31 mayo, 2013

¿Hay en materia de hechos y de su prueba una única respuesta correcta en Derecho?



                En teoría del Derecho, y más concretamente en tema de teoría de la decisión judicial, existen las llamadas teorías de la única respuesta correcta. Piénsese en un pleito cualquiera, mejor en uno que plantee una dificultad y en el que no sea fácil para nadie adivinar qué pueden decidir en ese caso los jueces. En realidad, la gran mayoría de los litigios que la judicatura resuelven son difíciles de esa manera, pues poca es la gente que se va a los tribunales o que acepta pleitear cuando sabe que lleva todas las de perder y que sin duda perderá a no ser que quien juzga su asunto esté loco de remate o sea un canalla venal.
                No hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno bien simple sin complicarnos mucho. En infinidad de ocasiones he explicado a mis estudiantes los problemas de interpretación jurídica mediante el caso del Toro de Osborne. Antes de que entrara en vigor la Ley de Carreteras, esa gran efigie metálica conocida como Toro de Osborne y que siempre está en lugar bien visible desde las carreteras llevaba la inscripción “Veterano”, y Veterano es una marca de brandy de la empresa Osborne. El artículo 24 de la Ley de Carreteras, allá por fines de los años ochenta, si mal no recuerdo, prohibió la colocación de “publicidad” en cualquier lugar visible desde las carreteras nacionales, salvo en los tramos urbanos. A nadie le cabrá duda de que esa enorme figura negra de metal con su inscripción “Veterano” es publicidad. Pero lo que hizo la empresa Osborne no fue retirar esas efigies de su Toro, sino borrar la inscripción en cuestión. Siguieron las esculturas del Toro, pero ya no se leía en ellas ni “Veterano” ni palabra alguna. Y hubo pleito cuando la Administración Pública sancionó a Osborne por mantener así su publicidad. El intríngulis del caso está en esto: ¿es publicidad, a tenor de la Ley de Carreteras, el Toro de Osborne en esa su nueva forma? Tanto cabe decir que sí como que no, según cómo definamos o interpretemos “publicidad”. Si manejamos una noción amplia de ese término y hacemos lo que en Derecho se llama una interpretación extensiva, ensanchamos la referencia de “publicidad” y abarcamos el Toro de Osborne dentro de lo que como publicidad la Ley prohíbe. Si empleamos una noción más estrecha y hacemos una interpretación restrictiva, acortamos dicha referencia y el Toro cae fuera de lo que como publicidad prohíbe la norma. Así que el que se pueda multar a Osborne o no depende más de cómo se interprete lo que dice la norma que de lo que la norma dice.
                Pues bien, hay doctrinas, repito, que defienden que para cada caso, incluso para cada caso que sea muy difícil porque concurre un grave problema interpretativo, existe en el sistema jurídico y está predeterminada a la voluntad y el conocimiento del juez una única decisión correcta. En otras palabras, que en casos como ese del Toro y en otros aún mucho más problemáticos y enrevesados, si buceamos o profundizamos en las normas del sistema jurídico y en su sentido, en su ontología o su deontología, en las categorías o entes a que aluden o en los valores que expresan, acabaremos dando con esa única decisión correcta que el juez no elige o crea, sino que descubre y obedientemente aplica. En nuestro ejemplo, que aunque la norma aquella de la Ley de Carreteras no defina “publicidad” y aun cuando ese término sea vago en nuestro idioma y en nuestro uso, sí tiene solución preestablecida en Derecho el caso del Toro, por lo que la obligación del juez, al sentenciar sobre él, es buscar esa solución prefijada y explicitarla en su fallo. Dicho de otra manera, no hay discrecionalidad judicial o no debería haberla si los jueces fueran suficientemente perspicaces y contaran con el método adecuado para conocer esa decisión adeucada única para cada caso que juzgan, y si acertaran a aplicar bien dicho método. La encontrarán o no los jueces, pero la solución para los casos difíciles estar, está. El juez Hércules la encontraría y tal vez un humilde magistrado de mi ciudad no, pero haberla, hayla; Dworkin la conoce y puede que yo ni la sospeche, pero no vas a comparar.
