Permítanme que con suma brevedad -prometido- les cuente un aleccionador sucedido de hoy mismo. Nos enseña, como tantas veces, qué bonito es este país y qué agradablemente se vive y se trabaja en él.
Llega un servidor a una instancia administrativa -no es la Universidad- en la que tenía que entregar un papelillo y llevarse copia sellada. Bien sencillo. Entro a la dependencia correspondiente, me detengo detrás del pequeño mostrador y veo nada más que a una funcionaria. Bueno, hasta ahí sin novedad. Está en la esquina más alejada de la entrada -el recinto es pequeño- y tiene el teléfono pegado a la oreja. Nada de particular tampoco por ese lado. Me ve al fin y me sonríe con cara de intensa dicha y se pone a hacer señas, apuntando con el dedo hacia el aparato que tiene junto a la boca -me refiero al teléfono- y encogiéndose de hombros con expresión de qué quieres que haga si estoy con esto aquí. Imagino de inmediato que estará recibiendo instrucciones de algún jefe o atendiendo demandas urgentes de un ciudadano en apuros y, como lo mío era simple, recurro yo también a la mímica y trato de explicarle con todo tipo de gestos y aspavientos que sólo necesito dejar un papelillo y que me selle el otro. Entonces, la buena mujer empieza a apuntar con su dedo hacia algo que ha de estar debajo del mostrador a cuya vera yo me encuentro. Me agacho y voy mirando mientras ella mueve su dedo queriendo con él decirme algo así como frío, frío, caliente, caliente. Cuando poso mi mano sobre lo que pretendía indicarme, chasquea los dedos, crece su sonrisa y me mira con cara de los he vistos más rápidos, pero estoy de muy buen humor. Era el sello de sellar, perfecto. Ahora el movimiento de su mano libre me invita a aproximarme y lo hago, sumiso y con aquel chisme en ristre. Lo coge y me señala la mesita del teléfono para que deje allí mi escrito y ponga el que tiene que ser sellado. Así lo hago y así funciona.
Aunque no tengo mi mañana más alegre del año, le regalo también un trozo de sonrisa mía y me dispongo a alejarme y salir discretamente, cuando, al fin, me habla. Me dice esto: “chipirones”. Pienso lo que ustedes, que no he entendido bien y que sólo intentaba despedirse con un hasta luego o nos vemos. Me nota la cara de perplejidad y duda intensa y, al fin, tapa con su mano el auricular del teléfono que no separa de su oreja, y repite: “chipirones”. Ah. Debe de ser que la angustia no se va de mi rostro, pues se explaya un poco más: “Es que me han dicho que no me retire del aparato, porque voy a salir ahora con una receta de chipirones”. Ah.
Llega un servidor a una instancia administrativa -no es la Universidad- en la que tenía que entregar un papelillo y llevarse copia sellada. Bien sencillo. Entro a la dependencia correspondiente, me detengo detrás del pequeño mostrador y veo nada más que a una funcionaria. Bueno, hasta ahí sin novedad. Está en la esquina más alejada de la entrada -el recinto es pequeño- y tiene el teléfono pegado a la oreja. Nada de particular tampoco por ese lado. Me ve al fin y me sonríe con cara de intensa dicha y se pone a hacer señas, apuntando con el dedo hacia el aparato que tiene junto a la boca -me refiero al teléfono- y encogiéndose de hombros con expresión de qué quieres que haga si estoy con esto aquí. Imagino de inmediato que estará recibiendo instrucciones de algún jefe o atendiendo demandas urgentes de un ciudadano en apuros y, como lo mío era simple, recurro yo también a la mímica y trato de explicarle con todo tipo de gestos y aspavientos que sólo necesito dejar un papelillo y que me selle el otro. Entonces, la buena mujer empieza a apuntar con su dedo hacia algo que ha de estar debajo del mostrador a cuya vera yo me encuentro. Me agacho y voy mirando mientras ella mueve su dedo queriendo con él decirme algo así como frío, frío, caliente, caliente. Cuando poso mi mano sobre lo que pretendía indicarme, chasquea los dedos, crece su sonrisa y me mira con cara de los he vistos más rápidos, pero estoy de muy buen humor. Era el sello de sellar, perfecto. Ahora el movimiento de su mano libre me invita a aproximarme y lo hago, sumiso y con aquel chisme en ristre. Lo coge y me señala la mesita del teléfono para que deje allí mi escrito y ponga el que tiene que ser sellado. Así lo hago y así funciona.
Aunque no tengo mi mañana más alegre del año, le regalo también un trozo de sonrisa mía y me dispongo a alejarme y salir discretamente, cuando, al fin, me habla. Me dice esto: “chipirones”. Pienso lo que ustedes, que no he entendido bien y que sólo intentaba despedirse con un hasta luego o nos vemos. Me nota la cara de perplejidad y duda intensa y, al fin, tapa con su mano el auricular del teléfono que no separa de su oreja, y repite: “chipirones”. Ah. Debe de ser que la angustia no se va de mi rostro, pues se explaya un poco más: “Es que me han dicho que no me retire del aparato, porque voy a salir ahora con una receta de chipirones”. Ah.
Debe de pensar que por qué me habré quedado allí paralizado y si seré así de pesado para todo. Y eso que no lee las entradas de este blog. Un nuevo esfuerzo de condescendencia, aunque con la sonrisa ya menguante: “Voy a salir ahora mismo en el programa de Carlos Herrera, en Onda Cero. Hoy va de comidas y he llamado para darles una receta de chipirones y ahora enseguida me sacan, qué bien”.
