Pues ya que Rolando Fraile (sabe que su auténtico alias no me gusta ni un pelo) lanza el guante, vamos a darle unas vueltas a lo de la justicia social como igualdad de oportunidades que se mencionaba en la entrada de ayer. Olvidemos, en lo posible, las estériles disputas sobre las andanzas del bipartido casi único que por estos pagos impera.
Si hablamos de igualdad de oportunidades, convendrá que antes que nada nos pongamos de acuerdo en el significado de tal noción, para pasar luego a ver qué implica en términos prácticos, cuáles serían sus ventajas e inconvenientes y, a la postre, si es viable o se trata de una quimera.
La idea de igualdad de oportunidades presupone una sociedad con reparto desigual de posiciones. O sea, que, expresado en términos muy simples, hay individuos que ganan más y tienen más que otros. Tal sucede, por ejemplo, si el presidente del gobierno recibe más alta remuneración que el conserje de la presidencia o si el ingeniero de caminos que diseña un puente y controla la obra (¿he dicho puente? En qué estaré yo pensando) percibe mayor sueldo que el peón encofrador. En una sociedad absolutamente igualitaria, en la que estuviera prescrito que ningún ciudadano alcanzara mayor riqueza tangible que otro, no tendría sentido hablar de igualdad de oportunidades como objetivo relacionado con el acceso a las distintas posiciones económicas, aunque sí cabría, quizá, en lo referido a las diferentes posiciones de poder o gobierno en esa sociedad o, incluso, a ciertas diferencias simbólicas o de consideración social.
Dejemos aquí de lado el interesante debate sobre si es preferible o más beneficiosa una sociedad de igualitarismo sustancial pleno, aquel viejo ideal de la sociedad comunista. Aquí trataremos únicamente de lo que la igualdad de oportunidades implica en una sociedad estructuralmente desigual y competitiva, como es una sociedad basada en el juego del mercado, de la oferta y la demanda. Pues bien, la igualdad de oportunidades supone competencia en igualdad por las posiciones diferentes. Por eso se llama “de oportunidades”, porque lo que con tales políticas igualitarias se busca es la paridad en la oportunidad para acceder a los estatutos económicos y sociales que más se ambicionan porque implican un mayor grado de bienestar, de realización de la propia autonomía o, incluso, de consideración colectiva.
Pongamos dos sujetos, A y B, que comparten el propósito de lograr en su sociedad la posición X, que es una posición que supone una vida mejor y con mayores posibilidades de vida dichosa, por así decir. Si queremos concretar más, digamos que tanto a A como a B les gustaría ser presidentes del gobierno, presidentes del banco central de la nación o del consejo de administración de un banco privado; oigan, o astronautas, catedráticos de química orgánica o abogados con buen bufete. Me anticipo a una posible objeción: la de que también puede haber personas que, por su carácter, temperamento o filosofía de la vida no tengan más meta que la de ser monjes en una cartuja, con voto de pobreza, o eremitas en alguna gruta de los Pirineos. Eso no es ningún problema si su opción es libre, no forzada, y si quieren esa vida habiendo podido querer otras y no estando social y materialmente excluidos de haber vivido de otra manera si lo hubieran deseado. Nadie está obligado a jugar al tute, pero se trata de poner las reglas y las condiciones de fair play entre quienes al tute jueguen y jueguen para ganar. Lo que es independiente de que al que acabe por no querer jugar, al que vaya a decidir ser ermitaño o monje se le haya tenido que brindar un buena educación en su niñez y juventud, para que su elección sea en verdad libre, o, incluso, se le tenga que asegurar una sanidad pública de calidad y gratuita, para que por su opción personal no sea discriminado.