                La expresión “única respuesta correcta” en este campo temático es reciente, pero la idea ya estaba presente y era dominante en el siglo XIX, pues teorías de la única respuesta correcta eran tanto la de la Escuela de la Exégesis francesa como la de la alemana Jurisprudencia de Conceptos. En el siglo XX esa visión del Derecho y de su práctica ideal renace con Dworkin en su libro “Los derechos en serio” y es Dworkin el que crea la etiqueta misma, él es quien habla de “única respuesta correcta”. Luego vinieron más y afinaron los métodos para hallar tales soluciones objetivamente predeterminadas, como sucede con Alexy y su método de ponderación. Antes, ya la Jurisprudencia de Valores, en la Alemania de los años sesenta, había dicho que la Constitución es un “orden objetivo de valores” y había insistido en que en dichos valores, que forman el cimiento o sentido moral último de la Constitución, hay prevista solución para cualquier litigio. Si la Constitución es un “orden objetivo de valores”, por extensión es valorativa, axiológica, la sustancia del ordenamiento jurídico entero, como quedó más adelante expuesto en el libro de Claus-Wilhelm Canaris “El sistema en la Jurisprudencia” (libro que yo traduje al castellano hace ya un puñado de años, por sugerencia de Fernando Pantaleón, y que editó la Fundación Cultural del Notariado). La suma de Jurisprudencia de Valores más Dworkin más Alexy da el actual neoconstiucionalismo, que es una teoría del Derecho metafísica y elitista, con una fuerte carga de ontología idealista, un platonismo jurídico algo desmelenado y con música new-age o étnica en la caverna. Curiosamente, esa muy conservadora doctrina, que hunde sus raíces en lo más rancio y resentido del constitucionalismo alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial, es adoptada con entusiasmo por regímenes políticos autoritarios pero que se dicen progresistas y liberadores. Esos son otros asuntos que hoy no toca tratar, pero que, como tantas otras veces, nos recuerdan que los juristas escribimos capítulos memorables en la historia universal de la infamia y que tenemos anchísimas tragaderas para la paradoja y el travestismo ético. Como se decía en mi aldea, vale más caer en gracia que ser gracioso.
                Situado el tema y una vez que sabemos de qué estamos hablando, vamos al tema de hoy, que es el de si al menos en materia de los hechos y su prueba en el proceso tendrá sentido suponer que hay una única respuesta correcta, la encuentre el juez o no. Aclaremos dónde está en la cuestión lo peculiar.
                En el caso del Toro de Osborne el problema que nos enredaba la decisión del caso no se refería a hechos, sino a calificaciones jurídicas e interpretaciones de la norma. No había en ese pleito problemas de prueba de los hechos, pues no se discutía si los toros estaban allí o no o si la inscripción que antes portaban había sido borrada en tal o cual fecha. No, el problema no se refería a los hechos del caso, sino a si esos hechos eran o no encajables bajo la norma que prohíbe la publicidad en las carreteras, encaje o subsunción que depende de cómo se interprete “publicidad”. Las normas jurídicas suscitan, entre otros, problemas de interpretación. Los hechos de los que se juzga y a los que las normas se aplican o no plantean fundamentalmente, aunque no sólo, problemas de prueba.
                Ni lo uno ni lo otro tiene nada de particular ni nos aleja gran cosa de las vivencias comunes y los equívocos de cada día. Las pautas de racionalidad de las decisiones jurídicas son las mismas que las de las decisiones cotidianas comunes y corrientes, sólo que de negro y hablando de usted. En nuestras más ordinarias relaciones sociales unas veces tenemos desacuerdos porque no nos entendemos y otras porque no sabemos si algo pasó o no. Así, usted le pregunta a su novia “¿me quieres?”, ella le responde que sí y usted, so antiguo, se pone a preparar la boda. Mas ella le dice que ni loca se casa con usted, a lo que usted le replica que cómo entonces le dijo que lo quería. Tendrá ella que aclararle que se trató de un malentendido, pues por “quererse” interpretan o entienden cosas distintas ustedes dos. Ella le contestó aquella vez queriendo decir que le tenía aprecio y hasta un poco de deseo, que lo considera un amigo cualificado, mientras que usted entendió que estaba de lo más enamorada y dispuesta a suscribir con usted y por usted ese contrato de exclusividad resignada que se llama matrimonio. Son problemas de interpretación, como en lo del Toro y salvadas sean las distancias.
                Otro día se complican por una cuestión de otro calibre. En pleno arrebato amatorio, usted encuentra en el canalillo de ella un pelo, lo examina y, entre indignado y perplejo, concluye que se trata de un pelo del mostacho de Feliciano, amigo de la familia que tiene un bigote así, pelirrojo y con tirabuzón. Concluye usted, tomando el habitual atajo del razonamiento conyugal, que su mujer ha yacido hoy con Feliciano, traidores ambos y desleales sin tasa. Así se lo grita a su pareja y cuando ella le dice que no y que de dónde saca usted semejante imputación, usted aporta como prueba el pelo: “¡este pelo de Feliciano estaba entre tus senos, malandrina!”.
