11 octubre, 2012

Ética funcionarial y recortes: ¿quién debe pagar el pato?



                Siguiendo con las mañas didácticas que ya casi son servidumbre del oficio de uno, empiezo por la anécdota y luego nos alzamos hacia la teoría y sus dilemas. Mi hija asiste a un colegio público con el que estamos todos (hija, madre y padre) absolutamente encantados. Y más encantados todavía andamos con su maestra, una profesional como la copa de un pino que sabe hacerse respetar y querer por los niños y por los padres. Entre sus muchas virtudes se halla la de no permitir fácilmente que los padres vayan cada día a contarle a ella milongas de sus infantes y que tampoco asistan los progenitores, armados de cámara de vídeo, variados artilugios fotográficos y abuelos, a cuanta representación, actuación o fiesta con los pequeños se organice. Un prodigio y un resto de sentido común y orden en medio de tanta cursilería y gilipollez como ha invadido el mundo de la enseñanza. Con decir que en muchos colegios ya organizan fiestas de graduación para los niños que terminan la fase de infantil y allá van las familias enteras de punta en blanco y luego se toman un coctelito en el bar de al lado, ya está dicho todo, incluida una de las muchas razones por las que luego se hacen chavales esos niños y parecen completamente bobitos y babosetes. Ah, pero conste que la culpa principal no es de los colegios, no, es de los padres mismos, en particular del numeroso sector de los padres/madres ociosos.

                Bueno, pues el otro día la profesora de Elsa organizó reunión con los padres para contarles cómo va a ser el curso, qué actividades se prevén con los niños y que no se metan ellos en lo que molestan o no tienen ni zorra idea. Hay dos de esas al año, nada más, y son las únicas veces en que la mamá de Elsa o yo pasamos de las puertas del cole o hablamos con profesores. A mí tampoco me gustaría que los padres de mis estudiantes vinieran cada dos por tres a tocarme las narices, que si tengo al niño deprimido, que si no me come, que si qué le doy para que le entre la Teoría del Derecho, que si no me podría enseñar el examen a mí para ver en que falló y luego ayudar yo en casa a mi Bratt Aurelio, mi chiquitín. Y tiene veinte años el hijoputa y no aprueba una ni va a clase jamás. En fin, que digo que perfecto acuerdo entre la maestra y nosotros, padres de Elsa –y Elsa misma-, cada uno en su trabajo y sin dar la lata.

                Ya se me está yendo la tecla. Retorno al hilo. En tal reunión, esa admirada maestra contó que el personal del colegio está muy quemado con los recortes, no solo los salariales, sino tambén de medios. Por ejemplo, ya no hay dinero para fotocopias y o se pide a los padres un pequeño desembolso o no se puede fotocopiar. Dicho sea de paso, vaya tela que en las escuelas no quepa pagar unas fotocopias y en las universidades se siga permitiendo -son las mismas consejerías las que mandan- que haya cargos completamente inútiles y cobrando el plus correspondiente, o profesores que no impartan más docencia que tres créditos al año. Yo mismo conozco de tales. Agregó la querida señora que, con el cabreo y la sensación de maltrato que llevan en el alma, ella y sus compañeros habían decidido no trabajar más que lo estrictamente establecido, sin extras ni estrés adicional. Por ejemplo, cada año organizaban con los pequeñajos dos o tres obras de teatro o una excursión de fin de curso. Pues que ya no, que eso era a mayores y que si sus sueldos son ahora menores, que venga el Consejero a montar escenarios o vigilar en los autocares.

                Vamos de la anécdota a la categoría. Por una vez, y sin que sirva de precedente, no me lanzo a criticar a esos maestros, maestros que, por cierto, tienen uno de los trabajos más vocacionales, difíciles y agotadores que podamos imaginar. Maestros que, cuando son buenos -y la mayoría lo son- determinan para bien la vida de los niños. Ya saben que siempre tengo presente a mi adorada doña Manolita -ya debe de hacer más de dos años que murió, viejecilla, pero no la olvidaré jamás-, mi maestra en Ruedes, la mujer más importante de mi vida, con permiso hasta de mi madre y de mi señora. Soy de los que entienden que haya que quitar gastos y recortar de mil sitios, incluida mi nómina, hasta eso acepto. Pero que se ande regateando con los dineros para la educación de los niños y con lo que cuestan unas fotocopias, un poco de plastilina o unas pinturas de cera me parece el supremo indicio de que nos gobiernan –partido tal o partido cual al margen, no es eso- unos seres que son cruce genético de imbéciles malnacidos.

                Dicho todo eso, ¿qué actitudes morales nos parecen justificadas y cuáles no en los funcionarios a los que se les achica el sueldo o se les aprieta en los medios? ¿Puede haber justificación moral aceptable para los que decidan esmerarse menos y descontarse así los disgustos?

                Mi primera inclinación es a sostener que no, pero admito que tengo un condicionamiento que me produce prejuicio, ya que la mayoría de los compañeros profesores que conozco que se quejan todo el día porque nos bajan el sueldo y que dicen que se van a desquitar trabajando menos son los que ya no dan ni palo al aguan y encuentran nuevo pretexto para seguir igual, o peor. Que hay mucho sinvergüenza, vaya, cobrando del erario público –de los privados también, me temo, y para qué hablar de ciertos consejos de administración  y similares-, pero que no toca referirse a ellos en esta ocasión. Así que pongamos las condiciones y vayamos sacando unas reglas de razonabilidad de ese desquite funcionarial:
               
                a) ¿Cumple el funcionario en cuestión con sus horarios y obligaciones, hace regularmente su trabajo de modo adecuado y sin escaqueos notables? No vaya a ser que la bajada del sueldo se corresponda, misteriosamente o por azar, con lo que ya de menos viene aplicándose él a lo que debe, a aquello por lo que se le paga. Ejemplo: si el tiempo para el café de media mañana es de, pongamos, media hora, y el funcionarillo de turno se toma para eso hora y media cada día, cobra una hora de más. ¿Y qué decimos de aquel profesor que no cumple, ni de lejos, con los mínimos de carga docente y que tampoco investiga nada? A esos no les podemos permitir que nos cuenten milongas para rebajar su rendimiento, si es que hay margen para que lo tengan menor. 

