Vamos hoy a darle un vistazo a la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, Sección 17ª, de 28 de junio de 2010 (recurso número 143/2010, Sentencia nº 716/2010. Jurisdicción Penal, Ponente: Manuela Carmena Castrillo).
Los hechos son así, en lo que importa para el tema que aquí hemos de tratar. La imprudencia grave de un conductor de coche provoca el choque con una moto y muere quien iba de pasajero en ella, Arturo, mientras que el conductor resulta gravemente herido. El Juzgado de lo Penal dicta condena por delitos de homicidio imprudente y lesiones por imprudencia y, en el capítulo de responsabilidad derivada del delito y en lo que tiene que ver con el fallecido, Arturo, condena al conductor a indemnizar tanto a los padres como a la “compañera sentimental” de Arturo, llamada Rebeca. Según esa sentencia de primera instancia, han de percibir, respectivamente 13.664 euros y 80.040 euros, más los intereses legales correspondientes. Son las cantidades resultantes de aplicar el baremo que para las indemnizaciones por accidentes de circulación prevé el Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor.
¿Dónde está el problema? En que los padres de Arturo recurren esa sentencia por causa de la indemnización que la misma concede a Rebeca, la novia o “compañera sentimental” de su hijo, pues si no tienen que concurrir con ella y “repartir” con ella la indemnización, les corresponderán 84.568 en lugar de aquellos 13.664. Es lo que tiene el amor filial, y no digamos el político-filial. La Audiencia, en la sentencia que comentamos y contra la que ya no cabe ulterior recurso, da la razón a los padres y les asigna esa cantidad. ¿Por qué? Porque Rebeca no era ni cónyuge ni pareja de hecho o, como dice la norma legal, “unión conyugal de hecho consolidada”. ¿Entonces qué era? Pareja de hecho no suficientemente hecha. ¿Y qué pasa cuando una pareja de hecho es suficientemente fáctica o de hecho? Pues que se vuelve pareja de Derecho. ¿Aunque no estén casados? Aunque no estén formalmente casados, pues una pareja fáctico-jurídica o de tanto hecho que es Derecho, queda sometida a los efectos jurídicos del matrimonio, con lo que a día de hoy resulta que, disquisiciones semánticas al margen, el matrimonio es una institución con efectos jurídicos unitarios, pero que se contrae de dos maneras: contrayéndolo y sin contraerlo; en otros términos y sin juegos de palabras: hay dos formas de matrimonio en nuestro actual Derecho, la formal-jurídica y la jurídico-informal, pero con los mismos efectos jurídicos y diferenciándose sólo en la manera de adquirir dicho estatuto matrimonial: con boda o sin boda.
Es un campo minado de paradojas y puede que aquí mismo hayamos escrito algo sobre ellas en días anteriores, no me acuerdo. Cuando dos son pareja (qué implica ser pareja es otro tema que se las trae -¿ha de haber amor? ¿de qué tipo? ¿y sexo?, etc., etc.-, pero no lo mezclemos ahora) sin estar casados y, como en este caso, reclaman los efectos que para uno o ambos de ellos tendría el matrimonio, estamos ante un par que no está contra el matrimonio, sino contra la boda. Las uniones de hecho con efecto matrimonial están, pues, integradas por personas que sí quieren constar a todos los efectos jurídicos –o casi- como casadas, como matrimonio, pero que no tienen ganas de ir al ayuntamiento, el juzgado o la iglesia, sin duda por el esfuerzo grande que supone ese desplazamiento y porque menudo lío. Sí acuden a las instalaciones judiciales cuando toca reclamar pensión, indemnización, subrogación y cualquier ocasional ventaja propia de cónyuges totales, pues cuando es para cobrar algo da menos pereza ser marido o esposa.
El lector que no conozca a uno lo bastante pensará que el párrafo anterior lo ha escrito un furibundo defensor del matrimonio de toda la vida. No, cuidado, es al revés. Lo escribe uno que está felizmente casado, pero que no es nada amigo ni de la institución familiar, en cuanto institución jurídica, ni de la ley del embudo. Lo que me mosquea no es tanto que las uniones llamadas de hecho se asimilen a los matrimonios, sino que siga habiendo –para el Derecho- matrimonios y que los que van de rompedores y alternativos no ofrezcan más alternativa que la inscripción en un registro municipal de parejas de hecho en lugar de la inscripción, como matrimonio, en el Registro Civil. Es un perfecto retrato de nuestra época y de cuanto de conservadurismo se esconde en tanta pose aparentemente rupturista.
¿He dicho que estoy contra los efectos jurídicos en general del matrimonio y que por eso lo que lamento no es que las parejas sin boda se asimilen a las matrimoniales en sus efectos, sino el que no se quite la mayor parte de los efectos tanto a los que se casan como a los que no pero ponen el cazo? Sí, ese es el fondo, pero volveré otro día y les contaré, por ejemplo, por qué me parece que las pensiones de viudedad deberían desaparecer, salvo en casos de verdadera necesidad económica del viudo o viuda (o “fácticos” asimilados). Sería un alivio para las arcas de la Seguridad Social, y mucho más justo que extender la edad de jubilación a determinados trabajadores o que mantener tan bajas las pensiones para muchos que sí viven de ellas. Pero reanudemos nuestro hilo de hoy.
¿Dónde está el intríngulis del caso que estábamos viendo? En que en el baremo de indemnizaciones que se contiene en el Anexo I del mentado Real Decreto Legislativo 8/2004, donde se fijan las cantidades que en caso de muerte corresponden al cónyuge no separado, al cónyuge viudo, se añade esto: “Las uniones conyugales de hecho consolidadas se asimilarán a las situaciones de derecho”. Interesantísima expresión que deja bien clara esa alquímica transmutación que un sistema jurídico es capaz de producir en cuanto se le echa una pizca de sal y un litro de demagogia: la conversión de lo fáctico en jurídico sin que deje de parecer fáctico en lo que convenga o farde más, pero jurídico al fin y al cabo. Es exactamente lo mismo que si la norma, con una prosa menos eufemística y no tan del gusto de estos tiempos de pijos de gratis total, dijera simplemente: “las parejas no casadas pero que estén consolidadas se considerarán matrimonios” (a los efectos de esta norma, se entiende). En realidad, seguramente de modo inadvertido ya se contiene en la redacción vigente un salto mortal semántico sin red ni otro tipo de protección, pues llama a las parejas de hecho “uniones conyugales”.
