Vaya por delante una declaración personal: no soy monárquico, como se verá, pero tampoco me molesta especialmente la monarquía que tenemos. Existen tantos problemas en esta sociedad, quedan tantos entuertos por deshacer y se avizoran tantas averías, que el hecho de que los borbones reinen dentro del marco que la Constitución les traza no me quita el sueño ni un instante. Por mí que sigan, si quieren. Pero dudo que puedan por mucho tiempo, ya que me parece que la propia institución soporta hoy contradicciones tan potentes, teóricas y prácticas, que irremisiblemente, creo, acabarán por restarle todo atisbo de la legitimidad que con su acatamiento la sociedad le brinda. De eso quiero hablar un rato.
Estamos bajo el impacto mediático del nacimiento de la hija de Letizia, que así es como la gente mayormente lo ve. Es éste uno de esos días en que más vale apagar radios y televisores y no ir a la tienda. Esto cabreará a muchos, y a un servidor también, pero debemos quizá reconocer que tamaño bombardeo no es exclusivo de las bodas reales o el nacimiento de herederos del trono. Pon que un día Raúl, el futbolista, tenga trillizos o que Ronaldo se case con un señor modelo –de todo se cansa uno y en la variedad está el gusto- y verás que el despliegue no será mucho menor.
La pregunta crucial es cómo se justifica que Leonor vaya a ser reina, en su caso, y cualquier otro niño que nazca hoy mismo tenga ese oficio como el único que le está vedado, en esta sociedad en la que la Constitución garantiza cosas tales como la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades (más o menos), el principio de mérito y capacidad y la libre elección de profesión u oficio. Si a la vieja pregunta de vecino solícito sobre qué quiere ser de mayor, el niño de nuestro barrio le responde que rey o reina (lo cual ya es independiente del sexo del mocoso, pues habría que pensar también qué inconveniente constitucional aplicaríamos al niño que declarase que de mayor quiere ser reina; y a la inversa), ¿cómo le explicamos que no, que todo lo más consorte, pero que lo de rey o reina en propiedad le está impedido por apellidarse García o Zunzunegui y ser hijo de su madre y de su padre? Semejante cuestión nos arroja de bruces sobre el gran tema de la fuente y la justificación de la legitimidad monárquica; es decir, nos lleva a buscar o repasar razones por las que uno o una va a ser rey o reina por razón de nacer de rey o reina, mientras que a todos los demás no se les da la posibilidad de llegar a tal por no llevar esos genes o esa sangre y, de rebote y por lo mismo, también se les birla la ocasión de ser Jefe de Estado, pues el puesto está ocupado por el rey de su madre y de su padre.
Antes de entrar en el espinoso asunto, consuélese el vulgo un rato y piense que algo se ha avanzado, pues un hijo mío no podría reinar sino como consorte, pero un nieto sí que podría con el tiempo ocupar el trono en propiedad. ¿Cómo así? Pues porque si mi hijo se casa con Leonor de Borbón y Ortiz (por cierto, ya que a la mamá le gusta trastocar la ortografía castellana en cosa de nombre, por qué no le metieron una h por ahí, tal que se escribiera Lehonor, pongamos por caso?) siendo ésta reina, sus hijos encabezarían la línea sucesoria. Y de paso, más sangre asturiana para esta segunda edición de la monarquía astur. Y en el escudo unes fabes, cagunmimanto. Esta posibilidad teórica de que un nieto/a mío o de cualquiera de los amables lectores no reales trinque trono para él y para su descendencia no se daba hace poco, pues obligados estaban los herederos de la corona a casarse con quien llevara en sus venas sangre real, que no quiere decir verdadera sangre, sino sangre de reyes. Cosa que tenía su sentido, como pasamos a ver.