                En cambio, no hay por qué ver ilegitimidad en la renuncia a toda actividad o esfuerzo que vaya más allá de la estricta obligación bien ejecutada, actividad adicional que muchas veces se regala a la institución o al oficio por amor al arte, por solidaridad con la ciudadanía o por pura y simple vocación profesional o de servicio. ¿Quedarse, sin horas extras, dos horitas más toda la semana para acabar aquellos papeles que dice el jefe que son urgentes porque no sé qué autoridad sacó tarde la convocatoria y, de propina, se inventó una aplicación informática aún más idiota y perversa que la anterior? No, gracias, por las tardes hago la esquina para suplir la bajada de mi salario aquí. 

En resumen, y en forma de regla, que el que no da los mínimos no tiene derecho a descontar y bien está que a él le descuenten, aunque propiamente deberían echarlo con una patada en salva sea la parte. Y que el que hace y hace bastante bien todo aquello por lo que le pagan está en su papel y derecho si decide no regalar más a los que lo tratan como si fuera otro de los inútiles o zánganos. Si la autoridad nos iguala, pues nos igualamos y no hacemos de más.

                b) Segunda regla. ¿Cuál es el perjuicio y para quién? Con las cosas de comer, pocas bromas. Hay labores en las que la bajada intencional de rendimiento supone daño irrevocable para vidas y destinos. Igual que lo suponen ahí los recortes, por supuesto que sí. Pero quienes laboren en tales ámbitos tendrán que protestar de otras maneras, pues tomarse la justicia por su mano implica poco menos que “ajusticiar” a ciudadanos inocentes. Es el caso de los médicos de urgencias. O sería el de los guardias civiles o municipales que decidieran no hacer controles de alcoholemia o hacerse los locos con los conductores que dan positivo con alta tasa. O el de los profesores –y peor cuanto menor la edad de los alumnos- que hicieran larvadas huelgas de tizas caídas y dejaran a los estudiantes sin la enseñanza de lo que corresponda en ese curso y sea importante para su formación.

                Así que concluyo que la maestra de Elsa pasa la prueba, creo. Si no tienen este año mucho teatro, no hay problema; si no les enseñan villancicos…, casi mejor (no me hagan caso, esto son manías mías). Pero si toca aprender a leer o a sumar, ni un paso atrás, aunque tengamos que volver al ábaco y a escribir con un palito en el suelo de tierra.

                Lo bonito e interesante de todas estas quimeras sociales es que la mayoría de los más protestones y dispuestos a rebelarse contra el gobierno trabajando menos, a la hora de ir a votar en elecciones generales, autonómicas, municipales o europeas vota…, a los mismos de siempre, a estos o aquellos de los mismos de siempre. Sin darse cuenta de que cierto cambio de voto es seguir votando lo mismo. Pero, bueno, ese es otro cantar, harina de otro costal y esto de hoy ya ha quedado largo.

2 comentarios:

Perplejo dijo...

Estimado Juan Antonio,

Soy profesor de Secundaria. Desde hace años, he echado [voluntariamente: nadie me obligaba] más "horas extra" que un inmigrante ilegal. Se acabó. Cumplo estrictamente con mis obligaciones; pero ya no regalo ni una hora a las administraciones que me jibarizan sueldo y derechos, mientras siguen despilfarrando en cien mil chorradas. Todo a mayor gloria de su monstruosa red clientelar.

La mayoría de los profesores se queja amargamente de la situación; pero parece ciega ante las causas. Siguen, por supuesto, votando a los hunos y los hotros. Situación desoladora.

Uno intenta -contra toda evidencia; sorteando las trampas de pedagogos, inspectores y politicastros; con inextirpable ingenuidad- dotar a sus alumnos de los recursos suficientes para salir de esa "autoculpable minoría de edad" en la que sesteamos los adultos.

Malos tiempos. Muy malos tiempos para la instrucción pública que soñó Condorcet.

***

En otro orden de cosas. Hace tiempo que tiene abandonado el tema del positivismo jurídico. He vuelto a escuchar su clarificadora conferencia chilena. ¿Qué opinión le merece Ronald Dworkin?

Un saludo cordial.


Rogelio dijo...

Los zoquetes que dirigen ésta, y aun creo que todas las naves del mundo, que no tuvieron juicio alguno a la hora de suministrar en generosas dosis clembuterol vegetal al árbol del aparato del Estado; en sentido amplio; y generaron un monstruo elefanciaco, inutil, ineficaz e ineficiente, siguiendo las gilipolleces propias de la Constitución Española, papel mojado donde los haya y útil sólo para discursos vacuos, vienen ahora a podar con el mismo juicio el citado árbol acromegaloide, dándose el caso que joderán las escasas ramas que den fruto y dejarán sin cercenar numerosas ramas chuponas y estériles, eso sí, de braga alta.

Pero el guión ya está escrito: intervención ya mismo, dentro de 3 ó 4 años proteccionismo a gogó y dentro de otros pocos más un señor bajito vendrá, seguramente elegido en las urnas, y de nuevo vuelta la burra al trigo: "errare humanum est" y los españoles somos muy humanos.