Más todavía, el enunciado en cuestión daría para un par de tesis doctorales de semiólogos, psicólogos sociales, iusfilósofos y psiquiatras, con algún civilista si se pega y no hay más remedio; déjenme que se lo copie otra vez: “Las uniones conyugales de hecho consolidadas se asimilarán a las situaciones de derecho”. ¿Ven como no se quiere emplear el término “matrimonio”, supongo que para evitar discriminaciones –esto también se lleva mucho en estos tiempos de pijerío sensiblero- y que nadie se ofenda porque él no está casado pero podría estarlo si le diera la gana y no fuera un revolucionario del copón? En lugar de matrimonios se dice “situaciones de derecho”. Oigan, pero situación de derecho también es la que mantenemos mi banco y yo desde que tenemos juntos un negocio hipotecario y no por eso se va a asimilar una “unión conyugal de hecho” a nuestra “situación de derecho”, la del banco y mía. ¿Se imaginan qué risa sería traducir por libre, pero sin violentar ni la lógica ni la semántica ni el sentido común, las estúpidas y pedantes expresiones de ese legislador que se coge la norma con papel de fumar? Por otro lado, entre dos que están casados del todo deja de haber “unión conyugal de hecho”? Subrayen lo de conyugal. ¿O es que tan conyugal es la “unión” y lo que pasa en una pareja casada como en una no casada, pero en la no casada hay mucho rollo empírico, fáctico, sensible y sensual, y en cuanto contraes nupcias no queda más unión que la puramente espiritual, de mucho levitar, mucha compenetración anímica y nada fáctico que llevarse a la cama? ¿Querrá decir eso el pelele que redactó el precepto? Vaya usted a saber.
Para nuestro caso lo esencial es qué se entienda por “consolidada”, al hablar de la “unión conyugal de hecho consolidada” como asimilada a la propiamente matrimonial. Comencemos con la enumeración de algunas circunstancias que pueden tener importancia para este juicio:
- Hacía muchos años que Arturo y Rebeca tenían una relación sentimental. Como reconoce la sentencia de instancia, su relación sentimental o de noviazgo era “muy antigua”.
- Habían comprado juntos una vivienda, cuya escritura pública se había formalizado unos seis meses antes del accidente que le segó la vida a él.
- Cinco años antes del accidente mortal ya habían abierto cuentas corrientes conjuntas, si bien parece que los movimientos de las mismas no indicaban que compartieran los gastos cotidianos.
- Pero no vivían juntos bajo el mismo techo. Y, como dice esta sentencia de la Audiencia, “el hecho de que Rebeca no acudiera al acto del juicio impidió conocer el motivo por el que esta pareja de novios no había decidido irse a vivir juntos en la casa que habían adquirido desde hacía seis meses” (fundamento cuarto).
Por qué Rebeca no compareció en el acto del juicio no lo sabemos, aunque cabe suponer que por asco o porque le resultara triste batirse con sus “suegros de hecho” a zarpazo limpio por la pasta que produjo la muerte del novio de ella e hijo de ellos. Lo que me llama la atención es qué relevancia podría haber tenido la declaración de Rebeca en el juicio cuando le preguntaran por qué no vivían en la misma casa. ¿Acaso si hubiera declarado que porque aún no les habían puesto las cortinas del salón, aunque intención sí que tenían de convivir en cuanto todo estuviera listo e impoluto, habría cambiado el contenido del fallo? Se queda uno de piedra jurídica con estas cosas de los magistrados y las magistradas. ¿Y habría cambiado algo si, además de tener juntos cuentas bancarias, les hubieran pasado a las mismas, vía tarjeta de crédito, los gastos de la compra en Carrefour? Sigo sorprendiéndome de lo relativo que se nos está poniendo lo legal.
Pero, ya puestos a saltar en la silla, atentos a este párrafo impagable que aparece en el fundamento cuarto de la sentencia que examinamos: “No les falta razón a los apelantes (se refiere a los muy desprendidos padres de Arturo), pues sí resulta sorprendente, si se trataba de una pareja de novios que actuaba como si la unión fuera larga ya, casi, análoga a la conyugal los mismos no la formalizaron yéndose a vivir juntos”. La puntuación está así en el original de la sentencia, a mí no me miren. Y el razonamiento no tiene precio. Es como oír a una de aquellas abuelas (bueno, y abuelos) de antaño, pero en versión progre mal digerida. Antes habrían dicho que bah, bah, que paparruchas, que si no se habían casado es porque ni eran pareja ni nada, unos pecadillos propios de jóvenes con mala cabeza. Ahora nos cuenta doña Manuela, la magistrada ponente –caray, acabo de acordarme de que hace años, cuando era “vocalista” del CGPJ, la invité a un curso de verano en Astorga y vino y habló no sé qué de mujeres-, que bah, bah, que si no se pusieron a vivir juntos en la misma casa, que es lo que ha de hacer una pareja de verdad y que se precie y aprecie, es porque casi no eran ni novios y no andaban nada consolidados como relación erótico-sentimental. ¿Que compraron una casa juntos? Y qué, también me puedo comprar una yo con unos socios. ¿Que tenían cuentas bancarias en unión? También puedo yo abrir una con mi tía y no nos van a casar por eso. ¿Que se querían mucho? Bien, pero no somos pareja consolidada con cualquier ser al que le cojamos apego, gato incluido. ¿Que se daban al sexo el uno con el otro? Ah, ¿se cree usted pareja consolidada de todas las personas con las que se anda acostando? Vale, pero ¿y todas esas circunstancias juntas? Nada, nada, si no convivían bajo idéntico techo, estaban sin consolidar y no llegaban a cónyuges fácticos.
Erre que erre la sentencia: “La duda que apuntan los apelantes (los papás del pobre Arturo) respecto a que si, Rebeca y Arturo no se fueron a vivir juntos a esa asa que habían comprado hace seis meses, pudo ser porque realmente no quisieran consolidar esa relación con la convivencia conyugal, hubiera podido ser despejada si Rebeca hubiera comparecido al acto del juicio” (la puntuación sigue siendo “magistral”). “No lo hizo, con lo que, fuera por las razones que fuera, perdió las posibilidades de explicar precisamente la situación de hecho que alegaba”.
A mí me parece tronchante, pero quizá ando obcecado. Por lo visto, las situaciones de hecho que se alegan no se prueban, sino que se explican. Y o las explica usted mismo o no hay prueba que valga. Entiendo perfectamente que un tribunal diga que no hay pareja fáctico-jurídica sin convivencia en la misma casa, pues por algún lado hay que cortar, como luego veremos. Lo que no comprendo es que, por una parte, se haga todo depender de una cuestión de intenciones, de que una parte explique expresamente que sí querían vivir juntos en el futuro. No hace falta vivir juntos para ser pareja a efectos jurídicos, y basta recordar que los matrimonios no están actualmente en nuestro Derecho sometidos a tal exigencia de convivencia en el mismo domicilio. Y, por otra parte, sorprende ver cómo surge aquí una muy peculiar presunción que no invierte la carga de la prueba, sino la de la explicación: por muchas pruebas que haya de que Arturo y Rebeca se amaban y eran pareja en mil cosas y con mil propósitos, prevalece la explicación de los suegracos, la de que no se querían de verdad y cualquier día lo dejaban; salvo que Rebeca “explique” que sí y que cuánto amor y qué cantidad de proyectos. A esto está yendo a parar el Derecho en este país, a pendejadas más propias de Tele5.
