedo mencionar con orgullo a Luis Prieto o Manuel Atienza. Siempre o casi siempre ha sido porque yo defiendo las tesis del positivismo jurídico y ellos serían o antipositivistas o menos positivistas que yo. No solo con eso nuestra amistad y aprecio mutuo han aumentado. Ellos jamás me han replicado así: eres un fino analista, pero cuando te enfrentas con los antipositivistas o los neoconstitucionalistas las emociones te nublan la mente. Y la verdad es que estoy seguro de que a esos debates sobre iuspositivismo y iusmoralismo les aplico mucha más pasión que a estas consideraciones sobre nacionalismo y similares, entre otras cosas porque los temas aquellos ocupan un lugar mucho más relevante en mi biografía, mi vocación y mi dedicación.

                Otras veces, muchas, he tenido intensas discusiones con personas profundamente religiosas, siendo yo ateo, como soy. Y creo que nunca me han dicho que se ve que las emociones oscurecen mi raciocinio cuando pongo en solfa elementos de las creencias suyas que me parecen muy poco racionales o inconsecuencias palmarias. Pregunto: ¿cómo puedo razonar críticamente con los nacionalistas para que no me corten el paso con esa cantilena de las emociones y la obnubilación y para que entren a hablar como cualquiera, o como ellos mismos si se tratan otros temas? Me parece que va siendo hora de que denunciemos ese tipo de atajos consistente en alegar defectos del razonamiento nada más que para evitar el razonamiento crítico. El razonamiento crítico es emotivo y falaz por definición; el laudatorio es frío y objetivo. Pues no; eso sí que es una falacia como la copa de un pino. Si yo replico a una tesis de los católicos, no puedo creer que por mi boca hable el demonio; si cuestiono una tesis de tales o cuales nacionalistas, ni estoy poseído por ninguna mala emoción (¿no tienen, acaso, los nacionalismos, todos, una base fuertemente emotiva?) ni soy portavoz consciente o inconsciente del nacionalismo opuesto y perverso u opresor; ni facha, carajo. Frente a la religión soy ateo y frente al nacionalismo soy escéptico. ¿Cómo puedo decirlo para que se me tome en serio y se acepte hablar conmigo, si es que merece la pena y si resultara que mis análisis no son idiotas o perogrullescos?

                Pues analicemos un poco más. Dice el amigo Yann: “Todo el texto se basa en un axioma: el hecho diferencial es algo que sucede y que diferencia a un ciudadano A de uno B dentro de un régimen jurídico. El problema es que no es ese el caso. Para Cataluña, ser un estado federado es un mínimo. Para otras partes de España, ser estados federados está más allá del máximo. No se trata de que A y B sean diferentes bajo un régimen jurídico. Se trata de que A y B desean vivir en diferentes tipos de régimen jurídico”.
                Si lo entiendo bien, está sosteniendo conjuntamente estas dos tesis:
                (i) Si España se organizara constitucionalmente como estado federal, de modo que su territorio se dividiera en estados federados y Cataluña fuera uno de esos estados federados, el nacionalismo o independentismo catalán quedaría satisfecho y el problema se disolvería.
                (ii) Si dicha solución federal no se pone en marcha es porque hay muchas partes de España que no la admitirían. Por ejemplo, digo yo, La Rioja o Asturias o Castilla y León o Castilla-La Mancha o Andalucía, que hoy son comunidades autónomas igual que Cataluña, no admitirían que todos esas entidades territoriales se convirtieran en estados federados. Por tanto, la culpa de que no se solucione la cuestión independentista no está en que no se asuma que Cataluña sea un estado soberano, sino en que no se admita que tanto Cataluña como La Rioja, Asturias, Murcia, Castilla y León, etc., sean estados federados del mismo estado federal y con iguales derechos y competencias para todos ellos.

