10 noviembre, 2009

Bravo por Rosa Montero

Se titúla "Energúmenos" y está en su columna de El País de hoy.
Eso lo escribe otro y le caen gorrazos hasta en el carnet de identidad. Pero bien está, muy bien, que lo diga Rosa Montero, que no es sospechosa de cosas de las que se suele sospechar cuando alguien se sale de la Alianza de los Correctos.
Copio:
Energúmenos. Por Rosa Montero.
Que el islam de hoy está lleno de energúmenos es una trágica realidad imposible de tapar con eufemismos políticamente correctos. El fanatismo criminal forma parte de la oscuridad del ser humano y cualquier persona, cristiana o musulmana, sintoísta o atea, puede caer en ese abismo. Pero sin duda hay circunstancias históricas y sociales que lo fomentan. Los cristianos tuvieron sus tiempos feroces, desde luego, y aún existen extremistas cristianos que asesinan médicos abortistas en Estados Unidos o queman vivos niños en Nigeria porque dicen que están endemoniados. Pero ahora mismo esos bárbaros son un porcentaje ínfimo y residual. En el mundo cristiano, la sociedad civil lleva las riendas.
En el mundo islámico, en cambio, por complejas razones que no caben en este artículo, se está librando en estos momentos una durísima batalla entre la civilización y la barbarie. Porque, diga lo que diga ese invento de la Alianza de las Civilizaciones, que me parece un vistoso paquete lleno de aire, yo creo que no hay más que una civilización desarrollada por diversas culturas, entre ellas la musulmana, que ha aportado muchas cosas buenas a lo que somos hoy. Sin embargo, ahora, por desgracia, el islam está siendo abrasado por la fiebre integrista. Sudanesas condenadas a 40 latigazos por llevar pantalones, supuestos adúlteros y adúlteras lapidados (la última ejecución ha sido en Somalia la semana pasada)... Y el otro día, aquí mismo, en un pueblo de Ciudad Real, esa joven marroquí embarazada a quien dos compatriotas dieron una brutal paliza por no llevar velo (la chica abortó nueve días más tarde). Los energúmenos musulmanes, en fin, son un peligro para todos, pero especialmente, no lo olvidemos, para los propios musulmanes, que son sus primeras víctimas. Habrá que defenderse: no se puede transigir con los intransigentes.

2 comentarios:

roland freisler dijo...

Creo que fue Balmes el que demostró que era una falacia decir : soy intolerante con los intolerantes. Que se lo aplique la Rosa Montero.

Anónimo dijo...

A mí me ha gustado el artículo; el problema es que juraría que he leído en un ejemplar del diario público del pasado fin de semana (no recuerdo si el del viernes, el del sábado o el del domingo) que el forense no se creyó9 lo que contaba esta señora y ésta terminó finalmente reconociendo que se había inventado lo de la paliza (no sé con qué fines o por qué razón); lo que me extraña es no haber leido ni escuchado esto en ningún otro medio de comunicación; en el caso de esta autora, no sería la primera vez que "pica" (ya "picó" con su artículo sobre "el negro", dando por cierto un suceso que nunca se dio); y el artículo de Rosa Montero que a mí me conmovió fue uno titulado "Una vida"; lo publicó el pasado mes de mayo, poco después de la muerte de su marido, Pablo Lizcano. Como es corto, con permiso, lo reproduzco, incluyendo el enlace de su publicación en El País:

http://www.elpais.com/articulo/ultima/vida/elpepuopi/20090505elpepiult_1/Tes

Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina. El cuerpo caliente y esponjoso como pan recién hecho.

Sombras en la noche, una pesadilla. Las manos de tu madre encendiendo el mundo, disolviendo los monstruos. Ordenando las cosas.

Carreras jadeantes, frenéticas risas, juegos de niñez en patios retumbantes.

Melancolía aguda de lo aún no vivido. Intuición adolescente del resto de tu vida. Deliciosa tristeza.

La carne, un tesoro. El vertiginoso misterio de los cuerpos. El amor estallando como una supernova y dejándote ciego.

Y también el desamor: un agujero.

Una noche de agosto en pleno campo, un alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece el decorado de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla.

Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado común. Contemplarte en los otros como en un espejo.

La serenidad que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas.

Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo chocolate frente a la chimenea.

La alegría de vivir. Y la fugaz y espléndida belleza.

Una noche de angustia. Intuición de la muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del naufragio.

Una novela leída al lado del lecho de un enfermo mientras llueve.

Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un universo ínfimo.

Un cabrilleo de agua. El último chispazo.

Esta poca cosa, o esta enormidad, es una vida.