Como hace un momento indicaba, el problema de fondo rebasa con mucho las circunstancias de esta sentencia y de cualquier otra similar. Ese problema está en que cuando en Derecho se reparten derechos y cargas hacen falta referencias tangibles y fácilmente manejables para aplicar en los casos concretos tal distribución de lo uno y lo otro. Juguemos un poco, para ilustrar el asunto, e imaginemos que una norma legal sienta que tendrán derecho a viajar grantis en los trenes de RENFE, y cuantas veces quieran y en las rutas que deseen, “los ciudadanos españoles que sean floripondios”. ¡Ostras!, y un ciudadano floripondio cuál será. Irían unos al tren disfrazados de arbusto o de flor grande y ordinaria, otros con aderezo de mariquita (con perdón, me refiero al insecto coleóptero del suborden de los trímeros al que vulgarmente se llama así), otros con sombrero bombín, otros con traje lleno de estampados. En fin. Y no habría hijo de madre (y padre, no la liemos con eso otra vez) que supiera a quién dar el derecho que la ley menciona y a quién negárselo.
Bien, pues con lo de las parejas de hecho pasa igual. Es imposible. Cuando la abundantísima legislación sobre el tema, y en particular las leyes autonómicas sobre parejas de hecho, usan machaconamente la expresión “relación análoga a la conyugal”, aluden a un imposible y dan pie a una paradoja más, pues lo único, absolutamente lo único, que especifica y distingue la relación conyugal o matrimonial es lo que por definición falta a las parejas de hecho: el trámite formal de contraer matrimonio. Porque el matrimonio, literaturas aparte, no tiene, aquí y ahora, en nuestro Derecho, ni un solo requisito adicional para ser tal y para mantenerse tal, matrimonio. Ni es necesario que los cónyuges convivan dentro de las mismas paredes ni que se amen ni que se apliquen al sexo el uno con el otro ni que se guarden fidelidad sexual o de otro tipo ni que compartan gastos ni que tengan hijos comunes ni nada de nada.
Dos personas forman matrimonio cuando, cumpliendo ciertos requisitos legales tales como edad mínima o ausencia de parentesco en cierto grado, se han casado por alguno de los trámites legalmente establecidos o reconocidos, y tal matrimonio deja de serlo cuando con idéntica libertad de los dos o de uno solo se divorcian. Y punto, no hay más. Por ser matrimonio se desprenden ciertos efectos jurídicos que son automáticos y que pueden ir ligados por las normas a ulteriores requisitos, tales como antigüedad de ese vínculo matrimonial, existencia de hijos comunes, etc. Pero características definitorias estructurales el matrimonio no tiene en nuestro Derecho, hoy, ni una más: ni amor ni sexo ni respeto ni convivencia ni ganas de verse, ni caerse bien siquiera. Nada. Otra cosa es que en la vieja literatura romántica o en las historias de Corín Tellado (q.e.p.d.) las cosas se pinten de otro modo. Nada cambiaría tampoco si sociológicamente, con métodos empíricos fiables, quedara bien probado que la mayoría de los esposos se aman -lo cual segurísimo que no se podrá probar ni de broma, pues es falso de toda falsedad y no hay más que mirar y ver lo que hay por ahí- o que duermen juntos y retozan sexualmente, asunto que también me permito dudar, salvo que llamemos sexo a cualquier desgracia. Pero, repito por última vez, un matrimonio por interés y con todo tipo de carencias o sevicias sigue siendo perfectamente válido mientras no se disuelva por el trámite formal, disolución que, además, ya no necesita alegación de causa ninguna. Si los matrimonios por interés o innobles razones fueran nulos sin más, se nos vendría abajo la institución matrimonial y familiar en menos que cacarea una gallina (vean cómo me esfuerzo para dar versiones no sexistas de los dichos tradicionales).
Así que ahí tenemos el grandísimo problema: ¿con qué nota o característica trazamos la analogía cuando se pide que las parejas de hecho tengan un tipo de relación análoga a la matrimonial o conyugal? Solución: para poder igualar jurídicamente, por los efectos en Derecho, las parejas de hecho a los matrimonios, tenemos que exigir a aquéllas más de lo que se pide a éstos. Es decir, tenemos que discriminarlas, a partir de aquel deseo que explica tan equiparación, que es el deseo de evitar su discriminación. Quiere decirse que se les exigen requisitos que, si estuvieran casadas esas parejas, no importarían, como, en este caso y en tantos, el de la convivencia en la misma residencia.
No puede ser de otra manera; sea el de la convivencia o sea otro -como el de la inscripción en un registro de parejas o el documento notarial de constitución de la pareja-, siempre ha de echarse mano de algún dato tangible y que permita el juego de lo jurídico con su código binario: si se da la propiedad P se tiene derecho; si no se da la propiedad P no se tiene derecho. En el caso de los matrimonios, y para cosas tales como el derecho a pensión o indemnización, la propiedad en cuestión es el estar casados sin que el vínculo se haya disuelto por divorcio (prescindamos ahora de los matices que, según el caso, puede introducir la separación matrimonial sin divorcio). En el caso de las parejas no casadas, ha de buscarse una referencia permanente y objetiva, con un componente o formal o muy fácilmente apto para la prueba, como es la convivencia, en su caso, ciertas inscripciones o la existencia de hijos comunes.
Ya que llevamos un buen rato dando vueltas a las paradojas, culminemos ésta: si muchas parejas no se casan para no tener las cargas del matrimonio, pero sí sus derechos, acaban topándose que esos derechos sólo los adquieren al precio de cargas mayores. Ejemplo, el que estamos viendo, de entre tantos que podrían citarse: si Arturo y Rebeca hubieran estado casados, ella habría cobrado indemnización por la muerte de él, sin más enredos, aunque no vivieran juntos y por mucho que los suegros dijeran que no se querían nada y era todo mentira. Así, por no casarse, ella pagó por no cumplir un requisito que no es “análogo” a los del matrimonio, pues en éste nos se pide: vivir en la misma casa.
De todo lo anterior cabe extraer una conclusión peculiar y que me parece muy cierta, a salvo de opinión mejor fundada que espero de usted, amigo lector: en nuestro actual ordenamiento jurídico hay dos tipos de matrimonio que surten iguales efectos, si bien uno tiene muchos más requisitos y condiciones más onerosas que el otro. Ese matrimonio más exigente es el fáctico-jurídico o de las llamadas parejas de hecho “consolidadas”, mientras que el otro, el que no pide nada más que ir un día media hora al juzgado y ya están todos los efectos garantizados sin más historias ni debates, es el matrimonio de toda la vida, el que comienza con boda. Así que, si usted, animoso lector, quiere los efectos del matrimonio, pero con el mínimo esfuerzo, cásese, déjese de parejas de hecho, pues estas últimas no sirven nada más que para complicarle la vida y para que algunos jueces saquen a relucir sus lamentables y muy decadentes filosofías sobre el amor, el sexo y la vida. Que manda narices lo que hay que leer en muchas sentencias.