                Si en esa tesis doble Yann tiene razón, debemos reconocer que estamos haciendo colectivamente las cosas muy mal y que Pedro Sánchez va por el buen camino. Estarían haciendo mal las cosas los nacionalistas catalanes por no pedir que España sea un estado federal, en lugar de reclamar la independencia y plena soberanía para Cataluña; y estaríamos haciendo las cosas mal los no catalanes por no darnos cuenta de que el llamado independentismo catalán no es independentista, sino federalista, y por no empujar para que a toda prisa la Constitución se cambie para que España se torne federal. Desde luego, si Yann está en lo cierto, yo me hago federalista ahora mismo, para que acabemos con esta dichosa discusión en este país y nos pongamos a trabajar en otras cosas. Al fin y al cabo, no tiene por qué cambiar casi nada, más allá de algunos flecos simbólicos, pues hay estados federales en los que los estados federados tienen menos competencias frente al poder central del estado federal que nuestras comunidades autónomas. Estados federales son, por ejemplo, Argentina o Brasil. Compárese. O, si pensamos en EEUU o Alemania, ¿podemos decir que lo que persigue el mal llamado independentismo catalán o aquello con lo que se conformaría sería que Cataluña fuera, respecto del estado español, igual que Texas o Arizona respecto de estados Unidos o Baviera o Baden-Wurtemberg respecto de la República Federal de Alemania? ¿Dónde y cuándo firmamos eso? Me apuesto cuanto tengo a que lo sometemos a referéndum en toda España, con promesa de que ahí se terminó el problema por lo menos para cien años, y el sí arrasa.

                Pero me parece que no hablamos de lo mismo cuando decimos “estado federal” y “estado federado”. Por eso me temo que Yann no estará de acuerdo con lo que acabo de escribir. Porque sospecho -que me disculpe si yerro- que cuando dice estado federal está pensando en confederación de estados o estado confederal; y que cuando escribe “estado federado” se refiere a algo así como a estado soberano libremente asociado y con posibilidad jurídica y práctica de romper esa asociación cuando lo desee y en virtud de su soberanía, que es poder por encima del de la federación. Pero los estados federales de los que normalmente se habla y a los que seguramente se refería anteayer Pedro Sánchez no son así. Estados Unidos no es así, Alemania no es así, Argentina no es así, Brasil no es así…

                ¿Me parece mal a mí lo del estado libre asociado? No. Ni bien ni mal, todo depende de si los asturianos vamos a estar, a la hora de la verdad y en cuanto al parné y los derechos, discriminados o en igualdad. Si me voy a asociar de inferior, de vasallo o de peón, digo que no y que muchas gracias y ya nos veremos en el cielo, corazón. Pero lo que en debates como este sí que importa, si vamos a conservar algo de finura analítica, es que sepamos qué significan o qué implican los conceptos que usamos.

                Recojo ahora los dos últimos párrafos del comentario de Yann:
                Desde el punto de vista de Cataluña, lo que es aceptable (acuerdo de mínimos) es ser un estado federado. Cataluña no tiene objeción alguna a que el resto de España lo sean también, el hecho diferencial aparece cuando el resto de España (o buena parte, al menos) no sienten deseo alguno de ser estado federados”.
                A partir de ahí, o se fuerza a de las partes a vivir bajo unas normas con las que no comulga, o hacemos normas diferentes para cada parte. La tercera opción es que cada uno vaya por su lado. Lo de hacer normas diferentes para cada parte no suele funcionar muy bien, por lo cual no es extraño que los propios independentistas catalanes no consideren la opción federal como una posibilidad seria”.

