La
expresión la oímos a diario: los estudiantes tienen derecho a la educación
gratuita, los viejos tienen derecho a una atención personalizada, el pueblo tal
tiene derecho a decidir, los que caminan por las aceras tienen derecho a que
los coches no los salpiquen si hay charcos en la calle, los pastores tienen
derecho a que los lobos no les coman las ovejas, los que viven a la orilla del
río tienen derecho a que se les haga un muro para la contención de las
inundaciones... Hoy en día ya casi nunca decimos “me gustaría que...”, “me
parecería muy justo que...”, “tengo la aspiración a...”, “deberían reconocerme
esto o lo otro”, sino que todas estas expresiones las reemplazamos por un
“tengo derecho a”.
Diríase
que tener derechos es buena cosa y líbrennos los dioses de que nos los quiten
todos, pero en este tiempo la sobredosis retórica de derechos amenaza con
dejarlos todos en papel mojado. Tener derecho a todo viene a ser como no
tenerlo a nada. Hacer efectivos los derechos, del modo que sea, tiene unos
costes y acarrea unos sacrificios sociales. Si han de ser efectivos todos y
cada uno de los que nos ocurran, los costes resultarán insoportables y se
restará de todos y cualesquiera derechos por igual, los importantes y los
banales, los fundados y los que se inventan a humo de pajas o para ganarse unos
votos o unas copichuelas.
Los
derechos cuestan, tienen costes. Cuando se trata de un derecho de libertad, el
coste es para los demás, que han de respetar la esfera protegida por mi
derecho. Que yo tenga derecho a la inviolabilidad de mi domicilio implica que a
los demás les está restringida su libertad deambulatoria, concretamente en lo
referido a entrar en mi casa sin mi permiso; que yo tenga derecho a expresarme
libremente supone que no está permitido a los otros, especialmente al poder
público, censurar mis expresiones o sancionarme por ellas. Cuando son derechos
de carácter prestacional, los costes son directamente económicos, pues alguien
estará obligado a brindarme eso que es mi derecho y a pagar por ello. Si yo
tengo derecho a una pensión de jubilación, deberá la Seguridad Social hacerme
esa aportación económica; y a la Seguridad Social el dinero no le cae del cielo.
Si tengo derecho a una educación pública gratuita, será gratuita para mí a
cambio de que el erario público pague sus costes, y cuando decimos el erario
público, decimos mis conciudadanos. Hablar de mis derechos, en suma, es hablar
de costes de algún tipo para otros, y hablar de derechos de los otros acarrea
asumir costes de algún género para alguien, tal vez para mí también. Lo que yo
haya de recibir alguien me lo estará dando de lo suyo y en lo que mi libertad
se extienda en algo estará poniendo un límite a la libertad ajena. La
reclamación de derechos, especialmente de los de contenido económico, muchas
veces bien justificada, debería ir acompañada de un memorandum en el que se
indicara por qué consideramos que otros o los demás deben pagarnos eso.
Pero
en el actual lenguaje de los derechos la expresión “tener derecho” padece una
ambigüedad grande. Decimos “derecho” en un doble sentido y tendemos a confundir
esos dos sentidos. En su acepción más estricta, un derecho sólo se tiene cuando
hay una norma de Derecho, una norma jurídica, que reconoce u otorga esa
posición. Por ejemplo, en ese sentido tienen las mujeres en España un derecho a
la interrupción voluntaria de su embarazo, al aborto voluntario, dentro de un
determinado plazo legalmente marcado. Esos son los derechos jurídicos, los derechos que dependen del Derecho. Dentro
de cada sistema jurídico los ciudadanos tienen aquellos derechos que
corresponden a lo que las normas de ese concreto sistema les permiten hacer o
no hacer o les facultan pare obtener o recibir. Si en el sistema jurídico de un
Estado X a las mujeres les está prohibido el aborto voluntario, las ciudadanas
de ese Estado no tienen en él un derecho jurídico al aborto voluntario.
