(Cuando uno se pone a trabajar en lo suyo, salen también páginas fallidas. Intento escribir un pequeño manual para mis estudiantes de la asignatura "Razonamiento jurídico y argumentación". Pero escribir un manual decente es muy difícil. Por eso habrá tan pocos manuales decentes, supongo. Estas páginas que aquí abajo pongo las he desechado, no sirven ni para ese propósito ni para otra cosa. Tal vez haya alguna idea que pudiera ser útil, pero el conjunto es malo. De todos modos, en lugar de mandarlas a la papelera de reciclaje las meto aquí, en el blog, por si a alguno le sirve para algo tal o cual fragmento.
Hay un procedimiento infalible para ver si lo que se ha escrito con afanes académicos vale o no vale: dejar pasar unas semanas y luego releerlo. Suele haber sorpresas, malas unas veces y agradables otras. Yo, con este texto, confirmé hoy lo que ya me temía: que no. Nació de un insomnio con calentura, y eso no son maneras. Regresa al limbo, aunque lo comparta un rato aquí)
En la práctica jurídica está muy presente la argumentación. Argumentar consiste en dar razones, razones que justifiquen la verdad, verosimilitud o probabilidad (según los casos) de lo que se afirma, la compatibilidad de acciones o decisiones con las normas por las que se rigen y la racionalidad o razonabilidad de ciertos juicios y valoraciones.
No siempre que se aplica derecho se argumenta. Por ejemplo, cuando yo cumplo la norma que me obliga a parar mi coche ante el semáforo en rojo, se podría decir igualmente que estoy aplicando esa norma como pauta o guía de mi conducta, y no necesito dar ninguna razón ni explicar ante nadie por qué lo hago así. Igualmente, cuando el legislador crea una norma legal o cuando quien para ello sea competente la sanciona o la promulga, está cada uno cumpliendo con normas que le otorgan tales competencias y, al ejercerlas, está exonerado de toda obligación de argumentar. Otro tanto pasa cuando A y B suscriben un contrato: ninguno de los dos tiene por qué argumentar o dar razones de por qué se compromete a tal prestación propia o acepta la prestación, ajena. Concretando más, si A y B hacen un contrato de compraventa por el que A vende a B su casa a cambio de cien mil euros, bastará que en contrato aparezcan claramente expresados los datos de los contratantes, de la casa y del precio y forma de pago, pero ni se exigirá ni tendrá sentido que A se ponga a explicar ahí por qué vende la casa y la vende por ese precio o que B se dedique a dar cuenta de por qué razón la compra y cómo es que acepta dicho precio. Son decisiones con valor jurídico pero que no requieren ser argumentalmente justificadas, justificadas mediante argumentos, argumentadas.
Cosa distinta sucede moderna y contemporáneamente con aquellas decisiones institucionales que ponen fin a litigios jurídicos concretos. El ejemplo paradigmático es la decisión judicial de casos. Pero no es el único ejemplo. También las Administraciones públicas resuelven recursos en los que se plantea un conflicto o enfrentamiento entre alguna(s) persona(s) física(s) o jurídica(s) y la Administración misma. Así, mismamente, cuando un ayuntamiento resuelve una reclamación de un vecino que considera que le ha cobrado de más por la tasa de alcantarillado o de recogida de basuras. También cuando la Administración resuelve recursos administrativos está obligada a motivar sus resoluciones, a argumentarlas. Pero aquí hay una importante excepción: la Administración también puede optar por el silencio, por no decir nada, por no dar respuesta a la reclamación contenida en el recurso que ante ella se presentó. Entonces estaremos ante la resolución por silencio administrativo, sea positivo o sea negativo. Hay silencio administrativo positivo cuando la no respuesta de la Administración, dentro del plazo legalmente marcado, equivale a o tiene el valor de aceptación de lo que el recurrente reclamaba o solicitaba, mientras que hay silencio negativo cuando la no respuesta vale como rechazo de la pretensión contenida en el recurso o solicitud
Pero las sentencias de los jueces deben estar motivadas, y así lo dispone el art. 120.3 de la Constitución: “Las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública”. No siempre fue así. Hubo épocas, como en España en tiempos de Carlos III, en que el juez no sólo estaba obligado a motivar sus sentencias, sino que lo tenía prohibido.
En el derecho pasa como en nuestra vida ordinaria. En ocasiones hay quien puede mandar sin tener que dar sus porqués. Otras veces, en cambio, nos vemos compelidos a justificar nuestras afirmaciones, decisiones o actitudes, a fin de no parecer arbitrarios o de mostrar que no estamos en el error o movidos por algún interés espurio o inconfesable. Entonces argumentamos, damos argumentos.
Conviene que precisemos unos pocos conceptos fundamentales. Un argumento es un enunciado, una frase, que, en el contexto conversacional correspondiente, contiene una justificación. Si yo de pronto digo “llueve”, realizo una afirmación sin más, sea verdadera o falsa. En cambio si estoy saliendo de un edificio y alguien me pregunta por qué cojo un paraguas y yo respondo “llueve”, se sobreentiende que quiero decir “porque llueve” y ahí estoy aportando una razón de mi comportamiento, una razón de por qué tomo el paraguas.
Mediante argumentos damos razones sobre muy distintas cosas. Fundamentalmente sobre tres tipos de cosas.
(i) Sobre afirmaciones o negaciones que se refieren al mundo de ahí afuera, al mundo de lo empírico, a los hechos y estados de cosas que podemos percibir por los sentidos. Por ejemplo, si yo digo “Ayer llovió en Zaragoza” o “Juan mató a Pedro”. También sobre “hechos” jurídicos, como cuando digo “Madrid es la capital de España” o “El artículo 138 del Código Penal castiga el homicidio con pena de prisión de diez a quince años”.
En estos casos, lo que se dirime es la verdad o falsedad de lo que se afirma o se niega. Y se argumenta para dirimir sobre esa verdad o falsedad. Si yo afirmo “Ayer llovió en Zaragoza” y alguien lo pone en duda o me pregunta por qué lo sé, tendré que dar argumentos que respalden tal afirmación mía. Diré, por ejemplo, que leí en el periódico que así había ocurrido, o que yo estuve ayer en Zaragoza y vi cómo llovía, etc.
(ii) Sobre afirmaciones o negaciones referidas a sentimientos y sensaciones del propio emisor. Por ejemplo, si yo afirmo “Amo a Pepita” y alguien pone en duda ese sentimiento mío, argumentaré para convencer a mi interlocutor de que soy veraz, sincero. Explicaré, por ejemplo, que tiemblo cada vez que la veo o que cada tarde le compro un regalo. Lo mismo si digo “estoy convencido de que Luis odia a Roberto”. Ese convencimiento también es un dato de mi psiquismo, una sensación mía.
(iii) Sobre decisiones. Una decisión es una elección entre alternativas. Justificar una decisión es dar razones de por qué se prefirió la alternativa elegida. Muchas de nuestras decisiones no suelen estar argumentadas ni tenemos por qué justificarlas ante nadie. Mi decisión de este mañana de ducharme con agua fría (pudiendo hacerlo con agua caliente) a nadie más que a mí concierne ni afecta y por eso ante nadie tengo que justificarla. En cambio, mi decisión de calificar con tal o cual nota el examen de un estudiante y, en consecuencia, de aprobarlo o suspenderlo, afecta a ese estudiante, como mínimo, y tendré que justificar mi calificación si el estudiante así lo requiere, especialmente si lo requiere por la vía legalmente establecida.
Cuando se trata de elegir entre alternativas de comportamiento en un contexto normativo nos hallamos en el campo de la razón práctica.
Aquí nos interesa la argumentación en la praxis jurídica y, muy especialmente, en la práctica judicial de aplicación del derecho. Pero es muy importante que tengamos presente lo siguiente: que el juez razona en esos tres campos que acabamos de mencionar y que argumenta y debe argumentar sobre esos tres tipos de “cosas”. Normalmente simplificamos al decir que un juez penal, por ejemplo, decide, a la vista de las normas y su interpretación y de los hechos y su prueba, si absuelve o condena al acusado, y que tal decisión tiene un trasfondo valorativo. Con ello ponemos la decisión en ese tercer ámbito que acabamos de mencionar, el de la razón práctica, y parece que el juez debe justificar por qué se inclina por una de las alternativas decisorias de las que disponía. Pero las cosas no son tan sencillas. Veamos sucintamente por qué.
