01 junio, 2012

Tololensville

                Hoy les voy a contar lo que pasó en Tololensville. Ni es alegoría ni tiene moraleja ni nada de nada, la historia pasó como la relato y no hay más vueltas que darle. Si omito detalles geográficos o evito precisiones temporales es porque, al fin y al cabo, nada añadirían a la trama, que es lo que importa.

                Tololensville es la capital de la región de Cupboardlake, en el poniente del país. Su clima es templado en invierno y extremamente caluroso en verano, con altos índices de humedad debido a que el gran lago se halla nada más que a diez kilómetros de la ciudad. En su mejor época, de la que hablaremos ahora, no llegaban al medio millón los habitantes, muy celosos ellos de sus tradiciones y con fama de aguerridos en las batallas y tiernos en los lances íntimos.

                Durante la dictadura que oprimió al país por largo tiempo, a Tololensville le correspondió un raro privilegio: fue allí, en el extrarradio mismo de la urbe, donde se ubicaron las grandes fábricas de aparatos de tortura. En efecto, y como ya recogen los libros abundantes sobre aquel período oprobioso, bajo la dictadura se torturó de forma masiva y sistemática. No sólo había tortura en las cárceles, los cuarteles, los centros de detención, las comisarías y los campos de concentración, también era poco menos que imperativo torturar en escuelas, centros deportivos, carreteras…, y hasta en las casas torturaban padres y madres a hijos, esposos a esposas, nietos a abuelos, etc. Cuesta comprenderlo si lo pensamos desde nuestros días, aunque poco tiempo ha pasado en verdad; pero así era. En los colegios se incitaba a los profesores a aplicar castigo físico extremo a sus estudiantes más remisos y a los alumnos más torpes, por no decir de los indisciplinados; en los gimnasios o donde quiera que entrenaran los que se dedicaban a deportes de competición, eran torturados los que cada semana rendían menos, unas veces por los entrenadores y a menudo por sus propios compañeros; cuando un guardia de tráfico descubría una infracción, el conductor era apeado de su vehículo y llevado al más cercano centro de tortura, donde se le administraba el correspondiente tratamiento; los niños aprendían a comportarse en la mesa o a hablar en el debido tono a base de las torturas que sus progenitores les infligían con instrumentos adaptados a su edad y su peso. De a qué extremos de crueldad y dolor se llegó en las prisiones o con los meros sospechosos de delito cualquiera no hará falta que se den a estas alturas detalles.

                Lo que para nuestra historia importa es que fue surgiendo una auténtica industria de la tortura y que, por un ensamblaje de circunstancias que sería largo de desentrañar y que al fin poco nos importa, acabaron las fábricas en la zona de Tololensville. El golpear con la mano o el puño o con cualquier otra parte del cuerpo se tenía por indigno tanto para torturador como para torturado. Por eso se recurrió a todo tipo de herramientas, primero muy elementales y clásicas, como palos, barras, cables, sogas o cualquier clase de útiles cortantes, y después se fueron inventando aparatos tremendamente sutiles y de extrema precisión, según la zona del cuerpo de la que se quisiera sacar el dolor y según el tipo de efecto que se buscara, por ejemplo con sangre o sin sangre, con huella perdurable o sin huella, provocando rápido desmayo o dosificando para que la conciencia no se perdiera, con amputaciones o sin amputaciones, y así sucesivamente. En las librerías se encontraban manuales del buen torturador y la de diseñador de útiles de tortura se tornó profesión muy prestigiosa y bien remunerada, hasta el punto de que hubo un título universitario de Diplomado en Diseño para el Dolor.

                Tololensville vivió décadas de esplendor, aquellas fábricas crecían y crecían y, aun así, no daban abasto para la altísima demanda, había pleno empleo y la ciudad se iba extendiendo, los salarios eran altos y los negocios y comercios de la zona hacían consecuentemente su agosto, desde bancos hasta bares o restaurantes, por no hablar de los concesionarios de automóviles y motos de alta cilindrada o de las joyerías y peleterías. Los mejores y más costosos colegios abrieron sedes en Tololensville y se instalaron una universidad pública y dos privadas, para que los hijos de los nuevos ricos hicieran sus carreras y lograran los títulos con los que alcanzar puestos aun mejores que los de sus padres en la gran industria local.