                Ahí tenemos todo un encadenamiento de problemas probatorios. Primero, ¿es ese pelo en verdad de Feliciano? Segundo, ¿es ese pelo un pelo humano? Tercero, ¿y qué si es de Feliciano o de otro humano cualquiera? Puestos en lo peor y que fuera aquel antiguo amigo la fuente de ese resto capilar, ¿hay en ello y en el lugar de aparición tan íntimo prueba  bastante para concluir que Feliciano y su santa de usted compartieron lecho con ánimo lúbrico? ¿Y si ella le contesta que sí estuvo con Feli, pero nada más que tomando café, y que pelillos a la mar, pues el de Feliciano habrá ido a parar a tan golosa zanja porque hacía mucho aire en la terraza de la cafetería o porque el hombre estornudo y volaría el pelo al azar o movido por telúricas fuerzas ajenas al humano designio?
                Pues en Derecho es igual, las diferencias son pocas y accesorias. Las principales, que no toda prueba vale, sea en sí o por el modo como se consigue o se practica, y que el veredicto no lo dan los propios que discuten, sino un juez que obra a modo de árbitro y que se supone que es imparcial, independiente y con dos dedos de frente o más, pues ganó una oposición y lo va ascendiendo el Consejo.
                Ya podemos entender lo de la única respuesta correcta aplicado a los hechos y su prueba. Cuando tenemos un problema de interpretación de un término legal como “publicidad” nadie dirá que hay una única interpretación posible y exacta, una definición absolutamente precisa y unívoca, de manera que la palabra carezca en verdad de toda vaguedad o ambigüedad y que de cada cosa se puede saber con certeza absoluta y compartida si es publicidad o no lo es. No, quienes en esos campos mantienen teorías de la única respuesta correcta no permiten transformar mágicamente la semántica o la sintaxis o la pragmática de nuestro idioma y revestirlas de certeza y precisión, sino que van a otras cosas para cazar la exactitud que el lenguaje legal no tiene, echan mano para ello de valores morales, voluntades autorizadas, razones sociales, principios mediopensionistas, posiciones originiarias, etc.
                Mas si nuestra dificultad no consiste en fijar una interpretación para tal o cual término o expresión, sino en sabet si el pelo dichoso es de Feliciano o no, sí hay procedimientos plenamente seguros para salir de dudas. Hoy en día, por un simple pelo, y hasta por menos, te sacan hasta de qué murió tu tatarabuela gitana. En el laboratorio apropiado y con los protocolos científicos ordinarios se zanja la disputa en un pispás y le ponemos apellidos al pelillo que nos tenía en un sinvivir.
                ¿Hemos avanzado mucho con eso? Depende. Ya nos llegó el resultado del laboratorio biológico y consta que sí, que pertenece a Feliciano el pelo. Una certeza en un mar de incertidumbres. Algo es algo, pero… Será breve el alivio, puesto que pasaremos a preguntarnos por qué estaba donde estaba el puñetero pelajo. ¿Que lo halláramos entre los senos de nuestra novia y que sea de Feliciano es prueba bastante de que los dos se hacen arrumacos a nuestras espaldas o es por lo menos indicio razonable para empezar a indignarse o llorar? Más aún podemos complicarnos, pues supongamos que detestamos la infidelidad conyugal o, mejor, pongamos que hay una norma jurídica que dice que el cónyuge infiel deberá indemnizar al otro por el daño moral. En este punto no bastará probar que el encantado pelo era de Feliciano ni probar que compartieron cama ni probar que copularon como cuando antes usted, pues que todo ello baste o no como prueba dependerá de qué entendamos por “infidelidad”. A lo mejor una vez no basta o tal vez no la hay si fue sin querer o por confusión debida a que a ella el tacto del bigote aquél le recordó el suyo de usted. Yo qué sé, pero en los repertorios de jurisprudencia se ve de todo.
                Parecía que no había simetría entre problemas interpretativos y problemas probatorios y empezamos a sospechar que lo que no existe es tan marcadísima diferencia. Pues en relación a la norma también hay casos facilísimos. De un enorme cartel que diga “Bebe Coca-Cola y serás feliz” nadie dudará que es publicidad y que cae bajo lo por la norma aquella vetado. Bueno, al menos no lo dudará nadie que no sea un neoconstitucionalista principialista y que no nos venga con que eso no es publicidad porque sancionarlo es atentar contra el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad del cartelista, o contra el derecho constitucional del sediento a la bebida refrescante, o contra el derecho fundamental a la libre empresa, o contra el derecho constitucional a la lectura (derecho implícito en el derecho fundamental a la cultura, etc., etc.), incluida la lectura de carteles publicitarios en las rutas largas por carretera… Un neoconstitucionalista es aquel que cuando lo pillan en lecho ajeno con mujer de otro alega su derecho de ambos a la libertad sexual, entre otros veintisiete derechos y noventa y tres principios, pero que cuando atrapa a otro con la pareja suya solicita de inmediato la medida legalmente prevista y no admite principio, valor ni derecho que valga. Un neoconstitucionalista nunca va a Hacienda a alegar que, principios de justicia fiscal en mano, le han cobrado de menos por no sé qué impuesto, pero sí es de estricto legalismo cuando Hacienda le quita más de lo que estipula el más recóndito reglamento tributario. La herramienta jurídica que mejor maneja el neoconstitucionalista es el embudo, y la del embudo es la ley que mejor conoce.