(i) En la sentencia el juez acaba dirimiendo sobre si ciertos hechos ocurrieron o no (por ejemplo, si A mató a B, si C murió por asfixia, si una bombona de butano explotó o no explotó…) o sobre si se dio o se da tal o cual estado de cosas (que un edificio se hallaba o se halla en peligro de derrumbamiento, que una persona tiene esta o aquella enfermedad…). En la medida en que, para que la norma se aplique a los hechos del caso y el fallo pueda recaer, los hechos tienen que estar fijados, determinados (si bien a veces hay normas que también dicen cómo decidir si no se llega a saber con certeza si cierto hecho aconteció o no), con cada uno de los hechos que componen un caso puede darse una de estas dos situaciones:
a) Que sean patentes, indubitados, y que no se discutan entre las partes. Sobre ellos no hay caso, no hay debate. O que, habiendo sido admitidos por todas las partes en el proceso, el juez tenga que darlos por sentados sin poder él ponerlos en duda. Tales hechos son punto de partida del caso y no objeto de discusión en el caso. Por ejemplo, puede constar sin lugar a dudas que X está muerto o que tal casa ardió o que el sujeto tal es mayor de edad. Cuando el juez asume esos hechos y en la sentencia los enuncia no necesitará justificarlos, sobre ellos no hará falta argumentar, o apenas.
b) Que sean hechos dudosos, bien porque entre las partes se discuta su acaecimiento o algún aspecto relevante del mismo, bien porque el juez pueda no estar convencido de que ocurrieron u ocurrieron así y, según el tipo de proceso de que se trate, esté facultado para poner esos hechos en duda y practicar sus propias averiguaciones sobre los mismos.
Sobre los hechos dudosos, los de ese apartado b), el juez debe argumentar. ¿Qué significa esto? Pues que, como paso esencial para que el caso pueda ser resuelto en el fallo, el juez habrá tenido que acabar afirmando que sí o que no ocurrieron tales hechos, o que ocurrieron así o asá. Si el hecho debatido era H (que el veneno mató a la vaca, que el disparo salió de tal pistola, que el sujeto sabía nadar, que la chispa incendiaria saltó desde un cigarrillo…), el juez acabará necesariamente con un enunciado traducible a estos términos muy simples: “Es verdad H”. O: “No es verdad H”. Y como es extraordinariamente relevante esa tesis para la resolución del pleito y como tal resolución afectará a las partes y, además, no queremos que el juez sea arbitrario, se le exige que argumente, que justifique por qué piensa que es verdad que ocurrió H o que no es verdad que H ocurriera.
Para tal justificación argumentativa el juez dispone de dos fuentes de datos y conocimientos.
- En primer lugar, lo que le dicten su saber personal y su personal experiencia. Aquí nos movemos en el ámbito del sentido común y de lo que se suele denominar “máximas de experiencia” o “máximas de experiencia común”. Lo evidente no necesita ser probado, aunque pueda ocasionalmente presentarse alguna excepción muy sorprendente. Lo que todos sabemos y compartimos no hace falta que se nos explique en detalle, aun cuando también aquí puede saltar ocasionalmente la liebre y que las cosas no resulten como todos esperábamos.
- Las pruebas que en el proceso se hayan practicado. Como más adelante veremos, el tipo de pruebas que se admiten y el modo en que las pruebas se practican son asuntos que el propio derecho regula. Ahora nos importa ver que las pruebas aportan al juez los elementos de juicio que lo llevan a entender que H pasó o no pasó. Tales pruebas son las declaraciones de los implicados, las de testigos, los dictámenes de peritos, pruebas científicas (por ejemplo una prueba de balística o una prueba de ADN), etc.
Recordemos aquel ejemplo cotidiano y trivial de antes. Yo había dicho a alguien “Ayer llovió en Zaragoza” y esa persona, a la que por la razón que sea ese dato le interesaba y que quería saber si yo decía verdad o estaba equivocado, me preguntaba que por qué sabía yo que ayer había llovido en Zaragoza. Entonces yo le iba dando mis argumentos, lo que es tanto como decir en qué basaba esa afirmación mía y la convicción de que es verdadera: estuve ayer en Zaragoza, escuché el parte meteorológico, leí esa información en el periódico, etc. Puede no estar claro, por ejemplo, si no estaré confundiendo yo Zaragoza y Zamora, en cuyo caso, si tal se me plantea, deberé de nuevo argumentar para mostrar que no me hallo en tal error. Será tanto más convincente mi argumentación y, correlativamente, quedará como más razonablemente creíble en su verdad mi afirmación de que ayer llovió en Zaragoza, cuantos más y mejores y mejor demostrados y menos sujetos a dudas queden esos argumentos míos, esos datos que a favor de mi tesis aduzco.
Lo mismo pasa con el juez. Él acaba afirmando que H pasó en verdad (que la casa ardió, que la vaca murió envenenada, que…) y habrá de mostrar en qué datos basa ese juicio; en su caso, qué pruebas lo avalan de las que se practicaron, y con qué grado de fiabilidad. Al tiempo, convendrá que con argumentos descarte en lo posible la posibilidad de error o confusión.
Fundamental es que no olvidemos tampoco que los hechos sobre cuyo acaecimiento el juez juzga y se pronuncia pueden ser de muy diverso tipo. La distinción más importante es entre hechos externos y hechos psíquicos o subjetivos. Así, hecho externo es que A está muerto, pero también es hecho externo que B objetivamente lo mató. En cambio, un hecho psíquico es el dolo con que B mató a A, el elemento intencional con que lo hizo. También son hechos psíquicos el miedo, la tristeza, la angustia, el deseo sexual… Incluso el que llamamos dolor físico es, en cuanto sensación del sujeto, un hecho psíquico.
Hay que resaltar que a menudo la prueba de los hechos psíquicos presenta más dificultades que la de los hechos exteriores; o, al menos, exige otro tipo de pruebas y razonamientos.
(ii) Dijimos que también se argumenta en la vida ordinaria sobre sentimientos y sensaciones del sujeto hablante. Como antes se puso como ejemplo, yo puedo decir “amo a Pepita” y, si mi interlocutor (o Pepita) me dice que no me cree y me importa convencerlo, le daré las razones que hacen creíble esa afirmación sobre mis sentimientos.
Aquí la comparación con los jueces da resultados curiosos. ¿En qué momento un juez manifiesta –expresa o tácitamente- un toma de postura subjetiva? Cuando dice “estoy convencido de…). El aspecto más importante sobre el que en cada sentencia el juez viene a manifestar un “estoy convencido de…” es precisamente el atinente a la valoración de las pruebas. El juez valora las pruebas y, sobre esa base, su afirmación “es verdad H” vine a equivaler a “estoy convencido de que sucedió H”.
No es lo mismo exponer cuales son los datos que pueden abonar la creencia de que H sucedió que exponer las razones por las que uno cree que H sucedió. Esas razones son el resultado de una doble operación combinada: tomar en consideración esos datos y valorarlos de cierta manera. En otras palabras, yo puedo decir que ayer llovió en Zaragoza y alguien puede preguntarme que por qué lo sé. Me estará interrogando acerca de las fuentes de mi convencimiento, y entonces yo se las muestro: porque me lo dijo Fulano y porque vi la correspondiente información en el periódico. En esas dos “pruebas” o indicios baso mi afirmación. Pero mi interlocutor puede seguir con sus dudas e interrogarme ahora no sobre la fuentes de mi convencimiento, sino sobre la calidad, por así decir, o la intensidad de mi convencimiento de tal verdad. Entonces no bastará que yo mencione aquellas fuentes, sino que tendré que hacer ver la evaluación o valoración que yo hago de las mismas. Podré explicar, por ejemplo, que estoy tan convencido porque me consta que Fulano nunca miente y porque me aseguré muy bien que el periódico en el que consulté la noticia es el de hoy y no un periódico atrasado.
Similarmente, no será bastante muchas veces que el juez mencione las fuentes o pruebas de las que proviene su convencimiento de que en verdad el hecho H aconteció o no de tal o cual manera, sino que deberá indicar las razones que sustentan su evaluación de esas pruebas: por qué el testigo le pareció creíble o no, por qué el dictamen pericial no lo acaba de convencer, etc.
Modernamente rige el principio de libre apreciación o libre valoración de la prueba, tema sobre el que más adelante volveremos. Sobre los hechos o estados de cosas en discusión en el proceso se realiza actividad probatoria, se practican pruebas. Las pruebas pueden ser demostrativas o indiciarias. Una prueba demostrativa es aquella que aporta una demostración definitiva y fehaciente de un hecho o que, al menos, así se puede considerar la demostración aportada, por ser ínfima la posibilidad de error. Una prueba indiciaria es la que proporciona un indicio, un dato a considerar en pro del acaecimiento o no acaecimiento del hecho en debate. La declaración de un testigo, por ejemplo, es una prueba indiciaria. La fiabilidad de una prueba indiciaria dependerá de las circunstancias de la ocasión y de los pormenores de su práctica y el valor de tal prueba deberá ser evaluado por el propio juez.
