(Publicado hoy en El Día de León).
- Papá, ¿qué es un emprendedor?
- Un empresario, hija.
- ¿Los empresarios son buenos?
- Muy buenos no son, porque se
aprovechan de la plusvalía del trabajo de sus empleados y los hay que hasta
explotan a los trabajadores.
- Papi, en el colegio nos han
dicho que nos van a dar un curso de emprendimiento para que de mayores podamos
hacernos emprendedores. ¿Está bien que sepamos eso del emprendimiento y lo
apliquemos de adultos?
- Sí, hija, es muy bueno, porque
los emprendedores crean puestos de trabajo y con sus iniciativas dinamizan la
economía y hacen que la sociedad progrese y todos vivamos mejor.
- Entonces, si de mayor soy
emprendedora y hago mucho emprendimiento, ¿me convertiré en empresaria?
- Sí, puede decirse así.
- ¿Y no seré mala entonces y no
me llamarán explotadora y esas cosas que dices?
- Hala, hija, ya vale de
conversación. Termina tus deberes y a cenar, que se está haciendo tarde.
Este
diálogo apócrifo no tiene nada de irreal, y más si pensamos en lo agudos que
son los niños. Vivimos tiempos curiosos, tiempos posmodernos y triviales en los
que la muy circunspecta dialéctica de Hegel o Marx ha mutado en este engendro
que nos define, a medio camino entre la cursilería y la idiocia. Las contradicciones
sociales ya no se ven como senda revolucionaria, sino que las aplacamos a base
de terapias para memos y consignas para simples, eslóganes de todo a cien,
basurilla ideológica.
Los
que peinamos unas cuantas canas y nos formamos en aquella izquierda que no
había descubierto todavía ni el diseño nórdico ni el cine iraní y que pensaba
que la copla o la tonada popular estaban mucho más cerca del pueblo que una
ópera montada por Calixto Bieito, y que creíamos que para nuestra conciencia de
clase era mucho más lo que podía aportarnos un minero de La Camocha que un
sumiller de restaurante exclusivo en la Costa Brava, habíamos aprendido también
que el capitalismo era dañino y tendía a ponerse salvaje, y que el eje del
capitalismo lo formaban los empresarios. Los empresarios eran pintados con
aspecto innoble y gesto inamistoso, fumando un puro y recreándose en el sucio
poder que les daba el dinero. Solo la derechona más cerril y beata simpatizaba
con la llamada clase empresarial y a sus hijos los reconocíamos porque vestían
abrigo Loden y llevaban el pelo todo engominado y peinado hacia atrás. Los
otros, los progresistas y alternativos, nos dejábamos melenilla, nos negábamos
a poner corbata y renegábamos de ritos y ceremonias. Hasta identificábamos, sin
margen de error apenas, la ideología precisa de cada ciudadano por el periódico
que llevaba bajo el brazo o por las películas que veía en el cine, siendo el
arte y ensayo muy del gusto de la izquierda y el cine español pasión de la
carcundia patria.
Han
pasado las décadas y ya no hay quien se aclare. El cine más folclórico lo
vienen haciendo Almodóvar y unos amigos suyos, y eso cuenta ahora como
progresista del todo, aunque no haya currante a turnos que entienda a esos hombrecillos
de gomaespuma ni trabajadora manual que se identifique con aquellas
protagonistas ociosamente neuróticas. Los profesores más izquierdosos se pasan
el día hablando de denominaciones de origen y cosechas o buscándole el
semiótico secreto a Juego de Tronos, incómodos si han de tratar con lo que antaño
era la clase obrera y ahora se llama simplemente el fontanero, el albañil o la
de la frutería. Los grandes adalides de la progresía más rupturista suelen ser
hijos de papá que jamás han dado palo al agua, pero que se ponen unas rastas y
van en camiseta para que se capte a la legua que no están a favor de este
sistema que les pagó el colegio concertado. La alianza entre el trabajo y la
cultura no nos ha hecho trabajar más y leemos a Elliot o Pound mucho menos que
antes, pero no nos perdemos presentación de libro con canapés y ahí parecemos
todos íntimos de las musas y ponemos de vuelta y media a cualquier gobierno por
lo del IVA de la cultura.
Y
luego está lo del emprendimiento, como suprema caricatura de nuestra época y
testimonio de la radical inconsistencia ideológica. No hay manera de encontrar
en el ambiente mas cool a alguno que esté a favor de las empresas y de los
empresarios, pero todos declaramos con solemnidad lo importantísimo que es el
emprendimiento y lo imprescindibles que resultan los emprendedores. Nos encanta
que en las escuelas enseñen a nuestros hijos las mañas para emprender, pero se
revolucionarían las ampas y las hampas si nos dijeran que en el colegio
aconsejan a nuestros retoños que se hagan empresarios y se entreguen al mercado.
Hojeamos con fruición los tomazos apocalípticos que nos relatan las amenazas de
Google o Facebook para nuestra intimidad o la manera en que Amazon se apodera
de los negocios y arruina los comercios, pero venderíamos nuestra alma al
diablo a cambio de que nuestros vástagos triunfaran en Silicon Valley con una
startup financiada por Soros y apoyada por Zuckerberg.
Somos unos magos. Cambiamos las palabras, y el
mundo es otra cosa, solo con eso. Es cómodo, es fácil, es rápido, te deja el
alma como una patena y puedes seguir haciendo el zángano, puteando al
subordinado y peloteando al jefe, timando a la Seguridad Social y jorobando al
prójimo con buena conciencia y sin que tu mano izquierda sepa lo que roba tu
mano derecha o a quién le toca las posaderas.
El
nuevo año no nos hará mejores ni nos volverá coherentes. Seguiremos con nuestro
maniqueísmo y nuestros prejuicios, teniéndonos por líderes de la liberación
mundial porque votamos a cualquier pijo dicharachero y considerándonos parte
del mundo de la cultura porque en la cena de nochevieja hemos puesto un burdeos
que ha descolocado a los cuñados o porque le vacilamos a la asistenta de que ya
hemos comido en tres restaurantes vascos con estrella Michelín.
La
vida sigue. Y siempre nos quedará Tabarnia.
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