                Bueno, a lo que íbamos. Que unas veces está clarísimo lo que la norma aplicable prescribe para los hechos del caso y que en ocasiones es fácil dirimir si los hechos en discusión en el proceso acaecieron así o asá. Otras veces, no. Pero la sospecha teórica que inicialmente movía este escrito era ésta, recordémoslo: puesto que hablamos de hechos y puesto que un hecho o pasó o no pasó, y dado que el propósito ideal de todo proceso judicial es hacer justicia a los hechos verdaderos y evitar las sentencias en falso, en tema de hechos y de su prueba sí que podríamos muy razonablemente defender una teoría de la única respuesta correcta.
                Pues no sé, francamente. Hay que distinguir un poco. Sin mucho ánimo de exhaustividad y para ir abriendo boca, tenemos que diferenciar al menos cuatro tipo de hechos: hechos puramente empíricos, hechos institucionales, hechos psíquicos y hechos normativamente determinados. A lo mejor los institucionales y los que llamo normativamente cargados podrían ir al mismo saco, pero como esto es un post, avancemos así. Lo que sostendré, al hilo de esta clasificación, es que sólo para los hechos puramente empíricos tiene sentido mantener que hay una única respuesta correcta que idealmente la prueba podría y debería demostrar.
                a) Hechos puramente empíricos son los que su nombre indica, aquellos sucesos o estados de cosas cuyo acaecimiento o existencia en sí no depende en nada del humano juicio. Lo que pasó, pasó, fue como fue, tenga yo dudas o certezas al respecto, lo llame como lo llame y cuente o no cuente con pruebas para acreditarlo plenamente. Un puñado de ejemplos tan variados como innecesarios:
                - El 25 de junio de 1973 la marea en el punto geográfico P de la costa del mar Cantábrico alcanzó una altura exacta de X metros.
                - La bala que mató al señor X fue disparada por la pistola P.
                - Cuando el 30 de agosto pasado, a las 16:39, encontré a Feliciano lo llamé “bribón” y “desalmado”.
                - El pelo P que consta en autos es un pelo desprendido del bigote del individuo I.
                - El rector de la Universidad U se chupa el dedo pulgar casi todas las noches cuando está en su casa, con una media de chupada de cinco horas, tres minutos y veintisiete segundos por semana.
                Podremos probar todos esos hechos o no, tendremos pruebas más contundentes y fiables o menos, estaremos mejor o peor convencidos de que así fue en cada caso, pero que no sepamos algo del mundo, de lo que hay ahí afuera, no cambia en nada el mundo de ahí afuera. Respecto de los hechos puramente empíricos y si nos pudiéramos poner en la perspectiva de un dios que con exactitud conociera todo cuanto en el mundo de los hechos es y ocurre, podríamos decir que cuando un juez dice que tal hecho ocurrió o no ocurrió acierta o se equivoca, pues el patrón de verdad antecede y la respuesta verdadera sólo es una, nada más que hay una posible. Bien, pero el juez casi nunca dice sucedió H o no sucedió H, sino “queda probado H” o “no queda probado H”. Y para ese juicio, que es diferente, no cuenta sólo la verdad de los hechos, sino también otros factores jurídicos, como la legalidad de la prueba correspondiente, la legalidad de la práctica de esa prueba, la existencia o no de presunciones sobre esos hechos, etc. Es muy importante este matiz, ya que nos lleva a una tesis que en este momento no puedo desarrollar, pero que puede ser formulada así: respecto de los hechos del proceso, la respuesta jurídicamente correcta puede no ser la respuesta empíricamente correcta y aun cuando haya plena constancia epistemológicamente válida de la respuesta empíricamente correcta; y esto es así incluso para los hechos puramente empíricos.
                Exactamente igual que, por el lado de las normas aplicables al caso, la respuesta moralmente correcta puede no ser la respuesta jurídicamente correcta, aunque uno sea un perfecto objetivista moral y tenga o crea tener pleno conocimiento de lo que la moral manda como solución para el caso.