Estamos, entonces, ante la libre apreciación o libre valoración de la prueba. No está predeterminado cuánto de convincente y de aportación para la verdad de lo que se debate tiene el testimonio de este testigo o de aquel perito, o cuánto de creíble hay en la confesión del propio imputado. Es el juez mismo el que ha de valorar esas pruebas que son valorables porque son indicios de más o menos valor, no de valor tasado previamente. Sobre la base de esas valoraciones (este testigo me parece creíble, a aquel perito que dictaminó no lo vi muy competente…) el juez alcanza una convicción personal sobre los hechos: si pasaron o no pasaron o con qué grado de certeza o con cuántas dudas piensa que ocurrieron. Eso es lo que debe argumentar.
¿Por qué tiene que argumentarlo? Para que veamos que sus afirmaciones sobre los hechos, derivadas de sus apreciaciones personales sobre las pruebas, son razonables porque son razonables esas apreciaciones. Esa razonabilidad es la que tiene que mostrarse argumentativamente, con argumentos. Si un testigo no le resultó creíble, debe explicar por qué. Por ejemplo, porque se contradijo, porque se puso muy nervioso ante ciertas preguntas, porque no era claro en determinadas respuestas, etc.
Con todo, justificar las propias valoraciones no es tarea fácil. Eso lo sabemos de nuestra vida cotidiana. A mí Fulano puede parecerme muy poco de fiar o resultarme sumamente antipático Mengano, pero si debo explicar por qué, muchas veces no me resultará fácil. Hay algo de intuitivo, de muy personal y un poco inefable en esos juicios, igual que cuando alguien nos cae bien y confiamos en una persona. Pero, al menos, se trata de que no nos guiemos por prejuicios. Un prejuicio es el que tendría yo si por sistema desconfiara de todos los pelirrojos o si me parecieran inamistosos todos los calvos. De ahí que una cosa sea que mis valoraciones sean eso, valoraciones, y otra bien distinta que mis valoraciones no puedan demostrarse irrazonables por infundadas o contradictorias. Si yo digo que no me fío de ningún pelirrojo porque una vez conocí uno que me perjudicó, se verá que no tengo razones suficientes para tal desconfianza. Si afirmo que me parecen inamistosos porque uno de ellos ha sido y es mi mejor amigo, se apreciará que no estoy en mis cabales, pues me contradigo patentemente.
Por eso deben los jueces argumentar sus enunciados sobre hechos discutidos en el proceso y relevantes para la resolución, a fin de que se compruebe que han atendido a las pruebas todo lo que había que atender, que las han considerado con seriedad y sin prejuicios evidentes y que sobre el valor de cada una razonan sin contradicciones ni inferencias erróneas. Cuando un juez viene a decirnos que ha llegado a la convicción de que ha ocurrido H, argumenta para hacernos ver que también nosotros mismos, personas razonables y con la cabeza bien puesta, podríamos haber llegado a la misma convicción y por esas mismas razones que él nos expone. Que él, en suma, ni es un arbitrario ni un prejuicioso ni tiene mermada su capacidad de raciocinio.
(iii) El juez también ha de justificar mediante argumentos sus decisiones atinentes a normas. Sabemos que resuelve casos aplicando a los hechos las consecuencias que para ellos se deriven de las normas que les sean aplicables. Pero esa resolución final, ese establecer las consecuencias para los hechos que en el litigio se discuten depende de varias opciones previas, todas ellas relativas a normas:
a) Cuál sea la norma aplicable a ese caso. Son los problemas de selección de norma aplicable.
b) Cómo encajan (o no) los hechos del caso bajo los términos de la norma. Aquí comparecen los problemas de interpretación.
c) Qué consecuencia en concreto se extrae para el caso de la norma o normas aplicables e interpretadas.
El juez puede tener alternativas en alguno o en los tres apartados. Por ejemplo, las interpretaciones posibles de la norma aplicable pueden ser varias y entre ellas deberá elegir la preferente, la que le parezca mejor o más apropiada. Se encuentra, entonces, ante una genuina opción entre alternativas y de cuál escoja dependerá que sea uno u otro el contenido del fallo. Esas elecciones también deberán fundamentarse mediante argumentos, como veremos más adelante con mucho más detalle.
En suma, que en sus sentencias los jueces pueden tener que argumentar sobre tres asuntos principales: sobre estados de cosas y hechos, ya sean hechos objetivos o subjetivos, sobre ciertos estados subjetivos de los propios jueces, fundamentalmente sobre su convencimiento de la ocurrencia de hechos, y sobre sus decisiones respecto de normas.
Ahora que ya sabemos por qué y sobre qué se argumenta en las sentencias, fijemos el sentido de algunos de estos términos que estamos utilizando.
Un argumento es un enunciado significativo que, en el contexto en que es empleado, da una razón de algo: dice por qué se cree que algo es verdadero o falso, por qué se llega a cierto estado subjetivo, como estar convencido de algo, o por qué se prefieren unos contenidos normativos frente a otros posibles.
Por tanto, con un argumento se da una justificación al interlocutor o los interlocutores. Con un argumento se contesta a una posible pregunta por el porqué.
Al argumentar se dice algo que contiene algún tipo de información que se pretende que sirva de justificación para algo que se ha afirmado, que se ha decidido o que se ha hecho. Las respuestas a las siguientes preguntas contienen argumentos:
- (1) ¿Por qué sabes que hay cinco gallinas en el gallinero? Porque las conté.
- (2) ¿Por qué estás bebiendo tanto vino? Porque estoy deprimido.
- (3) ¿Por qué te has casado con Luis y no con Pedro? Porque lo amo más.
- (4) ¿Por qué prefieres la economía de mercado antes que una economía planificada? Porque produce más riqueza y beneficia más a todos, aunque esa riqueza se reparta desigualmente.
- (5) ¿Por qué consideras que ha quedado probado el asesinato de A por B? Porque coincide el testimonio incriminatorio de los dos testigos y los dos me parecen veraces y fiables.
- (6) ¿Por qué estimas que se debe interpretar esa norma legal en este sentido y no en aquel otro? Porque este sentido se corresponde con la voluntad del legislador que hizo la norma.
Veamos ahora distintas clasificaciones de los argumentos.
Argumentos verdaderos y falsos.
Hay argumentos que son en sí, por su contenido, materialmente verdaderos o falsos, por razón del propio contenido de lo que se dice. Un argumento es verdadero cuando objetivamente hay una correspondencia entre lo que se dice y el mundo. Si yo digo: “Pepe tiene once dedos” y Pepe tiene once dedos, mi argumento es verdadero. Si no, es falso.
Por ejemplo, es en sí verdadero el argumento siguiente:
- (7) ¿Por qué orientas tu casa hacia el Sur? Porque las casas orientadas al Norte son más frías y más húmedas.
- (8) ¿Por qué dices que el homicidio es delito en España? Porque como tal está tipificado en el art. 138 del Código Penal.
Y son materialmente falsos estos dos.
(9) ¿Por qué se mueren los peces fuera del agua? Se les secan los pulmones.
(10) ¿Por qué los coches hacen ruido? Porque les vibra el alma cuando los arrancan.
Argumentos pertinentes y no pertinentes.
También clasificamos los argumentos en pertinentes e impertinentes. Un argumento es pertinente cuando viene a cuento, cuando trata de aquello de lo que se está hablando, de lo que hay que justificar. En cambio, es impertinente cuando no tiene relación con lo que se está tratando y su uso, quizá, no es más que una maniobra de despiste.
Dos ejemplos de argumentos pertinentes:
(11) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque no tuve tiempo para estudiar toda la materia que era objeto de examen.
(12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
Y dos de argumentos impertinentes:
(13) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque París es la capital de Francia.
(14) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque Sócrates fue el maestro de Platón.
Ya vemos que se cruzan las anteriores clasificaciones. Un argumento puede ser:
- Verdadero y pertinente
- Verdadero y no pertinente
- Falso y pertinente
- Falso y no pertinente
Argumentos veraces y mentirosos.
En esta clasificación se toma en cuenta la actitud del sujeto que argumenta. Un argumento veraz o sincero es un argumento que se enuncia con la convicción de que es verdadero lo que en él se aduce. Un argumento es inveraz o mentiroso o insincero es aquel que un sujeto da con el convencimiento de que contiene una falsedad.
Pero no hay correlación entre el dato objetivo de la verdad o falsedad y el dato subjetivo de la veracidad o inveracidad. Puede hacer argumentos a) verdaderos y veraces; b) verdaderos e inveraces; c) falsos y veraces; d) falsos e inveraces.
Argumentos bien fundados y mal fundados.
Tercera clasificación. Los argumentos pueden ser bien fundados y mal fundados. Un argumento bien fundado es aquel cuyo contenido se deriva o se infiere correctamente a partir de enunciados de contenido verdadero o razonablemente admisible. Un argumento mal fundado es el que se extrae o bien de una inferencia errónea o bien de conocimientos equivocados o insuficientes.
