No se alarmen, amigos, por el título ni por el pequeño ejercicio de vanidad que viene enseguida. Pretendo acabar con una reflexión más general y a lo mejor eso es lo que importa.
Aquí me tienen, en El Salvador e impartiendo un curso para personal de la Sala Constitucional de la Corte Suprema, sobre todo para el equivalente de lo que en España llamaríamos letrados del Constitucional y en otros países, magistrados auxiliares. Aquí creo que los denominan colaboradores de la Corte. Buena audiencia, atenta y discreta, gente seria, pero sin remilgos, que hace grata la tarea. Por lo demás, reconozcamos también que El Salvador no es el país más divertido del mundo. Ay, qué mal nos acostumbra Colombia (dicho sea con la mejor intención y sin alusiones veladas a nada pecaminoso; que no se me vuelvan a picar aquellos censores tan simpáticos y tan comprometidos con las libertad de expresión suya de ellos).
Pues en estas andamos, cuando, esta mañana, al salir del hotel y pensando en lo que hoy me tocaba explicar, recordé que me tengo por un profesor bastante entretenido y un orador aceptablemente competente. Permítanme este pequeño autohomenaje y ya verán más tarde a dónde quiero ir a parar. No se suelen dormir los que me escuchan, consigo que de vez en cuando se rían o se escandalicen lo justo para mantenerlos en guardia, favorezco las preguntas y doy pie a las críticas, me fajo en los debates, prolongo los horarios cuanto demande la audiencia, que suele demandarlo. En fin, que me quiero bastante en esto, sí, pero que, además, me va bien y no paro de hacer giras y bolos. ¿Y saben otra cosa? Voy a pelo: mi palabra, mi cuerpo serrano paseando de un lado a otro del aula o salón y, todo lo más, una pizarra con algún medio arcaico para escribir, tiza o rotulador.
Ya, se acabaron las flores y el autobombo. Concédanme, aunque solo sea a modo de hipótesis, que sea verdad algo de esa habilidad de uno. Y ahora supongan que me tuviera que acreditar o cosa similar. ¿Algo de eso me computaría como mérito? Pues no. Peor: me restaría puntos. ¿Que por qué? Pues porque no recurro a materiales on-line (cuando me lo piden, envío textos por correo electrónico, pero creo que eso no es), no empleo el power-point ni voy con un pirulo en la mano para señalar en la pantalla, no adorno mis exposiciones con fotos de flores, pájaros, puestas de sol o camellos en el desierto, no pongo de fondo una musiquita como de asamblea de ulcerosos arrepentidos ni coloco fragmentos de películas iraníes o chinas para ilustrar lo que me toque contar de las normas o los sistemas jurídicos. A pelo, ya digo. Un desastre. Así cualquier aneca, enema o lo que sea me diría que no puede ser y que menudo profesor pésimo y prehistórico estoy hecho.
No me reconocerían siquiera las pequeñas ventajas de mi rústico proceder. Por ejemplo, cuando hay un corte de corriente y se va la luz, puedo seguir explicando. Hasta a oscuras, oh prodigio. Recuerdo alguna simpática ocasión así, creo que en Medellín, con los asistentes iluminando su cuaderno con los móviles y este menda habla que te habla. En cambio, todos hemos visto a esos modernísimos expositores que se quedan sin energía cuando se corta la eléctrica, pues sin la muleta de la pantallita no saben decir tres palabras seguidas. ¿Y ese descaro de gastarse dos tercios de las horas que uno tiene para exponer -y por las que a lo mejor cobra- en proyectar el trocito de la peli, cambiar la música, pasar pantalla, arreglar el atasco del ordenador -yo creo que muchas veces se lleva preparado de casa ese incidente con el programa que se atasca-, comentar como de pasada, pero durante cinco minutos, que miren qué bonita esa pluma azul del ala del guacamayo, etc., etc., etc.?
Lectores de pantallas, hacedores de esquemitas para lerdos, virtuosos del recorta y pega para el material on-line, dinamizadores de grupos a base de preguntar todo el rato a la concurrencia sus opiniones para no tener que dar las propias, que no se tienen, malabaristas del trabajo en grupo para que trabajen ellos y no uno, de eso se encuentra a patadas en cualquier parte, para eso vale cualquiera, eso no requiere ni gran formación ni habilidad ninguna, sólo jeta dura. Pero eso es lo que se quiere fomentar con tanto cachondeo de nuevas tecnologías en la docencia, métodos pedagógicos chiripitifláuticos y gansadas mil. Y a los que aprendimos (en lo que pudimos) de los viejos maestros que de verdad lo eran, a los que somos o queremos ser capaces de hablar con rigor y fundamento el tiempo que nos soliciten y que podemos sobre la marcha saltar entre los temas y sus facetas al hilo de las preguntas o las críticas, a los que estamos -por veteranía y por tantos años de estudio, qué carajo- en condiciones de exponer largamente sin leer papelitos rancios o pantallitas de última generación, a esos nos dicen que no sabemos enseñar, que somos antiguos, que no fomentamos el espíritu crítico y participativo y que nos falla la dinámica con el alumnado. Manda güevos, manda. Y luego va usted un día a ver a esos pedabobos tan expertísimos en didácticas y polculamientos, a esos adalides de los métodos innovadores y las herramientas superferolíticas y resulta -con las excepciones que sean de caso, pero hablo de la regla general- que aburren a las piedras, hablan como patanes, necesitan parar para un café cada diez minutos, se mosquean o se ponen nerviosos con las preguntas comprometidas y se quedan en blanco si les fallan las nuevas tecnologías, las viejas o la próstata. Pandilla de impostores.
