20 noviembre, 2006

Emilio Alarcos. Por Francisco Sosa Wagner

La pregunta que se impone es la siguiente: las personas ¿nacen todas con la misma cantidad de sutileza, de ironía, de inteligencia y de bondad? ¿o está repartido ese botín ya desde la cuna de forma inicua? Soy igualitarista y roussoniano, por ello sostengo que todos nacemos iguales pero la Caja de Ahorros o el Banco, al en cadenarnos, nos agrian el carácter. Y perdemos frescura y galanura a medida que vamos cumpliendo todos los meses con las exigencias de esas instituciones financieras.
Pues bien, hay excepciones a esta constante humana: así, la representada por Emilio Alarcos. Ahora, la Diputación de Valladolid acaba de publicar su biografía con una selección de algunos de sus escritos, bajo el cuidado de quien fuera su amigo en Oviedo Ignacio Gracia Noriega. De su mano aparece retratado Alarcos, que cumplía con la Caja de Ahorros, pero que conservó siempre, intactas, esas cualidades con las que venimos equipados a este mundo. Alarcos -lo recuerdo bien- fue el señor que echaba una simple mirada con la sonrisa en los labios y en ella venía acurrucado un rimero de observaciones ocurrentes y sentimientos bondadosos. Otros gastan palabras pero él, experto en palabras, las evitaba de esa forma, o también enarcando las cejas que era otro modo elegante que tenía de perder el respeto a la vacuidad. Alarcos empleaba los músculos que no poseía para derribar dulcemente prebendas, jerarquías vanas y alcurnias. Tenía un olfato finísimo para el pelmazo, lo detectaba de lejos y huía de él resueltamente. Gafudo como era, veía asimismo a distancia al pedante y le colgaba de inmediato un apodo, de esos que derriban divirtiendo, y el así condecorado ya no podía vivir sin su sobrenombre. Hay afortunados a los que puso varios y los llevan cogidos en un pasador como los militares muy medalleados. Animo a Gracia Noriega a hacer una recopilación de los motes de Alarcos como hay recopilaciones de las máximas de Pascal o de Chamfort. Podrían publicarse ya que, en sus motes, Alarcos afirmaba su condición de maestro de diagnósticos humanos. No extraña que gustara de Baroja y que le dedicara estudios sesudos pues estaban hechos en buena medida de la misma pasta. Baroja era anarquista y Alarcos alarquista que era su forma personal de estilizar la doctrina libertaria. Eugenio d´Ors escribió una “filosofía del hombre que trabaja y que juega”. Alarcos era un trabajador incansable que jugaba de forma inagotable.
Por eso, entre bromas y veras, Alarcos dejó obras capitales, en la lingüística y en la crítica literaria, y asimismo dejó dichas unas cuantas verdades que deberían leerse a tanto botarate como anda suelto para que las escribieran cien veces en la pizarra. Fue así un debelador de las “identidades”artificiales que hoy se airean para fundar sobre ellas pretensiones políticas y, de paso y como quien no quiere la cosa, arramblar con un cargo remunerado. Ese afán por descubrir una singularidad y cultivarla es “pretensión vana que solo conduce al empobrecimiento aislacionista” y este ánimo secesionista es particularmente manifiesto en las minorías que se agitan en el terreno lingüístico. Él creía que los hombres preclaros, asturianos, leoneses o castellanos, eran “provincianos universales” como se llamó a Clarín. “No son precisas más señas de identidad”, remachaba Alarcos.
Cuando escribió un prólogo a una biografía de Indalecio Prieto, se complació en recordar lo que Prieto predicaba: la necesidad de medir las divergencias y descubrir las coincidencias. Palabras que en la España actual gozan de una lozanía inmaculada y suprema.
El escudo de Alarcos bien podría presentar el ovillo de sus sabidurías y agudezas en campo de sornas.

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