El fundamento de un argumento sale a relucir cuando argumentamos el argumento, por así decir, cuando explicitamos en qué nos hemos basado para decir lo que como argumento dijimos. Al interlocutor que argumenta para justificar algo que ha afirmado o elegido o hecho y que nos ha dado un argumento cuyo contenido no es evidente y que no cierra la discusión le podemos pedir que nos argumente el argumento, básicamente respondiéndonos a esta pregunta: en qué te basas para decir eso.
Con el ejemplo de (12) podemos verlo.
(12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
¿Qué podríamos preguntar al que así responde, si la verdad lo que ha afirmado (que a su abuela no le importa estar sola) no nos resultara patente y nos importa lo que estamos hablando? Que en qué se basa para decir tal cosa.
El interpelado puede razonar así, pongamos:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola
Este razonamiento es formalmente correcto, pues la conclusión (iii) se infiere con necesidad lógica de las premisas (i) y (ii). En una deducción, en un razonamiento deductivo, la verdad de las premisas implica necesariamente la verdad de la conclusión. Por eso si lo que se dice en (i) y (ii) es verdad, lo que se concluye en (iii) también será verdad.
Por el contrario, no sería formalmente correcto un razonamiento como este, ya que la inferencia de la conclusión a partir de las premisas es errónea:
(i) Las personas de más de setenta años temen estar solas
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola.
Tampoco sería formalmente correcto, por lo mismo, este otro razonamiento:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela teme estar sola.
Un argumento es formalmente infundado si resulta de un razonamiento deductivamente erróneo, y formalmente bien fundado cuando resulta de un razonamiento deductivamente correcto. La corrección deductiva o formal del razonamiento da la pauta para que el argumento esté formalmente bien o mal fundado.
Pero volvamos al razonamiento deductivamente correcto que usamos de ejemplo ahora:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola
Decimos que el argumento que se contiene en (iii) está formalmente bien fundado. Pero puede estar materialmente mal fundado. ¿Por qué? Porque no sea verdad lo que se dice en (i) o en (ii). Volveremos después sobre estos asuntos de la deducción. Lo que ahora importa subrayar es esto: que un argumento (deductivamente) válido puede ser incorrecto por materialmente falso o porque no se ha acreditado su no falsedad material, y que un argumento (deductivamente) inválido puede, en cambio, ser materialmente correcto, verdadero en lo que dice, aunque eso que se dice provenga de una inferencia errónea.
La corrección material de (iii) depende de la corrección material de (i) y (ii). Supongamos que (ii) es verdadero sin más problema. Materialmente, el fundamento del argumento presente en (iii) se basa en el fundamento de lo que se afirma en (i): que las personas de más de setenta años no temen estar solas. Eso no es ninguna verdad evidente e indiscutible. Si a quien ha dicho eso y ha sentado así esa premisa (i) le preguntamos por qué lo sabe, en qué se basa para decirlo, nos deberá indicar de dónde ha sacado esa idea. Si nada más que nos indica que conoce a una persona de noventa años que no tiene miedo a estar sola y que a partir de ese único dato hace la generalización contenida en (i), diremos que su afirmación en (i) no está suficientemente fundada y que, en consecuencia, tampoco lo estará la aplicación al caso particular en (iii).
Más adelante veremos las peculiaridades del razonamiento inductivo. Cuando mi afirmación de que las personas mayores de setenta no temen quedarse solas en casa se basan en un número N de casos de personas que yo conozco que reúnen esas dos propiedades (tener más de setenta años y no temer quedarse solas en casa), estoy haciendo una inducción. En la inducción se concluye sobre una propiedad de todos los miembros de un conjunto a partir del conocimiento que se tiene de cierto número de los miembros de tal conjunto, pero no de todos. Por eso la conclusión de un razonamiento inductivo también puede ser más o menos razonable. Será tanto más razonable cuanto mayor sea esa base inductiva, el número de casos que se conocen con certeza, y tanto menos razonable cuanto menor resulte dicha base inductiva. Y, en todo caso, siempre que no haya casos que, como excepción, impidan esa generalización que dice que todos los X soy Y (en nuestro ejemplo: que todos los mayores de setenta años no temen quedarse solos en casa).
En suma, que es la calidad y extensión de la base inductiva o muestra disponible (cuántos miembros conocemos del conjunto C que poseen la propiedad que predicamos con carácter general de todos los miembros de C y que no conozcamos ningún miembro de C que no posea dicha propiedad) la que determina el carácter mejor o peor fundado del argumento resultante de un razonamiento inductivo.
Propiedades combinadas de los argumentos
No siempre que se aplica derecho se argumenta. Por ejemplo, cuando yo cumplo la norma que me obliga a parar mi coche ante el semáforo en rojo, se podría decir igualmente que estoy aplicando esa norma como pauta o guía de mi conducta, y no necesito dar ninguna razón ni explicar ante nadie por qué lo hago así. Igualmente, cuando el legislador crea una norma legal o cuando quien para ello sea competente la sanciona o la promulga, está cada uno cumpliendo con normas que le otorgan tales competencias y, al ejercerlas, está exonerado de toda obligación de argumentar. Otro tanto pasa cuando A y B suscriben un contrato: ninguno de los dos tiene por qué argumentar o dar razones de por qué se compromete a tal prestación propia o acepta la prestación, ajena. Concretando más, si A y B hacen un contrato de compraventa por el que A vende a B su casa a cambio de cien mil euros, bastará que en contrato aparezcan claramente expresados los datos de los contratantes, de la casa y del precio y forma de pago, pero ni se exigirá ni tendrá sentido que A se ponga a explicar ahí por qué vende la casa y la vende por ese precio o que B se dedique a dar cuenta de por qué razón la compra y cómo es que acepta dicho precio. Son decisiones con valor jurídico pero que no requieren ser argumentalmente justificadas, justificadas mediante argumentos, argumentadas.
Cosa distinta sucede moderna y contemporáneamente con aquellas decisiones institucionales que ponen fin a litigios jurídicos concretos. El ejemplo paradigmático es la decisión judicial de casos. Pero no es el único ejemplo. También las Administraciones públicas resuelven recursos en los que se plantea un conflicto o enfrentamiento entre alguna(s) persona(s) física(s) o jurídica(s) y la Administración misma. Así, mismamente, cuando un ayuntamiento resuelve una reclamación de un vecino que considera que le ha cobrado de más por la tasa de alcantarillado o de recogida de basuras. También cuando la Administración resuelve recursos administrativos está obligada a motivar sus resoluciones, a argumentarlas. Pero aquí hay una importante excepción: la Administración también puede optar por el silencio, por no decir nada, por no dar respuesta a la reclamación contenida en el recurso que ante ella se presentó. Entonces estaremos ante la resolución por silencio administrativo, sea positivo o sea negativo. Hay silencio administrativo positivo cuando la no respuesta de la Administración, dentro del plazo legalmente marcado, equivale a o tiene el valor de aceptación de lo que el recurrente reclamaba o solicitaba, mientras que hay silencio negativo cuando la no respuesta vale como rechazo de la pretensión contenida en el recurso o solicitud
Pero las sentencias de los jueces deben estar motivadas, y así lo dispone el art. 120.3 de la Constitución: “Las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública”. No siempre fue así. Hubo épocas, como en España en tiempos de Carlos III, en que el juez no sólo estaba obligado a motivar sus sentencias, sino que lo tenía prohibido.
En el derecho pasa como en nuestra vida ordinaria. En ocasiones hay quien puede mandar sin tener que dar sus porqués. Otras veces, en cambio, nos vemos compelidos a justificar nuestras afirmaciones, decisiones o actitudes, a fin de no parecer arbitrarios o de mostrar que no estamos en el error o movidos por algún interés espurio o inconfesable. Entonces argumentamos, damos argumentos.
Conviene que precisemos unos pocos conceptos fundamentales. Un argumento es un enunciado, una frase, que, en el contexto conversacional correspondiente, contiene una justificación. Si yo de pronto digo “llueve”, realizo una afirmación sin más, sea verdadera o falsa. En cambio si estoy saliendo de un edificio y alguien me pregunta por qué cojo un paraguas y yo respondo “llueve”, se sobreentiende que quiero decir “porque llueve” y ahí estoy aportando una razón de mi comportamiento, una razón de por qué tomo el paraguas.
Mediante argumentos damos razones sobre muy distintas cosas. Fundamentalmente sobre tres tipos de cosas.
(i) Sobre afirmaciones o negaciones que se refieren al mundo de ahí afuera, al mundo de lo empírico, a los hechos y estados de cosas que podemos percibir por los sentidos. Por ejemplo, si yo digo “Ayer llovió en Zaragoza” o “Juan mató a Pedro”. También sobre “hechos” jurídicos, como cuando digo “Madrid es la capital de España” o “El artículo 138 del Código Penal castiga el homicidio con pena de prisión de diez a quince años”.
