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Ha tocado aniversario de la II República. Ocasión para recordar la historia, con las luces y las sombras que vengan al caso. Eso está bien. Ojalá a menudo repasáramos la historia, aunque sólo sea para no repetirla. Por eso es necesario también dar a las nuevas generaciones la matraca con la historia del franquismo, para no repetirla.
En mi juventud leí bastante sobre la República, vista como un breve haz de luz entre tanto autoritarismo y tanta caverna. Y lo fue. Pero confieso que en este momento el tema ya no me pone. Veo ese momento del pasado como instante noble en muchas cosas, sí. Pero instante pasado, y punto.
Lo que ahora no entiendo es la nostalgia republicana de una cierta progresía que añora ídolos y adora a Manes. Me pregunto qué razones podemos tener a día de hoy para la nostalgia de aquel tiempo, si no es por pura desazón ante un presente un tanto gris en lo político y ante un bienestar que nos provoca hartazgo y mala conciencia. Puedo comprender, hasta cierto punto, a los que le tienen más fe a la forma republicana que a la monárquica. Yo le doy poca importancia al tema simbólico-protocolario, pero lo respeto.
Lo que se me escapa es qué otras razones puede haber para una comparación en la que no salgamos ganando. La República tuvo una Constitución no más democrática que la presente. La lista de derechos fundamentales y de los mecanismos de su garantía es mayor y mejor en nuestra Carta Magna. Las conquistas sociales más relevantes de aquel tiempo las hemos recuperado y multiplicado con creces, como corresponde al avance general de los tiempos. Fue el republicano un régimen que en todo lo bueno es precursor modesto del actual y en todo lo temible y tremendo resulta la más grande advertencia.
Lo único por lo que me parece que merece la pena ahondar en las comparaciones es porque hay dos o tres políticos por aquí, a un lado y a otro, que recuerdan a algunos de los de entonces que resultaron más culpables de que aquello acabara como acabó. Con el agravante, para nosotros, de que apenas quedan intelectuales como los de aquella generación. Ahí sí que salimos perdiendo, y da que pensar.
Mi primer recuerdo consciente. Tengo menos de tres años, creo. Subo al piso superior de nuestra casa de Ruedes, donde están las habitaciones. Entro en el cuarto de mi abuelo, que más adelante sería el mío, donde estudié toda la carrera. Veo a mi madre y a Dulce recogiendo cosas y desarmando una cama, creo. Me dicen que salga de allí, que me vaya, pues está todo lleno de ratones. Salgo, sorprendido y asustado, preguntándome de dónde habrán venido esos ratones y cómo los estarán combatiendo. Años después, con ese recuerdo siempre presente, ato cabos y caigo en la cuenta de que ese mismo día habían enterrado a mi abuelo y eran sus cosas las que andaban recogiendo y su cama la que estaban desmontando.
Como campesinos siempre fuimos algo raros. Por ejemplo, mi madre toda la vida tuvo fobia a los ratones. Pese a tantas miserias como le tocaron, y tanta hambre, y semejante pobreza, se descomponía cada vez que aparecía un ratón. Y era muy a menudo, pues convivíamos con ellos. Iban muchos a la cuadra, buscando los restos de harina y pienso del ganado. Y alguno siempre se colaba hasta la casa, pese a la guardia permanente de los gatos. Y en el campo, cómo no, abundaban. Muchas veces al segar nos encontrábamos sus nidos.
Luego llegó el Chimi, nuestro perro ratonero. Era infalible en sus cacerías de ratones y topos. Un auténtico maestro, que le ponía a su trabajo toda la pasión imaginable. No se amilanaba ni ante las ratas mayores y más agresivas. Era un perro blanco y negro, alegre y valiente en grado sumo. Cada tanto desaparecía por un par de días. Al cabo, lo veíamos regresar buscando el incógnito, la hora menos transitada y el rincón más oscuro, afanoso de impunidades, pues sabía que lo aguardaba el regaño por su escapada intempestiva. Venía de la perrada. Así se decía cuando por algún lado, tal vez en otro pueblo cercano, alguna perra estaba en celo y se organizaba en su torno la competencia afanosa de los machos, días enteros de disputa y espera.