Sigamos con A y B. Serán tanto más iguales sus oportunidades de llegar a X, compitiendo entre sí por tal objetivo, cuanto menos esté el resultado de esa competición determinado por factores sociales, empezando por los factores económicos ligados a su cuna y a su inserción en grupos sociales económicamente desiguales. Es una cuestión de grados. La igualdad de oportunidades será plena entre A y B cuando ninguno de esos factores sociales haga razonablemente más probable y previsible el éxito de uno u otro. En otras palabras, más claras y sencillas, cuando ninguno de ellos juega con una ventaja derivada de una posición social heredada o socialmente impuesta. Entre un hijo mío y el hijo de un conductor de autobús que no tiene más recursos que su sueldo de tal, la igualdad de oportunidades será total si ambos tienen las mismas posibilidades reales de ser mañana catedráticos, conductores de autobús o cualquier otra cosa. Por el contrario, dicha igualdad no se dará en modo alguno si el vástago del conductor va a carecer de toda posibilidad de ser catedrático o ministro o embajador en París y si mi hijo va a estar exento de conducir autobuses como modo de ganarse la vida, salvo que se empeñe. Creo que nos entendemos de sobra y no le busquemos tres pies al gato; al menos por el momento, esperen un poco.
Hay una paradoja en esta idea de igualdad de oportunidades, sin duda, una tensión interna con difícil salida. Desde el momento en que estamos admitiendo la desigualdad material entre los ciudadanos (que unos ganen más que otros y que, por tanto, puedan tener más bienes que otros), damos por bueno o ineludible, en principio, que se puedan constituir posiciones sociales de ventaja que acabarán repercutiendo en los resultados futuros de la competición social. Al aceptar que el catedrático de universidad perciba mayor salario que el conserje o el limpiador de la universidad, ponemos las bases para que el hijo del catedrático tenga mayores oportunidades que el de estos otros, por razones que no hace falta ni explicar: se le podrá pagar una educación mejor, se le podrán comprar libros, habrá medios para enviarlo a estudiar idiomas…; y mayores vías para enchufarlo en lo que sea, pongámoslo todo sobre el tapete y ya vemos luego qué hacemos.
Esa paradoja la sortean algunos a base de quitarle los presupuestos, y eso de dos maneras. El igualitarismo sustancial radical la evita descartando la desigualdad de posiciones sociales: que nadie tenga ni gane más que nadie. El ultraliberalismo económico la esquiva a base de despreocuparse del hecho de que la diferencia de riqueza repercuta en oportunidades desiguales: al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. ¿Por qué preferimos algunos la vía de en medio, que nos aboca a mayores complicaciones a la hora de librarse de la paradoja o tensión interna de marras? Como este no es, hoy, el asunto central, seamos sintéticos en la respuesta. El igualitarismo sustancial radical acaba dañando a los propios iguales, pues la falta de estímulo ligado al éxito económico se traduce normalmente en menores rendimientos sociales y, en suma, en menor tamaño de la tarta a repartir entre todos. El egoísmo es acicate y para librarse de esa verdad habría que suponer una sociedad de vocacionales solidarios extremos. Esto es, que del hecho de que ganen lo mismo el limpiador del laboratorio y el investigador que está a punto de dar con la vacuna contra la malaria no se derivara el que este tirara la talla por entender que su esfuerzo no le compensa. También sabemos que quedaría descartada la iniciativa privada, basada en la búsqueda de beneficio. Si el dueño de la empresa que produce piezas de aviones, pongamos, va a obtener lo mismo que el último de sus operarios, dirá que a empresario se meta su tía. Sin contar con que si no hay medios económicos excedentes tampoco hay con qué invertir para crear empresas. La solución ya se intentó, malamente, si se quiere: propiedad pública de los medios de producción. No dio resultado, pues las desigualdades se reprodujeron, esta vez entre políticos y gestores (que no propietarios) y asalariados sin poder político. El egoísmo metiéndose por la rendija, otra vez.