¿Cómo llegaron a reyes los antepasados de los que lo son y cómo convencieron al personal de que estaban donde les correspondía al estar en el trono? Busquemos por donde busquemos, en los orígenes vamos a encontrar poder, ya sea poder guerrero o poder económico, y más fácilmente la síntesis de ambos. Jamás ocurrió en pueblo alguno, que se sepa, que buscaran para rey a uno que se ganaba la vida herrando caballos o enseñando latines, por ejemplo. Hacía falta, como mínimo, solmenarle a alguien y ganar unas batallas. Ahí tenemos los asturianos a Pelayo haciendo en Covadonga con el moro lo que muchos hoy quisieran, y fundando con ello dinastía, pese a la incomprensión del oso que se cepilló a Favila, su heredero. Esa sería una bonita discusión en la que sin duda un día se embarcará el nacionalismo asturiano, tan necesario en esta malhadada época en la que no tienes futuro si no eres nación y no cuentas con ancestros presentables y guerreros: si era más asturiano Favila, al fin y al cabo hijo del inmigrante Pelayo (por cierto, que los borbones también son inmigrantes en origen, si nos ponemos así; aunque más a lo Zidane que en plan patera) o el oso que se lo merendó. Pero volvamos al hilo.
Así que el primero de una familia que pilla cetro de rey siempre le ha atizado a alguien, ya sea en la crisma o en el monedero. Pero luego eso se olvida o pasa a un plano muy secundario, pues sobreviene la legitimidad, que es la justificación teórica exitosa que se da a cualquier poder para que en él no se vea abuso personal del que manda, sino noble desempeño por el bien de todos y en nombre de la justicia debida. Ahí concurrirán filósofos, pintores, arquitectos, historiadores, literatos, bardos y curas para hacer ver que quien impera no lo hace por ser de natural mandón o propenso a la egolatría, sino cumpliendo con una misión más alta, y hasta dolorosa. Cuando resulta exitosa esa construcción de legitimidad, deja de verse en el que gobierna a la persona de carne y hueso y comienza a ser percibida como altísima institución, mejor cuanto menos de este mundo. Por eso no hay cuadros ni representaciones de reyes haciendo caca o eruptando, v.gr., sino siempre en posición de grandiosa magnificencia, como si hubieran nacido únicamente para ganar batallas y acrecentar el éxito y la riqueza de su nación, como Maragall, que se pirraría por ser rey y hace lo que puede, con bufones y todo en su corte de plástico. Al lector inquieto le remito a un libro magnífico de Peter Burke titulado La fabricación de Luis XIV, donde ese gran historiador de la cultura nos enseña cómo se construyó en su tiempo la imagen de ese rey que todos llegaron a ver efectivamente como Rey Sol y no como paisano corriente que, eso sí, mandaba un huevo. Porque son cosas distintas cuánto se manda y ser rey o no. Para lo primero hay que tener mucha guita y/o muy mala leche. Para lo sengundo hay que tener legitimidad monárquica. Por eso Polanco no es rey y Juan Carlos I sí, mismamente.
La principal fuente de legitimidad monárquica fue durante muchos siglos la teología. Se entendía y se propagaba que el rey lo era por designio divino, por la gracia de Dios, como el general pequeñajo aquel que tuvimos por aquí y que no se hizo rey porque ya había un candidato titular. Preguntados en la Edad Media los grandes pensadores sobre por qué le competía al rey ser rey, la respuesta solía ser que porque así lo había querido Dios. Unos nacían para herreros o zapateros, por ejemplo, por ser hijos de herreros y de zapateros y porque a esa familia la había elegido Dios para herrar o hacer zapatos por los siglos de los siglos. Y a otra familia la había señalado para reinar. Así de sencillo. Por eso nunca podría reinar un zapatero ni hacer zapatos uno de sangre real. Según el pensamiento de entonces, el orden social era y debía ser reflejo y expresión de un orden de la Creación pergeñado por Dios, y supremo mandato para cada uno era el de conformarse y cumplir con el lugar que en semejante esquema del mundo le asignó en origen el Supremo Hacedor. Luego, en el cielo, todos plebe, eso sí, que allí el trono no se le discute al dueño del invento.
