Lo de las nubes, asunto que fue tratado con el rigor habitual ya en otra sosería, sigue dando que hablar y no solo en la información meteorológica donde, como es lógico, son invitadas habituales.
Habíamos quedado -recuerdo al lector- en que la nube es ese espacio enigmático donde se almacenan cartas, películas o vídeos y documentos de todo tipo, incluso esa novela a la que todos andamos siempre dando vueltas pero que no acaba de salirnos, escritos como están ya los Episodios nacionales y el Quijote. Menos las grasas que acumulamos y la mala leche todo acabará en la nube, regazo de todos los regazos y puerto de acogida de nuestras intimidades, manías y desvaríos. El disco duro y la unidad DVD pasarán a formar parte de los cachivaches del desván junto a los sombreros de la abuela y la máquina Singer.
Aparentemente el uso de la nube es simple y todo consistiría en darle a un botón y mandarle nuestros mensajes para que ella vele por su integridad y los mime. Pero las cosas se complican, y no porque un potente anticiclón disuelva las nubes y se lleve a un limbo ignoto nuestros envíos, sino porque ahora resulta que cada país quiere tener su propia nube por razones defensivas y de seguridad. El presidente de la República francesa lo ha dicho de una forma que está a medio camino entre la amenaza diplomática y el desafío chulesco: “crearé mi propio sistema de nube en Internet” y ha adelantado un montón de millones de euros para tal fin.
¿Nos damos cuenta del vuelco que estamos viviendo? Durante siglos la defensa de nuestro patrimonio ha estado confiada a las murallas de la ciudad y, después, a los tanques y los buques de guerra. Los gobernantes se esforzaban en comprarlos y tenerlos limpios y lustrosos para cumplir su misión de forma aseada. En ello radicaba la soberanía que, desde Bodino para acá, asegura la seriedad de los Estados, es decir, que nadie se los tome por el pito de un sereno (otras antiguallas por cierto: el sereno y el pito). “¿Cuántos carros de combate tiene el Papa?” dicen que preguntó un gobernante sobrado y soberbio para mofarse de las opiniones del Santo Padre de Roma, sabedor de que carecía de ellos y solo disponía de sus mustios sermones.
Antes, para declarar una guerra había que invadir Polonia o asesinar al príncipe heredero en Sarajevo, a ser posible con su esposa. Ahora, los más terribles conflictos podrán estallar porque Inglaterra ha invadido la nube de Suecia o viceversa. Se enviarán aviones de combate para que abran fuego contra las nubes y las crónicas nos dirán que se ha derribado tal “cirro” o tal “cúmulo” o “la toma de tal nimbo ha dado gran moral a nuestras tropas”.
Todo un sistema complicadísimo de acecho se pondrá en marcha y tendrá por objeto espiar la nube del vecino y tomar nota de lo que almacena para usarla en la batalla por la hegemonía en el cielo do las nubes moran. ¿Quién se lo iba a decir a estas? Toda la eternidad se han esforzado tan solo en componer inofensivos decorados, a lo sumo mandaban una tormenta pero era solo para que un pintor, pongamos el riosellano Darío de Regoyos, la sacara en un cuadro.
Tan inocentes han sido que estos días se ha recordado el oficio al que le hubiera gustado dedicarse a Ramón Gómez de la Serna, precisamente el de “inspector de nubes”, seleccionado por el imaginativo escritor como símbolo del trabajo inútil, de un ocio tibio parecido al de quien se contenta con buscar violetas.
¡Ahora querría ver yo a Ramón inspeccionando las nuevas nubes que asoman por el horizonte preñadas de delicados secretos! Esas nubes como piñatas que, en vez de caramelos, arrojan sobre nuestras cabezas un manantial de datos encriptados, de códigos html, de bits, de dígitos infames. ¿Tendremos que volver a la mili a aprender a despanzurrar nubes? Si así fuera ¡cuán grande es el retroceso lírico que padecemos!
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