27 marzo, 2011

Vamos a la guerra, oé

I.

Nápoles, 29 de marzo. El general norteamericano Pattonhanks cuelga el teléfono con cara de fastidio y se frota sus cansados ojos. Suspira. Lleva, desde el cuartel de la OTAN en tierras sicilianas, el mando de la operación aliada en Libia y la siente cada día más liada. Encima, desde que está en Nápoles ya le han robado dos veces el portátil y esta mañana le han informado sus contactos de la CIA de que un avión danés que había sido dado por desaparecido durante el cumplimiento de una misión sobre el Mediterráneo en realidad fue desguazado por una familia de la parte de Siracusa que ahora lo vende por piezas en internet. Del piloto no se tiene noticia, pero un confidente asegura que ha caído en una red rusa de las que ponen como cebo supuestas chicas que buscan matrimonio.

Pero no es eso, con no ser poco, lo que ahora preocupa a nuestro general. Acaba de llamarlo Rodríguez Zapatero, el presidente español. Es la séptima vez en las últimas cuarenta y ocho horas. Siempre con la misma petición, el mismo ruego, idéntica insistencia: que quiere que lo F-18 que se han mandado desde España peguen tiros de verdad, que lo de patrullar por el cielo y vigilar espacios aéreos está muy bien, pero que es como de becario y no hace honor a lo que España representa en el concierto de las naciones, y más desde que España está en el G-8 y en no sé cuántas cosas más.

El general Pattonhanks considera que ya ha perdido demasiado tiempo por causa de este asunto y ha decidido aceptar la petición del presidente hispano. ¿Hispano? ¿Español? ¿Cómo se dice? Bueno, como sea, del Zapasterio este tan plasta. Para ir curándose en salud, ayer mismo llamó el general a Obama, que andaba repasando la lista de las capitales árabes y muy puteado porque siempre se le atranca la de Siria, y le respondió este con un escueto “ok, dale algo a John Luis”. Esta mañana consultó lo mismo con Sarkozy, que también le brindó el visto bueno mientras le gritaba a alguien que se bajara de no sé dónde y se estuviera quieta.

Así que, muy harto ya, pero con la conciencia más tranquila, le ha dicho el general gringo hace un momento al presidente de los españoles que bueno, que de acuerdo, que iba a marcar una misión para un avión de los de aquí. Para cuál, preguntó Zapatero. Eso decídanlo ustedes, contestó la autoridad militar, y acto seguido se puso a explicarle los detalles del encargo, para lo cual el estratega leonés le pasó a una secretaria de La Moncloa que habla un inglés fluido porque estuvo casada con un sargento negro de la base de Rota antes de irse a Albacete muy enamorada de un representante comercial de Planeta y de apuntarse al PSOE e ir escalando puestos en el partido cuando Bono mandaba en La Mancha.

II.

Qué ha dicho el general, Dolores, preguntó José Luis en cuanto ella terminó de tomar sus apuntes y dejó el teléfono en su sitio. Pues que hay que destruir un pozo de agua en un oasis. ¿Un pozo en un oasis? Sí, parece ser que los camelleros vertebrados que llevan los víveres a la vanguardia de las tropas de Gadafi paran ahí para que sus camellos beban y si les quitamos esa zona de avituallamiento no habrá más meriendas antes de entrar en combate. Cómo que vertebrados, pregunta, extrañadísimo, el mandatario español. Espera a ver, dice ella, al tiempo que pasa hojas de su bloc y consulta lo anotado: bel… ve… de…res. Belvederes, camelleros belvederes. Yo estuve una vez con Timothy en un belvedere, creo que era en Viena. Precioso.

Que venga Bernardino León con urgencia, por favor, ordena el presidente desde el teléfono rosa de su mesa. Aparece el susodicho muy pronto y su superior le consulta cómo será eso de los camelleros belvederes y qué estrategia será la mejor para destruir sus pozos sin hacer víctimas inocentes. Bernardino hizo la carrera diplomática y Zapatero le profesa gran confianza para este tipo de imprevistos geográficos. Pero al hombre le cuesta un poco dar con la clave y al principio cree que es un malentendido y que no podía tratarse de camelleros, sino de camilleros. Hace tiempo que le insinúa al jefe que tiene que cambiar de secretaria, pero éste tiene en mucha estima a Dolores, Lola, porque es amiga de su Sonsoles y se evita quebraderos de cabeza. Bernardino hace que Lola lea de nuevo y despacio todas sus notas y al fin cae en la cuenta de que ni son camelleros ni camilleros belvederes, sino camioneros bereberes.