El ultraliberalismo enamorado del mercado es totalmente insensible al hecho de que la desigualdad no “domesticada” o no corregida en sus efectos implica condenar a una buena parte de los ciudadanos a la miseria y la semiesclavitud, supone marcar ineluctablemente el destino negativo de quienes no nacen en lugar de privilegio. También aquí el mérito personal es completamente ajeno a la suerte social, pero esta vez no porque se vaya a estar igual sean el mérito y el trabajo de cada uno los que sean, sino porque no hay correlación entre tales factores y la posición social que se ocupa. O, al menos, así será, por regla general, a partir de las segundas y sucesivas generaciones. Si el igualitarismo sustancial excluye que obtenga menor fruto material el más capaz y esmerado, el ultraliberalismo descarta que se corrija el privilegio del rico heredero zángano frente al aspirante excluido por causa de sus orígenes. Se dirá que el rico zánganos a lo mejor se arruina por su mala cabeza, pero con eso en nada mejorarán las oportunidades del socialmente descartado; o que hubo una vez uno muy humilde que superó hasta los más inusitados obstáculos y triunfó, o que encontró un mecenas o se hizo futbolista. Como si la injusticia de la regla de juego quedara compensada por ocasionales y excepcionales golpes de fortuna. O le tocó la lotería al más menesteroso, ya te digo.
¿Cómo se lidia con aquella paradoja cuando se defiende la igualdad de oportunidades? Evitando que la desigualdad de recursos económicos y de poder entre los ciudadanos se consolide en posiciones sociales adscritas por razón de ubicación social. Es decir, que la posición social mejor de unos, lograda por razón de su capacidad, mérito y esfuerzo, no se plasme ni en condena para unos ni en beneficio no merecido para otros. Y esto sólo es posible mediante políticas efectivas y razonables de redistribución de la riqueza al servicio de fines de igualación de las oportunidades. Ahora desglosemos algo lo que en lo anterior está implicado.
1. Se admite la desigualdad de riqueza o bienestar, pero las ventajas en este punto tienen que estar estrictamente asociadas al mérito y el esfuerzo. Debe regir, además, una pauta socialmente debatida y asumida de lo que haya de contar como mérito preferente y esfuerzo retribuible, tomando en consideración también el interés general y el bien colectivo.
2. Todo ciudadano debe tener individualmente asegurados en grado razonable una serie de servicios públicos esenciales para que pueda contar con oportunidades ciertas de desarrollarse y competir: vivienda, alimento, educación y sanidad… Más los servicios colectivos tales como una adecuada red de comunicaciones y transportes, al margen de las variantes sobre su financiación y gestión. Etc.
3. Dichos servicios vinculados a la satisfacción de las necesidades más básicas e igualadoras han de prestarse con un coste proporcional a la disponibilidad económica de cada ciudadano: gratuitos para los de menos recursos y con coste progresivo para los que puedan abonarlo con sus excedentes de riqueza.
4. En algunos de tales servicios, y superados los mínimos obligatorios por incuestionables, la gratuidad o subvención debe ligarse al esfuerzo y el rendimiento. Un ejemplo fácil: el estudiante universitario sin recursos debe poder acceder a becas que cubran el coste de sus estudios, pero no puede tomarse doce años para terminar su carrera y sin hacer más cosa. Los recursos son limitados y hay que gestionarlos con eficiencia.
5. Se ha de fiscalizar de modo estricto el que los títulos obtenidos de instituciones privadas por quienes puedan pagarlas (¿o pagarlos?) no supongan mayor ventaja competitiva para tales sujetos. Ejemplo: si hay universidades privadas y si quien se lo puede permitir manda a ellas a sus hijos, el Estado debe asegurar que el nivel formativo asociado a tales títulos que abren puertas profesionales y sociales no sea menor que el de los impartidos en las universidades públicas. ¿Solución? Exámenes de Estado, con plenas garantías de objetividad e imparcialidad, para todas y cada una de las universidades, públicas o privadas. Lo mismo vale para los colegios y para otra serie de casos, por supuesto.
