10 febrero, 2010

¿Pero aún existe el Derecho penal?

He asistido en Madrid a un seminario magnífico sobre responsabilidad penal de las personas jurídicas. Como iusfilósofo, debo de tener una crisis de identidad, aunque también me parece que ando donde tengo que andar para poder hablar de algo cuando se supone que hablo de Derecho y para no verme obligado, como tantos, a pasarme el día masturbando entes imposibles o puramente imaginarios, dizque jurídicos.
Lo malo es que mis crisis las proyecto sobre anfitriones e interlocutores y acabo viéndolos fatal a todos. Por ejemplo, después de un día entero escuchando a los mejores penalistas hablar de sus cosas, he llegado a la convicción de que el Derecho penal ya no existe y de que esa buena gente también busca a ciegas su objeto, igual que el otro buscaba desesperadamente a Susan.
La hipótesis que manejo es que el catálogo tradicional de las disciplinas jurídicas necesita una urgente actualización, y no por puros afanes clasificatorios, sino porque los corrimientos o movimientos tectónicos en las prácticas y en los fundamentos han quitado toda coherencia a las viejas parcelaciones y taxonomías de lo jurídico. Me explicaré, con mucha osadía, a propósito del Derecho penal.
En el planteamiento tradicional, originario, de la penalística moderna, el centro es la persona, por supuesto, pero no hay más persona real que el individuo de carne y hueso. Éste, como para toda la filosofía política de la Modernidad, es alfa y omega de la sociedad, pues la sociedad es nada más que el agregado de individuos autónomos, y ha de servir a sus intereses, en lo que tengan en común, por un lado, y en lo que sean compatibles en lo diverso, por otro. No hay más persona real ni más sujeto auténtico que el individuo, y cualquier grupo configurado como persona jurídica es persona ficta, ficción, un como sí, metáfora, un “analogon” del individuo.
Hoy el panorama se va tornando el inverso: es el individuo de carne y hueso el que, en su dimensión “personal” y moral, se tiene por ficticio, por constructo nada más que teórico, por entelequia culturalmente determinada, por espejismo, mientras que a la sociedad o a diversos grupos se los reviste de ontología “subjetiva”, se los configura como seres, ciertamente complejos, pero con una identidad específica que los hace “individuos” únicos; se los pinta como seres autónomos en cuanto que titulares de conciencia y psiquismo y, por tanto, capaces de deberes y responsabilidades, tanto éticos como jurídicos. Aquel desdoblamiento de cuerpo y alma como componentes tan inescindibles como heterogéneos de un mismo sujeto individual, se vuelve ahora partición entre un “cuerpo” social formado por seres humanos de carne y hueso, pero agrupados en colectividades que podrían ser meramente contingentes, pero que no caen en tal contingencia por cuanto que los unifica y les da su razón de ser colectiva y su sentido en el mundo un “alma” cultural, un “ser así” común. Lo que los individuos tienen de particular es lo que tienen en común y lo que tienen en común es su pertenencia a un cuerpo socio-cultural determinado.
Mencionemos, muy provisionalmente algunos datos o fundamentos de esa trasmutación, de ese cambio de papeles.
Que el individuo como tal, en los términos en que la Modernidad lo concebía, es pura ficción, es un punto de vista que encuentra su respaldo filosófico-político en las doctrinas de índole comunitarista y su fundamento jurídico en las teorías de corte normativista-funcionalista. Para el comunitarismo, nada de lo que nos “humaniza”, nada de lo que nos da nuestra identidad o particularidad en el plano moral e intelectual es individual, todo es proyección o reflejo de la cultura en la que crecemos. Culturalmente, éticamente, políticamente, jurídicamente, somos lo que mamamos, pues ninguno de los conceptos con los que explicamos nuestra vida social y nuestra manera de estar en el mundo es descubrimiento de una realidad objetiva por obra de una razón desubicada e imparcial, sino sólo expresión de la manera en que una sociedad construye sus límites de sentido y sus diferencias frente a otras al explicarse a sí misma, y, al tiempo, porque se explica a sí misma, es tal como a sí misma se explica: particular y diferente de las otras. Ahora el individuo es un ser puramente cultural, pues, volviendo a la vieja bipartición, el individuo sin cultura es cuerpo sin alma, receptáculo vacío, como una hoja de papel en blanco, apta para contener cualquier mensaje, pero que ninguno porta mientras alguien no lo escribe en ella. Es la comunidad cultural la que, para el comunitarismo, escribe todas las historias que llevamos grabadas en ese papel que es nuestro intelecto o nuestra conciencia.
En un curioso cruce, el normativismo pone un parecido elemento relativístico, pero esta vez desde la teoría jurídica. Del mismo modo que en la filosofía política se enfrentan, por un lado, un individuo “natural”, portador como tal de derechos primarios y obligaciones básicas, derechos y obligaciones que son la base de la sociedad y dan sentido a la misma, y, por otro, la sociedad o el grupo como límite de la realización de esa individualidad, así también en la teoría del Derecho compiten una concepción “natural” del orden y las categorías jurídicos y una concepcion normativista. La pregunta dirimente podría enunciarse así: cuando el Derecho, cuando un sistema jurídico emplea categorías referidas a propiedades de los sujetos, ¿parte del dato “natural” y objetivo de tales propiedades, con lo que describe para luego prescribir, o constituye esas realidades mediante su propia descripción, la descripción jurídica de las mismas, con lo que al prescribir configura el mismo objeto, y hasta el sujeto, de la prescripcion?