Lo que la sentencia que vemos hace es nada más que marear la perdiz a base de cotilleos y zarandajas. Pero, en el fondo, quien la redactó sabe que no hay matices ni términos medios y que está aplicando para la interpretación de aquel precepto antes citado un criterio de sí o no: o convivían o no convivían. Y, puesto que no convivían, no hay indemnización para Rebeca. No digo que sea la única interpretación que quepa ni la más defendible, sólo indico que si en verdad hubieran de considerarse en cada caso así, para ver si la pareja era o no “análoga” a la conyugal de tan consolidada, minucias como si ya habían comprado los muebles o cuanto dice el supérstite que amaba al fallecido, caeríamos en un absurdo casuismo aún peor que el que ya padecemos por culpa de este legislador bobalicón; que ya es decir.
Así que es retórica, cuento, ruido puro y duro, todo esto otro a lo que fingen nuestros magistrados que dan vueltas. Lo cito nada más que con ánimo recreativo (fundamento quinto):
“Los tribunales nos vemos obligados a analizar las características de las uniones de hecho, cuando quienes están amparados en ellas, reclaman derechos análogos a las relaciones formalizadas.
La relación matrimonial formalizada como tal tiene derechos por la misma existencia de su formalización.
Sin embargo las situaciones de hecho tienen que ser acreditadas precisamente por todo ese conjunto de datos que quienes las conforman los conocen pero naturalmente no los ajenos y, por supuesto, tampoco los tribunales.
Así si hubiera comparecido Rebeca hubiera podido aclarar algo respecto a las fotografías que presentaron los apelantes respecto a la situación en la que se encontraba la vivienda en el momento que se produjo el fallecimiento de Arturo, o respecto a la cuestión del alta de los suministros de la vivienda, que parece ser que se efectuaron por primera vez por el hermano de Arturo, una vez que éste compro a Rebeca la parte de la casa de su hermano.
Aunque la Magistrada de instancia nos dice que resultó acreditado que Rebeca y Arturo estaban comprando muebles para amueblar dicha vivienda, no hemos podido constatar este dato, con la documentación que se nos ha presentado. Si bien existe una factura de la compra de un mueble figura solamente a nombre de Rebeca y entendemos que es el único que tiene esta característica”.
La sentencia, en ese mismo fundamento quinto, acaba por lamentar que el legislador no haya tomado en consideración, a efectos del derecho a indemnización por muerte, estas situaciones de noviazgo que no son “uniones conyugales de hecho consolidadas”. Es gracioso, no lo son porque la sentencia ha decidido interpretar esa norma de modo que no lo sean, pero, hecho esto, considera que deberían serlo. Para lo cual el legislador algo debería decir y aclarar:
“Sería deseable que el baremo de accidentes de la circulación abordada este tipo de situaciones en las que junto con la existencia de padres del fallecido concurre una relación de noviazgo larga y consolidada aunque no alcance la definición de unión de hecho análoga a la unión conyugal. Como bien dice la Magistrada en su sentencia las indemnizaciones que el baremo recoge para quienes han resultado perjudicados por la muerte de una persona, contemplan, elementos puramente afectivos y pretenden indemnizar o atenuar el dolor que ha producido la muerte de la persona, a la vez que pretenden también atenuar las consecuencias económicas que haya podido producir esa pérdida.
Hubiera sido, por tanto deseable, que se pudiera dividir la indemnización que puede corresponder al cónyuge, cuando la víctima deje novia o novio con una intensa vinculación afectiva aunque no sea análoga a la conyugal, concurriendo, con padres del fallecido o la fallecida que no dependan de los ingresos económicos de éste o ésta.
Digamos que sería razonable en nuestro criterio que pudiera actuarse de la forma en la que se prevé en la propia tabla 1 del baremo, cuando se divide la indemnización que corresponde a un cónyuge no separado legalmente con otro que simplemente sea pareja estable de hecho.
Sin embargo, hoy por hoy el baremo no contempla esta situación y por tanto no podemos tenerla cuenta. Por ese motivo tenemos que revocar este aspecto de la sentencia de instancia”
Aunque esto ya va muy largo, permítame el sufrido lector que dé mi opinión sobre el fondo del asunto, el de a quién indemnizar por muerte. Siento que voy a ser otra vez un poco radical e intuyo que me caerán más de cuatro sopapos: no se debe, en principio, indemnizar a nadie. Ni cónyuge jurídico ni fáctico. A nadie. Tampoco a padres o hijos. Dejen que me explique y luego me atizan.
La vida no tiene precio. No me gusta nada que mi valor ya esté tasado, en el Anexo aludido, para el caso de que mañana me parte la crisma con el coche. Y a ustedes, fervientes seguidores de este blog, quién los indemniza por tamaña pérdida, ¿eh? No veo por qué alguien tiene que cobrar por la muerte de otro. Sí, he dicho cobrar por la muerte de otro, concretamente por la muerte de un ser querido. Será que las penas con pan son menos. ¿Un ser querido? Si no es querido, también. Un individuo se queda viudo porque mata un coche a su esposa, a la que odia con toda su alma, y a ese señor le pagan una pasta, dizque por el dolor y lo mucho que la estimaba. Porque no olvidemos que el daño moral es muy difícil de probar y que, además, en el caso de los accidentes de circulación y a tenor de apartado primero, número 7, del Anexo de aquel Real Decreto Legislativo 8/2004, el daño moral se presume siempre y se paga siempre al mismo precio: “La cuantía de la indemnización por daños morales es igual para todas las víctimas”. Eso ni es daño ni es moral, es precio del cadáver. O sea: ¿que un coche atropelló a su esposa a la que odiaba a muerte, precisamente? Tantos euros. ¿Qué la amaba más que a nadie y sin ella realmente ya no ve razón de ser a la vida? Los mismos euros. Tiene sentido, porque si ha de valorar el juez caso a caso cuánto es el dolor, para ver a cuánto ha de ascender su “pretium”, es un cachondeo, como ocurre en los ámbitos que no son de accidentes de circulación. Pero así también es un cachondeo; con más seguridad jurídica y menos costes procesales, pero cachondeo.
¿Solución? La regla generalísima debería ser: fuera en todo caso y en todos los casos de responsabilidad civil el daño moral. Pero esta tesis es mucha tela y su justificación la dejo para otro día. Baste decir que el dolor real por los seres de verdad amados es algo demasiado respetable y puro como para andar mezclándolo con pleitos de plañidera.
Lo que sí ha de existir, en el Derecho de la circulación y en otros, es un sistema que vele porque nadie pase necesidad como consecuencia de una desgracia. Si un niño se queda sin padre por un accidente y si era ese padre el que lo alimentaba y pagaba su educación, un sistema público ha de correr con los gastos para asegurarle una vida digna hasta adulto y una formación adecuada. Si un esposo enviuda y económicamente dependía del muerto y se queda sin medios propios para una subsistencia digna, ese sistema de seguro social ha de darle indemnización suficiente o pensión bastante. Si no, no. Si a Tita Cervera se le muere o se le mata en coche su Borja (cosa que no deseo en modo alguno, pobres ricos), debe todo el mundo respetar su dolor y que quien lo desee que les transmita su pésame. Lo que no me entra en la cabeza es la razón justificada por la que ella ha de percibir una indemnización, con lo rica que es, además de lo mal que se llevan.