Si alguna comisión evaluadora quiere saber cómo enseña un profesor, que acuda a escucharlo un día por sorpresa, que asista a sus clases. Pero dejémonos de incentivar el mero uso de estas herramientas o aquellas, porque la herramienta en sí no es ni buena ni mala, depende enteramente de quién o cómo la use. Y los buenos profesores harán un uso adecuado y prudente de las nuevas tecnologías y los malos harán lo de siempre: el capullo; sólo que fardando más y, encima, recibiendo los parabienes de anecas, enemas o como se llame eso tan objetivo que nos evalúa por el tamaño del currículum. Porque, amigos queridos, en el currículum lo que más importa hoy en día es el tamaño y ponerle unos afeites, aunque luego pase lo que pase.
Aquí me tienen, en El Salvador e impartiendo un curso para personal de la Sala Constitucional de la Corte Suprema, sobre todo para el equivalente de lo que en España llamaríamos letrados del Constitucional y en otros países, magistrados auxiliares. Aquí creo que los denominan colaboradores de la Corte. Buena audiencia, atenta y discreta, gente seria, pero sin remilgos, que hace grata la tarea. Por lo demás, reconozcamos también que El Salvador no es el país más divertido del mundo. Ay, qué mal nos acostumbra Colombia (dicho sea con la mejor intención y sin alusiones veladas a nada pecaminoso; que no se me vuelvan a picar aquellos censores tan simpáticos y tan comprometidos con las libertad de expresión suya de ellos).
Pues en estas andamos, cuando, esta mañana, al salir del hotel y pensando en lo que hoy me tocaba explicar, recordé que me tengo por un profesor bastante entretenido y un orador aceptablemente competente. Permítanme este pequeño autohomenaje y ya verán más tarde a dónde quiero ir a parar. No se suelen dormir los que me escuchan, consigo que de vez en cuando se rían o se escandalicen lo justo para mantenerlos en guardia, favorezco las preguntas y doy pie a las críticas, me fajo en los debates, prolongo los horarios cuanto demande la audiencia, que suele demandarlo. En fin, que me quiero bastante en esto, sí, pero que, además, me va bien y no paro de hacer giras y bolos. ¿Y saben otra cosa? Voy a pelo: mi palabra, mi cuerpo serrano paseando de un lado a otro del aula o salón y, todo lo más, una pizarra con algún medio arcaico para escribir, tiza o rotulador.
Ya, se acabaron las flores y el autobombo. Concédanme, aunque solo sea a modo de hipótesis, que sea verdad algo de esa habilidad de uno. Y ahora supongan que me tuviera que acreditar o cosa similar. ¿Algo de eso me computaría como mérito? Pues no. Peor: me restaría puntos. ¿Que por qué? Pues porque no recurro a materiales on-line (cuando me lo piden, envío textos por correo electrónico, pero creo que eso no es), no empleo el power-point ni voy con un pirulo en la mano para señalar en la pantalla, no adorno mis exposiciones con fotos de flores, pájaros, puestas de sol o camellos en el desierto, no pongo de fondo una musiquita como de asamblea de ulcerosos arrepentidos ni coloco fragmentos de películas iraníes o chinas para ilustrar lo que me toque contar de las normas o los sistemas jurídicos. A pelo, ya digo. Un desastre. Así cualquier aneca, enema o lo que sea me diría que no puede ser y que menudo profesor pésimo y prehistórico estoy hecho.
No me reconocerían siquiera las pequeñas ventajas de mi rústico proceder. Por ejemplo, cuando hay un corte de corriente y se va la luz, puedo seguir explicando. Hasta a oscuras, oh prodigio. Recuerdo alguna simpática ocasión así, creo que en Medellín, con los asistentes iluminando su cuaderno con los móviles y este menda habla que te habla. En cambio, todos hemos visto a esos modernísimos expositores que se quedan sin energía cuando se corta la eléctrica, pues sin la muleta de la pantallita no saben decir tres palabras seguidas. ¿Y ese descaro de gastarse dos tercios de las horas que uno tiene para exponer -y por las que a lo mejor cobra- en proyectar el trocito de la peli, cambiar la música, pasar pantalla, arreglar el atasco del ordenador -yo creo que muchas veces se lleva preparado de casa ese incidente con el programa que se atasca-, comentar como de pasada, pero durante cinco minutos, que miren qué bonita esa pluma azul del ala del guacamayo, etc., etc., etc.?