Yo maté muchos ratones. En el campo el hombre es parte de la cadena ecológica. Los ratones debían ser mantenidos a raya con espíritu militar, pues era real la amenaza de que nos invadieran. Los gatos eran nuestros aliados naturales. Como sucede con cualquier otro ser inteligente, los había de temperamentos muy diversos y de diferente laboriosidad. Eran más constantes siempre las gatas, menos volubles en su dedicación. Algunas llegaron a ser auténticas matronas, señoras de la casa y los establos durante muchos años. Me acuerdo de tres especialmente, la Musa, la Massiel y la Mikaela. Los ratones eran su rutina y cumplían frente a ellos con profesional seriedad. Pero su obsesión eran las golondrinas cuando, en verano, anidaban en los techos de la cuadra. De vez en cuando, a base de espera paciente y salto acrobático conseguían atrapar alguna, pese a que yo, cuando podía, vigilaba al gato que vigilaba a la golondrina.
De vez en cuando algún gato macho salía con inclinaciones salvajes en exceso y masacraba una camada de conejos recién nacidos. Entonces debíamos ejecutarlo a él de inmediato. La última vez me tocó matar a tiros a dos de ellos, negro uno y rojo el otro. La compasión sólo cabe en tiempos de abundancia. No era el caso. Defender el bocado es el primer derecho natural de hombres y bestias.
Estos días por mi cabeza bullen los recuerdos como ratones que huyen o golondrinas presas. Quizá porque mi padre se ha puesto a envejecer muy de prisa en unas semanas y porque a mi madre la cabeza se le está yendo lejos, definitivamente lejos, tal vez a la memoria primera de las cosas.
Intuyo a alguien que acecha al otro lado, en espera paciente, como un gato.
Hoy me siento tan pendenciero como siempre, pero con una dosis nueva de soberbia, pues esta mañana me comunicaron que había logrado el segundo premio (accesit único, más propiamente) del concurso de innovación docente convocado por el Consejo Social de la Universidad de León. Enhorabuena. Gracias. Las que tú tienes. Solventado este trámite formal por mi entera cuenta y riesgo, me doy por felicitado y comienzo con la estopa.
¿Saben? Es la quinta convocatoria de tal premio. Y en al menos otras dos de las cuatro anteriores entre los premiados estuvo algún profesor o grupo de la Facultad de Derecho de León, mi Facultad. ¿Les digo más? Con ocasión del XXV aniversario de esta Universidad se convocaron premios a las mejores trayectorias investigadoras de su profesorado (entre los que quisieron presentarse, naturalmente), y en la rama de ciencias humanas, sociales y jurídicas el primer premio fue para su humilde servidor y el segundo para otro estimado colega de mi Facultad. Y el premio a la mejor tesis doctoral en esas disciplinas también fue para Derecho (para mi chica, je, dicho sea de paso y ya puestos a presumir. Lleva cinco premios de investigación, cuatro de ellos de alcance nacional, y nadie le hace gran caso ni tiene por eso más probabilidades de ascender ni dentro ni fuera de nuestra Universidad; trabaja por amor al arte, of course). Y también la Facultad ganó en esos campos el premio al mejor licenciado de los veinticinco años. O sea, copó los tres premios mayores que se convocaban. ¿Más cosas? En los años que yo llevo en esa Facultad, doce, su profesorado ha recibido más de treinta premios de investigación de todo tipo y en todo género de concursos y convocatorias de alcance nacional. ¿Seguimos con los datos? Para qué, es lohnt sich nicht.
Y ahora voy a explicar el porqué del para qué. Nada de eso ha servido para aumentar ni un ápice nuestro prestigio colectivo en el contexto de la Universidad de León. Fuera sí nos quieren a muchos, y unos y otros vamos de acá para allá por el mundo mundial, llamados por razón de la capacidad docente e investigadora, se supone, salvo que esas instituciones (universidades, judicaturas, administraciones...) sean masoquistas o gusten de derrochar sus medios sin criterio. Y digo llamados, y no arrimados a base de convenios que sirvan de pretexto para que viajen casi todos los más mangantes a la sombra de uno o dos buenos, para socializar el mérito y el demérito a partes iguales, en suma. Estamos en los congresos internacionales, las maestrías y doctorados de buenas universidades de varios países y en publicaciones de todos los continentes. Y por qué no decirlo, si es rigurosamente cierto y, además, molesta. Hoy mismo, en la Universidad bogotana en la que explico estos tres días, una de las cinco mejores de Colombia y de las veinte o treinta más prestigiosas de Latinoamérica, tiene nada menos que tres ponencias en un congreso internacional de Derecho penal nuestro decano y mi gran amigo Miguel Díaz y García-Conlledo. Y aquí mismo, y en Brasil, y en Argentina, y en México, etc., etc., saben bien de la obra de unos cuantos colegas más de nuestra Facultad de León y se pelean por traerlos o se disputan el privilegio de irse a León a trabajar con ellos. Y de vez en cuando ahí asomamos -para trabajar y publicar, no para hacer turismo académico decadente y ramplón- por universidades europeas y en revistas en todos los idiomas de nuestro entorno ¿Y qué? Pues y nada, ya que nadie nos hace en nuestra casa académica ni puto caso. Ni falta que hace, qué diablos. La consigna, ya saben, es clara: aquí nadie es más que nadie y métase su curriculum donde le quepa, maestro.
¿Pruebas? Vaya a las cafeterías de nuestro campus y ponga la oreja. Verá cómo mindundis y cantamañanas con más ínfulas que seso nos ponen todo el rato a los de Derecho a caer de un burro, como ejemplo de inoperancia, incapacidad y vagancia. Que si los de Derecho no trabajan, que si no están, que si no investigan, que si no se renuevan, que si dan unas clases lamentables. Rediez, no renovamos la docencia y resulta que nos llevamos la mayor porción de premios de innovación docente; no investigamos y resulta que tenemos más premios de investigación, como promedio, que la mayor parte de los demás centros, por no decir que todos. Somos malos en nuestra praxis académica y resulta que cuando hace unos pocos años se evaluó la calidad de las Facultades y los Departamentos, los de Derecho se llevaron infinitos parabienes y felicitaciones, y, en el caso de mi Departamento, una calificación de nuestra actividad investigadora que la tildaba literalmente de sorprendente y prodigiosa. ¿Y no trabajamos? Oiga, amigo, y usted, que va diciendo eso por ahí, ¿quién güevos es?, ¿cómo dice que se llama?, ¿en qué bar dice que para?, ¿me quiere mostrar sus credenciales, please?, ¿me permite ver cuáles son sus sublimes poderes, fuera de esa excepcional capacidad para dar la lengua en las cafeterías del campus hora tras hora?.
¿Cómo dice? ¿Que es usted un cargo académico? Perfecto, ahí lo quería yo ver. ¿Le importaría calcular la media de sexenios de investigación que han tenido los equipos de gobierno de nuestra Universidad en los últimos quince años y luego compararla con la media del profesorado de Derecho (o del profesorado en general, mire qué bien)? Somos un buen puñado los que en nuestra Facultad estamos al límite de los sexenios posibles, sin perder año ni convocatoria. Y esta Universidad ha tenido vicerrectores de investigación (¡sí, de investigación!) que no poseían ni un maldito tramo investigador, pese a encontrarse en una edad más que provecta. And so on, para qué seguir metiendo el dedo en ese ojo, si en el fondo todo el mundo sabe lo que hay y cuánto vale en canal cada uno de los que marcan paquete.
¿Y por qué nuestra mala fama colectiva? Mantengo una hipótesis sobre esa cuestión. Desde hace tiempo los más pringaos e incapaces de nuestra Facultad -o tal vez los de todas, pero los nuestros son más resentidos y villanos, más miserables y envidiosos- se arriman a los poderes universitarios y extrauniversitarios para acariciarles el lomo, en el mejor de los casos, o para ejercer de puros y simples mamporreros, en el peor y más común, y compensan sus congénitas incapacidades académicas con la difamación sistemática, unida a ese vil peloteo del mandamás, peloteo que hace que la imputación mezquina vaya entrando suavecita y placentera, cual si llevara vaselina. Hay una buena partida de ejemplos. Una auténtica conjura de los necios y los zánganos, unidos a algún demente obvio pero gran manejador de las destrezas orales. Esa simbiosis entre incapaces sin media bofetada intelectual y mandamases faltos de luces es lo que está asfixiando sin tregua y sin vuelta atrás no sólo esta o aquella Facultad, sino la Universidad toda, y no sólo la nuestra, todas.
Y no hablo únicamente de los jerifaltes de dentro, también de los de la pecaminosa cosa autonómica. Este que suscribe y su colega penalista venimos organizando desde hace años el que ya es el más importante evento interdisciplinar que en nuestras respectivas materias -y posiblemente en cualesquiera otras áreas jurídicas, así, con planteamiento interdisciplinar- se celebra en las universidades españolas. Y casi sistemáticamente la Conse(r)jería del ramo nos niega la subvención con el argumento de que no es interesante el evento o competente la concurrencia. O que en el impreso de rigor (mortis) no hemos reflejado bien la raíz cuadrada de pi partida por la hipotenusa del tramo horario. Y uno lo lee con la nariz tapada y aguantándose las ganas tirar de la cadena, irse definitivamente para casa, no dar ni maldito palo más al agua y seguir cobrando por el morro, como ellos, los que se lucran de un pesebre que no es precisamente el del Portal de Belén sino que diríase pesebre marbellí. Ya he dicho aquí una vez que todo queda explicado cuando se averigua quiénes andan de favoritos por Conse(r)jerías y tugurios y qué clase de dones prodigan entre sus señores. Con las excepciones de rigor, que también las habrá, no digo que no. Pero vaya tela. Y luego ve uno qué y a quiénes se financia y la incomodidad se torna incontenible arcada.
Conste que defectillos también hay en mi Facultad, sólo faltaba. Ni un mes hace que para mis adentros mandé a tomar por el saco a la institución toda, por culpa de la cerrilidad de apenas unos pocos y de los celos compulsivos de aún menos. Quedan viejos vicios, taras congénitas. Cierto. Pero, amigos, también acostumbro a asistir a reuniones con gentes de otros departamentos y otras facultades y escuelas. Y que risa, tía Felisa. Consuela un montón. Así que cántese eso de menos globos, Caparucita. Si aplicamos la rebaja la aplicamos por igual para todos y vamos a ver qué sale. Y, entretanto, datos cantan, así que datos sobre la mesa.
He titulado esta defensa de mi Facultad como terminal y terminante. Lo de terminante es por lo que ya se ha visto en las líneas anteriores, y que se resume en que cuidadín y antes de medirse a la Facultad de Derecho de León tiéntese la ropa, cuéntese los sexenios, mírese los galardones y pésese los atributos, no vaya a ser usted una piltrafilla universitaria con mala follá y paupérrima sintaxis, o un analfabeto funcional trabajándose nombramiento a base de boca, que viene a ser lo mismo.
Y lo de terminal es porque, pese a las apariencias, ya no le quedan a uno ganas de lucha ni de mover un dedo más para o por una institución universitaria que se complace en degradar a los mejores y encumbrar a los patanes. Que les den. Que se la queden. Para ellos toda. Los demás, la minoría currante y esforzada, los que suben el nivel del mérito y no el de los miasmas, a los cuarteles de invierno, a la torre de marfil, allá, bien alto, donde no alcancen los ladridos ni molesten las pestilencias. Y no por soberbia, no; por pura supervivencia, por autoestima, por decencia. En la feliz compañía de unos pocos. Elitismo a la fuerza, qué le vamos a hacer. Verdadera y pura resistencia civil.
Ah, y si alguien se queda con la curiosidad de saber por qué me presenté al premio en cuestión, pese a todo, con gusto se lo explico un día de éstos.