Lo de que el rey lo era por la voluntad de Dios coló mientras coló. A unos, como Luis XVI and family, la cosa les costó un disgusto grande. Otros, como las mil monarquías de los territorios alemanes durante tres cuartos del siglo XIX, se fueron adaptando y buscando justificación de su rol en razones más mundanas, como la tradición o la experiencia. Pero, al fin, todas las monarquías que pervivieron acabaron por convertirse en monarquías parlamentarias, previo paso a veces por la monarquía constitucional (el que quiera ver las diferencias entre las dos que se vaya a Wilkipedia, y listo). Monarcas como los de antes, de poder absoluto y legitimación indiscutible por la cuenta que le tiene al pueblo, ya no quedan en Europa y sólo podemos verlos en lugares como Cuba y, pasito a pasito, en Venezuela. Por eso todos los actuales republicanos españoles son tan férreamente anticastristas, por su fe en la igualdad de oportunidades y en la democracia sin límites ni excepciones.
En la monarquía parlamentaria el rey reina, pero no gobierna. Su poder es escasísimo y su papel simbólico y representativo. No muy distinta en esto su función de la de los Presidentes en las Repúblicas no presidencialistas. Es decir, ordenan poco pero van a muchas cenas oficiales y andan todo el día entre banderas. Como Maragall.
Es como cuando te tienen fichado y disimulas, adoptando una vida de perfil bajo. Piensas que a lo mejor si no das mucho el cante ni te haces notar inoportunamente, pasas desapercibido y nadie pregunta qué diantre haces ahí todavía. Porque, si ya nadie dice ni se cree que el rey lo sea porque Dios lo hizo así o porque resulte el más sabio o experto en las lides del gobierno, un día a uno se le va a ocurrir la gran interrogación: ¿por qué es rey el rey, ahora que lo pienso? Correrán de tres en fondo los juristas, que son los que más corren y se corren cuando de justificar poderes y cargos se trata, a declarar que porque así lo dispuso el poder constituyente y quedó fijado en la Constitución. Pero, ay, amigo, precisamente ahora andamos consternados ante la dolorosa conciencia de que las constituciones se hacen, se deshacen, se doblan, se desdoblan, se pliegan y se planchan, pues hasta vamos a meterle pronto una modificación a la nuestra para que no se quede sin destino Leonor en caso de que el próximo o el siguiente salgan con colita. Y ya están los malos declarando a troche y moche, sin respetar la alegría de día tan señalado, que, puestos a cambiar para que pueda reinar sin sombra Leonor, cambiemos más, para que también lo pueda el hijo del panadero; o Maragall, sin ir más lejos. Y sé yo de uno, nacido en Valladolid, pero que pasa por leonés, al que se le hace el popó gaseosa sólo de pensar cómo luciría él en todo un trono, con esos ojos, ay madre. Y, si no, de Jefe de Estado, qué le vamos a hacer, menos es nada. Ahí se jorobó el tripartito, salvo que consiguieran hacer una Jefatura una y trina, que cosas más raras se han visto. Y Rajoy de republicano total en ese caso, dando coña, digo caña.
Broma a broma, hemos llegado a la pregunta del millón: ¿cómo se legitima hoy una monarquía? En la respuesta que en la teoría y en los hechos se brinda a esta cuestión es donde me parece que late la gran contradicción que acabará con la monarquía, su destructiva paradoja interna. Porque todo el esfuerzo de las casas reales y de los que fabrican -ahora mediáticamente- su legitimación se dirige a mostrar dos cosas: que lo que justifica que el rey sea rey es su profesionalidad y que, fuera de eso, es una persona como cualquier otra, con sus pasatiempos, su sentido del humor, su gusto por los amigos, las motos o los barcos, su afición al deporte o a las setas con torreznos y hasta sus debilidades, incluidas las de bragueta o, si fuera el caso, el corpiño (no me he atrevido a culminar el paralelismo; tanto hablar y mira, me corto hasta yo). Parte fundamental de esa reconstrucción de la legitimidad monárquica por la vía de hacer ver que la sangre real no le hace a uno tan distinto es la política matrimonial. Antes, como ya indiqué, se suponía que la sangre real hacía seres de otro calibre, por lo que esa sangre no debía mezclarse con la plebeya, no fueran a salir herederos sin la debida majestad. Ahora no, al contrario. Para que aceptemos la monarquía se nos deja ver que cualquiera puede ligar con heredero o heredera real y que basta ser bombón para casar con borbón, por ejemplo, con lo que sí se democratiza un poco la institución por la parte del consorte y se somete al muy moderno principio de mérito y de capacidad. Yo jamás reinaré, pero tal vez un nieto mío sí. Oh cielos, la entronización de los garcíamado. Que tiemblen Maragall y su alcurniosa descendencia.
Pero el pueblo se va a conformar poco rato con tan estrecha vía. Y se pondrá a pensar que para profesional bueno, uno mismo o cualquiera de sus hijos. Y con don de gentes, y deportistas, y simpáticos a carta cabal, y con muy buena presencia, adónde vas a parar. Y que parece mentira que no pueda llegar a reina la mi Jennifer, a ver qué tiene la Leonor esa que le falte a mi niña, por Dios. O mi Borja Iker. Y que por qué va a tener que ligar con esa tía para llegar a rey, si vale mucho más que ella, ya te digo. Cuando ese sea el tono que predomine en bares, tiendas y cenas de los sábados con amigos, adiós monarquía, todo el personal se habrá hecho republicano en nombre de la igualdad de oportunidades para reinar. O se pedirá que el rey se elija en una Operación Reinado o en un Gran Monarca, con los votos de los telespectadores. Y, si lo piensas bien, por qué no; salvo que fijo que gana un Maragall, con el saber estar que tienen en esa familia, que míralos qué naturales y desprendidos.
Si yo fuera el papi o la mami de Leo convocaría a lo mejor del seso nacional para fabricar una reina; o para implorar un milagro. Si no, ya la veo yo ganándose la vida en Tele 5, la pobre.
Pero por mí que reine, en serio. Porque todo lo que se me ocurre como recambio me da más temor; o más risa. Y porque como no la tengamos a ella de reina, tardaremos mucho más en tener a una mujer de Jefa del Estado. ¿No ven lo que pasa en el gobierno, que la más inteligente está de segundona?
Estamos bajo el impacto mediático del nacimiento de la hija de Letizia, que así es como la gente mayormente lo ve. Es éste uno de esos días en que más vale apagar radios y televisores y no ir a la tienda. Esto cabreará a muchos, y a un servidor también, pero debemos quizá reconocer que tamaño bombardeo no es exclusivo de las bodas reales o el nacimiento de herederos del trono. Pon que un día Raúl, el futbolista, tenga trillizos o que Ronaldo se case con un señor modelo –de todo se cansa uno y en la variedad está el gusto- y verás que el despliegue no será mucho menor.
La pregunta crucial es cómo se justifica que Leonor vaya a ser reina, en su caso, y cualquier otro niño que nazca hoy mismo tenga ese oficio como el único que le está vedado, en esta sociedad en la que la Constitución garantiza cosas tales como la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades (más o menos), el principio de mérito y capacidad y la libre elección de profesión u oficio. Si a la vieja pregunta de vecino solícito sobre qué quiere ser de mayor, el niño de nuestro barrio le responde que rey o reina (lo cual ya es independiente del sexo del mocoso, pues habría que pensar también qué inconveniente constitucional aplicaríamos al niño que declarase que de mayor quiere ser reina; y a la inversa), ¿cómo le explicamos que no, que todo lo más consorte, pero que lo de rey o reina en propiedad le está impedido por apellidarse García o Zunzunegui y ser hijo de su madre y de su padre? Semejante cuestión nos arroja de bruces sobre el gran tema de la fuente y la justificación de la legitimidad monárquica; es decir, nos lleva a buscar o repasar razones por las que uno o una va a ser rey o reina por razón de nacer de rey o reina, mientras que a todos los demás no se les da la posibilidad de llegar a tal por no llevar esos genes o esa sangre y, de rebote y por lo mismo, también se les birla la ocasión de ser Jefe de Estado, pues el puesto está ocupado por el rey de su madre y de su padre.
Antes de entrar en el espinoso asunto, consuélese el vulgo un rato y piense que algo se ha avanzado, pues un hijo mío no podría reinar sino como consorte, pero un nieto sí que podría con el tiempo ocupar el trono en propiedad. ¿Cómo así? Pues porque si mi hijo se casa con Leonor de Borbón y Ortiz (por cierto, ya que a la mamá le gusta trastocar la ortografía castellana en cosa de nombre, por qué no le metieron una h por ahí, tal que se escribiera Lehonor, pongamos por caso?) siendo ésta reina, sus hijos encabezarían la línea sucesoria. Y de paso, más sangre asturiana para esta segunda edición de la monarquía astur. Y en el escudo unes fabes, cagunmimanto. Esta posibilidad teórica de que un nieto/a mío o de cualquiera de los amables lectores no reales trinque trono para él y para su descendencia no se daba hace poco, pues obligados estaban los herederos de la corona a casarse con quien llevara en sus venas sangre real, que no quiere decir verdadera sangre, sino sangre de reyes. Cosa que tenía su sentido, como pasamos a ver.
¿Cómo llegaron a reyes los antepasados de los que lo son y cómo convencieron al personal de que estaban donde les correspondía al estar en el trono? Busquemos por donde busquemos, en los orígenes vamos a encontrar poder, ya sea poder guerrero o poder económico, y más fácilmente la síntesis de ambos. Jamás ocurrió en pueblo alguno, que se sepa, que buscaran para rey a uno que se ganaba la vida herrando caballos o enseñando latines, por ejemplo. Hacía falta, como mínimo, solmenarle a alguien y ganar unas batallas. Ahí tenemos los asturianos a Pelayo haciendo en Covadonga con el moro lo que muchos hoy quisieran, y fundando con ello dinastía, pese a la incomprensión del oso que se cepilló a Favila, su heredero. Esa sería una bonita discusión en la que sin duda un día se embarcará el nacionalismo asturiano, tan necesario en esta malhadada época en la que no tienes futuro si no eres nación y no cuentas con ancestros presentables y guerreros: si era más asturiano Favila, al fin y al cabo hijo del inmigrante Pelayo (por cierto, que los borbones también son inmigrantes en origen, si nos ponemos así; aunque más a lo Zidane que en plan patera) o el oso que se lo merendó. Pero volvamos al hilo.
Así que el primero de una familia que pilla cetro de rey siempre le ha atizado a alguien, ya sea en la crisma o en el monedero. Pero luego eso se olvida o pasa a un plano muy secundario, pues sobreviene la legitimidad, que es la justificación teórica exitosa que se da a cualquier poder para que en él no se vea abuso personal del que manda, sino noble desempeño por el bien de todos y en nombre de la justicia debida. Ahí concurrirán filósofos, pintores, arquitectos, historiadores, literatos, bardos y curas para hacer ver que quien impera no lo hace por ser de natural mandón o propenso a la egolatría, sino cumpliendo con una misión más alta, y hasta dolorosa. Cuando resulta exitosa esa construcción de legitimidad, deja de verse en el que gobierna a la persona de carne y hueso y comienza a ser percibida como altísima institución, mejor cuanto menos de este mundo. Por eso no hay cuadros ni representaciones de reyes haciendo caca o eruptando, v.gr., sino siempre en posición de grandiosa magnificencia, como si hubieran nacido únicamente para ganar batallas y acrecentar el éxito y la riqueza de su nación, como Maragall, que se pirraría por ser rey y hace lo que puede, con bufones y todo en su corte de plástico. Al lector inquieto le remito a un libro magnífico de Peter Burke titulado La fabricación de Luis XIV, donde ese gran historiador de la cultura nos enseña cómo se construyó en su tiempo la imagen de ese rey que todos llegaron a ver efectivamente como Rey Sol y no como paisano corriente que, eso sí, mandaba un huevo. Porque son cosas distintas cuánto se manda y ser rey o no. Para lo primero hay que tener mucha guita y/o muy mala leche. Para lo sengundo hay que tener legitimidad monárquica. Por eso Polanco no es rey y Juan Carlos I sí, mismamente.
La principal fuente de legitimidad monárquica fue durante muchos siglos la teología. Se entendía y se propagaba que el rey lo era por designio divino, por la gracia de Dios, como el general pequeñajo aquel que tuvimos por aquí y que no se hizo rey porque ya había un candidato titular. Preguntados en la Edad Media los grandes pensadores sobre por qué le competía al rey ser rey, la respuesta solía ser que porque así lo había querido Dios. Unos nacían para herreros o zapateros, por ejemplo, por ser hijos de herreros y de zapateros y porque a esa familia la había elegido Dios para herrar o hacer zapatos por los siglos de los siglos. Y a otra familia la había señalado para reinar. Así de sencillo. Por eso nunca podría reinar un zapatero ni hacer zapatos uno de sangre real. Según el pensamiento de entonces, el orden social era y debía ser reflejo y expresión de un orden de la Creación pergeñado por Dios, y supremo mandato para cada uno era el de conformarse y cumplir con el lugar que en semejante esquema del mundo le asignó en origen el Supremo Hacedor. Luego, en el cielo, todos plebe, eso sí, que allí el trono no se le discute al dueño del invento.
Lo de que el rey lo era por la voluntad de Dios coló mientras coló. A unos, como Luis XVI and family, la cosa les costó un disgusto grande. Otros, como las mil monarquías de los territorios alemanes durante tres cuartos del siglo XIX, se fueron adaptando y buscando justificación de su rol en razones más mundanas, como la tradición o la experiencia. Pero, al fin, todas las monarquías que pervivieron acabaron por convertirse en monarquías parlamentarias, previo paso a veces por la monarquía constitucional (el que quiera ver las diferencias entre las dos que se vaya a Wilkipedia, y listo). Monarcas como los de antes, de poder absoluto y legitimación indiscutible por la cuenta que le tiene al pueblo, ya no quedan en Europa y sólo podemos verlos en lugares como Cuba y, pasito a pasito, en Venezuela. Por eso todos los actuales republicanos españoles son tan férreamente anticastristas, por su fe en la igualdad de oportunidades y en la democracia sin límites ni excepciones.
En la monarquía parlamentaria el rey reina, pero no gobierna. Su poder es escasísimo y su papel simbólico y representativo. No muy distinta en esto su función de la de los Presidentes en las Repúblicas no presidencialistas. Es decir, ordenan poco pero van a muchas cenas oficiales y andan todo el día entre banderas. Como Maragall.
Es como cuando te tienen fichado y disimulas, adoptando una vida de perfil bajo. Piensas que a lo mejor si no das mucho el cante ni te haces notar inoportunamente, pasas desapercibido y nadie pregunta qué diantre haces ahí todavía. Porque, si ya nadie dice ni se cree que el rey lo sea porque Dios lo hizo así o porque resulte el más sabio o experto en las lides del gobierno, un día a uno se le va a ocurrir la gran interrogación: ¿por qué es rey el rey, ahora que lo pienso? Correrán de tres en fondo los juristas, que son los que más corren y se corren cuando de justificar poderes y cargos se trata, a declarar que porque así lo dispuso el poder constituyente y quedó fijado en la Constitución. Pero, ay, amigo, precisamente ahora andamos consternados ante la dolorosa conciencia de que las constituciones se hacen, se deshacen, se doblan, se desdoblan, se pliegan y se planchan, pues hasta vamos a meterle pronto una modificación a la nuestra para que no se quede sin destino Leonor en caso de que el próximo o el siguiente salgan con colita. Y ya están los malos declarando a troche y moche, sin respetar la alegría de día tan señalado, que, puestos a cambiar para que pueda reinar sin sombra Leonor, cambiemos más, para que también lo pueda el hijo del panadero; o Maragall, sin ir más lejos. Y sé yo de uno, nacido en Valladolid, pero que pasa por leonés, al que se le hace el popó gaseosa sólo de pensar cómo luciría él en todo un trono, con esos ojos, ay madre. Y, si no, de Jefe de Estado, qué le vamos a hacer, menos es nada. Ahí se jorobó el tripartito, salvo que consiguieran hacer una Jefatura una y trina, que cosas más raras se han visto. Y Rajoy de republicano total en ese caso, dando coña, digo caña.
Broma a broma, hemos llegado a la pregunta del millón: ¿cómo se legitima hoy una monarquía? En la respuesta que en la teoría y en los hechos se brinda a esta cuestión es donde me parece que late la gran contradicción que acabará con la monarquía, su destructiva paradoja interna. Porque todo el esfuerzo de las casas reales y de los que fabrican -ahora mediáticamente- su legitimación se dirige a mostrar dos cosas: que lo que justifica que el rey sea rey es su profesionalidad y que, fuera de eso, es una persona como cualquier otra, con sus pasatiempos, su sentido del humor, su gusto por los amigos, las motos o los barcos, su afición al deporte o a las setas con torreznos y hasta sus debilidades, incluidas las de bragueta o, si fuera el caso, el corpiño (no me he atrevido a culminar el paralelismo; tanto hablar y mira, me corto hasta yo). Parte fundamental de esa reconstrucción de la legitimidad monárquica por la vía de hacer ver que la sangre real no le hace a uno tan distinto es la política matrimonial. Antes, como ya indiqué, se suponía que la sangre real hacía seres de otro calibre, por lo que esa sangre no debía mezclarse con la plebeya, no fueran a salir herederos sin la debida majestad. Ahora no, al contrario. Para que aceptemos la monarquía se nos deja ver que cualquiera puede ligar con heredero o heredera real y que basta ser bombón para casar con borbón, por ejemplo, con lo que sí se democratiza un poco la institución por la parte del consorte y se somete al muy moderno principio de mérito y de capacidad. Yo jamás reinaré, pero tal vez un nieto mío sí. Oh cielos, la entronización de los garcíamado. Que tiemblen Maragall y su alcurniosa descendencia.
Pero el pueblo se va a conformar poco rato con tan estrecha vía. Y se pondrá a pensar que para profesional bueno, uno mismo o cualquiera de sus hijos. Y con don de gentes, y deportistas, y simpáticos a carta cabal, y con muy buena presencia, adónde vas a parar. Y que parece mentira que no pueda llegar a reina la mi Jennifer, a ver qué tiene la Leonor esa que le falte a mi niña, por Dios. O mi Borja Iker. Y que por qué va a tener que ligar con esa tía para llegar a rey, si vale mucho más que ella, ya te digo. Cuando ese sea el tono que predomine en bares, tiendas y cenas de los sábados con amigos, adiós monarquía, todo el personal se habrá hecho republicano en nombre de la igualdad de oportunidades para reinar. O se pedirá que el rey se elija en una Operación Reinado o en un Gran Monarca, con los votos de los telespectadores. Y, si lo piensas bien, por qué no; salvo que fijo que gana un Maragall, con el saber estar que tienen en esa familia, que míralos qué naturales y desprendidos.
Si yo fuera el papi o la mami de Leo convocaría a lo mejor del seso nacional para fabricar una reina; o para implorar un milagro. Si no, ya la veo yo ganándose la vida en Tele 5, la pobre.
Pero por mí que reine, en serio. Porque todo lo que se me ocurre como recambio me da más temor; o más risa. Y porque como no la tengamos a ella de reina, tardaremos mucho más en tener a una mujer de Jefa del Estado. ¿No ven lo que pasa en el gobierno, que la más inteligente está de segundona?