Lectores de pantallas, hacedores de esquemitas para lerdos, virtuosos del recorta y pega para el material on-line, dinamizadores de grupos a base de preguntar todo el rato a la concurrencia sus opiniones para no tener que dar las propias, que no se tienen, malabaristas del trabajo en grupo para que trabajen ellos y no uno, de eso se encuentra a patadas en cualquier parte, para eso vale cualquiera, eso no requiere ni gran formación ni habilidad ninguna, sólo jeta dura. Pero eso es lo que se quiere fomentar con tanto cachondeo de nuevas tecnologías en la docencia, métodos pedagógicos chiripitifláuticos y gansadas mil. Y a los que aprendimos (en lo que pudimos) de los viejos maestros que de verdad lo eran, a los que somos o queremos ser capaces de hablar con rigor y fundamento el tiempo que nos soliciten y que podemos sobre la marcha saltar entre los temas y sus facetas al hilo de las preguntas o las críticas, a los que estamos -por veteranía y por tantos años de estudio, qué carajo- en condiciones de exponer largamente sin leer papelitos rancios o pantallitas de última generación, a esos nos dicen que no sabemos enseñar, que somos antiguos, que no fomentamos el espíritu crítico y participativo y que nos falla la dinámica con el alumnado. Manda güevos, manda. Y luego va usted un día a ver a esos pedabobos tan expertísimos en didácticas y polculamientos, a esos adalides de los métodos innovadores y las herramientas superferolíticas y resulta -con las excepciones que sean de caso, pero hablo de la regla general- que aburren a las piedras, hablan como patanes, necesitan parar para un café cada diez minutos, se mosquean o se ponen nerviosos con las preguntas comprometidas y se quedan en blanco si les fallan las nuevas tecnologías, las viejas o la próstata. Pandilla de impostores.
Si alguna comisión evaluadora quiere saber cómo enseña un profesor, que acuda a escucharlo un día por sorpresa, que asista a sus clases. Pero dejémonos de incentivar el mero uso de estas herramientas o aquellas, porque la herramienta en sí no es ni buena ni mala, depende enteramente de quién o cómo la use. Y los buenos profesores harán un uso adecuado y prudente de las nuevas tecnologías y los malos harán lo de siempre: el capullo; sólo que fardando más y, encima, recibiendo los parabienes de anecas, enemas o como se llame eso tan objetivo que nos evalúa por el tamaño del currículum. Porque, amigos queridos, en el currículum lo que más importa hoy en día es el tamaño y ponerle unos afeites, aunque luego pase lo que pase.
2 comentarios:
Yo le tengo por audiovisual de los buenos: recuerdo que hace muchísimos años, cuando casi nadie utilizaba cine para explicar derecho, vimos con usted, con rudimentarios instrumentos, películas como vencedores o vencidos, o el vampiro de Düsseldorf. Eso sí: fuera del horario lectivo y sólo los que teníamos interés. Cuando ninguno de mis profesores utilizaba la literatura para dar clase, con usted leímos (cada uno por su cuenta, evidentemente, no en horario de clase) Billy Bud, Eusmewill, La muerte de la Pitia y un buen montón más de títulos que ahora no recuerdo. Me consta además que por utilizar -cuando no lo utilizaba nadie- un blog como herramienta docente recibió usted un premio -o un reconocimiento- y también alguna que otra colleja cibernética. Así que sí, querido profesor: yo le tengo a usted por audiovisual en el mejor sentido del palabro. No sé si con eso podría usted rellenar hoy en día las pertinentes casillas de la acreditación, pero eso es, efectivamente, otra cuestión.
Un saludo,
Yo soy moderadamente audiovisual. Es decir, voy a clase con mis apuntes y mis textos. A veces me confundo y me llevo otros, o no me aparecen en donde yo esperaba,pero hasta ahora, y mientras me aguante la memoria, suelo salir airosa (tampoco los miro demasiado cuando llevo los buenos). Me tengo por entretenida profesora y algo aprenden mis estudiantes, creo. En ocasiones recurro al cine, raras veces al power point. Ahora me encuentro en esa tesitura porque voy a participar en un congreso en el que he visto que han puesto en el programa, sin yo pedirlo, que mi presentación será con power point. Como soy profesora de literatura, me parece redundante e insultante usar el powerpoint para poner frases que los oyentes puedan deducir de mi pesentación, pero como el libro del que voy a hablar trata de la situación de las mujeres en Japón, de modelos femeninos en los Estados Unidos y de los abusos de la industria cárnica (hormonas, antibióticos,etc), pues he pensado poner algunas fotitos que ilustren la cuestión (ya que tengo el medio). Así que en ello estoy. Mi principal problema ahora es si el proyectar imágenes de mujeres como "carne" (es la principal metáfora del libro), o de las condiciones de los mataderos pueda herir la susceptibilidad de alguno/a. Y digo yo, para qué les voy a poner esas fotos si seguro que todo el mundo se puede imaginar de lo que estoy hablando. En fin, qué complicado es esto del mundo audiovisual.
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