En estos casos, lo que se dirime es la verdad o falsedad de lo que se afirma o se niega. Y se argumenta para dirimir sobre esa verdad o falsedad. Si yo afirmo “Ayer llovió en Zaragoza” y alguien lo pone en duda o me pregunta por qué lo sé, tendré que dar argumentos que respalden tal afirmación mía. Diré, por ejemplo, que leí en el periódico que así había ocurrido, o que yo estuve ayer en Zaragoza y vi cómo llovía, etc.
(ii) Sobre afirmaciones o negaciones referidas a sentimientos y sensaciones del propio emisor. Por ejemplo, si yo afirmo “Amo a Pepita” y alguien pone en duda ese sentimiento mío, argumentaré para convencer a mi interlocutor de que soy veraz, sincero. Explicaré, por ejemplo, que tiemblo cada vez que la veo o que cada tarde le compro un regalo. Lo mismo si digo “estoy convencido de que Luis odia a Roberto”. Ese convencimiento también es un dato de mi psiquismo, una sensación mía.
(iii) Sobre decisiones. Una decisión es una elección entre alternativas. Justificar una decisión es dar razones de por qué se prefirió la alternativa elegida. Muchas de nuestras decisiones no suelen estar argumentadas ni tenemos por qué justificarlas ante nadie. Mi decisión de este mañana de ducharme con agua fría (pudiendo hacerlo con agua caliente) a nadie más que a mí concierne ni afecta y por eso ante nadie tengo que justificarla. En cambio, mi decisión de calificar con tal o cual nota el examen de un estudiante y, en consecuencia, de aprobarlo o suspenderlo, afecta a ese estudiante, como mínimo, y tendré que justificar mi calificación si el estudiante así lo requiere, especialmente si lo requiere por la vía legalmente establecida.
Cuando se trata de elegir entre alternativas de comportamiento en un contexto normativo nos hallamos en el campo de la razón práctica.
Aquí nos interesa la argumentación en la praxis jurídica y, muy especialmente, en la práctica judicial de aplicación del derecho. Pero es muy importante que tengamos presente lo siguiente: que el juez razona en esos tres campos que acabamos de mencionar y que argumenta y debe argumentar sobre esos tres tipos de “cosas”. Normalmente simplificamos al decir que un juez penal, por ejemplo, decide, a la vista de las normas y su interpretación y de los hechos y su prueba, si absuelve o condena al acusado, y que tal decisión tiene un trasfondo valorativo. Con ello ponemos la decisión en ese tercer ámbito que acabamos de mencionar, el de la razón práctica, y parece que el juez debe justificar por qué se inclina por una de las alternativas decisorias de las que disponía. Pero las cosas no son tan sencillas. Veamos sucintamente por qué.
(i) En la sentencia el juez acaba dirimiendo sobre si ciertos hechos ocurrieron o no (por ejemplo, si A mató a B, si C murió por asfixia, si una bombona de butano explotó o no explotó…) o sobre si se dio o se da tal o cual estado de cosas (que un edificio se hallaba o se halla en peligro de derrumbamiento, que una persona tiene esta o aquella enfermedad…). En la medida en que, para que la norma se aplique a los hechos del caso y el fallo pueda recaer, los hechos tienen que estar fijados, determinados (si bien a veces hay normas que también dicen cómo decidir si no se llega a saber con certeza si cierto hecho aconteció o no), con cada uno de los hechos que componen un caso puede darse una de estas dos situaciones:
a) Que sean patentes, indubitados, y que no se discutan entre las partes. Sobre ellos no hay caso, no hay debate. O que, habiendo sido admitidos por todas las partes en el proceso, el juez tenga que darlos por sentados sin poder él ponerlos en duda. Tales hechos son punto de partida del caso y no objeto de discusión en el caso. Por ejemplo, puede constar sin lugar a dudas que X está muerto o que tal casa ardió o que el sujeto tal es mayor de edad. Cuando el juez asume esos hechos y en la sentencia los enuncia no necesitará justificarlos, sobre ellos no hará falta argumentar, o apenas.
b) Que sean hechos dudosos, bien porque entre las partes se discuta su acaecimiento o algún aspecto relevante del mismo, bien porque el juez pueda no estar convencido de que ocurrieron u ocurrieron así y, según el tipo de proceso de que se trate, esté facultado para poner esos hechos en duda y practicar sus propias averiguaciones sobre los mismos.
Sobre los hechos dudosos, los de ese apartado b), el juez debe argumentar. ¿Qué significa esto? Pues que, como paso esencial para que el caso pueda ser resuelto en el fallo, el juez habrá tenido que acabar afirmando que sí o que no ocurrieron tales hechos, o que ocurrieron así o asá. Si el hecho debatido era H (que el veneno mató a la vaca, que el disparo salió de tal pistola, que el sujeto sabía nadar, que la chispa incendiaria saltó desde un cigarrillo…), el juez acabará necesariamente con un enunciado traducible a estos términos muy simples: “Es verdad H”. O: “No es verdad H”. Y como es extraordinariamente relevante esa tesis para la resolución del pleito y como tal resolución afectará a las partes y, además, no queremos que el juez sea arbitrario, se le exige que argumente, que justifique por qué piensa que es verdad que ocurrió H o que no es verdad que H ocurriera.
Para tal justificación argumentativa el juez dispone de dos fuentes de datos y conocimientos.
- En primer lugar, lo que le dicten su saber personal y su personal experiencia. Aquí nos movemos en el ámbito del sentido común y de lo que se suele denominar “máximas de experiencia” o “máximas de experiencia común”. Lo evidente no necesita ser probado, aunque pueda ocasionalmente presentarse alguna excepción muy sorprendente. Lo que todos sabemos y compartimos no hace falta que se nos explique en detalle, aun cuando también aquí puede saltar ocasionalmente la liebre y que las cosas no resulten como todos esperábamos.
- Las pruebas que en el proceso se hayan practicado. Como más adelante veremos, el tipo de pruebas que se admiten y el modo en que las pruebas se practican son asuntos que el propio derecho regula. Ahora nos importa ver que las pruebas aportan al juez los elementos de juicio que lo llevan a entender que H pasó o no pasó. Tales pruebas son las declaraciones de los implicados, las de testigos, los dictámenes de peritos, pruebas científicas (por ejemplo una prueba de balística o una prueba de ADN), etc.
Recordemos aquel ejemplo cotidiano y trivial de antes. Yo había dicho a alguien “Ayer llovió en Zaragoza” y esa persona, a la que por la razón que sea ese dato le interesaba y que quería saber si yo decía verdad o estaba equivocado, me preguntaba que por qué sabía yo que ayer había llovido en Zaragoza. Entonces yo le iba dando mis argumentos, lo que es tanto como decir en qué basaba esa afirmación mía y la convicción de que es verdadera: estuve ayer en Zaragoza, escuché el parte meteorológico, leí esa información en el periódico, etc. Puede no estar claro, por ejemplo, si no estaré confundiendo yo Zaragoza y Zamora, en cuyo caso, si tal se me plantea, deberé de nuevo argumentar para mostrar que no me hallo en tal error. Será tanto más convincente mi argumentación y, correlativamente, quedará como más razonablemente creíble en su verdad mi afirmación de que ayer llovió en Zaragoza, cuantos más y mejores y mejor demostrados y menos sujetos a dudas queden esos argumentos míos, esos datos que a favor de mi tesis aduzco.
Lo mismo pasa con el juez. Él acaba afirmando que H pasó en verdad (que la casa ardió, que la vaca murió envenenada, que…) y habrá de mostrar en qué datos basa ese juicio; en su caso, qué pruebas lo avalan de las que se practicaron, y con qué grado de fiabilidad. Al tiempo, convendrá que con argumentos descarte en lo posible la posibilidad de error o confusión.
Fundamental es que no olvidemos tampoco que los hechos sobre cuyo acaecimiento el juez juzga y se pronuncia pueden ser de muy diverso tipo. La distinción más importante es entre hechos externos y hechos psíquicos o subjetivos. Así, hecho externo es que A está muerto, pero también es hecho externo que B objetivamente lo mató. En cambio, un hecho psíquico es el dolo con que B mató a A, el elemento intencional con que lo hizo. También son hechos psíquicos el miedo, la tristeza, la angustia, el deseo sexual… Incluso el que llamamos dolor físico es, en cuanto sensación del sujeto, un hecho psíquico.
Hay que resaltar que a menudo la prueba de los hechos psíquicos presenta más dificultades que la de los hechos exteriores; o, al menos, exige otro tipo de pruebas y razonamientos.
(ii) Dijimos que también se argumenta en la vida ordinaria sobre sentimientos y sensaciones del sujeto hablante. Como antes se puso como ejemplo, yo puedo decir “amo a Pepita” y, si mi interlocutor (o Pepita) me dice que no me cree y me importa convencerlo, le daré las razones que hacen creíble esa afirmación sobre mis sentimientos.