Ay, cuanto nos quedaría por hacer si de verdad fuéramos progresistas y nos importara realmente la justicia social, en lugar de pasarnos el día con posturitas de pitiminí y pamplinas de tres al cuarto.
Los hechos son así, en lo que importa para el tema que aquí hemos de tratar. La imprudencia grave de un conductor de coche provoca el choque con una moto y muere quien iba de pasajero en ella, Arturo, mientras que el conductor resulta gravemente herido. El Juzgado de lo Penal dicta condena por delitos de homicidio imprudente y lesiones por imprudencia y, en el capítulo de responsabilidad derivada del delito y en lo que tiene que ver con el fallecido, Arturo, condena al conductor a indemnizar tanto a los padres como a la “compañera sentimental” de Arturo, llamada Rebeca. Según esa sentencia de primera instancia, han de percibir, respectivamente 13.664 euros y 80.040 euros, más los intereses legales correspondientes. Son las cantidades resultantes de aplicar el baremo que para las indemnizaciones por accidentes de circulación prevé el Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor.
¿Dónde está el problema? En que los padres de Arturo recurren esa sentencia por causa de la indemnización que la misma concede a Rebeca, la novia o “compañera sentimental” de su hijo, pues si no tienen que concurrir con ella y “repartir” con ella la indemnización, les corresponderán 84.568 en lugar de aquellos 13.664. Es lo que tiene el amor filial, y no digamos el político-filial. La Audiencia, en la sentencia que comentamos y contra la que ya no cabe ulterior recurso, da la razón a los padres y les asigna esa cantidad. ¿Por qué? Porque Rebeca no era ni cónyuge ni pareja de hecho o, como dice la norma legal, “unión conyugal de hecho consolidada”. ¿Entonces qué era? Pareja de hecho no suficientemente hecha. ¿Y qué pasa cuando una pareja de hecho es suficientemente fáctica o de hecho? Pues que se vuelve pareja de Derecho. ¿Aunque no estén casados? Aunque no estén formalmente casados, pues una pareja fáctico-jurídica o de tanto hecho que es Derecho, queda sometida a los efectos jurídicos del matrimonio, con lo que a día de hoy resulta que, disquisiciones semánticas al margen, el matrimonio es una institución con efectos jurídicos unitarios, pero que se contrae de dos maneras: contrayéndolo y sin contraerlo; en otros términos y sin juegos de palabras: hay dos formas de matrimonio en nuestro actual Derecho, la formal-jurídica y la jurídico-informal, pero con los mismos efectos jurídicos y diferenciándose sólo en la manera de adquirir dicho estatuto matrimonial: con boda o sin boda.
Es un campo minado de paradojas y puede que aquí mismo hayamos escrito algo sobre ellas en días anteriores, no me acuerdo. Cuando dos son pareja (qué implica ser pareja es otro tema que se las trae -¿ha de haber amor? ¿de qué tipo? ¿y sexo?, etc., etc.-, pero no lo mezclemos ahora) sin estar casados y, como en este caso, reclaman los efectos que para uno o ambos de ellos tendría el matrimonio, estamos ante un par que no está contra el matrimonio, sino contra la boda. Las uniones de hecho con efecto matrimonial están, pues, integradas por personas que sí quieren constar a todos los efectos jurídicos –o casi- como casadas, como matrimonio, pero que no tienen ganas de ir al ayuntamiento, el juzgado o la iglesia, sin duda por el esfuerzo grande que supone ese desplazamiento y porque menudo lío. Sí acuden a las instalaciones judiciales cuando toca reclamar pensión, indemnización, subrogación y cualquier ocasional ventaja propia de cónyuges totales, pues cuando es para cobrar algo da menos pereza ser marido o esposa.
El lector que no conozca a uno lo bastante pensará que el párrafo anterior lo ha escrito un furibundo defensor del matrimonio de toda la vida. No, cuidado, es al revés. Lo escribe uno que está felizmente casado, pero que no es nada amigo ni de la institución familiar, en cuanto institución jurídica, ni de la ley del embudo. Lo que me mosquea no es tanto que las uniones llamadas de hecho se asimilen a los matrimonios, sino que siga habiendo –para el Derecho- matrimonios y que los que van de rompedores y alternativos no ofrezcan más alternativa que la inscripción en un registro municipal de parejas de hecho en lugar de la inscripción, como matrimonio, en el Registro Civil. Es un perfecto retrato de nuestra época y de cuanto de conservadurismo se esconde en tanta pose aparentemente rupturista.
¿He dicho que estoy contra los efectos jurídicos en general del matrimonio y que por eso lo que lamento no es que las parejas sin boda se asimilen a las matrimoniales en sus efectos, sino el que no se quite la mayor parte de los efectos tanto a los que se casan como a los que no pero ponen el cazo? Sí, ese es el fondo, pero volveré otro día y les contaré, por ejemplo, por qué me parece que las pensiones de viudedad deberían desaparecer, salvo en casos de verdadera necesidad económica del viudo o viuda (o “fácticos” asimilados). Sería un alivio para las arcas de la Seguridad Social, y mucho más justo que extender la edad de jubilación a determinados trabajadores o que mantener tan bajas las pensiones para muchos que sí viven de ellas. Pero reanudemos nuestro hilo de hoy.
¿Dónde está el intríngulis del caso que estábamos viendo? En que en el baremo de indemnizaciones que se contiene en el Anexo I del mentado Real Decreto Legislativo 8/2004, donde se fijan las cantidades que en caso de muerte corresponden al cónyuge no separado, al cónyuge viudo, se añade esto: “Las uniones conyugales de hecho consolidadas se asimilarán a las situaciones de derecho”. Interesantísima expresión que deja bien clara esa alquímica transmutación que un sistema jurídico es capaz de producir en cuanto se le echa una pizca de sal y un litro de demagogia: la conversión de lo fáctico en jurídico sin que deje de parecer fáctico en lo que convenga o farde más, pero jurídico al fin y al cabo. Es exactamente lo mismo que si la norma, con una prosa menos eufemística y no tan del gusto de estos tiempos de pijos de gratis total, dijera simplemente: “las parejas no casadas pero que estén consolidadas se considerarán matrimonios” (a los efectos de esta norma, se entiende). En realidad, seguramente de modo inadvertido ya se contiene en la redacción vigente un salto mortal semántico sin red ni otro tipo de protección, pues llama a las parejas de hecho “uniones conyugales”.
