29 marzo, 2009

Picos de Europa. Por Francisco Sosa Wagner

No incurro en hipérbole si sostengo que los Picos de Europa han sufrido una transformación genética: de montañas airosas y altivas, plenas de soles y de brumas en las cumbres, de colores irisados en los atardeceres y palideces juveniles en los amaneceres, han pasado a ser simples montañas de pleitos. Es decir, montañas de papel pero del peor papel que puede existir: el papel timbrado, el de oficio, el de demanda, papel de enredo del rábula, lo más parecido que existe al papel higiénico.
Es una pena que haya ocurrido esta desgracia porque a muchos nos gustaban sus fosforecencias, sus musgos húmedos, sus manchas de nieve, su desorden geométrico. Pero lo que hay es un espacio inmenso para el proceso: civil, penal, contencioso - administrativo y por ahí seguido. Unos montes tan bonitos degradados a sala de juzgado, a covacha de Audiencia donde anidan las miasmas de los considerandos.
En medio de este batiburrillo, tuvimos la desgraciada sentencia del Constitucional que entregó los Parques a las Comunidades autónomas. Incluso los que, como Picos, ocupan espacios de varias de ellas. Después vinieron otras del Tribunal Supremo atizando dos varapalos clamorosos: una, declarando que el plan rector nunca entró en vigor porque no llevaba cosido el régimen de compensaciones económicas. Otra, anulando una parte de ese plan, el relativo a la utilización del suelo en el parque.
No es lugar una “sosería” para valorar esta jurisprudencia que, a lo mejor, hasta está bien fundada. Pero sí quiero decir que urge derogar simple y llanamente la legislación de parques y espacios protegidos. O incluirla en un código de la nostalgia, de leyes que fueron y que ya no son, aunque en este caso no sea una nostalgia llorosa ni nos conduzca a las praderías de la añoranza. También podríamos mandar la ley de parques a un código borgiano de leyes apócrifas, que o no existieron o que no debieron existir nunca.
Pero librarnos de la pesadilla de esta obsesión por los museos de la naturaleza es una necesidad que ya nos acucia. ¿Cuando nos enteraremos de que no hay mejor jardinero que el campesino o el ganadero de toda la vida? Sin su buen hacer, sus desvelos despreocupados a lo largo de los siglos, no existirían esos paisajes privilegiados. ¿Podremos decir lo mismo a partir de la intervención en ellos de burócratas de las más diversas especies de esta España plural?
El mimo de sus habitantes -y la rumia pacífica de sus ganados- junto a la acción de leyes generales como las de montes, aguas o suelo son más que suficientes para garantizar la conservación de los Picos y de cualquier parque español. No hace falta más. Despidamos a los planes rectores -que nada han regido- y despidámoslos sin lágrimas de morriña, con la misma indiferencia con la que los rusos despidieron los planes quinquenales.
Además, la legislación de parques ha cumplido su misión: la de producir montañas de tesis doctorales que se han leído con éxito en todas las Universidades españolas. Una barroca literatura inspirada en la mejor de las intenciones.
Para colmo de males, ahora se anuncia un acuerdo de las Comunidades autónomas implicadas en el Parque donde se contiene la creación de varios órganos de gestión y el nombramiento de tres directores para el “nuevo” Picos, tan descentralizado y autónomo él. Habrá -¡oh, manes!- comisión, consorcio, sociedad mercantil... de todo un poco en un galimatías sublime, apretado, de muchas filigranas. Y se aprobarán tres planes: uno rector, otro de ordenación y un tercero de desarrollo. Tres planes, tres: un festín de mil colores burocráticos.
En todos los países federales hay espacios que son sin más del Estado. Aquí, gracias a los buenos oficios del Tribunal Constitucional y a los esfuerzos de unos y de otros, hemos inventado este engendro con el que se trata de dar lecciones de organización al mundo entero. Es decir, aquí estamos en pleno atracón de embrollos. Y eructando la gran empanada de la ineficacia.
¿Qué habrán hecho los Picos con sus prados verdes y sus luces, sus perfumes y sus frutos, sus silencios y sus rumores, para merecer este castigo?

1 comentario:

Antón Lagunilla dijo...

Cuanta razón tiene, profesor. Pero piense que, si los hermosos prados de nuestros parajes protegidos sirven de sustento a vacas, cabras hispanas y otras faunas, ¿por qué no iban a alimentar a políticos de toda laña? Piense que cada órgano burocrático supone el condumio de docenas de militantes, dispuestos a todo por el bien común. Lo dicho: un militante, un cargo. Y si no hay suficientes cargos, pues se crean, y punto. Ya se sabe que el ecologismo bien entendido empieza por uno mismo, que también uno es animal, aunque sea racional (de "ración": cantidad de una cosa establecida como suficiente para un fin, en este caso vivir del presupuesto).
Saludos.