Aquí la comparación con los jueces da resultados curiosos. ¿En qué momento un juez manifiesta –expresa o tácitamente- un toma de postura subjetiva? Cuando dice “estoy convencido de…). El aspecto más importante sobre el que en cada sentencia el juez viene a manifestar un “estoy convencido de…” es precisamente el atinente a la valoración de las pruebas. El juez valora las pruebas y, sobre esa base, su afirmación “es verdad H” vine a equivaler a “estoy convencido de que sucedió H”.
No es lo mismo exponer cuales son los datos que pueden abonar la creencia de que H sucedió que exponer las razones por las que uno cree que H sucedió. Esas razones son el resultado de una doble operación combinada: tomar en consideración esos datos y valorarlos de cierta manera. En otras palabras, yo puedo decir que ayer llovió en Zaragoza y alguien puede preguntarme que por qué lo sé. Me estará interrogando acerca de las fuentes de mi convencimiento, y entonces yo se las muestro: porque me lo dijo Fulano y porque vi la correspondiente información en el periódico. En esas dos “pruebas” o indicios baso mi afirmación. Pero mi interlocutor puede seguir con sus dudas e interrogarme ahora no sobre la fuentes de mi convencimiento, sino sobre la calidad, por así decir, o la intensidad de mi convencimiento de tal verdad. Entonces no bastará que yo mencione aquellas fuentes, sino que tendré que hacer ver la evaluación o valoración que yo hago de las mismas. Podré explicar, por ejemplo, que estoy tan convencido porque me consta que Fulano nunca miente y porque me aseguré muy bien que el periódico en el que consulté la noticia es el de hoy y no un periódico atrasado.
Similarmente, no será bastante muchas veces que el juez mencione las fuentes o pruebas de las que proviene su convencimiento de que en verdad el hecho H aconteció o no de tal o cual manera, sino que deberá indicar las razones que sustentan su evaluación de esas pruebas: por qué el testigo le pareció creíble o no, por qué el dictamen pericial no lo acaba de convencer, etc.
Modernamente rige el principio de libre apreciación o libre valoración de la prueba, tema sobre el que más adelante volveremos. Sobre los hechos o estados de cosas en discusión en el proceso se realiza actividad probatoria, se practican pruebas. Las pruebas pueden ser demostrativas o indiciarias. Una prueba demostrativa es aquella que aporta una demostración definitiva y fehaciente de un hecho o que, al menos, así se puede considerar la demostración aportada, por ser ínfima la posibilidad de error. Una prueba indiciaria es la que proporciona un indicio, un dato a considerar en pro del acaecimiento o no acaecimiento del hecho en debate. La declaración de un testigo, por ejemplo, es una prueba indiciaria. La fiabilidad de una prueba indiciaria dependerá de las circunstancias de la ocasión y de los pormenores de su práctica y el valor de tal prueba deberá ser evaluado por el propio juez.
Estamos, entonces, ante la libre apreciación o libre valoración de la prueba. No está predeterminado cuánto de convincente y de aportación para la verdad de lo que se debate tiene el testimonio de este testigo o de aquel perito, o cuánto de creíble hay en la confesión del propio imputado. Es el juez mismo el que ha de valorar esas pruebas que son valorables porque son indicios de más o menos valor, no de valor tasado previamente. Sobre la base de esas valoraciones (este testigo me parece creíble, a aquel perito que dictaminó no lo vi muy competente…) el juez alcanza una convicción personal sobre los hechos: si pasaron o no pasaron o con qué grado de certeza o con cuántas dudas piensa que ocurrieron. Eso es lo que debe argumentar.
¿Por qué tiene que argumentarlo? Para que veamos que sus afirmaciones sobre los hechos, derivadas de sus apreciaciones personales sobre las pruebas, son razonables porque son razonables esas apreciaciones. Esa razonabilidad es la que tiene que mostrarse argumentativamente, con argumentos. Si un testigo no le resultó creíble, debe explicar por qué. Por ejemplo, porque se contradijo, porque se puso muy nervioso ante ciertas preguntas, porque no era claro en determinadas respuestas, etc.
Con todo, justificar las propias valoraciones no es tarea fácil. Eso lo sabemos de nuestra vida cotidiana. A mí Fulano puede parecerme muy poco de fiar o resultarme sumamente antipático Mengano, pero si debo explicar por qué, muchas veces no me resultará fácil. Hay algo de intuitivo, de muy personal y un poco inefable en esos juicios, igual que cuando alguien nos cae bien y confiamos en una persona. Pero, al menos, se trata de que no nos guiemos por prejuicios. Un prejuicio es el que tendría yo si por sistema desconfiara de todos los pelirrojos o si me parecieran inamistosos todos los calvos. De ahí que una cosa sea que mis valoraciones sean eso, valoraciones, y otra bien distinta que mis valoraciones no puedan demostrarse irrazonables por infundadas o contradictorias. Si yo digo que no me fío de ningún pelirrojo porque una vez conocí uno que me perjudicó, se verá que no tengo razones suficientes para tal desconfianza. Si afirmo que me parecen inamistosos porque uno de ellos ha sido y es mi mejor amigo, se apreciará que no estoy en mis cabales, pues me contradigo patentemente.
Por eso deben los jueces argumentar sus enunciados sobre hechos discutidos en el proceso y relevantes para la resolución, a fin de que se compruebe que han atendido a las pruebas todo lo que había que atender, que las han considerado con seriedad y sin prejuicios evidentes y que sobre el valor de cada una razonan sin contradicciones ni inferencias erróneas. Cuando un juez viene a decirnos que ha llegado a la convicción de que ha ocurrido H, argumenta para hacernos ver que también nosotros mismos, personas razonables y con la cabeza bien puesta, podríamos haber llegado a la misma convicción y por esas mismas razones que él nos expone. Que él, en suma, ni es un arbitrario ni un prejuicioso ni tiene mermada su capacidad de raciocinio.
(iii) El juez también ha de justificar mediante argumentos sus decisiones atinentes a normas. Sabemos que resuelve casos aplicando a los hechos las consecuencias que para ellos se deriven de las normas que les sean aplicables. Pero esa resolución final, ese establecer las consecuencias para los hechos que en el litigio se discuten depende de varias opciones previas, todas ellas relativas a normas:
a) Cuál sea la norma aplicable a ese caso. Son los problemas de selección de norma aplicable.
b) Cómo encajan (o no) los hechos del caso bajo los términos de la norma. Aquí comparecen los problemas de interpretación.
c) Qué consecuencia en concreto se extrae para el caso de la norma o normas aplicables e interpretadas.
El juez puede tener alternativas en alguno o en los tres apartados. Por ejemplo, las interpretaciones posibles de la norma aplicable pueden ser varias y entre ellas deberá elegir la preferente, la que le parezca mejor o más apropiada. Se encuentra, entonces, ante una genuina opción entre alternativas y de cuál escoja dependerá que sea uno u otro el contenido del fallo. Esas elecciones también deberán fundamentarse mediante argumentos, como veremos más adelante con mucho más detalle.
En suma, que en sus sentencias los jueces pueden tener que argumentar sobre tres asuntos principales: sobre estados de cosas y hechos, ya sean hechos objetivos o subjetivos, sobre ciertos estados subjetivos de los propios jueces, fundamentalmente sobre su convencimiento de la ocurrencia de hechos, y sobre sus decisiones respecto de normas.
Ahora que ya sabemos por qué y sobre qué se argumenta en las sentencias, fijemos el sentido de algunos de estos términos que estamos utilizando.
Un argumento es un enunciado significativo que, en el contexto en que es empleado, da una razón de algo: dice por qué se cree que algo es verdadero o falso, por qué se llega a cierto estado subjetivo, como estar convencido de algo, o por qué se prefieren unos contenidos normativos frente a otros posibles.
Por tanto, con un argumento se da una justificación al interlocutor o los interlocutores. Con un argumento se contesta a una posible pregunta por el porqué.
Al argumentar se dice algo que contiene algún tipo de información que se pretende que sirva de justificación para algo que se ha afirmado, que se ha decidido o que se ha hecho. Las respuestas a las siguientes preguntas contienen argumentos:
- (1) ¿Por qué sabes que hay cinco gallinas en el gallinero? Porque las conté.
- (2) ¿Por qué estás bebiendo tanto vino? Porque estoy deprimido.
- (3) ¿Por qué te has casado con Luis y no con Pedro? Porque lo amo más.
- (4) ¿Por qué prefieres la economía de mercado antes que una economía planificada? Porque produce más riqueza y beneficia más a todos, aunque esa riqueza se reparta desigualmente.
- (5) ¿Por qué consideras que ha quedado probado el asesinato de A por B? Porque coincide el testimonio incriminatorio de los dos testigos y los dos me parecen veraces y fiables.
- (6) ¿Por qué estimas que se debe interpretar esa norma legal en este sentido y no en aquel otro? Porque este sentido se corresponde con la voluntad del legislador que hizo la norma.
Veamos ahora distintas clasificaciones de los argumentos.
Argumentos verdaderos y falsos.
Hay argumentos que son en sí, por su contenido, materialmente verdaderos o falsos, por razón del propio contenido de lo que se dice. Un argumento es verdadero cuando objetivamente hay una correspondencia entre lo que se dice y el mundo. Si yo digo: “Pepe tiene once dedos” y Pepe tiene once dedos, mi argumento es verdadero. Si no, es falso.
Por ejemplo, es en sí verdadero el argumento siguiente:
- (7) ¿Por qué orientas tu casa hacia el Sur? Porque las casas orientadas al Norte son más frías y más húmedas.
- (8) ¿Por qué dices que el homicidio es delito en España? Porque como tal está tipificado en el art. 138 del Código Penal.
Y son materialmente falsos estos dos.
(9) ¿Por qué se mueren los peces fuera del agua? Se les secan los pulmones.
(10) ¿Por qué los coches hacen ruido? Porque les vibra el alma cuando los arrancan.
Argumentos pertinentes y no pertinentes.
También clasificamos los argumentos en pertinentes e impertinentes. Un argumento es pertinente cuando viene a cuento, cuando trata de aquello de lo que se está hablando, de lo que hay que justificar. En cambio, es impertinente cuando no tiene relación con lo que se está tratando y su uso, quizá, no es más que una maniobra de despiste.
Dos ejemplos de argumentos pertinentes:
(11) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque no tuve tiempo para estudiar toda la materia que era objeto de examen.
(12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
Y dos de argumentos impertinentes:
(13) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque París es la capital de Francia.
(14) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque Sócrates fue el maestro de Platón.
Ya vemos que se cruzan las anteriores clasificaciones. Un argumento puede ser:
- Verdadero y pertinente
- Verdadero y no pertinente
- Falso y pertinente
- Falso y no pertinente
Argumentos veraces y mentirosos.
En esta clasificación se toma en cuenta la actitud del sujeto que argumenta. Un argumento veraz o sincero es un argumento que se enuncia con la convicción de que es verdadero lo que en él se aduce. Un argumento es inveraz o mentiroso o insincero es aquel que un sujeto da con el convencimiento de que contiene una falsedad.
Pero no hay correlación entre el dato objetivo de la verdad o falsedad y el dato subjetivo de la veracidad o inveracidad. Puede hacer argumentos a) verdaderos y veraces; b) verdaderos e inveraces; c) falsos y veraces; d) falsos e inveraces.
Argumentos bien fundados y mal fundados.
Tercera clasificación. Los argumentos pueden ser bien fundados y mal fundados. Un argumento bien fundado es aquel cuyo contenido se deriva o se infiere correctamente a partir de enunciados de contenido verdadero o razonablemente admisible. Un argumento mal fundado es el que se extrae o bien de una inferencia errónea o bien de conocimientos equivocados o insuficientes.
El fundamento de un argumento sale a relucir cuando argumentamos el argumento, por así decir, cuando explicitamos en qué nos hemos basado para decir lo que como argumento dijimos. Al interlocutor que argumenta para justificar algo que ha afirmado o elegido o hecho y que nos ha dado un argumento cuyo contenido no es evidente y que no cierra la discusión le podemos pedir que nos argumente el argumento, básicamente respondiéndonos a esta pregunta: en qué te basas para decir eso.
Con el ejemplo de (12) podemos verlo.
(12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
¿Qué podríamos preguntar al que así responde, si la verdad lo que ha afirmado (que a su abuela no le importa estar sola) no nos resultara patente y nos importa lo que estamos hablando? Que en qué se basa para decir tal cosa.
El interpelado puede razonar así, pongamos:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola
Este razonamiento es formalmente correcto, pues la conclusión (iii) se infiere con necesidad lógica de las premisas (i) y (ii). En una deducción, en un razonamiento deductivo, la verdad de las premisas implica necesariamente la verdad de la conclusión. Por eso si lo que se dice en (i) y (ii) es verdad, lo que se concluye en (iii) también será verdad.
Por el contrario, no sería formalmente correcto un razonamiento como este, ya que la inferencia de la conclusión a partir de las premisas es errónea:
(i) Las personas de más de setenta años temen estar solas
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola.
Tampoco sería formalmente correcto, por lo mismo, este otro razonamiento:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela teme estar sola.
Un argumento es formalmente infundado si resulta de un razonamiento deductivamente erróneo, y formalmente bien fundado cuando resulta de un razonamiento deductivamente correcto. La corrección deductiva o formal del razonamiento da la pauta para que el argumento esté formalmente bien o mal fundado.
Pero volvamos al razonamiento deductivamente correcto que usamos de ejemplo ahora:
(i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
(ii) Mi abuela tiene más de setenta años
(iii) Luego: mi abuela no teme estar sola
Decimos que el argumento que se contiene en (iii) está formalmente bien fundado. Pero puede estar materialmente mal fundado. ¿Por qué? Porque no sea verdad lo que se dice en (i) o en (ii). Volveremos después sobre estos asuntos de la deducción. Lo que ahora importa subrayar es esto: que un argumento (deductivamente) válido puede ser incorrecto por materialmente falso o porque no se ha acreditado su no falsedad material, y que un argumento (deductivamente) inválido puede, en cambio, ser materialmente correcto, verdadero en lo que dice, aunque eso que se dice provenga de una inferencia errónea.
La corrección material de (iii) depende de la corrección material de (i) y (ii). Supongamos que (ii) es verdadero sin más problema. Materialmente, el fundamento del argumento presente en (iii) se basa en el fundamento de lo que se afirma en (i): que las personas de más de setenta años no temen estar solas. Eso no es ninguna verdad evidente e indiscutible. Si a quien ha dicho eso y ha sentado así esa premisa (i) le preguntamos por qué lo sabe, en qué se basa para decirlo, nos deberá indicar de dónde ha sacado esa idea. Si nada más que nos indica que conoce a una persona de noventa años que no tiene miedo a estar sola y que a partir de ese único dato hace la generalización contenida en (i), diremos que su afirmación en (i) no está suficientemente fundada y que, en consecuencia, tampoco lo estará la aplicación al caso particular en (iii).
Más adelante veremos las peculiaridades del razonamiento inductivo. Cuando mi afirmación de que las personas mayores de setenta no temen quedarse solas en casa se basan en un número N de casos de personas que yo conozco que reúnen esas dos propiedades (tener más de setenta años y no temer quedarse solas en casa), estoy haciendo una inducción. En la inducción se concluye sobre una propiedad de todos los miembros de un conjunto a partir del conocimiento que se tiene de cierto número de los miembros de tal conjunto, pero no de todos. Por eso la conclusión de un razonamiento inductivo también puede ser más o menos razonable. Será tanto más razonable cuanto mayor sea esa base inductiva, el número de casos que se conocen con certeza, y tanto menos razonable cuanto menor resulte dicha base inductiva. Y, en todo caso, siempre que no haya casos que, como excepción, impidan esa generalización que dice que todos los X soy Y (en nuestro ejemplo: que todos los mayores de setenta años no temen quedarse solos en casa).
En suma, que es la calidad y extensión de la base inductiva o muestra disponible (cuántos miembros conocemos del conjunto C que poseen la propiedad que predicamos con carácter general de todos los miembros de C y que no conozcamos ningún miembro de C que no posea dicha propiedad) la que determina el carácter mejor o peor fundado del argumento resultante de un razonamiento inductivo.
Propiedades combinadas de los argumentos
De las clasificaciones anteriores se desprende que los argumentos pueden combinar estas propiedades:
- Verdaderos o falsos.
- Pertinentes o no pertinentes
- Veraces o inveraces
- Formalmente bien fundados o formalmente mal fundados
- Materialmente bien fundados o materialmente mal fundados.
Qué duda cabe de que el argumento ideal es aquel que combina todas las alternativas positivas de esas clasificaciones y es: verdadero, pertinente, veraz, formalmente bien fundado y materialmente bien fundado.
Pero cuando un argumento tiene alguno de esos correspondientes defectos las consecuencias en términos de racionalidad no son siempre las mismas. Los defectos pueden afectar a tres aspectos: la condición personal del argumentante, la argumentación como proceso discursivo normado y el resultado de la argumentación.
a) Argumentamos con, damos y pedimos razones a aquellas personas con las que compartimos unos patrones discursivos y de las que esperamos y que esperan de nosotros determinadas actitudes. Por ejemplo, no perdemos el tiempo escuchando y atendiendo seriamente a las razones de aquellos que sabemos que mienten siempre o que están completamente locos o que juzgan sin rastro de ecuanimidad, etc. Ni nos paramos a dar razones ni atendemos a las razones de quien a nuestros ojos no aparece como un argumentante mínimamente fiable porque no respeta (deliberadamente o por incapacidad) esos patrones discursivos compartidos. Decae como argumentante (o interlocutor) racional quien:
- Miente a propósito (es inveraz).
- Con ánimo engañoso emplea argumentos no pertinentes.
- Yerra en sus deducciones
- Realiza aseveraciones carentes de un mínimo fundamento material.
b) Argumentar es también un proceso práctico o actividad sometido a ciertas exigencias en cuanto tal, exigencias en buena parte independientes de las referidas a las actitudes o capacidades subjetivas que se acaban de mencionar. Así, de una argumentación se exige:
- Que las inferencias sean correctas y lo sea igualmente la ilación entre los argumentos.
- Que los argumentos sean en todo momento pertinentes.
- Que sea suficiente la base o fundamentación de cuanta afirmación o valoración no sea de contenido evidente o sobradamente conocido por todo el mundo.
c) En cuanto al resultado de la argumentación, bastará que inferencialmente se siga de modo suficiente y correcto de esa base sentada en el proceso argumental.
Verdad y razonabilidad como objetivo de la argumentación.
Según cuál sea el objeto sobre el que se argumente, el objetivo o referente normativo último será la verdad como desmostrabilidad o la razonabilidad.
La verdad como demostrabilidad requiere:
(i) Que el objeto pertenezca al mundo empírico, al de los hechos o estados de cosas.
(ii) La comprobabilidad experimental con resultados seguros o con margen de error despreciable. Dicha comprobabilidad experimental puede referirse a:
- Procesos causales, relaciones causa-efecto: si, por ejemplo, fue la bala la que produjo la muerte del sujeto S al atravesarle el corazón o si ya había muerto antes por un infarto.
- Estados de cosas existentes en un momento dado: por ejemplo, si el sujeto S está muerto. Cuando la argumentación se mueve en ese campo de la verdad como demostrabilidad los argumentos se limitan por lo común a argumentos puramente científicos y entre científicos, y los desacuerdos no son muy corrientes. Al menos los desacuerdos sobre hechos demotrables que son objeto de un proceso judicial.
En otras ocasiones también se debate y se argumenta sobre hechos o estados de cosas, pero sin que sea posible alcanzar ese grado de verdad demostrativa, de indiscutibilidad, de convicción total y absolutamente fundada. Esto puede deberse a circunstancias como las siguientes:
(i) Que se trate de hechos o estados de cosas del pasado sobre los que no se tenga un conocimiento directo o indubitado. Lo que se discute, pongamos por caso, es si A mató a B. A falta de demostración experimental fehaciente, de la verdad de esos hechos habrá que juzgar por indicios.
(ii) Que se trate de hechos o estados de cosas futuros resultantes de cursos causales no completamente previsibles o de los que no se conocen perfectamente todas las variables que puedan concurrir. Por ejemplo, si tal enfermedad degenerará en tal otra, si en el plazo de un año se derrumbará ese edificio en estado semirruinoso, si con la medida M descenderá en un año un diez por ciento la tasa de desempleo, etc.
(iii) Que sean hechos subjetivos, circunstancias atinentes a un sujeto no susceptibles de demostración empírica o de comprobación empírica indiscutible. Por ejemplo, lo que está en cuestión es si A odiaba a B o si C ama a D o si E tiene celos de F o si G tenía intención de matar a F cuando le disparó un tiro con una pistola.
En estas ocasiones en las que se argumenta y debate sobre hechos o estados de cosas cuya verdad o falsedad no puede ser rotundamente demostrada con los elementos de juicio de que se dispone el referente de la argumentación, su meta, no es la verdad, sino la razonabilidad, entendida como verosimilitud y/o la más alta probabilidad de acierto que quepa alcanzar.
Razonabilidad como verosimilitud y/o la más alta probabilidad que quepa alcanzar significa esto: que con los elementos de juicio que se poseen y que se muestran, la tesis o explicación que se elige es la que resulta más creíble, la mejor explicación de las que como candidatas podían concurrir. Se concluye que A mató a B porque siete testigos declaran que lo vieron dispararle y están sus huellas en la pistola con las que se dispararon las balas que le causaron la muerte y se encontró una carta de A a B en la que le anunciaba que lo mataría en cuanto lo encontrara. Pero B niega su autoría y C, su novia, dice que a esa hora estaban juntos en el apartamento de ella. Con esos datos lo más verosímil y altamente más probable es que A haya matado a B y que su novia, obnubilada por el amor o la compasión, no quiera más que darle una falsa coartada. Son indicios muy fuertes esos indicios incriminatorios, pero no son plenamente demostrativos de la autoría de A. El juez acaba condenando a A sobre la base de dar por verdad, por probado con suficiente certeza, que mató a B. Sin embargo, que A mató a B puede no ser verdad, ya que demostración total y absoluta, radical y sin error posible, no hubo ni podía haber. Sin embargo, ¿es razonable dicha decisión del juez sobre tales hechos? Creo que cualquier observador imparcial y capaz diría que sí. ¿Por qué? Porque con esos datos, único de los que se dispone, parece a cualquiera extraordinariamente probable que A sea el homicida y fuertemente inverosímil que no lo sea.
A este tipo de razonabilidad la llamamos razonabilidad empírica.
En tercer lugar, se argumenta también sobre valoraciones y consiguientes decisiones. Un caso: yo, juez, a la vista de los datos que obran en mi poder en este juicio, concluyo que el interés del menor está en que conviva con su madre y no con su padre; o que, tras su divorcio, A no debe pasar a B pensión compensatoria, o que sólo debe pasarla durante determinado tiempo y por tal cantidad; o que no ha habido el daño moral que se reclama en un proceso de responsabilidad civil, o que sí lo ha habido y la indemnización correspondiente asciende a tantos euros.
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También en estos ámbitos puramente valorativos el patrón es la razonabilidad. Pero aquí ya no tanto como verosimilitud y alto grado de probabilidad de que ciertos hechos ocurrieran de determinada manera. No se están contrastando hipótesis alternativas referidas a hechos y entre las que haya que elegir una, la que nos parezca más cercana a la verdad. Ahora el referente no es la verdad de unos hechos que no se conocen por completo, sino un patrón normativo. Valoramos de conformidad con un patrón y de la conjunción de ciertos hechos con dicho patrón extraemos una decisión que se pretende razonable. Dicha razonabilidad exige:
a) Que se expliciten los contenidos del patrón normativo que se toma como referencia. O, al menos, que se expliciten en lo que socialmente no estén claros y socialmente asentados y vayan a ser determinantes para la decisión.
b) Que se describan con verdad o razonabilidad objetiva los hechos del caso que se subsumen bajo aquel patrón normativo para dar lugar a la decisión.
c) Que se exhiba suficientemente que la decisión tomada se deriva sin distorsión de aplicar a tales hechos dicho patrón normativo, sin que se inmiscuyan otras pautas valorativas que se oculten.
También en estos ámbitos puramente valorativos el patrón es la razonabilidad. Pero aquí ya no tanto como verosimilitud y alto grado de probabilidad de que ciertos hechos ocurrieran de determinada manera. No se están contrastando hipótesis alternativas referidas a hechos y entre las que haya que elegir una, la que nos parezca más cercana a la verdad. Ahora el referente no es la verdad de unos hechos que no se conocen por completo, sino un patrón normativo. Valoramos de conformidad con un patrón y de la conjunción de ciertos hechos con dicho patrón extraemos una decisión que se pretende razonable. Dicha razonabilidad exige:
a) Que se expliciten los contenidos del patrón normativo que se toma como referencia. O, al menos, que se expliciten en lo que socialmente no estén claros y socialmente asentados y vayan a ser determinantes para la decisión.
b) Que se describan con verdad o razonabilidad objetiva los hechos del caso que se subsumen bajo aquel patrón normativo para dar lugar a la decisión.
c) Que se exhiba suficientemente que la decisión tomada se deriva sin distorsión de aplicar a tales hechos dicho patrón normativo, sin que se inmiscuyan otras pautas valorativas que se oculten.
Esta es la razonabilidad valorativa. De lo que se trata al argumentar en este campo es de convencer a un hipotético observador capaz e imparcial de que él también podría haber decidido y valorado así, aun cuando no necesariamente tendría que haber decidido y valorado así.
Así que al tiempo de juzgar de la racionalidad de argumentaciones se sigue el siguiente esquema o división:
La racionalidad puede darse como verdad o como razonabilidad. A su vez, la razonabilidad puede ser razonabilidad empírica (probabilidad con base en inducciones) y razonabilidad normativa.
2 comentarios:
Que tostón...a la papelera ya !!!
No sé si es material de manual o no pero yo que estudié en facultad de derecho bien hubiese agradecido explicaciones como esta. El derecho no es solo saber la legislación aplicable,que por cierto nadie sabe. Las facultades de derecho sueltan licenciados conocedores de 4 normas que caducan a los dos días, con titulo caduco, sin saber escribrir , y lo que es peor sin saber leer...
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