Asiento, comprensivo. Yo mismo vine oyendo ese programa mientras me acercaba en mi coche. Lo último que escuché era sobre percebes. Ahora tocan chipirones y quiero darme prisa para ponerme al volante y aprender el guiso de esa amable funcionaria. Pero creo que no llego, pues cuando apenas he salido por la puerta la oigo: “¡Carlos, Carlos, qué alegría! Perdona, estoy un poco nerviosa, pero tan contenta...”. Seguí mi camino sin enterarme de más. No me gusta escuchar detrás de las puertas y, pensándolo bien, tampoco los chipirones son mi plato favorito.
Iba a acabar la historia exactamente ahí, donde termina el párrafo anterior. Pero lo que son las cosas. La vida te da sorpresas. Justo cuando ponía ese punto que iba a ser final, suena mi teléfono y es ella, la funcionaria. Palabra de honor. Lo sé porque se presenta y tiene que explicarme en qué Administración trabaja para que yo caiga en quién es. Me pide disculpas y me da las gracias por mi paciencia. No salgo de mi asombro. Me acuerdo de que, en efecto, en el documento que le dejé iba mi teléfono.
Quizá no todo está perdido. Se me acaba de pasar esta acidez que se me había puesto en el carácter esta mañana. ¿Y saben qué? Sí me gustan los chipirones.
Somos poquita cosa, si bien se piensa.
PD.- Como no es plan de llenarlo hoy todo con estradas e historietas, dejen que les cuente otra cosilla rápida que no tiene -¿o sí?- que ver con lo anterior, en plan obiter dictum y tal. Resulta que cuando iba a colgar esta entradilla recibo un corre electrónico de un querido amigo que vive en un país extranjero, muy lejos. Les copio el párrafo más interesante, y juzguen ustedes mismos cómo estamos y cómo nos ven. Me dice:
“Muchas gracias por tu mensaje. Me has hecho reír mucho con la descripción de la crisis española y de la huelga de los controladores aéreos. Todos los días abro El Pais desde mi teléfono móvil y percibo cómo se aplica en España la tradicional estrategia de hablar de otras cosas cuando hay problemas en casa. Es increíble que cuando la BBC anuncia los temores existentes de que las economías de España y Portugal podrían caer, así como pasó con las de Grecia e Irlanda, en El País se da un cubrimiento exhaustivo a los cables de Wikileaks. Da un poco de pena que esto pase con los socialistas en el poder. Y yo que, cuando vivía en España, creía que no había nada peor que escuchar a Aznar repitiendo como loro amaestrado: el mundo va mal, España va bien. Pero bueno, ¡ojalá los tiempos cambien!".
Asiento, comprensivo. Yo mismo vine oyendo ese programa mientras me acercaba en mi coche. Lo último que escuché era sobre percebes. Ahora tocan chipirones y quiero darme prisa para ponerme al volante y aprender el guiso de esa amable funcionaria. Pero creo que no llego, pues cuando apenas he salido por la puerta la oigo: “¡Carlos, Carlos, qué alegría! Perdona, estoy un poco nerviosa, pero tan contenta...”. Seguí mi camino sin enterarme de más. No me gusta escuchar detrás de las puertas y, pensándolo bien, tampoco los chipirones son mi plato favorito.
Iba a acabar la historia exactamente ahí, donde termina el párrafo anterior. Pero lo que son las cosas. La vida te da sorpresas. Justo cuando ponía ese punto que iba a ser final, suena mi teléfono y es ella, la funcionaria. Palabra de honor. Lo sé porque se presenta y tiene que explicarme en qué Administración trabaja para que yo caiga en quién es. Me pide disculpas y me da las gracias por mi paciencia. No salgo de mi asombro. Me acuerdo de que, en efecto, en el documento que le dejé iba mi teléfono.
Quizá no todo está perdido. Se me acaba de pasar esta acidez que se me había puesto en el carácter esta mañana. ¿Y saben qué? Sí me gustan los chipirones.
Somos poquita cosa, si bien se piensa.
PD.- Como no es plan de llenarlo hoy todo con estradas e historietas, dejen que les cuente otra cosilla rápida que no tiene -¿o sí?- que ver con lo anterior, en plan obiter dictum y tal. Resulta que cuando iba a colgar esta entradilla recibo un corre electrónico de un querido amigo que vive en un país extranjero, muy lejos. Les copio el párrafo más interesante, y juzguen ustedes mismos cómo estamos y cómo nos ven. Me dice:
“Muchas gracias por tu mensaje. Me has hecho reír mucho con la descripción de la crisis española y de la huelga de los controladores aéreos. Todos los días abro El Pais desde mi teléfono móvil y percibo cómo se aplica en España la tradicional estrategia de hablar de otras cosas cuando hay problemas en casa. Es increíble que cuando la BBC anuncia los temores existentes de que las economías de España y Portugal podrían caer, así como pasó con las de Grecia e Irlanda, en El País se da un cubrimiento exhaustivo a los cables de Wikileaks. Da un poco de pena que esto pase con los socialistas en el poder. Y yo que, cuando vivía en España, creía que no había nada peor que escuchar a Aznar repitiendo como loro amaestrado: el mundo va mal, España va bien. Pero bueno, ¡ojalá los tiempos cambien!".
1 comentario:
que cosas te pasan, pero mira; la funcionaria te llamó y todo. Que gracia, para ella solo eres un usuario más. Y lo de el mensaje ese del chico que vivía en el extranjero, es que eso debe ser duro. Porque claro mira las noticias desde el extranjero para no perder el contacto pero lo ve desde otra onda y está fuera del país. Yo lo he visto en algunas personas cercanas y ufff, y lleva tiempo encajarlo todo.
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