                Será torpeza mía, incapacidad inducida por aviesas emociones, pero solo lo entiendo un poco si asumo que cuando habla de estados federados no está hablando de un estado federal, sino de algún tipo de confederación o asociación entre estados soberanos. Así visto, vendría a decir que no tendrían los catalanes inconveniente en que Asturias también fuera un estado soberano perteneciente a la confederación o asociación de estados en cuestión. Hombre, muchas gracias. Sólo faltaba. Pero resulta que, según el amable interlocutor, los demás no queremos ser tal cosa y, sorprendánomos, ese, según este amigo que firma como Yann, es el hecho diferencial constitutivo de la identidad o singularidad política de Cataluña: que ellos sí quieren ser estado soberano. Pero, ¡diablos!, esa es una tesis absolutamente revolucionaria. Porque si el hecho diferencial que da derecho (natural) a un grupo o conjunto de población asentado en un territorio consiste en que ese grupo quiere ser políticamente diferente e independiente, soberano, ¡el hecho diferencial que legitima consiste en el querer tener un hecho diferencial legitimador! Es decir, el grupo X es distinto si se considera distinto, y tiene derecho a ser políticamente soberano si por ser (considerarse) distinto desea ser soberano. En consecuencia, todas las notas tradicionalmente mencionadas por la doctrina nacionalista (lengua, religión, tradiciones, usos, folklore…) pierden relevancia frente a ese supremo acto constitutivo y autorreferente: somos diferentes y con derecho a independizarnos (o a tener más que los vecinos) si queremos vernos como diferentes (ese es el hecho diferencial fundamentador) y si queremos, por diferentes, ser independientes (ese querer es el hecho diferencial legitimador). Todo grupo que desee ser independiente y soberano ha de poder ser independiente y soberano, pues solo por quererse así ya es diferente. Cojonudo (con perdón).

                Consecuencias: varias. Una, si los de Albacete, en cuanto albaceteños, se sintieran tan suyos como los catalanes y quisieran como los catalanes, tendrían el mismo “derecho natural” que los catalanes a la soberanía (o a ser estado federado, si las cosas son como Yann afirma). Dos, si los de Reus también tuvieran respecto de sí mismos igual sentir e idéntico deseo de autonomía, tendrían el mismo “derecho” a ser independientes de Cataluña que los catalanes tienen a ser independientes de España. Hágase.

                Que no, que no cuela. Y no me digan que tengo el análisis “nublado”, dígaseme en qué es erróneo mi análisis. Y conste que mi sincero propósito es hacer un análisis muy mesurado y cortés.

                Invito a que se lea con calma el último párrafo de Yann, hace un momento reproducido. Yo o no lo entiendo o no quiero analizarlo, para que no se me diga que cargo las tintas o que mi estilo es emotivo en exceso.

                Dicho sea todo con la mayor consideración personal y con aprecio, como siempre que debato con interlocutores educados. Sin que lo valiente quite lo cortés.

2 comentarios:

Lorenzo Peña dijo...

mi querido Juan Antonio, lejos de mi intención terciar en tu discusión con Yann, cuyos argumentos no comparto.
Pero un pasaje de tu comentario me lleva a cuestionar uno de tus asertos. Distingamos el oportunista secesionismo coyuntural de Mas de lo que es una vieja aspiración inter-generacional del catalanismo no separatista, que sí es la de disfrutar de un estatuto diferente de cualquier otra región española, razón por la cual el federalismo, además de ser un desastre, no ayudaría nada a solucionar este problema (salvo uno dual, con 2 entidades federadas, Els països catalans y el resto). No se trata (para Mas y su clientela sí) de tener ventajas, sino de verse reconocidas las diferencias, la de que el moderno Estado español surge como una unión dual de Castilla y Aragón, un Aragón cuyo eje era Cataluña y cuya capital era Barcelona. La guerra de sucesión es una guerra civil española donde se enfrentan las 2 capitales: Madrid al frente de Castilla, Barcelona al frente de Aragón, no en aras de secesión alguna, sino de la preservación de la España dual de los Austrias. Hace falta inteligencia e imaginación y también flexibilidad y ánimo de ceder en aras de la concordia. De la perversa y degenerada clase política borbónica no cabe esperar nada de eso, así que vamos al desastre.

Agrimensor PAS dijo...

Cuanta razón tiene. Con la perversa y degenerada clase política borbónica no hay nada que hacer. ¡Ah, si fueran más humildes y admitieran que les dieran un cursillo intensivo sobre ética y buenas prácticas políticas...! Lluis Prenafeta, Jordi Pujol (o cualquiera de sus hijos, sobre todo el delfín malogrado) serían unos monitores ideales.