                Todo se vino abajo cuando el régimen político cambió. Cayó la dictadura, hubo una nueva Constitución que vetó radicalmente toda forma de tortura ya desde su artículo primero, se celebraron elecciones políticas que ganó un partido moderadamente liberal, se organizaron múltiples campañas y cursos para enseñar a los ciudadanos a convivir sin violencia, se licenció a la mayor parte de los miembros de la policía y al mando se puso a expertos formados en el extranjero y nada sospechosos de nostalgias del antiguo régimen y sus formas. Los días de las fábricas de instrumentos de tortura estaban contados. No sólo se prohibió la venta de nuevos artilugios, sino que hasta se declaró ilegal la posesión de los de antes y tenía orden la autoridad de decomisar cuantos hallara, con fuertes sanciones para el ciudadano que en su casa conservara alguno. La tortura pasó a ser símbolo de un estilo para siempre dejado atrás. Los días gloriosos de Tololensville se habían terminado.

                Pero no fue tan fácil. Al primer intento de cerrar las fábricas se respondió con fortísimas protestas, la ciudad era una sola voz para que la producción siguiera. Si ya no se podían vender los artilugios a torturadores privados ni públicos, que los adquiriera el Estado para sus museos. En efecto, por esos años se abrieron muchos museos de la memoria y el espanto, así se llamaban casi todos, pero no tenían precisamente escasez de piezas que exhibir. Pues que se exportaran, y con gran discreción se siguió vendiendo parte de la producción a países que todavía torturaban, si bien hubo que cortar esa hipócrita política ante la protesta de algunos Estados y de numerosas ONGs internacionales. Que se construyeran grandes depósitos de útiles de tortura, bien guardados y vigilados, por si alguna vez retornaba la tiranía y para que ya tuviera a su disposición esos medios, pero los demócratas se horrorizaban ante el argumento y no prosperaron más que dos o tres de esos depósitos y por poco tiempo.

                Muchos de los empleados de aquellos centros fueron prejubilados, algunos fueron recolocados en otras industrias de fuera de la región. Y Tololensville languidecía. Se quiso fomentar el turismo rural, pero ni los paisajes ni el clima podían competir con los de otras partes del país. Se pretendió impulsar el turismo cultural, pero Tololensville seguía recordando demasiado los horrores del antiguo sistema político y atraía a bien pocos visitantes. Cuando de las supremas instancias políticas de la nación llegó la orden de cerrar definitivamente las fábricas y dar a los obreros el tratamiento común para los desempleados, no quedaban más que unos tres mil de esos trabajadores. Mas desde todas las instituciones locales hubo una unánime y muy intensa reacción de solidaridad. Sin nuestras fábricas de aparatos de dolor Tololensville pierde su identidad y se queda sin futuro, declaró el alcalde, mientras el presidente de los tribunales encabezaba una campaña bajo el lema “Nos torturan sin tortura”. El rector de la universidad pública creó un lema que tuvo gran repercusión: “Me dejo torturar por Tololensville”. Algunos de los operarios de las citadas industrias en crisis se echaron literalmente al monte y hubo refriegas y tiroteos en los suburbios. Se asesinó a tres o cuatro políticos que habían sido muy tibios en la defensa de la economía local. Tololensville y las tierras circundantes se volvieron lugares muy inseguros y los viajeros los evitaban cuanto podían.

                Hoy Tololensville es una ciudad muerta, casi vacía. Hace años que sus calles no se reparan, los parques y jardines tienen aire selvático, quedan nada más que unas cinco escuelas, en cuyos patios pedregosos saltan y gritan unos pocos niños mal alimentados. Todo el que ha podido irse se ha ido. Del pasado esplendor da cuenta nada más que una gran escultura de bronce que milagrosamente se ha mantenido en el centro de la que fuera la plaza principal de la villa y en la que se ve a un hombre de uniforme aplicándole la picana a un joven que grita y sangra. Cuando pasan por el lugar, esos pocos habitantes que permanecen en Tololensville apartan la vista para no llorar, para que no los venza la nostalgia, para poder seguir resignados a su negra suerte.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Maldito país de la eterna Seseña y la estulticia insobornable...

Anónimo dijo...

se vende todo aquello por lo que alguien está dispuesto a pagar.
negocio es negocio
esta fábula la tenemos con las armas.
se producen, se exportan...Si en EEUU quieren cambiar la ley de posesión de armas, los pueblos dedicados a la industria armamentística se vienen abajo luego normal hubiera cruda resistencia.