Me viene el recuerdo infantil de mi padre leyendo con fruición el periódico. Era o El Comercio, de Gijón, o La Nueva España, de Oviedo. No lo tenía todos los días, generalmente solo los sábados, cuando mi madre iba en tren a Gijón a hacer la compra. Nada entusiasmaba más a mi padre –al menos en casa- que tener un periódico entre las manos e ir leyéndolo página a página. Leía despacio y silabeando. Había ido poco a la escuela. También imponía silencio a la hora del telediario o cuando tocaban las noticias de la radio. Estaba bien informado y tenía opinión de muchas cosas y en particular en asuntos de política. En el bar lo oí muchas veces hablar de política y noticias recientes con sus paisanos. Más que de fútbol, aunque también le tenía afición y era del Oviedo, yo creo que para fastidiar.
Puede que se tratara de imitación o que estuviera la propensión en los genes, pues desde los diez años yo me pasaba un buen rato cada día, de lunes a viernes, echando un vistazo a la prensa. Rufino, el marido de mi tía Obdulia, trabajaba de empleado en un periódico de gijonés llamado La Voluntad, del grupo de prensa de El Movimiento. Llegaba yo a su casa a mediodía, de vuelta del colegio, y, mientras mi tía acababa de preparar la comida –ay, aquellos potarros con salsa, aquellas albóndigas, los cocidos de garbanzos…-, iba yo pasando las páginas del diario con mucho disfrute.
No sé si será que la memoria engaña, pero estoy convencido de que entre los compañeros del colegio, primero, y de la universidad, después, apenas se hablaba de programas de la tele. Será que los que había daban menos que hablar. De fútbol sí, pero sin pasarse tampoco. Aunque eran tiempos muy politizados, no es que las conversaciones fueran a todas horas sobre decisiones del gobierno ni, menos aun, sobre grandes enigmas filosóficos. Ni mucho menos. Pero era distinto de lo que me parece que ahora se estila.
En general, tengo la impresión de que la gente de hoy está poco informada sobre temas relevantes, al menos la que yo conozco y trato. De los estudiantes ya no voy a decir nada. He ido descubriendo que los periódicos los maneja una parte reducida de mis conocidos, incluso en la versión de internet. Las conversaciones en grupo raramente versan sobre cuestiones políticas o sociales que no sean cotilleos sobre con quién sale ahora no sé qué cantamañanas o qué novio se ha echado alguna princesa inclinada a la plebeyez.
En la época que dicen de la información, la gente anda bastante desinformada, pero considero que esa situación de tantos solamente puede alcanzarse a base de esfuerzo. Hay tantas vías para que las noticias nos lleguen, noticias variadas y en múltiples versiones, que se requiere un esmero notable para no estar al corriente de ellas, hace falta un diario propósito de no estar al día. ¿Por qué será que el personal ha tomado esa decisión íntima de andar a uvas y a verlas venir?
Hay posibles explicaciones que no me sirven. Que la abundancia provoque hastío se comprende, pero eso no sería razón para no enterarse al menos un poquito de lo que hay por ahí, o al menos de lo que puede afectarnos. Menos me vale pensar que la gente anda mal de tiempo libre, cuando veo que el problema de tantísimos es que se aburren como ostras; o más. ¿No resultará más entretenido leer un buen reportaje sobre las elecciones rusas del otro día que contemplar en Facebook la enésima foto de un bípedo cualquiera en traje de turista y marcando michelines? No, ha de tratarse de estrategias personales muy elaboradas y con un trasfondo psicológico claro, de psicología individual y social.