Pongamos un ejemplo precisamente del campo penal: cuando el Derecho penal sitúa como elemento crucial la culpabilidad del sujeto penal, su capacidad para obrar autónomamente y al hilo de sus intenciones, ¿reconoce dicha condición de los sujetos y parte de ella, o simplemente la imputa a los sujetos? En otros términos: ¿el sujeto penal puede ser culpable porque antes que nada es libre, o es libre y puede ser culpable porque el Derecho penal dice que puede serlo?
Hasta hace poco, relativamente, el individuo de carne y hueso se tenía por constitutivamente libre, autónomo, capaz de gobernarse, mientras que los entes grupales o meramente jurídicos, las personas jurídicas, sólo parcialmente podían contemplarse así, por analogia más o menos forzada y como ficción operativa. Pero la amalgama entre normativismo y funcionalismo altera esa perspectiva y sienta que toda “persona” es, en el fondo, persona jurídica, es decir, un constructo del Derecho, un artefacto configurado por las normas del sistema jurídico. Si, por seguir con el ejemplo, la culpabilidad, la aptitud para ser culpable, es un “invento” del sistema jurídico y no realidad previa o en sí, nada se opone a imputar dicha condición también a las personas jurídicas, igual que hasta ahora el sistema la atribuía nada más que a los individuos particulares.
Esa presencia simultánea del comunitarismo en la filosofía política y del normativismo funcionalista en la teoría jurídica siembra de tensiones y paradojas el pensamiento jurídico-político actual. Mientras que la herencia “moderna” y liberal explica la necesidad de “moralizar” el Derecho y de ponerlo al servicio de los derechos humanos, entendidos como derechos de doble faz, morales o prejurídicos, por un lado, y fundamento del sistema jurídico mismo, por otro, la influencia comunitarista y normativo-funcionalista conduce a dos alteraciones sustanciales de los esquemas heredados. Una, la “subjetivización” plena de los entes colectivos. Dos, el predicar cualidades morales de tales entes colectivos. De ahí que, por ejemplo, se hable, sin pensar que se trata de simples metáforas o analogías más o traídas por los pelos, de derechos colectivos, como es el caso del derecho de los pueblos a su autodeterminación o el derecho de las culturas a la salvaguarda de su identidad; y de ahí también que se hable de cosas tales como la ética de las organizaciones.
El Derecho se convierte en un instrumento de ingeniería social, pero esta expresión debe ser aclarada en sus nuevos presupuestos. De la misma forma que antes se creía que un individuo, desde su libertad constitutiva, conformaba su propia vida siguiendo los dictados de su conciencia y de su personal vocación, ahora son los grupos, las sociedades, los que se hacen a sí mismos y se autogobiernan generando sus propias normas y manejando, a través de ellas, su identidad. Que el Derecho sea herramienta de ingeniería social no quiere decir que sean las normas jurídicas el artilugio a través del que los individuos ponen la sociedad a su servicio, sino que es el recurso con el que las sociedades se hacen a sí mismas disponiendo de los individuos y conformándolos al servicio de la identidad colectiva. Ya no es que “el mundo” deba diseñarse como convenga a los individuos, únicos sujetos reales, sino que los sujetos deben hacerse como convenga “al mundo” al sujeto colectivo. Ya no es que los individuos deban ser buenos y legales para que ninguno dañe a otro, sino que es el “mundo”, el supersujeto, el que debe ser bueno y legal para que la vida de los individuos tenga sentido y razón de ser.
Bajemos el nivel de abstracción y trabajemos con un ejemplo más cercano. Pensemos en el modo de concebir las empresas. Reaparecen las tensiones, pues venimos de una ideología en la que la empresa privada es un artefacto económico y jurídico a través del que, en el contexto del mercado y el capitalismo, ciertos sujetos buscan maximizar su beneficio económico. Para la visión liberal, se trata de un producto de la legítima contraposición de la libertad y de los intereses individuales en el mercado; para la ideología socialista, es una herramienta de ventaja y explotación. Pero, de pronto, la empresa se ve como un ente colectivo con vida propia y responsabilidad “personal”, con plena capacidad moral, sujeto de “derechos” y obligaciones morales que deben tener su trasunto jurídico, su reconocimiento en normas de Derecho. Por eso también las empresas y otras personas jurídicas se afirman como titulares de derechos fundamentales. La empresa se moraliza y se hace “propietaria” de derechos cuasinaturales.
El Derecho pretende que las empresas internamente decidan con la libertad, la ponderación, el equilibrio y la responsabilidad por las consecuencias que antes se quería sólo para o se creía posible únicamente en los individuos. Y, por las mismas, no se aprecia inconveniente en que de las empresas, personas jurídicas, se exija lo mismo que antes se exigía a los individuos: plena responsabilidad moral y, consiguientemente, plena responsabilidad jurídica, incluida aquellas responsabilidad penal que va ligada a la capacidad para ser culpables. También la empresa como tal puede actuar con dolo o culpa, también ella puede recibir castigos y puede dolerse de ellos; ella, la empresa en sí, como sujeto “pensante” y “sintiente” distinto y relativamente independiente de sus directivos, sus gestores y sus socios. Desde el holismo filosófico-político, es un ente grupal más, en plenitud; desde el normativismo funcionalista cabría decir que así es si así nos parece.
