19 marzo, 2009

Hijos

(Publicado hoy en El Mundo de León).
Los que peinamos algunas canas no nos explicamos cómo sobrevivimos a la infancia. En mi pueblo los niños, desde bien pequeños, corríamos por pedregales y nos escondíamos entre las patas de las bestias. Y tocábamos animales sin vacunar, perros, gatos, vacas, burros, ¡hasta cerdos! Trepábamos a los árboles, hacíamos equilibrios sobre las cercas, chapoteábamos en los charcos. Por supuesto, nunca nos llevaban al pediatra (¿había pediatras entonces?), comíamos lo mismo que los mayores, no conocíamos los yogures ni los potitos y ¡bebíamos leche de vaca sin pasteurizar, sin rebajar y sin reforzar con vitaminas ni cereales! Cuando no queríamos comer, la comida quedaba en el plato hasta que tuviéramos hambre. Cuando mi madre se levantaba, a las seis de la mañana, me daba un huevo batido con quina Santa Catalina y yo dormía un ratito más. Nunca tuve una enfermedad, ni una, hasta que fui adulto. Y lo mismo mis compañeros de entonces.
Luego, en la ciudad desde los diez años, los críos corríamos libremente por parques y descampados, cortábamos cristales para las chapas, asaltábamos solares vacíos y edificios en ruinas. Eran nuestras actividades extraescolares, divertidas, emocionantes, formativas. Merendábamos una onza de chocolate con un gran bollo de pan. Obesos no había.
En la escuela el que no estudiaba suspendía y el que suspendía repetía curso. Conocí bastantes repetidores, pero no recuerdo ningún trauma. En la adolescencia mis padres me impidieron unas cuantas cosas: dejarme el pelo muy largo, meterme en un equipo de fútbol de macarras y frecuentar malos antros. También por eso les estaré eternamente agradecido. Y ellos tampoco necesitaban apoyo psicológico ni asesoramiento legal para mantenerme en el buen camino. Les salía con naturalidad.
Cuando llegó la edad para ir a la universidad, la alternativa era obvia y transparente: o estudiabas sin tropiezos una buena carrera o, si no, te ibas al andamio o retornabas a cuidar las vacas en la aldea. Nuestros mayores trabajaban de sol a sol y su sacrificio no admitía nuestros regateos. En aquel entonces aún no había fiscales de menores, pero no solíamos delinquir los menores. Tampoco pegábamos ni insultábamos a padres ni maestros. Parece que fue hace mil años.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"En la adolescencia mis padres me impidieron unas cuantas cosas: dejarme el pelo muy largo (...) por eso les estaré eternamente agradecido"

Eeeeh... ¿conoce el cuento de "La zorra y las uvas"?

;-)

Juan Antonio García Amado dijo...

Muy estimado Ante Todo: Siempre tan sutil,perspicaz e implacable. Nunca se espera menos de usted y ése es el valor añadido de sus comentarios. ¿Que estaban verdes? Es posible que algo de eso haya. Pero probablemente también quedó algo de una lección más sutil: que las rebeldías meramene simbólicas no son más que rebeldías simbólicas, rebeldías del tres al cuarto, que un pueblerino con el pelo largo no es más que un pueblerino con el pelo largo, y que, puestos a formar parte de alguna tribu, por qué no la tribu del pueblo de uno. El paso siguiente es la conciencia de que no hay tribu que valga.
Saludos cordiales