En
la jerga política y social se ha metido con gran fuerza una segunda acepción de
derecho, correspondiente a la idea de derecho
moral. Hay ahí problemas terminológicos en los que tal vez no vale la pena
pararse. El problema proviene de que, así como en el lenguaje jurídico el
término “derecho” (como derecho subjetivo) está asentado como descriptivo de la
posición del que tiene un interés o posición ventajosa asignada o reconocida
por una norma jurídica, no hay un equivalente expresivo en el lenguaje moral. Cuando
en los artículos 662 y siguientes del Código Civil se establece quiénes pueden
hacer testamento, decimos con toda naturalidad que se está atribuyendo a esos
sujetos un derecho a hacer testamento. Pero cuando formulamos la norma moral de
que no se debe mentir, no solemos explicarlo diciendo que tenemos un derecho a
que no nos mientan. Seguramente la causa de ese curioso fenómeno está en que
tradicionalmente el lenguaje moral ha sido nada más que el lenguaje de los
deberes, en que la moral se ha orientado a estipular lo que cada uno debe hacer
o no hacer. Por mucho que se hable de la moral de la alteridad o de cosas por
el estilo, el destinatario de la norma moral ha sido el individuo cuyas
alternativas de conducta se quería limitar, no el beneficiario de esas
limitaciones. Se habrá dicho millones de veces que los padres tienen el deber
moral de cuidar de sus hijos y alimentarlos, pero casi nunca que los hijos
tenían el “derecho” (moral) de ser cuidados y alimentados por sus padres. En lo
moral, la expectativa o el interés de la parte beneficiaria de la obligación
iba de suyo y no era el beneficiario el sujeto de la norma. De hecho, y todavía
hoy, si decimos que los hijos tienen derecho al cuidado de sus padres
seguramente estaremos dando ya un sentido jurídico a la expresión y,
correspondientemente, a la idea de ese derecho.
Con
todo y sea como sea, en nuestra época se da un fenómeno de mutua contaminación
del lenguaje jurídico y moral y de los conceptos jurídicos y morales. No sólo
se ha moralizado el Derecho y sus modos de expresión, también se ha
juridificado el lenguaje moral. Y eso es lo que ha llevado a la extrema
equivocidad actual de la expresión “tener derecho a...”. Posiblemente la
mayoría de las veces que hoy oímos a alguien decir que “X tiene derecho a...” o
que “los XX tienen derecho a...” no se está dando expresión a derechos jurídicos,
sino a otra cosa, a lo que va haciendo falta llamar derechos morales, a falta
de mejor y menos equívoca manera de expresarse.
Intentemos
una definición elemental y provisional. Un derecho
moral sería aquel interés o aquella
posición de ventaja o beneficio que tiene el respaldo o el fundamento en una
norma moral. Así como el estatuto jurídico de una persona viene constituido
por las obligaciones jurídicas y derechos jurídicos que el sistema jurídico le
asigna, el estatuto moral de una persona quedaría constituido por los deberes
morales y los derechos morales que el sistema moral (o un sistema moral) le
asigna. Yo, aquí y ahora, tengo una obligación jurídica de no torturar o otros
ciudadanos y un derecho jurídico a no ser torturado por otros ciudadanos. Y
puedo decir que, con arreglo a mi sistema moral o al sistema de moral positiva
dominante, tengo el deber moral de no torturar a otros y el derecho moral de no
ser torturado por otros.
Ese
cuadro conceptual y expresivo no tiene mayores inconvenientes. Los problemas
aparecen cuando el derecho moral es invocado con pretensiones de ser, por sí y
sin más, un derecho jurídico. Yo puedo decir que tengo un derecho a X (en el
entendido de que hablo de lo que en principio es un derecho moral) con diverso
propósito. Trabajemos con un ejemplo. Puedo afirmar que tengo derecho a que el
panadero me venda el pan a mitad de precio si yo estoy en paro y no tengo
ingresos. Mi pretensión al enunciar tal derecho moral mío puede ser de uno de
estos tres tipos:
a)
Puedo querer decir que el panadero actúa inmoralmente si, hallándome en dicha
situación, no me vende el pan con esa rebaja; es decir, que el panadero estaría
incumpliendo su deber moral y que merecerá por esa razón el tipo de reproche o
sanción que sean propios del incumplimiento de las normas morales.
b)
Puedo querer indicar que el legislador (jurídico) debería hacerse cargo de esa
situación de inmoralidad o injusticia y convertir aquel deber moral del
panadero en obligación jurídica del panadero y mi derecho moral en derecho
jurídico reclamable ante las instituciones jurídicas pertinentes y
salvaguardado por ellas. Lo que estoy pidiendo, entonces, es que quien tenga la
competencia legislativa correspondiente haga una norma jurídica con el
contenido de aquella norma moral que invoco.
c)
Puedo tratar de expresar que por ser ese mi derecho moral es, al tiempo y sin
más, un derecho jurídico, de manera que estoy facultado para reclamar su
efectividad ante las instituciones a tal efecto dispuestas por el sistema
jurídico. En suma, que puedo acudir a los jueces para que apliquen como
plenamente jurídica la norma moral que obliga al panadero a hacerme el
descuento en el precio del pan.
