En el mundo de las construcciones políticas sobre las que nuestra existencia descansa, fruto de un patrimonio hereditario amasado a lo largo de varios siglos, son muchos los elementos que se tambalean, sometidos como están a la acometida de circunstancias nuevas y agresivas. Una delicada teoría del Estado, pensada por mentes poderosas del pasado, es la que nos sirve aún como rosa de los vientos en nuestras cogitaciones, pero bien sabemos que muchos de sus capítulos se hallan sometidos a una intensa revisión. En un país como Alemania, de donde proceden las formulaciones más brillantes acerca del Estado -¿cómo no pensar en Jellinek, Carl Schmitt, Kelsen o Forsthoff?-, se suceden en estos últimos años los títulos de trabajos, que suelen ser de habilitación para cátedras universitarias, en los que se abordan de forma crítica los ingredientes tradicionales explicados por los oráculos del pasado (autores como Utz Schliesky o Stefan Haack, entre otros, se inscriben en esta línea de pensamiento revisionista).
Pues bien, uno de esos elementos pasados por el cedazo de las nuevas plumas es el del territorio sobre el cual el Estado se asienta o, si queremos emplear las palabras de Kelsen, «el ámbito espacial de la validez de un orden jurídico». Y es que, a poco que se observe, advertimos que las aristas del territorio así como las fronteras, con sus guardias y sus alambradas, tan propias de contrabandistas románticos y de espías, están siendo desmanteladas y donde antes hubo seguridad hoy se ha formado un espacio que desbarata el contorno de influencia de las administraciones, habilitadas como están para desplegar su eficacia en problemas de la convivencia abiertos ya a un orden continental o a las veces planetario. Tal ocurre con la protección del ambiente o la prevención del cambio climático, objeto de pleitos de alcance mundial. Lo mismo acontece respecto a la lucha contra la evasión fiscal y la protección de la salud o la expansión de epidemias o epizootias.
Todo ello no quiere decir que el territorio haya perdido su naturaleza básica a la hora de determinar las hechuras del Estado. Significa sencillamente que ha perdido su vestimenta absoluta, arrolladora, o sin más la exclusividad que le acompañó durante mucho tiempo. Pero en los estados descentralizados como el nuestro se añade además una circunstancia que, afectante asimismo al territorio y a su uso, resulta cada día más clamorosa. Y que, como concierne al ejercicio mismo de las atribuciones estatales, conviene detenerse en ella.
Me refiero a las grandes decisiones públicas que al Estado competen y que, lógicamente, han de proyectarse sobre un determinado espacio físico: la línea ferroviaria, la autopista, el tendido eléctrico de largo alcance (de alta tensión o de muy alta tensión), el gasoducto, etcétera, son todas cuestiones que trascienden el interés de un espacio regional determinado para afectar al conjunto de los intereses nacionales que el Estado representa. En estos casos ocurre que, cuando la instalación proyectada es reputada beneficiosa por la ciudadanía para sus intereses inmediatos y tangibles, el Estado no suele encontrar dificultades sustanciales a la hora de llevar a cabo sus designios. El uso del territorio se hace en medio del aplauso generalizado. El ejemplo podría ser el AVE, si se excluye la actitud arriscada del terrorismo vasco empeñado en impedir su llegada a aquellas tierras, actitud que recuerda la de Gregorio XVI (Papa entre 1831 y 1846), quien se opuso a la construcción de líneas ferroviarias por los estados pontificios con el argumento de que por ellas circularían con más facilidad las ideas liberales. Y no le faltaba razón al Pontífice.
Ahora bien, fuera de este caso trágico pero estrambótico, estas complacencias no se producen cuando se trata de instalaciones respecto de las cuales el ciudadano medio ya no advierte su beneficio personal de manera directa. Pensemos en la energía eléctrica. Hay ejemplos en muchos lugares de España, como es el caso reciente de algún municipio de la costa gaditana que pretende prohibir por referéndum la energía eólica. Pero fijémonos en la salida de la energía del norte, en Asturias, para llegar a los mercados del resto del país, en dirección a Galicia, Cantabria o Castilla.
No entro en el debate de fondo, es decir, si esa energía es necesaria; en todo caso, mi opinión en este punto carece de valor. Con todo, a la vista de algunos datos oficiales, Asturias precisaría sacar de su territorio excesos de producción eléctrica y ello porque se están instalando plantas de generación de energía limpia (las de ciclo combinado que pretenden sustituir a las contaminantes térmicas) en un programa que se inicia en los tiempos de Felipe González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea. Pues bien, desde entonces, el problema ha sido el trazado, el concreto territorio -justo de lo que este artículo trata- por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. La compañía Red Eléctrica Española ha ofertado distintos recorridos, y los propios presidentes autonómicos afectados han sellado, con un apretón de manos, compromisos específicos al respecto. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por asociaciones de vecinos, ecologistas y ayuntamientos, incluso el padre de Rodríguez Zapatero firmó -sin duda con buena intención- un escrito de protesta. Hasta ahora han tenido éxito, pues el problema sigue en el aire aunque el Gobierno, en su plan energético para el período 2008-2016, ha incluido como actuación prioritaria «la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del río Carrión». Pero, conocedor del avispero, ha vuelto a pedir que se modifique el trazado.
Todo ello está justificado: vecinos, alcaldes y ecologistas tienen sus razones; de otro lado, Red Eléctrica Española no es maestra en desplegar habilidades diplomáticas. Pero no es menos cierto que para el Estado, representante de los intereses de España entera, la línea es imprescindible y lo es así desde hace más de 20 años. Pero no se hace. Adviértase que las obras del AVE están causando, por parajes muy similares, destrozos ecológicos manifiestos, ante los que nadie protesta.
Naturalmente que el territorio «no es del Estado», que éste ha de acomodarse a las competencias repartidas entre los municipios y las comunidades autónomas y a los procedimientos previstos en las leyes, que ha de garantizar la audiencia de las poblaciones y sus legítimas reivindicaciones... Todo esto nadie puede discutirlo, pero al final es el Estado el llamado a decidir sus concretos usos cuando se hallan afectados intereses que comprometen al conjunto de los españoles. Los ordenamientos federales cuentan, entre el arsenal de sus técnicas, con la cláusula de prevalencia, contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que sus determinaciones sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas.
Ahora, medite el lector lo que ocurriría si al Gobierno se le ocurriera aprobar un plan de construcción de centrales nucleares. ¿Dónde podría emplazarlas? ¿Se imagina alguien la que se armaría en cualquier Comunidad Autónoma ante el anuncio de una vecindad tan conflictiva? Decenas de años pasarían antes de que una sola máquina estuviera en condiciones de mover tierras.
La falta de control sobre el territorio, atrapado en una red inextricable de competencias y tramitaciones superpuestas unas sobre otras, la falacia en la que se ha transmutado la «ejecutividad» de las decisiones administrativas -que sólo se aplican a quienes carecen de capacidad de reacción-, debilitan al Estado y lo pueden convertir -así ocurre ya en muchos asuntos- en mero jefe de una estación de maniobras de intereses sectoriales y locales. Provisto de un silbato que nadie atiende.
Pues bien, uno de esos elementos pasados por el cedazo de las nuevas plumas es el del territorio sobre el cual el Estado se asienta o, si queremos emplear las palabras de Kelsen, «el ámbito espacial de la validez de un orden jurídico». Y es que, a poco que se observe, advertimos que las aristas del territorio así como las fronteras, con sus guardias y sus alambradas, tan propias de contrabandistas románticos y de espías, están siendo desmanteladas y donde antes hubo seguridad hoy se ha formado un espacio que desbarata el contorno de influencia de las administraciones, habilitadas como están para desplegar su eficacia en problemas de la convivencia abiertos ya a un orden continental o a las veces planetario. Tal ocurre con la protección del ambiente o la prevención del cambio climático, objeto de pleitos de alcance mundial. Lo mismo acontece respecto a la lucha contra la evasión fiscal y la protección de la salud o la expansión de epidemias o epizootias.
Todo ello no quiere decir que el territorio haya perdido su naturaleza básica a la hora de determinar las hechuras del Estado. Significa sencillamente que ha perdido su vestimenta absoluta, arrolladora, o sin más la exclusividad que le acompañó durante mucho tiempo. Pero en los estados descentralizados como el nuestro se añade además una circunstancia que, afectante asimismo al territorio y a su uso, resulta cada día más clamorosa. Y que, como concierne al ejercicio mismo de las atribuciones estatales, conviene detenerse en ella.
Me refiero a las grandes decisiones públicas que al Estado competen y que, lógicamente, han de proyectarse sobre un determinado espacio físico: la línea ferroviaria, la autopista, el tendido eléctrico de largo alcance (de alta tensión o de muy alta tensión), el gasoducto, etcétera, son todas cuestiones que trascienden el interés de un espacio regional determinado para afectar al conjunto de los intereses nacionales que el Estado representa. En estos casos ocurre que, cuando la instalación proyectada es reputada beneficiosa por la ciudadanía para sus intereses inmediatos y tangibles, el Estado no suele encontrar dificultades sustanciales a la hora de llevar a cabo sus designios. El uso del territorio se hace en medio del aplauso generalizado. El ejemplo podría ser el AVE, si se excluye la actitud arriscada del terrorismo vasco empeñado en impedir su llegada a aquellas tierras, actitud que recuerda la de Gregorio XVI (Papa entre 1831 y 1846), quien se opuso a la construcción de líneas ferroviarias por los estados pontificios con el argumento de que por ellas circularían con más facilidad las ideas liberales. Y no le faltaba razón al Pontífice.
Ahora bien, fuera de este caso trágico pero estrambótico, estas complacencias no se producen cuando se trata de instalaciones respecto de las cuales el ciudadano medio ya no advierte su beneficio personal de manera directa. Pensemos en la energía eléctrica. Hay ejemplos en muchos lugares de España, como es el caso reciente de algún municipio de la costa gaditana que pretende prohibir por referéndum la energía eólica. Pero fijémonos en la salida de la energía del norte, en Asturias, para llegar a los mercados del resto del país, en dirección a Galicia, Cantabria o Castilla.
No entro en el debate de fondo, es decir, si esa energía es necesaria; en todo caso, mi opinión en este punto carece de valor. Con todo, a la vista de algunos datos oficiales, Asturias precisaría sacar de su territorio excesos de producción eléctrica y ello porque se están instalando plantas de generación de energía limpia (las de ciclo combinado que pretenden sustituir a las contaminantes térmicas) en un programa que se inicia en los tiempos de Felipe González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea. Pues bien, desde entonces, el problema ha sido el trazado, el concreto territorio -justo de lo que este artículo trata- por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. La compañía Red Eléctrica Española ha ofertado distintos recorridos, y los propios presidentes autonómicos afectados han sellado, con un apretón de manos, compromisos específicos al respecto. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por asociaciones de vecinos, ecologistas y ayuntamientos, incluso el padre de Rodríguez Zapatero firmó -sin duda con buena intención- un escrito de protesta. Hasta ahora han tenido éxito, pues el problema sigue en el aire aunque el Gobierno, en su plan energético para el período 2008-2016, ha incluido como actuación prioritaria «la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del río Carrión». Pero, conocedor del avispero, ha vuelto a pedir que se modifique el trazado.
Todo ello está justificado: vecinos, alcaldes y ecologistas tienen sus razones; de otro lado, Red Eléctrica Española no es maestra en desplegar habilidades diplomáticas. Pero no es menos cierto que para el Estado, representante de los intereses de España entera, la línea es imprescindible y lo es así desde hace más de 20 años. Pero no se hace. Adviértase que las obras del AVE están causando, por parajes muy similares, destrozos ecológicos manifiestos, ante los que nadie protesta.
Naturalmente que el territorio «no es del Estado», que éste ha de acomodarse a las competencias repartidas entre los municipios y las comunidades autónomas y a los procedimientos previstos en las leyes, que ha de garantizar la audiencia de las poblaciones y sus legítimas reivindicaciones... Todo esto nadie puede discutirlo, pero al final es el Estado el llamado a decidir sus concretos usos cuando se hallan afectados intereses que comprometen al conjunto de los españoles. Los ordenamientos federales cuentan, entre el arsenal de sus técnicas, con la cláusula de prevalencia, contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que sus determinaciones sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas.
Ahora, medite el lector lo que ocurriría si al Gobierno se le ocurriera aprobar un plan de construcción de centrales nucleares. ¿Dónde podría emplazarlas? ¿Se imagina alguien la que se armaría en cualquier Comunidad Autónoma ante el anuncio de una vecindad tan conflictiva? Decenas de años pasarían antes de que una sola máquina estuviera en condiciones de mover tierras.
La falta de control sobre el territorio, atrapado en una red inextricable de competencias y tramitaciones superpuestas unas sobre otras, la falacia en la que se ha transmutado la «ejecutividad» de las decisiones administrativas -que sólo se aplican a quienes carecen de capacidad de reacción-, debilitan al Estado y lo pueden convertir -así ocurre ya en muchos asuntos- en mero jefe de una estación de maniobras de intereses sectoriales y locales. Provisto de un silbato que nadie atiende.
(Publicado en El Mundo hoy, 3 de julio)
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