6. ¿Y qué hay de otro tipo de servicios privados y públicos, como la sanidad? Ahí es el Estado el que tiene que competir y ponerse a tono: que la sanidad pública sea tan buena como la mejor de las privadas, a fin de que no estén en desventaja los carentes de medios económicos.
7. Servicios públicos esenciales y gratuitos son los esenciales nada más. Perogrullo dixit. Y gratuitos según para quién y por qué, ya se ha dicho. Es un tema, ese de la esencialidad de los servicios, que habría que tratar despacio y con mucha reflexión. No es momento, pero algunos ejemplos sí pueden estar claros. Televisiones públicas que emitan las mismas chorradas alienantes que las malas televisiones privadas no pueden ser consideradas servicios que hayan de ir a cargo del erario público. Museos de arte modernísimo que exhiban chorradillas al gusto de los finísimos, tampoco. Y así sucesivamente. Por una razón esencial: los presupuestos públicos salen del bolsillo de la gente y ninguna exacción fiscal está justificada si no es para mantener el aparato necesario del Estado y para prestar servicios públicos que igualen las oportunidades de los ciudadanos.
8. No se financian ni subvencionan gustos privados ni aficiones particulares ni entidades privadas, salvo en lo que estas presten servicios esenciales con ahorro para el Estado o que el Estado no esté en condiciones de asumir. Ni iglesias o confesiones religiosas, ni clubes de fútbol, ni asociaciones profesionales, por ejemplo y sin ánimo de comparar. Ahí sí puro mercado. Si el equipo de fútbol o baloncesto de la provincia desaparece o baja a tercera división, será que no hay afición bastante en la localidad.
9. Sobre políticas fiscales. Primero, lo de cajón: los impuestos directos deben primar sobre los indirectos y, dentro de estos, hay que hacer una escala según el grado de necesidad y utilidad de los productos y servicios que se graven. Segundo, la riqueza improductiva o no directamente productiva debe estar más gravada que la productiva. Ejemplo, cómo no va a haber impuesto sobre el patrimonio, y muy en particular sobre ciertos patrimonios. También las operaciones especulativas de capital deben estar gravadas en condiciones. Tercero, uno de los impuestos más razonables es precisamente el impuesto de sucesiones, especialmente cuando las herencias rebasen un mínimo y cuando se trate de la transmisión hereditaria de dinero contante y sonante o de inmuebles distintos de la vivienda familiar, si acaso.
Vayamos concluyendo. En realidad, se trata de jugar con el destino de las personas. Rolando Fraile hacía dos buenas preguntas. Una, qué pasa con el que nace menos dotado en inteligencia o capacidades. Respuesta: se le asegura en todo caso una vida digna, pues no tiene culpa de sus propias limitaciones y no ha de pagar por ellas con miseria y abandono. Que su único límite sea el límite de su capacidad. Otra, cómo se vuelve a igualar una vez que hemos admitido que el mérito y el esfuerzo conduzcan a desigualdades de recursos. A eso más que nada se ha tratado de responder aquí. El resumen sería este: que nadie que no sea ese sujeto que ha ascendido en buena lid, incluida su descendencia, se encentre en situación de gozar de ventaja que no esté directamente asociada a su propio mérito y trabajo. O, visto por el envés, que ninguno esté en desventaja por haber nacido en una familia o un grupo social sin riqueza. Son dos caras de la misma moneda. Habrá igualdad de oportunidades cuando el nieto de usted, el mío y el de Botín arranquen con idénticas posibilidades de llegar a ser una cosa u otra, en razón de sus capacidades, su talento y su esfuerzo.