En
los dos primeros sentidos no hay más problema que el que lleva consigo la equivocidad
de la expresión “derecho” en tales tipos de expresiones. Está claro que se
habla de derecho moral, en el primer caso para formular un juicio moral y en el
segundo para formular un juicio político. El problema teórico o conceptual
importante está en el tercer caso, el c). En esa ocasión el hablante puede
hallarse en dos tesituras:
(i)
Es un artificio retórico mediante el que se quiere convencer a los jueces para
que en sus sentencias decidan en el sentido que interesa.
(ii)
Se denota una concepción del Derecho en la que la moral o la justicia forman
parte esencial de los sistemas jurídicos, de manera que las normas morales, o
al menos algunas de ellas, son al mismo tiempo y por sí normas jurídicas y lo
son de rango superior, dentro de los sistemas jurídicos, al de las normas
positivas o legisladas. Así puestas las cosas, tendríamos que los derechos
morales son también derechos jurídicos. Nos hallaríamos, así, una bipartición
de los derechos jurídicos, pues habría derechos puramente jurídicos (aquellos
que no tienen correspondencia con un derecho moral) y habría derechos
moral-jurídicos, derechos que son jurídicos por ser morales aunque no estén
anclados en una norma jurídico-positiva del respectivo sistema jurídico.
Con
este último planteamiento aparecerán varios problemas graves. El primero se
refiere a cuál es la moral o el sistema moral que tiene esa capacidad para que
sus normas no sólo obliguen al sujeto como obligan las normas morales, sino que
también obliguen a todos los ciudadanos del modo que obligan las normas
jurídicas, con el respaldo de la coacción estatal y de modo que los jueces
deban aplicar esas normas morales como normas de Derecho y hasta con
preferencia a las normas jurídico-positivas o legisladas.
En
sistemas jurídico-constitucionales como los que actualmente tenemos, en los que
están reconocidos y protegidos el pluralismo moral y la libertad de creencias
de los ciudadanos, no tiene mucho sentido o encaje defender que hay una moral
única o sólo una moral verdadera o una moral preferente que colectivamente
tenga que ser impuesta. Podría argumentarse que se trata del mínimo común
compartido por los diversos sistemas morales en la sociedad vigentes, pero ese
mínimo moral común, si es que lo hay, muy difícilmente va a aportar normas
capaces de dirimir los conflictos sociales que dan pie a los llamados casos
jurídicamente difíciles y moralmente discutibles. En materias como el aborto,
la eutanasia, los límites del mercado y la regulación de las relaciones
económicas o, en general, la distribución de beneficios y costes sociales, no
hay unas pautas morales generalmente o muy mayoritariamente compartidas en
nuestra sociedad. Dar prioridad a una determinada concepción moral para hacer
valer como jurídicas sus soluciones de esos casos equivale a discriminar a los
ciudadanos que no comparten tales creencias morales y que tienen
constitucionalmente reconocido un derecho igual a la libertad de creencias y a
la defensa de las mismas por vía política. En una constitución que reconozca el
pluralismo de creencias, por definición no puede haber una moral de fondo o
moral densa que obligue como moral constitucional o constitucionalizada. La
única moral constitucionalizada es la que se trasluce en los significados
posibles de los enunciados constitucionales, pero esa moral constitucionalizada
no es armónica y resolutiva, sino dialéctica o en tensión y, además, reconduce
al poder decisorio de los órganos constitucionalmente habilitados para sentar
normas o dirimir conflictos, incluidos los conflictos interpretativos del texto
constitucional.