                Explotemos un minuto más esta vía secundaria. Si estamos generalmente de acuerdo en que el juez debe dar por no probado el hecho H aun cuando tenga plena constancia y absoluta certeza de que H sucedió, certeza plena debida a una única prueba, pero que es una prueba ilegalmente obtenida, ¿por qué hay tantos que sostienen que el juez está jurídicamente obligado a inaplicar la norma legal que viene al caso, incluso la más democrática de las normas legales, cuando esa norma da para el caso una solución injusta? ¿Acaso no debería impeler la justicia también, ya puestos, a hacer homenaje a la moral en lo referente a los hechos y pasando por encima de la norma legal que hace ilegal la prueba de esos hechos? Ya puestos a ser iusmoralistas y entregados al ancha es Castilla, deberíamos serlo coherentemente y aplicar el fiat iustitia, pereat mundus. Esto es, ¿a cuento de qué, si soy iusmoralista y me prueban un delito gracias a una escucha ilegal de mis conversaciones telefónicas, voy a ponerme formalista y tiquismiquis cual positivista y a aducir que fue formalmente ilícita la escucha y, por consiguiente, es inválida la prueba y me voy de rositas aunque sí cometiera la tropelía? ¿No deberían los principialistas, neoconstitucionalistas y iusmoralistas en general ser algo más propensos al martirio supralegal, a inmolarse en el antiformalismo justiciero, aun cuando a ellos mismos perjudique y sobre todo cuando sea a ellos mismos a las que el antiformalismo perjudique y no sólo a sus rivales por la cátedra, la pasta o la señora?
                Retomemos el hilo y ya martillearemos ahí otro día.
                b) Hechos institucionales. Llamo así, sin mucha originalidad, a aquellos que para el Derecho cuentan como hechos, pero cuya condición o valor de tales nada más que cuenta para el Derecho y en virtud de una definición contenida en el sistema jurídico mismo. Un hecho institucional se compone de hechos empíricos que, realizados conjuntamente y en cierto contexto y de determinadas maneras, adquieren para el ordenamiento jurídico un valor especial, confiriendo derechos, obligaciones o un peculiar estatuto normativamente definido.
                Con un ejemplo se ve mejor: el juramento. Supongamos que, en un sistema jurídico, para acceder a ciertos cargos públicos, para adquirir formal y efectivamente la condición de ministro o presidente del gobierno o diputado, por ejemplo, se requiera el juramento, y que ese juramento sea minuciosamente regulado en las normas de ese Estado: se presta de pie, ante el Jefe del Estado o yerno en quien delegue, se hace con la mano derecha puesta sobre un ejemplar impreso de la Constitución y se recitan las siguientes palabras: “juro cumplir fielmente con el cargo de… y aplicar y defender fielmente la Constitución”.
                Estamos ante una conjunción de hechos empíricos requeridos: hallarse de pie, estar ante cierta persona, pronunciar determinadas palabras, poner la mano en tal sitio… Pueden aparecer problemas de prueba que versan sobre alguno de esos hechos puramente empíricos y, por tanto, encajables en el apartado anterior. Así, hay dudas sobre si el que juraba dijo “defender” o “difundir”. Al margen de cuál sea el efecto jurídico de haber dicho lo uno o lo otro, cosa que dependerá de cómo resolvamos problemas de interpretación de las correspondientes normas definidoras del juramento y sus consecuencias, tendremos genuinos problemas de prueba de un hecho puramente empírico en ese caso.
                Pero también caben problemas probatorios con un sello especial. Pensemos en un caso inventado para no poner el caso real aquel del juramento de los diputados de Herri Batasuna. El que juraba y dijo e hizo todo lo prescrito, tenía la mano izquierda a la espalda y los dedos cruzados. Eso es un dato empírico que no será tan difícil probar. Mas ¿qué significa ese hecho? Su prueba no va desvinculada del debate sobre su significado, pues solo tiene sentido probarlo si puede tener algún significado invalidante o condicionante de la validez o los efectos del juramento. Aquí la prueba de la verdad de ese hecho es algo más que la prueba de un hecho empírico: simultáneamente a la prueba del hecho hay que probar un posible significado del hecho. Por ejemplo, que en esa sociedad cruzar los dedos significa no tomarse en serio o no tener intención de cumplir lo que se jura o se promete y que el que ahí juraba cruzó los dedos por eso y no por azar o nerviosismo. En una tesitura tal, ¿cabe que pensemos que hay una única solución correcta sobre el hecho? Sobre la parte de hecho empírico del hecho institucional, sí; sobre lo que propiamente es el hecho institucional, no.