¿Por qué preferimos no saber, no estar al tanto, vivir en la inopia, entretenernos con lo más insustancial? He comprobado que incluso de los asuntos a los que muchos son aficionados, la capacidad para desconectar de lo interesante o retador es inmediata. Pongo un ejemplo. Conozco personas que se pirran por las noticias sobre la Casa Real y las glosan con fruición cuando se reúnen o, también, ante los que, como a mí, importa un carajo que la princesa esté flaca o que a una infanta le haya salido un forúnculo en salva sea la parte. Pero estos días, ante las estimulantes noticias sobre el yernísimo Hurtangarín, me he visto explicando a más de uno de esos los pormenores del caso y los intríngulis de la trama infame. Los mismos que conocerían de memoria cualquier noticia sobre si esa tropa va a tener un nuevo hijo o si se andan cambiando de casa, juran que no están al cabo de la calle sobre las fechorías del ejemplar consorte. ¿Por qué? Porque desconectan. En realidad, te pones a dar detalles y tampoco preguntan nada y a la menor oportunidad cambian de tema para contarte lo último de Tele5 sobre las bragas de alguna pelandusca.
Posiblemente hay algo de infantilización de la sociedad, un deseo consciente o inconsciente de no estar al tanto de nada que sea difícil o problemático o que pueda dañar el mundo de fantasía y colorines en que andamos instalados. Lo del pensamiento Alicia no era un problema de aquel pobre diablo, sino padecimiento feliz que aqueja a millones. Los buenos son buenos, los malos, malos, la vida es bella o no está mal, las cosas siempre van a seguir funcionando más o menos, nunca llueve que no escampe, para llevar el mundo ya están los que lo llevan, papá sabe, mamá es buena, últimamente me está engordando el culete y ya no sé qué ponerme.
Ese modo de ser y de estar afecta también a las dinámicas personales y las conversaciones ordinarias, al trato corriente entre conciudadanos, compañeros y amigos. Tú le cuentas a alguien que no sabes si comprarte una americana azul o una marrón o que andas pensando en pintar tu casa de tonos pastel, y se interesan, piden detalles y al día siguiente te preguntan que qué tal y si ya te decidiste. Pero un día sueltas que estás deprimidísimo y con pensamientos de suicidio o que llevas tres años tirándote a la mujer de tu propio interlocutor -es un decir uno y otro y son ejemplos inventados, ¿eh?- y la reacción es como de no haberte oído o de tener súbita prisa, y al otro día te sacan lo de si ya pintaste el hall y por fin en qué tono. No vaya a ser que tengamos que preocuparnos por cualquier cosa o que a este cabrón le pase algo que nos rete o nos inquiete. Como niños.
Pues no sé. A lo mejor estoy equivocado. Equivocado en el diagnóstico de lo que ocurre a la gente o equivocado en mis propios planteamientos vitales. A fin de cuentas, qué diantre me importa a mí la Merkel o lo que vaya a pasar con el euro o que haya tanto ladrón suelto por las altas esferas, si hoy ganó el Sporting al Rayo y la vida sonríe todo el rato, la muy tonta.
2 comentarios:
Se puede ser feliz en la más absoluta ignorancia. El verdadero problema es que no hace tanto tiempo existía respeto general (en algunos casos, de manera excesiva, reverencia) por el conocimiento y la formación humanística y científica. En la actualidad, al menos en España, ya nadie tiene vergüenza de airear su ignorancia supina y mal gusto, como si fuera una conquista social que nos hayamos igualado hacia abajo. Todos los países tienen sus miserias y defectos pero no he visto una pasión por el chismorreo como la que existe en España. Podríamos haber evolucionado de otra manera y si no lo hemos hecho es únicamente culpa nuestra.
Antes yo me interesaba por la información tanto nacional como internacional. Confieso que ahora paso, porque no me siento parte de este mundo siquiera. Todo es crisis y más crisis. Sino te enchufan no tienes posibilidades de tener un buen trabajo. Bastante tengo con preocuparme de cómo darle salida a mis estudios.que está la cosa chunga, por eso que mejor; ni mirar qué está pasando. Y eso de la depresión, cierto; porque a nadie le interesa nadie. Cuando estas bien si se interesan para cotillear o ver como te pueden fastidiar o aprovecharse. Pero quita de decir que estas mal o te pasa algo, pasan ; ya no interesa.
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