¿Estás seguro?, pregunta el presidente de León. Hombre, seguro no, responde el diplomático León, pero podemos salir de dudas si escuchamos la grabación. Es verdad, dice Zapatero, aliviado, se me olvidaba que todas las conversaciones quedan grabadas. Lola, avisa al de telecomunicaciones de Presidencia. Pero en lugar del reclamado aparece una servidora con cofia que explica que Benito, que así se llama el ingeniero que antes trabajaba en el CNI y que ahora lleva estos asuntos de las grabaciones aquí, está de baja. ¿Otra vez? Sí, señor presidente, parece que ha tenido una recaída de las cervicales de cuando aquella vez se dio un golpe en una rotonda porque la gente no sabe respetar su derecha y se le metió una señora que iba con prisa a buscar a su hijo al colegio y que ni sabía que las normas de la rotonda habían cambiado aquella vez que Rubalcaba se dio un leñazo porque un escolta… Huy, que me lo digan a mí, terció Dolores, que no hace ni una semana que tuve que clavar mi Honda porque un señor iba despistado y se me metió, y encima el imbécil de atrás me pitó y tuve que sacarle por la ventanilla el dedo así… Lola, Lola, interrumpió el Presidente. Ya sé, ya sé que es grosero, se apresuró ella a contestar, pero tenías que haber visto cómo me miraba el tipo aquel con su sucia pinta de machista…. Lola, Lola, insistió el Presidente, que tenemos que acabar de aclarar lo de los camioneros libios. Por cierto, ¿dónde está Bernardino? Acaba de salir al baño, explica la sirvienta de la cofia. Ah.

Feli, tráiganos unas infusiones y avise a mi mujer de que tal vez me retrase y que vaya ella adelantando tarea con las chicas. Salió Feli, retornó Bernardino y, luego de un par de repasos más, quedó claro que la misión asignada por la OTAN a nuestros F-18 era la de destruir un punto de abastecimiento de los camiones del ejército libio que se encontraba en un oasis del desierto. ¿Pero qué oasis sería? Decidieron dejar a los militares los detalles menores y, después de tomarse Bernardino su menta-poleo, José Luis un te verde y Dolores una manzanilla –ayer salí con mi Rodolfo a cenar unas migas y me sentaron fuertes-, se retiraron los tres. Eran ya las ocho de la tarde. La jornada había sido apretada y emocionante. Nunca me he sentido tan en mi sitio, tan presidente, iba pensando Zapatero, pero no quiso decir nada a sus interlocutores en retirada por temor a que una nueva conversación retrasara más su llegada a casa. Sonsoles no soportaba los retrasos, siempre había sido así.

III.

Cuartel del alto mando español. 09:55. 30 de marzo. Mi general, un mensaje del Ministerio de Defesa. Qué querrá ahora esa tía. No, mi general, sólo nos transmiten una orden de La Moncloa. ¿Y no comenta nada la tía esa? No, mi general, creo que hoy no está en el Ministerio, que tenía que hacer no sé qué en Barcelona, una reunión o algo. ¿Y tú cómo lo sabes? Por mi prima Nati, la novia del conductor, ¿no se acuerda? Ah, es verdad. Dile a tu prima que siga muy atenta. ¿Y mi pase a lo de inteligencia militar, mi general? A su debido tiempo, Somorrostro, a su debido tiempo; ahora te necesito aquí, ¿o no ves que estamos en guerra? No se puede decir guerra, mi general. Somorrostro, no me toques los cojones, ya sé que no se puede decir guerra, pero esto es el cuartel general y digo lo que me sale de las pelotas, ¿vale? Vale mi general. Venga, vuelvo a mi puesto en comunicaciones, mi general. Anda, ve, Somorrostro, ve, no descuides tus obligaciones.

El general Manteiga desdobla el papel que le ha pasado Somorrostro y lo lee despacio. Su gesto se altera, cambia de color su cara. ¡A mi despacho el estado mayor de inmediato! Aparentemente nadie a su alrededor se inmuta, pero el general sabe que la maquinaria se ha puesto a funcionar, implacable.