                c) Hechos psíquicos. Sobre éstos se ha escrito como para llenar bibliotecas. Así que al grano. Imaginemos que para que la conducta C sea delito (o sea tal o cual delito) se exige que yo la haga con plena intención, con conciencia y deliberación. C puede ser, mismamente, matar a otra persona. Estamos ante un homicidio. La parte de hechos exteriores puramente empíricos no ofrece dudas ni problemas de prueba, al menos idealmente, ya que los hechos fueron los que fueron y  no otros: mi víctima murió como consecuencia de la bala que salió de la pistola que yo empuñaba a dos metros y que le atravesó el corazón. Probados por mil y una vías esos hechos empíricos externos o puramente empíricos, yo niego que hubiera en mí intención de matar a ese sujeto que maté, alego que fue sin querer, pues, por ejemplo, apreté el gatillo pensando que la pistola no estaba cargada, o no quise tirar a dar, o estaba convencido de que no era una persona normal y mortal, sino el ectoplasma de un iusnaturalista argentino. ¿Cómo se prueban las intenciones o cualesquiera otros datos que residan en la psique o la conciencia? Muy difícilmente. Bien lo saben lo penalistas y por eso le dan tantas vueltas a lo de la prueba del dolo. Tal vez los civilistas son culpables de no preocuparse bastante de la prueba de la culpa cuando del Derecho de daños se trata.
                En el caso de los hechos puramente empíricos y externos decíamos que lo ocurrido ahí afuera, en el mundo de los objetos materiales, ahí está y fue como fue. Y ese su ser sirve idealmente de referencia con la que medir la verdad o falsedad del aserto probatorio, en lo que éste tiene de diagnóstico sobre lo en el mundo ocurrido. O la bala homicida salió de esa pistola o no salió, y si salió y el juez dice que no, pues se equivoca, y si dice que sí dice con verdad. Cuando se trata de hechos psíquicos las cosas no son así, o no son del todo así. ¿Dónde está la frontera entre matar sin intención y matar intencionadamente? ¿Dónde los límites entre no querer en modo alguno matar, matar sin querer pero por descuido, arriesgarse a matar tal vez pero sin proponérselo a las claras y matar a posta y con todas las de la ley? No es una frontera empírica ni empíricamente constatable, sino una frontera normativa. Bien al tanto están de esto, una vez más, los penalistas, que para no pecar de simples como otros y que no se diga que se les escapa ni una, han tenido que ir metiendo la preterintencionalidad y el dolo eventual, entre otras lindezas escasamente empíricas y normativamente pergeñadas.
                Por poner otro supuesto, pensemos en el ensañamiento como agravante o como condición para el paso de homicidio simple a asesinato, que el Código Penal español define como el “Aumentar deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a ésta padecimientos innecesarios para la ejecución del delito” (art. 22 5ª CP) o el aumentar “deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido” (art. 139, 3ª CP). ¿Cómo se puede probar mi intención de ensañarme? Nada más que por indicios que se interpretan con patrones normativos. La valoración de la prueba es una valoración normativamente condicionada. Ya no se trata de constatar el hecho H (por ejemplo, que tal bala salió de tal pistola), sino de interpretar el hecho H dándole el significado de ensañamiento. En el mundo, “ahí afuera” hay balas y pistolas y disparos y corazones atravesados por proyectiles, pero no hay ensañamiento. El de ensañamiento es un concepto normativo y la prueba de la concurrencia del ensañamiento es una prueba por señales, por así decir: queda probado el ensañamiento cuando concurren los hechos empíricos H1…Hn que normativamente operan, aquí y ahora, como significando o indicando ensañamiento.
                Y lo que digo para el ensañamiento sirve para cualquier hecho psíquico, pues para el Derecho, que no es ciencia empírica, los hechos psíquicos valen como hechos normativos, de modo un tanto similar a lo que antes se dijo de los hechos institucionales. A lo mejor un día me pongo a defender que los hechos psíquicos en el Derecho son hechos institucionales. Eso sí, puestas las normas, habrá hechos psíquicos más claros y más dudosos. Cuando el que mata a otro preparó todo para torturarlo hasta la muerte y dilató esa muerte todo lo posible para que el otro padeciera, no dudaremos de que “hay” ensañamiento; cuando le dio de cerca tres tiros en el vientre por no pararse a apuntar al corazón a la primera y con más cuidado, dudaremos de si fue ensañamiento o falta de concentración en la tarea; pero en ambos casos estamos atribuyendo al hecho empírico (o conjunción de hechos empíricos) H un valor que no es un valor de verdad, sino un valor normativo. En otras palabras, que cuando decimos que es verdad (queda probado) que hubo ensañamiento hacemos algo bien distinto de cuando decimos que es verdad (queda probado) que esa bala salió de esa pistola. Pues en el mundo de los puros hechos no hay ensañamientos ni dolos ni culpas ni arrepentimientos. O, si los hay, el Derecho no puede percibirlos. El Derecho, el juez, nada más que ve señales que, a tenor de los parámetros normativos establecidos, son interpretables como indicadores o indicios de tales datos de la conciencia. No tiene mucho sentido aquí, por consiguiente, creer en la única respuesta correcta en lo que a la prueba de los hechos psíquicos concierne.