¿Utopía? Tal vez, pero esa utopía ha guiado (¿había guiado?) la política de la izquierda, o al menos de la izquierda llamada socialista o socialdemócrata, mientras tal hubo. Algo se fue avanzando. Y, sea como sea y gastadas etiquetas al margen, la política sin objetivos y sin unos toques utópicos es un ir tirando más propio de vegetales. Es lo que tenemos, lo sé, pero precisamente por eso hace tanta falta que transformemos las sociedades para sacarlas del letargo y del estado vegetativo. Si vamos a rendirnos, avísenme con tiempo para que me dedique a tiempo a la rebatiña. Pero que cada uno asuma su suerte y que nos quede claro que tonto el último. ¿Será preferible así?
6 comentarios:
Primeramente reconocer, como siempre su capacidad expositiva. A la primera de las dos preguntas que le formulé ha dado, en mi modesta opinión una respuesta satisfactoria, pero no desde la izquierda socialdemócrata sino que cualquier programa desde la extrema derecha a la ultraizquierda lo asumiría.
Es en la segunda pregunta donde siguen sin verse soluciones convincentes a pesar de su esfuerzo argumentativo porque una vez que ha llegado a la conclusión de que ninguno "que ninguno esté en desventaja por haber nacido en una familia o en un grupo social sin riqueza", ante esa afirmación se alzan al menos varias preguntas, 1ª y ¿eso sólo lo garantiza la izquierda? eso se puede lograr tocándole a un pobre la lotería en cualquier sistema político, o un descendiente de familia pobre sin muchas luces (en comparación con un Einstein) lo puede lograr como "El Pocero" en cualquier sistema político que no esté por la igualdad absoluta y 2ª oiga y ¿cómo se hace eso? por lo que decía un amigo del blog si sólo hay una plaza de catedrático y 2 eminencias intelectuales optan a la plaza o en otro ejemplo del día a día A y B uno se apellida papá y el otro don nadie deciden dejar la droga y competir a base de mérito y capacidad, me da la impresión que don nadie lo tiene peor porque se admite la desigualdad, 3ª y ¿por qué demonios un catedrático va a querer ganar el triple que un conductor? ¿dónde está escrito?, 4ª ¿no le parece qué es muy fácil llegar a sus argumentos desde su posición de catedrático?, es decir a toro pasado y 5ª ¿no es mejor todos iguales en dinero y bienes?
Profesor, su exposición me parece brillante, como de costumbre, pero permítame hacer algunas críticas.
En primer lugar, no queda muy claro a qué se refiere con el término ultraliberalismo y a quién lo aplica. No conozco, en lo que podríamos llamar, de alguna manera, el mundo occidental (Europa, EE UU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), ningún Estado que encaje en el ultraliberalismo (cuestión aparte es la de los Estados mafiosos, como Rusia y Bielorrusia, a los que no me refiero aquí). En todos ellos hay acceso a la educación universitaria en condiciones ventajosas y, dejando de lado EE UU, cobertura sanitaria más o menos universal. Tampoco conozco ningún partido relevante en Europa que cuestione estos dos principios, con independencia de que algunos prefieran una sanidad financiada por el erario público pero gestionada por el sector privado compitiendo entre sí (como sucede en Bélgica) o un sistema universitario en el que el estudiante obtiene créditos blandos que debe restituir al Estado una vez integrado en el mundo laboral (Reino Unido). ¿Se merecen estas posiciones el calificativo de “ultraliberal”? En mi opinión, tan poco como el término “socialista” para referirse a Obama, como hace el sector más derechista de EE UU.
En segundo lugar, creo que su post está excesivamente centrado en la educación, lo cual es comprensible dada su profesión y vocación. Sin embargo, convendría hacer dos precisiones. La primera es que educación universitaria no es en absoluto sinónimo de cultura o formación humanística, como queda patente por la ingente cantidad de universitarios que son analfabetos funcionales y no tienen mayor inquietud intelectual que leer diarios deportivos. Se puede elevar el nivel cultural de la sociedad de otras maneras. Quiero pensar que el entorno universitario constituye un aliciente para cultivarse, pero no creo que sea condición imprescindible. La segunda precisión es que en el mundo “latino” la educación universitaria está centrada en sí misma, como si fuera el objetivo último, y apenas tiene contacto con el mundo laboral. Está muy bien que las universidades sean centros del saber (y de la excelencia), pero el onanismo (obviamente no me refiero a usted) no es recomendable.