El
mismo problema nos topamos si, al modo del neoconstitucionalismo, pretendemos
que se trata del mínimo moral constitucionalizado, incluido en el catálogo de
valores, principios y derechos expresamente recogido en enunciados
constitucionales, como cuando la Constitución Española dice en su artículo 1
que la justicia es valor superior del ordenamiento jurídico. En lo que los
valores constitucionales coinciden o se solapan con las preferencias morales
diversas de los ciudadanos, esos valores carecen de capacidad resolutiva de los
casos difíciles, pues los casos difíciles son precisamente aquellos que,
Constitución en mano y a tenor de los valores, principios y derechos
constitucionales, no admiten una solución única, sino dos por lo menos, ambas
con idéntico fundamento constitucional. Ya hablemos, por ejemplo, de aborto, de
eutanasia, de medidas de acción afirmativa o de cualesquiera conflictos entre
derechos fundamentales o entre derechos de libertad y derechos sociales o entre
derechos individuales y derechos colectivos o entre derechos de libertad y
directrices de acción estatal, en la misma Constitución vamos a hallar
argumentos perfectamente válidos en favor de cualquiera de las opciones en
pugna. Del hecho de que, como subrayan los neoconstitucionalistas, las
Constituciones actuales estén preñadas de enunciados de contenido moral y de
referencias a valores y principios morales no se sigue en modo alguno la
capacidad resolutiva de tales pautas morales, precisamente porque ésas que las
Constituciones recogen están entre sí en insoluble tensión y con contenidos que
entre sí se contradicen. La moralidad constitucional es dialéctica y
contradictoria, las Constituciones incluyen elementos morales difícilmente
conciliables, debido a que estas Constituciones buscan el consenso de
ciudadanos con visiones de la vida, del bien y de la sociedad justa
perfectamente heterogéneas, pero igualmente legítimas, si el pluralismo es
tomado en serio. De ahí que las mismas
Constituciones indiquen la salida para el conflicto moral: que sea ley nada más
que lo que determine democráticamente y en el proceso político la mayoría, con
respeto a las minorías y salvando ciertas esferas de intangibilidad de los
individuos. La moral de la mayoría ya está en la ley y la imposición de una
moral minoritaria por vía contramayoritaria es flagrante contradicción de la
soberanía popular. Naturalmente que cabe la disconformidad social con los
contenidos de la ley democrática, pero en la Constitución está claramente
marcado el camino: la acción política de los ciudadanos y el ejercicio de los
derechos políticos como cauce para modificar la ley tenida por inmoral o
injusta.
Dejemos
de lado el problema anterior y veamos uno más. Si asumimos que los derechos
morales son también derechos jurídicos, habremos de tener alguna pauta o metro
para conocer cuáles derechos morales son derechos jurídicos. Pongamos que yo,
en lo moral, me guío por un conjunto de normas morales que forman mi sistema
moral, que seguramente será compartido por otra serie de ciudadanos con una
concepción de la vida y del bien similar a la mía. A ese conjunto de normas de
mi moral y de la de los de mi tendencia lo llamamos SM1. Acabamos de
ver que otros ciudadanos pueden acogerse a otros sistemas morales SM2...SMn
y que la dificultad se hallaba en determinar cuál de ellos ha de valer
simultáneamente como productor de normas que por ser morales son, sin más,
jurídicas. Ahora hablamos de otra cosa, del problema de cuáles de las normas de
mi sistema moral SM1 puedo yo pretender que rijan para todo el país
como normas al mismo tiempo jurídicas y que como tales sean impuestas y
aplicadas por los jueces.
Naturalmente,
yo comenzaré por entender que el sistema moral mío es el que contiene las normas
de la moral verdadera u objetivamente correcta, mientras que los otros sistemas
morales lo son de la moral errada. Todo el que mantiene que la moral es parte
del Derecho ha de partir de que es la moral correcta o verdadera la que tiene
tal función, y jamás encontraremos a nadie que al mismo tiempo afirme que las
normas morales son también Derecho, pero que lo son las normas morales de un
sistema moral ajeno, no las del suyo, pues el suyo es un sistema de moral
errónea o falsa. Pero entonces tendremos que preguntarnos qué normas morales va
a aplicar un juez que acepte que las normas morales son jurídicas, y la
respuesta es clara: las suyas, las de su moral personal, que tendrá por la
moral verdadera y correcta. Para que un juez aplique como Derecho las normas de
mi moral tendría yo que haberlo convencido previamente de dos cosas
interrelacionadas: que la moral correcta es la moral mía y que la moral suya,
la del juez, es errónea.
Pero
estábamos con la cuestión de cuáles normas morales de mi sistema SM1
puedo yo pretender que a la vez sean jurídicas y operen como jurídicas.
Supóngase que una norma de SM1 dice que es inmoral que los hijos
sean educados por personas distintas de sus padres y que lo moralmente exigible
es que los niños no vayan a la escuela y sean formados en casa. ¿Puedo aspirar
a que ese derecho moral mío a ser el único que eduque a mis hijos obre para la
comunidad como derecho jurídico? ¿Derecho nada más que mío? ¿Derecho de todos
los que compartan esa convicción moral? Responderán a esto muchos iusmoralistas
que no, que no puede ser jurídico cualquier derecho moral, sino que nada más
que son derechos morales y moral-jurídicos los emanados de las normas de la
moral correcta. ¿Pero por qué no es correcta esa moral mía? Tal vez se me conceda
que de acuerdo, que prescindamos de la idea fuerte de corrección moral y que
sea reconocido ese derecho moral que invoco. Pero entonces caemos en una
auténtica pendiente resbaladiza, ya que si se me reconoce a mí ese derecho
moral como derecho moral-jurídico, prescindiendo de la idea de corrección
moral, habrá también que reconocer cualesquiera otros de otras personas, o una
infinidad de ellos, incluso derechos perfectamente contradictorios e
incompatibles entre sí.
En
caso de que, para salvar esos inconvenientes, se diga que nada más que pueden
contar como derechos moral-jurídicos aquellos derechos morales que tengan
cierta propiedad o señal peculiar, arribaremos a la definitiva paradoja:
estaremos negando la idea de derechos morales que de mano afirmábamos,
estaremos juridificando los derechos morales y acabamos en la postura opuesta:
puesto que los derechos morales son derechos jurídicos, nada más que pueden ser
derechos morales los que puedan ser jurídicos, a tenor de la “regla maestra” o
pauta de reconocimiento de la juridicidad que hayamos establecido. Por ese
camino juridificamos la moral a base de llamar Derecho únicamente a la moral
nuestra y de negar a los otros no sólo sus derechos morales en cuanto derechos
morales, sino de negarles incluso la condición propiamente moral de su moral.
4 comentarios:
Igual toda esta discusión de la separación entre moral y Derecho solo necesita precisar lo que se entiende por Derecho, lo que se espera de él, y obrar en consecuencia.
Siempre será mejor que la palabrería vana con la que llenamos nuestras constituciones y a la que sometemos la diarrea legislativa (o motorizada) del turno de oficio de salvapatrias que nos gobierna, o nos va gobernando.
Un saludo.
Es que cuando lee uno mucho a Ferajolli le acaba entrando la risa floja...Los únicos derechos que podemos decir que tenemos, en cuanto que podemos exigirlos, son justamente los no cuantificados o cuantificables, y los podemos exigir de los poderes públicos en esa justa medida...es decir, tenemos derechos siempre y cuando no supongan ningún coste al Estado, es otro eufemismo como manifestarse en paz, recoger firmas para una ILP no vinculante, o aguantar la ley de educación del subnormal de turno del ministerio. Es decir tenemos un gran, enorme, superderecho a morirnos en paz, a estar callados en un rincón, como sonriendo. Lo de vivir, al menos dignamente, se lo paga cada uno con su visa. Ya no sé decirle si moralmente o a pelo...
Curioso : simplemente se les urge a que paguen- El Tribunal de Cuentas alerta de que existen en España ya 17 partidos políticos que, aunque se nutren de subvenciones públicas, se encuentran en situación de quiebra técnica. Encabezan la lista Convergencia i Unió e Izquierda Unida con un agujero patrimonial de 21.3 millones y 14, respectivamente, incluidos sus asociados.
"Se observa formaciones políticas que presentan a cierre de los respectivos ejercicios patrimonio neto negativo", desvela el Tribunal de Cuentas en el informe que acaba de remitir al Congreso de los Diputados y que cubre los ejercicios 2009, 2010 y 2011, al que ha tenido acceso EL MUNDO. Asegura que en el último ejercicio fiscalizado, el de 2011, son ya 17 los partidos políticos con patrimonio neto negativo, es decir, en quiebra técnica.
Por tanto, el Tribunal de Cuentas les urge en sus conclusiones, aprobadas la pasada semana, "a ajustar sus actividades económicas con objeto de alcanzar el necesario reequilibrio patrimonial, habida cuenta de que los ingresos públicos representan la mayor parte de los ingresos registrados".
El primer ejemplo que pone es llamativo. Los estudiantes SÍ tienen derecho a la educación obligatoria (primaria y secundaria) GRATUITA, así como el bachillerato. Lo dice la Legislación española vigente a día de hoy.
Respecto a la educación que se califique de BÁSICA, la Legislación no puede decir otra cosa, porque lo dice la Constitución (27.4 CE).
¿Literatura que consultar al respecto? Me interesa profundizar en el tener derecho.
Publicar un comentario