                d) Hechos normativamente cargados. Tengo que buscar una denominación mejor, pero por hoy sírvanos ésta. Empecemos con un ejemplo y así lo entendemos a la primera. De conformidad con el art. 101 del Código Civil, el derecho a la pensión compensatoria se extingue cuando el perceptor contrae nuevo matrimonio o “por vivir maritalmente con otra persona”. Para extranjeros perplejos aclaro que el derecho a la pensión compensatoria viene regulado en el art. 97 de nuestro Código Civil y es una de las instituciones más chuscas y retrógradas del Derecho español, signo de los tiempos en los que la picaresca hispana de toda la vida se presentaba con ropajes de progresía  y bajo el lenguaje de los derechos. Dice ese art. 97 que “El cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tendrá derecho a una compensación que podrá consistir en una pensión temporal o por tiempo indefinido, o en una prestación única, según se determine en el convenio regulador o en la sentencia”. O sea, que usted, supóngase, es un varón sin oficio ni beneficio, da un braguetazo descomunal y se casa con mujer bien rica en dineros, vive diez años como un marajá, al cabo de ese tiempo llega el divorcio y... su ex esposa tiene que seguir pagándole un pastizal para que usted no tenga que vivir de divorciado peor de lo que vivía de casado con la heredera de Creso. Tiene bemoles el bienestar familiar español. O de cómo aquí es de tontos casarse con alguien más pobretón que uno y hasta pagarle los caprichos mientras el matrimonio dure. Ruinoso, pues deberás seguir apoquinando igual cuando se acabó el matrimonio. Por supuesto que puede haber cosas que compensar al final de un matrimonio y que puede quedar uno de los cónyuges a deber algo al otro cuando se termina la unión, pero para eso están la indemnización por daños o por enriquecimiento injusto, amén de las mil modalidades contractuales que se podrían usar. Y, sobre todo, ya no estamos en tiempos de mi abuela, caray.
                Pero las cosas son como son y en España tenemos que proteger a los bandidos y las bandidas, de manera que vamos a aplicar el art. 101 del Código Civil que antes cité y resulta que no sabemos qué será eso de la “vida marital”. Porque recuerden que el que está recibiendo, de divorciado, pensión compensatoria con cargo al que fue su cónyuge pierde esa pensión si contrae nuevas nupcias, ya que, según el espíritu de la ley y la espiritualidad de sus redactores, se supone que ya tiene otra vez quien lo mantenga o a quien comerle los ahorrillos o sacarle otra pensión más adelante. Pero como muchos de ésos que tenían pensión no se casaban, sino que se “arrejuntaban” nada más, para no quedarse sin el momio mientras limpian a nueva momia, el avispado legislador dijo hace unos años que si la convivencia era “marital”, pero sin casarse, también se acababa la pensión. Son problemas lógicos y ontológicos de estos sistemas jurídicos modernos y pletóricos de buenos principios y malos finales, ya que decir convivencia marital sin matrimonio es como hablar de ayuntamiento carnal sin cópula o de corrupción sin inmoralidad o de dolor cervical en los pies, un imposible tirando a oxímoron para posmodernos que van de algo.
                Resumiendo y a lo que íbamos, que como no sabemos cómo será una convivencia marital entre no casados, ya que lo único que hace marital la convivencia de los casados es la previa celebración del matrimonio, pues no sabemos tampoco cómo se podrá probar que es marital el modo de vida de dos que no se casaron y que pasan unos ratos juntos. Al fin y al cabo, fuera del dato formal y documental del contraer matrimonio, nada hay en la vida marital de los casados que sea esencial, constitutivo y diferenciador: ni el sexo (hay matrimonios que ya ni se acuerdan de cuándo o que jamás se dedicaron mayormente, y no por eso son nulos) ni el amor (¿necesito explicar que sigue siendo matrimonio el de los que se odian y no se divorciaron por los niños o por no disgustar a mamá?), ni la fidelidad (¿se son fieles los casados y eso es lo que señaladamente distingue la institución matrimonial?) ni el vivir juntos (¿dejo de estar casado con mi mujer si empezamos a vivir cada uno en una casa o si uno se va a trabajar diez años en Sebastopol?) ni el compartir gastos (todavía hay quien no pone un peso y se lo monta por la cara para los gastos comunes) ni nada de nada de nada.