La igualdad de oportunidades en materia educativa puede perfectamente darse en un sistema donde ningún estudiante capaz, en intelecto y esfuerzo, queda excluido de la formación universitaria pero debe pagar por esa formación, en cómodos plazos si es necesario. Para ello, lógicamente, es necesario que los estudios universitarios sirvan de algo en el mundo laboral. En el Reino Unido hasta los titulados en filología clásica provenientes de una barriada obrera consiguen trabajo. ¿Pueden los españoles decir lo mismo? Y hablando de justicia, me gustaría saber por qué la sociedad debe pagar los estudios universitarios de un ciudadano que después o va a sacar provecho de esa educación mediante una remuneración más elevada (en un sistema no disfuncional, como el que hay en otros países europeos) o va a ser un parado titulado (España). Por la misma regla de tres, los jóvenes de dieciocho años que decidan no seguir estudios universitarios y que cumplan algunos requisitos mínimos deberían reclamar que el Estado les abonara la cantidad equivalente para montar un taller o un negocio cualquiera.
Genial. Lo has explicado punto por punto. Muy completo. Si tuviese que estudiar derecho en León me matricularía en todas las asignaturas que usted imparte. Seguro es muy buen profesor.Rolando freisler es un impresentable, ya solo el pseudonimo; son esas cosas no se juega.Yo creo que ya a sus cincuenta años es un caso perdido, quien le arregla la cabeza a ese señor.Y exiliado tampoco tiene mucho remedio, creo.
Pero sí, lo has expuesto muy bien. Algunos de nuestros profesores nos transmiten que es la red de contactos la que hace que tengamos mejores oportunidades una vez fuera de las aulas. Por regla general, esta red de contactos suele ser más rica y más efectiva en ciertos circulos; y los destinos sociales más apetecibles no salen de estos círculos. Pero ahora, de lo que se trata ya no es de esos puestos más apetecibles sino de que salen miles de titulados sin destino, como usted apuntaba el otros día. Hacen botellon, alguien debería explicarles; ese es ahora nuestro problema. Salen gente preparada de la universidad para distintas ramas del saber que no pueden desempeñar el trabajo para el que se han preparado.Pasan años de sus vidas, pasamos, preparándonos para algo que no llega.
Y claro, esto de la igualdad de oportunidades tengo que incluirlo, en mi marco teórico del EB, que aún no sé; como diseñarlo. Estoy recopilando alguna información, sin muchas pretensiones..es un trabajo de clase, no una tesis; pero aún así.
Aprendo mucho leyéndote.Es provechoso tu blog.
En lo sustancial comparto su argumentación, con todo hay algo que no acabo de entender, y en esto ya no me refiero solo a esta entrada y la anterior, sino a argumentaciones bien construidas como la suya, y ya sea que estén referidas a este tema u otros, también los de tipo jurídico, cual es ¿por qué viviendo una realidad jurídica, social y política de género, ese aspecto queda siempre soslayado en los análisis, excepto que nos refiramos a los propios estudios con ese nombre o a las posiciones de las feministas?
Pareciera como si para opinar de ese asunto hiciera falta una carnet, a pesar de que sus temas nos afectan a todos.
Yo creo que el apartado 8 también entrarían las subvenciones a "Academias de la LLingua" de las que se ha hablando en otras entradas.
la socialdemocracia, el liberalismo progresista intervencionista, el socialismo democrático parlamentario, el liberalismo social y democrático de derecho en un estado social, constituye la CIVILIZACIÓN Y LA INCLUSIÓN SOCIAL, EL DESARROLLO DE TALENTOS Y OPORTUNIDADES Y EL AVANCE SOCIAL.
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