Más todavía, el enunciado en cuestión daría para un par de tesis doctorales de semiólogos, psicólogos sociales, iusfilósofos y psiquiatras, con algún civilista si se pega y no hay más remedio; déjenme que se lo copie otra vez: “Las uniones conyugales de hecho consolidadas se asimilarán a las situaciones de derecho”. ¿Ven como no se quiere emplear el término “matrimonio”, supongo que para evitar discriminaciones –esto también se lleva mucho en estos tiempos de pijerío sensiblero- y que nadie se ofenda porque él no está casado pero podría estarlo si le diera la gana y no fuera un revolucionario del copón? En lugar de matrimonios se dice “situaciones de derecho”. Oigan, pero situación de derecho también es la que mantenemos mi banco y yo desde que tenemos juntos un negocio hipotecario y no por eso se va a asimilar una “unión conyugal de hecho” a nuestra “situación de derecho”, la del banco y mía. ¿Se imaginan qué risa sería traducir por libre, pero sin violentar ni la lógica ni la semántica ni el sentido común, las estúpidas y pedantes expresiones de ese legislador que se coge la norma con papel de fumar? Por otro lado, entre dos que están casados del todo deja de haber “unión conyugal de hecho”? Subrayen lo de conyugal. ¿O es que tan conyugal es la “unión” y lo que pasa en una pareja casada como en una no casada, pero en la no casada hay mucho rollo empírico, fáctico, sensible y sensual, y en cuanto contraes nupcias no queda más unión que la puramente espiritual, de mucho levitar, mucha compenetración anímica y nada fáctico que llevarse a la cama? ¿Querrá decir eso el pelele que redactó el precepto? Vaya usted a saber.
Para nuestro caso lo esencial es qué se entienda por “consolidada”, al hablar de la “unión conyugal de hecho consolidada” como asimilada a la propiamente matrimonial. Comencemos con la enumeración de algunas circunstancias que pueden tener importancia para este juicio:
- Hacía muchos años que Arturo y Rebeca tenían una relación sentimental. Como reconoce la sentencia de instancia, su relación sentimental o de noviazgo era “muy antigua”.
- Habían comprado juntos una vivienda, cuya escritura pública se había formalizado unos seis meses antes del accidente que le segó la vida a él.
- Cinco años antes del accidente mortal ya habían abierto cuentas corrientes conjuntas, si bien parece que los movimientos de las mismas no indicaban que compartieran los gastos cotidianos.
- Pero no vivían juntos bajo el mismo techo. Y, como dice esta sentencia de la Audiencia, “el hecho de que Rebeca no acudiera al acto del juicio impidió conocer el motivo por el que esta pareja de novios no había decidido irse a vivir juntos en la casa que habían adquirido desde hacía seis meses” (fundamento cuarto).
Por qué Rebeca no compareció en el acto del juicio no lo sabemos, aunque cabe suponer que por asco o porque le resultara triste batirse con sus “suegros de hecho” a zarpazo limpio por la pasta que produjo la muerte del novio de ella e hijo de ellos. Lo que me llama la atención es qué relevancia podría haber tenido la declaración de Rebeca en el juicio cuando le preguntaran por qué no vivían en la misma casa. ¿Acaso si hubiera declarado que porque aún no les habían puesto las cortinas del salón, aunque intención sí que tenían de convivir en cuanto todo estuviera listo e impoluto, habría cambiado el contenido del fallo? Se queda uno de piedra jurídica con estas cosas de los magistrados y las magistradas. ¿Y habría cambiado algo si, además de tener juntos cuentas bancarias, les hubieran pasado a las mismas, vía tarjeta de crédito, los gastos de la compra en Carrefour? Sigo sorprendiéndome de lo relativo que se nos está poniendo lo legal.
Pero, ya puestos a saltar en la silla, atentos a este párrafo impagable que aparece en el fundamento cuarto de la sentencia que examinamos: “No les falta razón a los apelantes (se refiere a los muy desprendidos padres de Arturo), pues sí resulta sorprendente, si se trataba de una pareja de novios que actuaba como si la unión fuera larga ya, casi, análoga a la conyugal los mismos no la formalizaron yéndose a vivir juntos”. La puntuación está así en el original de la sentencia, a mí no me miren. Y el razonamiento no tiene precio. Es como oír a una de aquellas abuelas (bueno, y abuelos) de antaño, pero en versión progre mal digerida. Antes habrían dicho que bah, bah, que paparruchas, que si no se habían casado es porque ni eran pareja ni nada, unos pecadillos propios de jóvenes con mala cabeza. Ahora nos cuenta doña Manuela, la magistrada ponente –caray, acabo de acordarme de que hace años, cuando era “vocalista” del CGPJ, la invité a un curso de verano en Astorga y vino y habló no sé qué de mujeres-, que bah, bah, que si no se pusieron a vivir juntos en la misma casa, que es lo que ha de hacer una pareja de verdad y que se precie y aprecie, es porque casi no eran ni novios y no andaban nada consolidados como relación erótico-sentimental. ¿Que compraron una casa juntos? Y qué, también me puedo comprar una yo con unos socios. ¿Que tenían cuentas bancarias en unión? También puedo yo abrir una con mi tía y no nos van a casar por eso. ¿Que se querían mucho? Bien, pero no somos pareja consolidada con cualquier ser al que le cojamos apego, gato incluido. ¿Que se daban al sexo el uno con el otro? Ah, ¿se cree usted pareja consolidada de todas las personas con las que se anda acostando? Vale, pero ¿y todas esas circunstancias juntas? Nada, nada, si no convivían bajo idéntico techo, estaban sin consolidar y no llegaban a cónyuges fácticos.
Erre que erre la sentencia: “La duda que apuntan los apelantes (los papás del pobre Arturo) respecto a que si, Rebeca y Arturo no se fueron a vivir juntos a esa asa que habían comprado hace seis meses, pudo ser porque realmente no quisieran consolidar esa relación con la convivencia conyugal, hubiera podido ser despejada si Rebeca hubiera comparecido al acto del juicio” (la puntuación sigue siendo “magistral”). “No lo hizo, con lo que, fuera por las razones que fuera, perdió las posibilidades de explicar precisamente la situación de hecho que alegaba”.
A mí me parece tronchante, pero quizá ando obcecado. Por lo visto, las situaciones de hecho que se alegan no se prueban, sino que se explican. Y o las explica usted mismo o no hay prueba que valga. Entiendo perfectamente que un tribunal diga que no hay pareja fáctico-jurídica sin convivencia en la misma casa, pues por algún lado hay que cortar, como luego veremos. Lo que no comprendo es que, por una parte, se haga todo depender de una cuestión de intenciones, de que una parte explique expresamente que sí querían vivir juntos en el futuro. No hace falta vivir juntos para ser pareja a efectos jurídicos, y basta recordar que los matrimonios no están actualmente en nuestro Derecho sometidos a tal exigencia de convivencia en el mismo domicilio. Y, por otra parte, sorprende ver cómo surge aquí una muy peculiar presunción que no invierte la carga de la prueba, sino la de la explicación: por muchas pruebas que haya de que Arturo y Rebeca se amaban y eran pareja en mil cosas y con mil propósitos, prevalece la explicación de los suegracos, la de que no se querían de verdad y cualquier día lo dejaban; salvo que Rebeca “explique” que sí y que cuánto amor y qué cantidad de proyectos. A esto está yendo a parar el Derecho en este país, a pendejadas más propias de Tele5.