Hora y media más tarde están los once reunidos a puerta cerrada en el despacho de Manteiga. Es seria la expresión de los rostros. Sólo conserva un atisbo de sonrisa el general Orfila, de Intendencia, que casualmente se incorporó hace solo dos días, después de una larga baja porque se rompió nada menos que el fémur por una caída en el hoyo quinto de un campo nuevo de Sanlúcar, a cuya inauguración había sido invitado en representación de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Precisamente en este instante está Orfila cuchicheando los pormenores al almirante Diéguez, de la Armada, como es lógico, quien finge que no lo escucha y mantiene el gesto inescrutable, aunque para sus adentros se ríe de la torpeza del colega y de su empeño tardío en aprender a jugar al golf, deporte para el que no está dotado; para ese ni para ninguno, esa es la verdad, piensa Diéguez, mientras Orfila le está narrando ahora que la ambulancia tardó más de media hora en llegar con todo y con que el alcalde de Sanlúcar vociferaba e iba llamando por el móvil uno por uno a sus concejales que estaban allí mismo. El general Manteiga tocó palmas y el silencio fue total. Orfila le hizo a Diéguez un gesto circular con el dedo, queriendo indicarle que más tarde seguirían con el asunto de su lesión.

Señores, a nuestros aviones en la operación de los aliados contra Gadafi el mando central les ha encomendado la misión de destruir un centro de abastecimiento de las tropas del dictador en un oasis cuya ubicación exacta no ha sido hasta ahora revelada por motivos de seguridad. Pero ya he puesto al Servicio Cartográfico a ubicarlo con exactitud y me han asegurado que a comienzos de la tarde tendremos sus coordenadas precisas.

Levantó la mano discretamente Menchaca, de Caballería, cuñado de Manteiga y de quien se rumoreaba que sería su sucesor cuando, antes de un año, este pasara a la reserva, al menos si no cambiaba la ministra por unas desgraciadas elecciones generales anticipadas. Sólo ese detalle del trato con la ministra hacía discutir a los cuñados que, por lo demás, se entendían a las mil maravillas, no como sus esposas, hermanas que siempre andaban a la gresca por nimiedades. Manteiga era un militar al viejo estilo y ni siquiera soportaba bien que hubiera mujeres en los ejércitos; qué decir de que el mando, desde el ministerio, lo tuviera una ministra, catalana por más señas. En cambio, Menchaca había sabido adaptarse pronto a los nuevos tiempos y hasta había redactado un pequeño manual titulado “Instrucciones para un lenguaje no sexista en la instrucción de tropa”. Se rumoreaba que la ministra lo tenía como lectura de cabecera y que desde el gobierno se estaban haciendo gestiones para donar miles de ejemplares a ejércitos amigos, como los de Bolivia, Argentina, Marruecos –aquí previa traducción al francés, claro- o República Dominicana.

Dígame, general Menchaca. Lo oficial de la reunión obligaba a guardar las formas. No, quizá es una cuestión secundaria y en ese caso me disculpa, general Manteiga, pero me gustaría saber si está contrastada la orden del mando central, pues hoy mismo dicen los periódicos que mando central propiamente todavía no hay en esta guerra. Manteiga vio caras de inquietud y súbitas muestras de interés en algunos que hasta ese momento no parecían completamente despiertos. A este Menchaca ya le daré una colleja a la hora del vino, pero no puedo dejar que esto se me vaya de las manos a la primera de cambio, se dijo. Menchaca, sí hay mando central, pero no espere que le cuente esta prensa amarilla que tenemos dónde está y quién da las órdenes. Lo sabrá y lo sabrán todos ustedes cuando corresponda y por el conducto reglamentario. Ahora lo único que nos importa es que de la mismísima Moncloa acaban de transmitirnos la instrucción que les he comentado. Extraoficialmente me han comunicado, y confidencialmente se lo transmito a ustedes, que el propio general norteamericano al mando ha llamado desde Italia repetidamente al presidente don José Luis Rodríguez Zapatero y que este al fin ha accedido a la insistente petición de que nuestros aviones entren en combate. Celebrémoslo, compañeros.

Como un solo hombre, todos los presentes se pusieron en pie, recogieron de los percheros o de encima de la mesa las gorras de sus uniformes y, mientras gritaban tres hurras, las lanzaron al aire. Hubo risas y chocar de cuerpos al perseguir las viseras y el general Manteiga tuvo que carraspear de manera bien audible para que las aguas volvieran a su cauce. Luego, a propuesta del propio Manteiga y sin la más mínima discusión, se acordó que el mando de las operaciones se transfiriera al general Tejuela, allí presente, quien de inmediato dejó la sala y se fue a dirigir la operación desde el cuartel central del Ejército del Aire. Los demás pidieron cafés y bollos y se quedaron un rato más departiendo amigablemente sobre variados asuntos de la actualidad del día. Orfila buscó la compañía de Diéguez, que había tratado de alejarse fingiendo que observaba las metopas que adornaban las paredes, y siguió explicándole con pormenor la peripecia de su lesión, en particular lo doloroso de la rehabilitación después de que lo operara un muy reputado traumatólogo gaditano que, lo que son las cosas, tenía un hijo en la Academia de Marín y aprovechó para recomendárselo.

