05 junio, 2017

El arte de conversar

(Publicado en El Día de León)



               En las escuelas y los institutos deberían enseñar a conversar, a hablar los unos con los otros de modo civilizado y con un poco de educación. Supongo que antes se aprendía en familia o en pandilla, pero ahora dudo de que tal aprendizaje se mantenga. Me escandaliza llegar a esas casas en las que hay un televisor en la cocina donde se come a diario, igual que me choca ver dormitorios con televisor, aunque ese es otro tema, harina de otro costal. Y por si la televisión casera fuera poco y no hubiera tantos que mandan callar a los hijos o ruegan silencio a la pareja para enterarse de alguna minucia de la vida regalada de un futbolista y la hermosa chica que lo eligió por su inteligencia y sensibilidad o de si Zidane decidirá que el Madrid juegue con dos puntas o tres en raya, está lo de los móviles.
               Cuando el móvil suena, vibra o se insinúa de cualquier manera, es como si los humanos de hoy percibieran la llamada insoslayable de los dioses. Hay que contestar o echar un vistazo a la pantalla hasta cuando se está en erótica coyunda. Así que tampoco se habla más de dos minutos seguidos ni en las reuniones de amigos ni en las comidas familiares ni en las celebraciones más formales o las negociaciones más serias, porque tiene cada cual que bajar la mirada cada medio minuto a sus partes más íntimas, que son ahora las telefónicas, y ponerse a teclear con saña para explicarle al cuñado dónde dejó las brocas para el taladro o para aclararle al cónyuge que sí, que el tren llegó puntual, pero hacía bastante fresco en la estación.
               Conversar ya no se conversa, salvo por teléfono en algunos casos, y si somos generosos y llamamos conversar a eso que la gente hace desde los trenes, las salas de espera, los pasos de peatones o las escaleras mecánicas. Si antes los negocios, mismamente, se cerraban en las denomnadas comidas de trabajo y las instrucciones se daban a los empleados a la cara y en la oficina del jefe, ahora se hace más bien desde el bar al que parecía que se había ido a tomar el vermut con los amigos o desde el motel al que se llevó a la contraparte con la ilusión de que iban a ser unas horas de desenfreno carnal y no una sesión de consejo de administración. El otro día estaba un servidor en el excusado de una estación de tren y me entretuve oyendo a un vecino de cubículo gritarle a alguien que sí, que le enviaran una remesa de quince cajas y que le dijeran a Martínez que remitiera hoy mismo el albarán. Otra cosa que también se ha perdido, de paso, es la intimidad y concentración de esos momentos que antes usábamos para meditar o para leer el periódico.
               Hasta doloroso resulta que ni el amigo más cercano te mantenga la mirada mientras le hablas o que deje de escucharte cuando apenas has empezado a contarle el drama vital que te aqueja o la preocupación que te corroe, pues si el móvil se le mueve en el bolsillo es como si sintiera una descarga eléctrica y tuviera que darle a él toda la atención y hasta el consuelo que a ti te niega. Los amigos míos se dividen en dos grupos, los que simplemente se agarran al teléfono y hasta te dan la espalda cuando te estabas sincerando porque necesitabas decirle eso a alguien y quién mejor, y los que, más corteses, te sueltan un discúlpame un momento y vuelven a ti a los veinte minutos y te explican que era el administrador de su comunidad de vecinos porque van a poner una nueva antena colectiva y andan mirando a ver lo de la derrama. Y te dice que esperes un minutillo más, que ahora tiene que escribirle un mensaje a su primo antenista para que llame al otro y tal.
               Y luego leemos en los periódicos cada tanto que hay jovenzuelos que se encierran en casa con su ordenador y sus aparatejos y ya no salen a nada. Para qué, ¿para escuchar docenas de conversaciones ajenas y que nadie hable contigo mirándote a los ojos y sin intentar mandarte por whatsapp un vídeo simpatiquísimo? Deberían enseñarnos a charlar, impartirnos cursos y organizar prácticas, recordarnos no solamente que hablando se entiende la gente, sino que hay lirismo y calor cuando nos miramos, al darnos la mano, al acariciarnos o cuando educadamente escuchamos a un interlocutor que con nosotros está compartiendo su vida sin cables ni baterías ni aplicaciones, humanamente.
               No sé, hace rato que mi móvil se insinúa para que le pregunte cosas y que, en este mismo ordenador con el que escribo, una tal Cortana insiste para que hablemos. A lo mejor me animo un día de estos y se van todos los demás al carajo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Donad sangre. La situación es verdaderamente crítica, insostenible. Y viene el verano... Por favor, donad sangre.

Un abrazo, profesor. Y buen verano.

David.

Aaron dijo...

Padezco de un trastorno de ansiedad social, esto es, que entro en pánico cuando me toca relacionarme con los demás, experimentando así un sufrimiento extremo. Este problema es habitual en la población general, aunque no se hable de ello y se desconozca la enfermedad. A veces, uno no puede relacionarse porque está enfermo.