Como hace un momento indicaba, el problema de fondo rebasa con mucho las circunstancias de esta sentencia y de cualquier otra similar. Ese problema está en que cuando en Derecho se reparten derechos y cargas hacen falta referencias tangibles y fácilmente manejables para aplicar en los casos concretos tal distribución de lo uno y lo otro. Juguemos un poco, para ilustrar el asunto, e imaginemos que una norma legal sienta que tendrán derecho a viajar grantis en los trenes de RENFE, y cuantas veces quieran y en las rutas que deseen, “los ciudadanos españoles que sean floripondios”. ¡Ostras!, y un ciudadano floripondio cuál será. Irían unos al tren disfrazados de arbusto o de flor grande y ordinaria, otros con aderezo de mariquita (con perdón, me refiero al insecto coleóptero del suborden de los trímeros al que vulgarmente se llama así), otros con sombrero bombín, otros con traje lleno de estampados. En fin. Y no habría hijo de madre (y padre, no la liemos con eso otra vez) que supiera a quién dar el derecho que la ley menciona y a quién negárselo.
Bien, pues con lo de las parejas de hecho pasa igual. Es imposible. Cuando la abundantísima legislación sobre el tema, y en particular las leyes autonómicas sobre parejas de hecho, usan machaconamente la expresión “relación análoga a la conyugal”, aluden a un imposible y dan pie a una paradoja más, pues lo único, absolutamente lo único, que especifica y distingue la relación conyugal o matrimonial es lo que por definición falta a las parejas de hecho: el trámite formal de contraer matrimonio. Porque el matrimonio, literaturas aparte, no tiene, aquí y ahora, en nuestro Derecho, ni un solo requisito adicional para ser tal y para mantenerse tal, matrimonio. Ni es necesario que los cónyuges convivan dentro de las mismas paredes ni que se amen ni que se apliquen al sexo el uno con el otro ni que se guarden fidelidad sexual o de otro tipo ni que compartan gastos ni que tengan hijos comunes ni nada de nada.
Dos personas forman matrimonio cuando, cumpliendo ciertos requisitos legales tales como edad mínima o ausencia de parentesco en cierto grado, se han casado por alguno de los trámites legalmente establecidos o reconocidos, y tal matrimonio deja de serlo cuando con idéntica libertad de los dos o de uno solo se divorcian. Y punto, no hay más. Por ser matrimonio se desprenden ciertos efectos jurídicos que son automáticos y que pueden ir ligados por las normas a ulteriores requisitos, tales como antigüedad de ese vínculo matrimonial, existencia de hijos comunes, etc. Pero características definitorias estructurales el matrimonio no tiene en nuestro Derecho, hoy, ni una más: ni amor ni sexo ni respeto ni convivencia ni ganas de verse, ni caerse bien siquiera. Nada. Otra cosa es que en la vieja literatura romántica o en las historias de Corín Tellado (q.e.p.d.) las cosas se pinten de otro modo. Nada cambiaría tampoco si sociológicamente, con métodos empíricos fiables, quedara bien probado que la mayoría de los esposos se aman -lo cual segurísimo que no se podrá probar ni de broma, pues es falso de toda falsedad y no hay más que mirar y ver lo que hay por ahí- o que duermen juntos y retozan sexualmente, asunto que también me permito dudar, salvo que llamemos sexo a cualquier desgracia. Pero, repito por última vez, un matrimonio por interés y con todo tipo de carencias o sevicias sigue siendo perfectamente válido mientras no se disuelva por el trámite formal, disolución que, además, ya no necesita alegación de causa ninguna. Si los matrimonios por interés o innobles razones fueran nulos sin más, se nos vendría abajo la institución matrimonial y familiar en menos que cacarea una gallina (vean cómo me esfuerzo para dar versiones no sexistas de los dichos tradicionales).
Así que ahí tenemos el grandísimo problema: ¿con qué nota o característica trazamos la analogía cuando se pide que las parejas de hecho tengan un tipo de relación análoga a la matrimonial o conyugal? Solución: para poder igualar jurídicamente, por los efectos en Derecho, las parejas de hecho a los matrimonios, tenemos que exigir a aquéllas más de lo que se pide a éstos. Es decir, tenemos que discriminarlas, a partir de aquel deseo que explica tan equiparación, que es el deseo de evitar su discriminación. Quiere decirse que se les exigen requisitos que, si estuvieran casadas esas parejas, no importarían, como, en este caso y en tantos, el de la convivencia en la misma residencia.
No puede ser de otra manera; sea el de la convivencia o sea otro -como el de la inscripción en un registro de parejas o el documento notarial de constitución de la pareja-, siempre ha de echarse mano de algún dato tangible y que permita el juego de lo jurídico con su código binario: si se da la propiedad P se tiene derecho; si no se da la propiedad P no se tiene derecho. En el caso de los matrimonios, y para cosas tales como el derecho a pensión o indemnización, la propiedad en cuestión es el estar casados sin que el vínculo se haya disuelto por divorcio (prescindamos ahora de los matices que, según el caso, puede introducir la separación matrimonial sin divorcio). En el caso de las parejas no casadas, ha de buscarse una referencia permanente y objetiva, con un componente o formal o muy fácilmente apto para la prueba, como es la convivencia, en su caso, ciertas inscripciones o la existencia de hijos comunes.
Ya que llevamos un buen rato dando vueltas a las paradojas, culminemos ésta: si muchas parejas no se casan para no tener las cargas del matrimonio, pero sí sus derechos, acaban topándose que esos derechos sólo los adquieren al precio de cargas mayores. Ejemplo, el que estamos viendo, de entre tantos que podrían citarse: si Arturo y Rebeca hubieran estado casados, ella habría cobrado indemnización por la muerte de él, sin más enredos, aunque no vivieran juntos y por mucho que los suegros dijeran que no se querían nada y era todo mentira. Así, por no casarse, ella pagó por no cumplir un requisito que no es “análogo” a los del matrimonio, pues en éste nos se pide: vivir en la misma casa.
De todo lo anterior cabe extraer una conclusión peculiar y que me parece muy cierta, a salvo de opinión mejor fundada que espero de usted, amigo lector: en nuestro actual ordenamiento jurídico hay dos tipos de matrimonio que surten iguales efectos, si bien uno tiene muchos más requisitos y condiciones más onerosas que el otro. Ese matrimonio más exigente es el fáctico-jurídico o de las llamadas parejas de hecho “consolidadas”, mientras que el otro, el que no pide nada más que ir un día media hora al juzgado y ya están todos los efectos garantizados sin más historias ni debates, es el matrimonio de toda la vida, el que comienza con boda. Así que, si usted, animoso lector, quiere los efectos del matrimonio, pero con el mínimo esfuerzo, cásese, déjese de parejas de hecho, pues estas últimas no sirven nada más que para complicarle la vida y para que algunos jueces saquen a relucir sus lamentables y muy decadentes filosofías sobre el amor, el sexo y la vida. Que manda narices lo que hay que leer en muchas sentencias.
Lo que la sentencia que vemos hace es nada más que marear la perdiz a base de cotilleos y zarandajas. Pero, en el fondo, quien la redactó sabe que no hay matices ni términos medios y que está aplicando para la interpretación de aquel precepto antes citado un criterio de sí o no: o convivían o no convivían. Y, puesto que no convivían, no hay indemnización para Rebeca. No digo que sea la única interpretación que quepa ni la más defendible, sólo indico que si en verdad hubieran de considerarse en cada caso así, para ver si la pareja era o no “análoga” a la conyugal de tan consolidada, minucias como si ya habían comprado los muebles o cuanto dice el supérstite que amaba al fallecido, caeríamos en un absurdo casuismo aún peor que el que ya padecemos por culpa de este legislador bobalicón; que ya es decir.
