¿Es España un país avinagrado? Difícil contestar en
términos generales porque de todo hay entre nosotros: quien se cabrea con
rapidez, quien asume mansamente y con la sonrisa en los labios los mayores
dislates. Para empezar a deslindar, habría que distinguir entre el peatón y el
conductor de un coche. Aquél suele ser educado, saluda a los vecinos, desea los
buenos días y hasta hace poco echaba un piropo a una joven lozana, lo que hoy
está rigurosamente prohibido por esas Ordenanzas que han puesto en vigor
autoridades tan inflexibles como anónimas.
Ahora bien, ese mismo paisano, en cuanto conductor,
se trueca en un ser de malos modales pronto al insulto y aun a la gesticulación
soez. Cómo y por qué se produce esa transformación es misterio al alcance tan
solo de psicólogos muy estudiados.
Porque no es el viaje ni el hecho de estarnos
trasladando de un punto a otro el origen de nuestro cambio de conducta. Y ahí
está para demostrarlo el viajero de ascensor a quien podemos catalogar como el
ser más educado de nuestro entorno: abre
la puerta, cede el paso, oprime gentil el botón, se despide etc. El ascensor es
así un habitáculo de efectos contrarios a los del coche: un lugar que acoge la
más pulida urbanidad y donde nos hisopeamos mutuamente las mejores encomiendas.
Quedamos pues en que nuestros compatriotas a veces
exhiben buena crianza y otras, ay, modales desabridos o esquivos. A veces nos
topamos con seres sonrientes, otras con personas que gastan cara de acelga,
verdura a la que se atribuye -con injustificado apresuramiento- una gravedad
fúnebre y espesa.
Donde no hay posibilidad de equivocarse es en el
mundo de la exhibición de la moda. ¿Han advertido ustedes la cara de mala leche
que gastan las señoritas y señoritos que nos anuncian los vericuetos por donde,
en la próxima saison, va a discurrir
el largo de las faldas o la holgura de los pantalones?
Es verdad que tales profesionales tienen, al menos
en lo que a las mujeres se refiere, hechuras moderadas, adarmes como peso y
curvas como tildes, de forma que al cabo todo en ellas se salda en un cuerpo en
alarma de perfiles y en sorbos de adolescencia. Pero al mismo tiempo estas
mujeres son adorables, lucen una piel agradecida, evocan placeres prohibidos,
se las desea como estatuas altivas encumbradas allá en la lejanía de sus
pedestales de mármol.
Porque son ramillete de juventudes, brillantes como
ascuas puras. Seductoras libres de ojeras y de las huellas desapacibles de la
fatiga. Y, sin embargo, ¡qué cara de mala leche gastan!
¿A qué se deberá? ¿Les apretarán los zapatos? ¿las
flagela con rigor el modisto que las viste? ¿se mueren de envidia hacia la
compañera con mejor caché? ¿por qué, decidme, avanzáis melancólicas? ¿sois, por
acaso, avecillas desventuradas? ¿cuál es en definitiva la razón de ese rictus
implacable?
Por si de algo os sirve: el día en el que os vea
desfilar con caras ataviadas de contento soy capaz incluso de comprar una de
esas extravagancias que condecoran vuestros cuerpos.
1 comentario:
Creo que fue Wittgenstein el que dijo aquello de que para decir tonterías mejor callarse, o semejante.
Entiendo la molicie de ser eurocobrante pero aún así...
Saludos varios.
Publicar un comentario