Ese es el marco en el que se sitúan y, al menos parcialmente, se explican ciertos fenómenos jurídicos que alteran los esquemas de la doctrina jurídica heredada. Mencionemos algunos relacionados con el Derecho penal. En primer lugar, han ido desapareciendo los límites que marcaban diferencias esenciales entre sanciones administrativas y castigos penales. Al tiempo que para la sanción administrativa se quiere que sean efectivos algunos de los principios y garantías de las penas, aunque sólo caben matizadamente, en el propio Derecho penal se va rebajando el significado de aquellos principios, comenzando por la idea nuclear de culpabilidad. La extensión de la responsabilidad penal a las personas jurídicas es el último y mejor indicio de esa “desdiferenciación” entre sanciones administrativas y penales. Otro indicio de ese acercamiento es el aumento de los delitos de peligro abstracto. El Derecho administrativo sancionador se penaliza, entre otras cosas porque muchas de sus sanciones son más aflictivas, más duras que gran parte de los castigos penales; y el Derecho penal se administrativiza, pues se asume su condición de herramienta de gestión social antes que nada.
En segundo lugar, también se vuelven porosas las fronteras entre sanción penal y responsabilidad civil. Mientras que, por una parte, la responsabilidad civil adquiere cada vez más tintes sancionatorios, como se aprecia no sólo en la utilización de los punitive damages, sino también en el cálculo del daño moral en términos más de castigo para ciertas infracciones que como auténtica compensación del daño padecido por la víctima, la responsabilidad penal supera barreras hasta ahora infranqueables, como pueda ser la de la responsabilidad penal por la acción de otro. Además, el avance común en lo civil y lo penal hacia mecanismos de responsabilidad objetiva acerca igualmente ambas ramas del Derecho. Cada vez más, no se indemniza civilmente o se castiga penalmente por los efectos dañosos o reprobables de una acción, sino como consecuencia de que el sujeto no ha configurado ejemplarmente su modo de ser y sus actividades o no se ha organizado de la mejor manera posible o imaginable; o, más simplemente aún, porque alguien tiene que cargar con los costes de un accidente o una desgracia y se imputan esos costes a quien se piensa que está en la situación más ventajosa u obtiene mayor beneficio de las relaciones sociales de que se trate. De nuevo, Derecho civil y Derecho penal uniformemente reconfigurados como instrumentos de ingeniería social y al servicio de una cierta justicia distributiva, en una versión, o de objetivos de eficiencia económica global, en otra. También en esta encrucijada la responsabilidad jurídica -civil y penal- de las empresas aporta el mejor indicio de los nuevos tiempos. Podríamos mencionar otros cambios en el sistema penal que van en la misma dirección de aproximación a parámetros iusprivatistas, como la creciente consideración de las víctimas y su papel o la orientación hacia la pena negociada.
Observamos cómo en el Derecho penal actual aquellas señas de identidad que lo definían se van disolviendo. El principio de culpabilidad pierde sus perfiles para que las normas penales puedan abarcar nuevos comportamientos y nuevos tipos de relaciones sociales. El principio protector de bienes jurídicos exclusivamente se relativiza al colocar la vida social, como tal, las estructuras sociales en sí, como bien jurídico omniabarcador o único. La noción de la pena como última ratio deja su sitio a un movimiento de vaivén realmente curioso, pues cada vez se pide al Derecho penal que castigue más cosas y más duramente y, a la vez, se despenalizan comportamientos para que se sancionen con menos garantías y mayor eficacia desde el Derecho administrativo. El Derecho penal deja de ser un sistema de responsabilidad por la acción o la omisión concretas y propias y va ganando campo el derecho penal de autor, por un lado, y se abren las puertas a la responsabilidad penal por hecho ajeno, por otro lado. El Derecho penal se desvincula poco a poco de aquel ius puniendi del Estado y cobra la apariencia un derecho compensador de las víctimas o reparador de daños. Y así sucesivamente.
Volvamos al principio de este escrito, que ya va muy largo. ¿Cómo están los penalistas? Desconcertados, desnortados. Unos mantienen los viejos principios contra viento y marea, contra la marea de los nuevos hechos sociales y políticos y de las nuevas normas que no encajan en las divisiones de siempre. Otros se apuntan a la fuerza normativa de lo fáctico, pero empeñándose en seguir llamando Derecho penal a lo que cada vez se parece menos, en el fondo y en la forma, al Derecho penal de toda la vida.
¿Qué hacer? En términos del sistema jurídico y de su análisis e investigación, nos hallamos ante la enésima muestra de que es necesario romper las fronteras disciplinares heredadas. Hoy, quien sólo sabe Derecho penal, Derecho administrativo o Derecho civil no sabe casi nada, puede explicar bien poco de lo que en el Derecho pasa. Y da gusto ver, como ayer mismo yo vi, a algunos jóvenes y brillantes penalistas españoles moverse con soltura entre todos esos campos y con visión del conjunto. Esa visión de conjunto, por cierto, que suele faltarnos por completo a muchos de los que más debiéramos tenerla, los filósofos del Derecho.
Lo curioso y lamentable es que los planes de estudios han vuelto a hacerse como si no hubiera llovido, como si nada hubiera pasado ni estuviera pasando. Un plan de estudios de Derecho con buen sentido y adaptado a los tiempos debería arrancar de unas pocas divisiones bien elementales: teoría de las fuentes, estructura y funcionamiento de las instituciones, teoría de las normas, teoría de las sanciones y teoría de las decisiones jurídicas. El resto, lo de siempre, no es más que seguir en la inopia y mareando la perdiz, una perdiz disecada por Ticio y Cayo, que, por cierto, están muertos también.