Así que es retórica, cuento, ruido puro y duro, todo esto otro a lo que fingen nuestros magistrados que dan vueltas. Lo cito nada más que con ánimo recreativo (fundamento quinto):
“Los tribunales nos vemos obligados a analizar las características de las uniones de hecho, cuando quienes están amparados en ellas, reclaman derechos análogos a las relaciones formalizadas.
La relación matrimonial formalizada como tal tiene derechos por la misma existencia de su formalización.
Sin embargo las situaciones de hecho tienen que ser acreditadas precisamente por todo ese conjunto de datos que quienes las conforman los conocen pero naturalmente no los ajenos y, por supuesto, tampoco los tribunales.
Así si hubiera comparecido Rebeca hubiera podido aclarar algo respecto a las fotografías que presentaron los apelantes respecto a la situación en la que se encontraba la vivienda en el momento que se produjo el fallecimiento de Arturo, o respecto a la cuestión del alta de los suministros de la vivienda, que parece ser que se efectuaron por primera vez por el hermano de Arturo, una vez que éste compro a Rebeca la parte de la casa de su hermano.
Aunque la Magistrada de instancia nos dice que resultó acreditado que Rebeca y Arturo estaban comprando muebles para amueblar dicha vivienda, no hemos podido constatar este dato, con la documentación que se nos ha presentado. Si bien existe una factura de la compra de un mueble figura solamente a nombre de Rebeca y entendemos que es el único que tiene esta característica”.
La sentencia, en ese mismo fundamento quinto, acaba por lamentar que el legislador no haya tomado en consideración, a efectos del derecho a indemnización por muerte, estas situaciones de noviazgo que no son “uniones conyugales de hecho consolidadas”. Es gracioso, no lo son porque la sentencia ha decidido interpretar esa norma de modo que no lo sean, pero, hecho esto, considera que deberían serlo. Para lo cual el legislador algo debería decir y aclarar:
“Sería deseable que el baremo de accidentes de la circulación abordada este tipo de situaciones en las que junto con la existencia de padres del fallecido concurre una relación de noviazgo larga y consolidada aunque no alcance la definición de unión de hecho análoga a la unión conyugal. Como bien dice la Magistrada en su sentencia las indemnizaciones que el baremo recoge para quienes han resultado perjudicados por la muerte de una persona, contemplan, elementos puramente afectivos y pretenden indemnizar o atenuar el dolor que ha producido la muerte de la persona, a la vez que pretenden también atenuar las consecuencias económicas que haya podido producir esa pérdida.
Hubiera sido, por tanto deseable, que se pudiera dividir la indemnización que puede corresponder al cónyuge, cuando la víctima deje novia o novio con una intensa vinculación afectiva aunque no sea análoga a la conyugal, concurriendo, con padres del fallecido o la fallecida que no dependan de los ingresos económicos de éste o ésta.
Digamos que sería razonable en nuestro criterio que pudiera actuarse de la forma en la que se prevé en la propia tabla 1 del baremo, cuando se divide la indemnización que corresponde a un cónyuge no separado legalmente con otro que simplemente sea pareja estable de hecho.
Sin embargo, hoy por hoy el baremo no contempla esta situación y por tanto no podemos tenerla cuenta. Por ese motivo tenemos que revocar este aspecto de la sentencia de instancia”
Aunque esto ya va muy largo, permítame el sufrido lector que dé mi opinión sobre el fondo del asunto, el de a quién indemnizar por muerte. Siento que voy a ser otra vez un poco radical e intuyo que me caerán más de cuatro sopapos: no se debe, en principio, indemnizar a nadie. Ni cónyuge jurídico ni fáctico. A nadie. Tampoco a padres o hijos. Dejen que me explique y luego me atizan.
La vida no tiene precio. No me gusta nada que mi valor ya esté tasado, en el Anexo aludido, para el caso de que mañana me parte la crisma con el coche. Y a ustedes, fervientes seguidores de este blog, quién los indemniza por tamaña pérdida, ¿eh? No veo por qué alguien tiene que cobrar por la muerte de otro. Sí, he dicho cobrar por la muerte de otro, concretamente por la muerte de un ser querido. Será que las penas con pan son menos. ¿Un ser querido? Si no es querido, también. Un individuo se queda viudo porque mata un coche a su esposa, a la que odia con toda su alma, y a ese señor le pagan una pasta, dizque por el dolor y lo mucho que la estimaba. Porque no olvidemos que el daño moral es muy difícil de probar y que, además, en el caso de los accidentes de circulación y a tenor de apartado primero, número 7, del Anexo de aquel Real Decreto Legislativo 8/2004, el daño moral se presume siempre y se paga siempre al mismo precio: “La cuantía de la indemnización por daños morales es igual para todas las víctimas”. Eso ni es daño ni es moral, es precio del cadáver. O sea: ¿que un coche atropelló a su esposa a la que odiaba a muerte, precisamente? Tantos euros. ¿Qué la amaba más que a nadie y sin ella realmente ya no ve razón de ser a la vida? Los mismos euros. Tiene sentido, porque si ha de valorar el juez caso a caso cuánto es el dolor, para ver a cuánto ha de ascender su “pretium”, es un cachondeo, como ocurre en los ámbitos que no son de accidentes de circulación. Pero así también es un cachondeo; con más seguridad jurídica y menos costes procesales, pero cachondeo.
¿Solución? La regla generalísima debería ser: fuera en todo caso y en todos los casos de responsabilidad civil el daño moral. Pero esta tesis es mucha tela y su justificación la dejo para otro día. Baste decir que el dolor real por los seres de verdad amados es algo demasiado respetable y puro como para andar mezclándolo con pleitos de plañidera.
Lo que sí ha de existir, en el Derecho de la circulación y en otros, es un sistema que vele porque nadie pase necesidad como consecuencia de una desgracia. Si un niño se queda sin padre por un accidente y si era ese padre el que lo alimentaba y pagaba su educación, un sistema público ha de correr con los gastos para asegurarle una vida digna hasta adulto y una formación adecuada. Si un esposo enviuda y económicamente dependía del muerto y se queda sin medios propios para una subsistencia digna, ese sistema de seguro social ha de darle indemnización suficiente o pensión bastante. Si no, no. Si a Tita Cervera se le muere o se le mata en coche su Borja (cosa que no deseo en modo alguno, pobres ricos), debe todo el mundo respetar su dolor y que quien lo desee que les transmita su pésame. Lo que no me entra en la cabeza es la razón justificada por la que ella ha de percibir una indemnización, con lo rica que es, además de lo mal que se llevan.
Ay, cuanto nos quedaría por hacer si de verdad fuéramos progresistas y nos importara realmente la justicia social, en lugar de pasarnos el día con posturitas de pitiminí y pamplinas de tres al cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario