13 septiembre, 2016

Hágalo usted mismo



                En muchísimas cosas vamos percibiendo, generación tras generación, cómo avanza el mundo, cómo progresamos y cómo se nos vuelve la vida más fácil. Pero en alguna que otra retrocedemos. De estas últimas, me llama mucho la atención el que hoy en día le vendan a uno cualquier cosa a medio hacer y tenga que acabarla uno mismo. Compra usted un armario que no tenga un precio disparatado, y con su mejor sonrisa el vendedor le comunica que supone que será usted mismo el que lo monte, son cien piezas de nada y viene con una llave allen. Si osa usted preguntar si no lo dejan listo quienes se lo llevan a casa, le van a lanzar una mirada de hondo desprecio, por torpón, por incapaz, y le aclararán que sí, pero que son cincuenta euros más por esa labor que le acaban de decir que es muy sencilla con la llavecita de marras. Y, ya puestos, aprovechan para contarle que si consigue usted un remolque, un camión o vehículo de buen tonelaje, le descuentan diez euros por el transporte.
                Y así todo. Hace poco caí medio de casualidad en unos almacenes de bricolaje y, contra lo que es mi costumbre, pues me tengo por persona más dada a los goces intelectuales que a los alardes manuales, me puse a echar un vistazo. Mal hecho, porque enseguida descubrí un arcón a precio tentador y que me pareció útil para mi trastero. Lo compré, aunque ya sabía que era de armar en casa. Pensé que serían cuatro laterales, una base, una tapa y seguro que unas bisagras bien simples. Craso error. Una tarde puse manos a la obra y al desembalar el engendro descubrí que había sido diseñado por algún sádico de esos que se especializan en dar placer doloroso a los manitas más apasionados. Un rompecabezas, trozos de todos los calibres, muelles, engranajes, una galería de artefactos de tortura. ¿Y las instrucciones? Como siempre, no son en verdad instrucciones, sino jeroglíficos mal impresos, y, de propina, la letra requiere que las gafas tengan una graduación generosa. Eso sí, en un folio grande aparecen esas someras indicaciones en veinte idiomas y en braille. Como era de esperar, desistí, intenté recolocar tantos trozos en su caja y siguen varios, a día de hoy, durmiendo fuera de ella, en el sótano.
                Y para qué hablar de cuando compramos aparatos de alta tecnología. Ingenieros todos por la gracia de Dios, el que no sepa con gran soltura insertar memorias, disponer aplicaciones, sintonizar canales, revivir baterías o piratear de todo es tratado con desdén por amigos, compañeros y cuñados, víctima de rechifla general. A este paso, no andará lejano en día en que vaya uno a comprar un coche y, por el precio habitual, le entreguen las piezas en un tráiler y con las instrucciones en japonés; o le den un cerdo vivo al que quiera mercar un jamón por Navidad, junto con un cuchillo y la dirección de una ONG por si sobran unas costillas. Pronto habrá restaurantes en que tendremos que cocinar antes de comer.
                No seré yo quien añore los viejos tiempos, pero creo que, en esto, tenía más sentido lo de antes. Un ciudadano iba, se compraba un artilugio, pagaba y se lo dejaban en casa listo para usar. No solo había ahí más señorío, sino que hasta se favorecía la creación de puestos de trabajo. Ahora no, ahora piensan muchos que se es de más nivel si se lo hace uno todo y gasta la vida entre destornilladores, alicates y tuercas. Incluso hay ya quien no bebe cerveza si no la fabrica él mismo o no quiere más pan que el amasado en persona. Déjenme que comparta una sospecha: todo empezó cuando los varones consentimos que, por ahorrar telas o costuras las empresas, empezaran a vendernos camisas sin bolsillo y calzoncillos sin bragueta. Fue el comienzo de una cuesta abajo que no sé dónde va a acabar, posiblemente con un modelo de pareja en el que se alabará al que se fabrique su propia compañía con algún novedoso material, bien similar, al tacto, a la piel humana y resistente a los lavados.
                Pero si nos dejamos de lamentos y abandonamos la nostalgia, quizá podamos sacar algo útil de la situación. Pues, al fin y al cabo, si no necesitamos ya apenas ni a montadores ni a electricistas, a carpinteros o fontaneros, ¿por qué han de hacernos falta estos politicastros que, para colmo, ni siquiera dominan su oficio y se dan un pote propio del que sí tiene una alta utilidad? Hágaselo usted mismo y deje de votar y de pagar tan caro lo que tal vez no le hace falta. O que nos los vendan despiezados y vamos pensando si montamos alguno para Halloween.

1 comentario:

AnteTodoMuchoDIY dijo...

Detecto cierta contradicción en el texto al comparar el "do it yourself" con los calzoncillos sin bragueta. Al contrario: los segundos dificultan en cierta medida lo primero.
Un abrazo