                Así que vuelvo a preguntar: ¿cómo se puede probar que una pareja no casada es como un matrimonio, si un matrimonio no sabemos cómo es, salvo por el libro de familia o por el vídeo de la boda? Todo hecho en el proceso acreditado y que cuente como prueba o indicio de la vida marital sin matrimonio de un acreedor de pensión compensatoria será una prueba normativamente cargada, en el sentido de que esa prueba consistirá en un hecho ligado a otro hecho que en realidad como tal hecho no existe, sino que es un significado que el operador jurídico atribuye a hechos así y más o menos arbitrariamente elegidos. La vida marital no es un hecho, sino una categoría jurídica, y de la vida marital formarán parte aquellos hechos (sexo a dos o con más, afecto, cuenta bancaria común, ratos en la misma casa, vacaciones con los cuñados que en realidad no son cuñados, cocido los domingos en casa de los suegros que no son suegros pero se portan igual o peor que si lo fueran...)  con los que cada cual quiera o pueda rellenar de contenido esa categoría jurídica, “vida marital”, que de por sí es perfectamente vacía o de contornos imprecisos y aleatorios. Consecuencia: no es aplicable a la prueba nada parecido a los esquemas de la verdad como correspondencia y resulta inviable soñar siquiera con una única respuesta correcta al dar o no por probado el hecho dirimente en estos casos, la convivencia marital.
                Bueno, pues lo dejamos aquí. Expuesta queda ya la tesis que me movía, la de que la única respuesta correcta, en materia de hechos y su prueba procesal, sólo puede ser defendida, si acaso, cuando se debate en el proceso sobre hechos empíricos puros (si fue esa bala la que mató a la víctima, si fue esa persona la que disparó la pistola, si el homicidio se cometió en jueves o en viernes, si la huella dactilar es del acusado o de la portera...), pero no si se trata de los que he denominado hechos institucionales, hechos psíquicos y hechos normativamente cargados. Ciertamente, podría simplificarse la clasificación a base de diferenciar nada más que entre hechos empíricos puros y hechos institucionales, en sentido amplio, o hechos no independientes de normas. Pero entre profesores de Derecho está muy mal visto hacer clasificaciones sencillas o explicar ideas que se entiendan, y de ahí que haya un servidor preferido hacer su exposición más prolija y esotérica.

3 comentarios:

Pablo Raúl Bonorino Ramírez dijo...

Hola Toño, soy Pablo -no se como aparecerá este mensajea una vez envíado. Los "hechos normativamente cargados" no parecen afirmaciones sobre hechos susceptibles de verdad o falsedad sino ejercicios de subsunción particular (hechos-predicados). Eso no quiere decir que no deban ser justificados en una decisión, pero a lo mejor la justificación de esas afirmaciones no es equiparable a la prueba de los otros hechos que mencionas. Salvo que los consideremos "hechos del lenguaje" -por decir algo- si es verdadero o falso en el lenguaje L que los hechos H1 y H2 pueden considerarse parte de la referencia del predicado M. Pero hay que asumir muchos compromisos semánticos para hacer esta movida. Un abrazo.

Juan Antonio García Amado dijo...

Querido Pablo, gracias por tu comentario, tan oxoniense en origen y estilo.
Tengo que pensarlo mejor y deberíamos hablarlo con calma, pues el tema afecta a temas que nos traemos tú y yo entre manos.
Por de pronto, yo partía de que es perfectamente común entre nosotros decir, por ejemplo y en relación con el art. 101 CC, que la convivencia marital debe ser probada. Existe incluso, en la jurisprudencia sobre ese tema, todo un complejo reparto de la carga de la prueba (el que paga la pensión debe probar que hay convivencia y el "conviviente" que la recibe debe probar que no es "marital"). ¿Qué hechos y de qué tipo son en realidad los que se prueban ahí? Esa es la cuestión.
Hay en eso hechos puramente empíricos, sin duda. También pueden concurrir hechos psíquicos, como la existencia o no de "affectio maritalis". ¿Hay algo más u otro tipo de "hechos" que sea objeto de prueba cuando se prueba que la convivencia ahí es marital?
La suma o concurrencia de hechos empíricos más hechos psíquicos, en su caso, da X. ¿Se trata de ver si X, esa especie de hecho complejo, es subsumible bajo "convivencia marital"?
Para que la convivencia marital sea subsumible bajo "convivencia marital" tiene que ser un hecho de algún tipo. Tal vez tiene que ser algo más que la mera agregación de aquellos hechos empíricos y psíquicos y en ese caso está la pregunta de cómo se prueba, antes de ver si es subsumible, ese "algo más". Mi tesis era que ese "algo más" o hecho peculiar es una especie de "hecho normativo". Pero no estoy nada seguro. Sigamos pensando y hablamos.
Un abrazo.

AnteTodoMuchaCalma dijo...

¿"Malandrina"?