5 comentarios:

Batracio dijo...

¡Por favor! Que se ponga un plan en marcha con la propuesta lanzada en el útlimo párrafo. Se me antoja liberador tratar los asuntos atendiendo a esta categorización en lugar de a la manida distinción entre lo que se supone que son compartimentos estancos de conocimiento y que tengo la sensación de que en la actualidad ejerce una suerte de alienación sobre quienes estudiamos el derecho: aunque pretendamos sustraernos a ella, es un referente profundamente enraizado en nuestra forma de entender las cosas. Supongo que aplicar tal plan supondría forzar demasiado los engranajes de algunas piezas ya muy establecidas en la universidad (procedimientos y personas), pero ¿podría plantearse de ese modo al menos un máster boloñés que analice el derecho partiendo de esa estructura? Creo que del esfuerzo exigido tanto a los docentes como a los alumnos saldrían reflexiones muy esclarecedoras y sugerentes.

¡Y no es coña!

tiresias dijo...

Estimado amigo:
Como penalista, quizá desnortado, sin duda nada joven y con seguridad absoluta poco brillante, no tengo más remedio que felicitarle por su magnífica entrada. Clara, clarificadora y precisa.
Mis saludos y mi enhorabuena.

un amigo dijo...

Suena espléndido.

Cualquier disciplina con ambiciones debe refundarse periódicamente. Una parte de esa refundación es el rehacimiento de su cartografía interna.

Parece claro que las retículas analíticas que arrojamos sobre trozos del mundo para cuadricularlos, clasificarlos y hablar de ellos no "son" la realidad; pero condicionan fuertemente nuestra percepción y nuestra comprensión. Con el tiempo, se esclerotizan, crean hábitos y comodidades.

Romperlas de cuando en cuando no sólo es práctico; es sano.

Salud,

Maximiliano Aramburo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
pepe dijo...

La noción de la pena como última ratio deja su sitio a un movimiento de vaivén realmente curioso, pues cada vez se pide al Derecho penal que castigue más cosas y más duramente y, a la vez, se despenalizan comportamientos para que se sancionen con menos garantías y mayor eficacia desde el Derecho administrativo.

Poco mas se puede añadir ese párrafo.