IV.

31 de marzo, 10:20. Base secreta de operaciones en el Sur de Italia. Volaréis en escuadrilla invertida hasta que estéis a catorce millas del objetivo. Entonces pasaréis a rasante y pondréis el teflón en grado tres. Mi capitán, el teflón de mi avión no funciona; cuando lo pongo en dos se calienta y en tres ya ni le cuento. Álvarez, ¿no habíamos dicho que se lo tenían que arreglar anteayer? Sí, mi capitán, pero el alférez Pertierra, que es el que controla de teflones, está de permiso. Cómo que de permiso, si se vino con todos nosotros hace semana y pico. Sí, mi capitán, pero a su mujer se le adelantó el parto y Pertierra ha vuelto a casa con licencia por paternidad. Creo, además, que va a coger él todo el tiempo de licencias y conciliación porque su mujer es funcionaria y no tiene problema para amamantar entre horas. Joder, Álvarez, pues pilla tú el avión cinco, el de Benjumea, que está de baja por lo de la alergia. Mi capitán, prefiero llevar el mío porque el de Benjumea tiene los mandos muy duros y me cuesta hacerme con él; temo que si hay que hacer un picado o una remontada súbita se me atoren. Bueno, lleva el que te salga de los cojones, pero a diez millas del objetivo ponéis el aparato en teflón dos. Más no puedo rebajar y ya bastante me arriesgo así a que me caiga a mí un puro. ¿Está claro? Sí, mi capitán. Las tres voces al unísono.

Vale, pues sigo. En cuanto el objetivo esté al alcance, Restrepo le mete el pepinazo con un maverick. ¿Con el maverick, mi capitán? El acento de Restrepo delataba su origen colombiano, de Santa Fe de Antioquia. Llegó a España con veinte años, huyendo de la violencia de su país, y en poco más de diez ya era cabo del Ejército del Aire y, a decir de muchos, con un brillantísimo pasado a sus espaldas. Cómo así, Restrepo, no jodamos más. Mi capitán, recuerde que el comandante nos indicó antes de salir de Cartagena que los maverick no habían pasado del todo la última revisión y que eran mucho más fiables los sparrow, que están nuevecitos. Hostia, Restrepo, pero los sparrow son de fabricación nacional. Restrepo guardó silencio. Tenía cierta fama de enigmático, aunque había quien aseguraba que más bien no había cogido del todo las variantes dialectales de la Península Ibérica. El capitán Da Silva meditó y concedió al fin: bueno, pues le metes un sparrow al puto oasis y si ves que no queda bien le arreas un maverick y salís todos pitando. ¿Cómo regresamos, mi capitán? En vuelo libre trucado y con la radio en clave tres. Ah, y al que se le olvide pasar los teflones a standby le arranco los huevos nada más aterrizar, ¿está claro? A la orden, mi capitán. Otra vez las tres voces unidas, fuertes, decididas. La suerte estaba echada, la operación lista para cumplirse. Esa noche Restrepo soñó con músicas de Guayacán y se vio abrazado a la mulata de Envigado con la que a través de internet se escribía últimamente. En su próximo permiso se va a enterar la tal Juliana de cómo se las gasta un piloto de combate del ejército español.

V.

1 de abril. 12:40. La familia de Ibn-Al-El-Acheb levanta la vista de los bocadillos. Los siete niños apuntan con sus deditos hacia los tres aviones que se acercan como centellas. El cabeza de familia corre a poner a salvo los camellos. La abuela, sorda y medio ciega, no se inmuta. Su hija, Fatima Irisa, movida por una súbita intuición, grita a su marido que no sea hijoputa y que recoja primero a los niños, pero su marido se aleja al trote de los camellos mientras los pequeños siguen al lado de Fatiama Irisa y ríen excitados. El mayor ha empezado a lanzarle a la abuela puñados de arena y otros cinco lo imitan. El bebé sigue sentado y clava una y otra vez un palito en la arena. Fatima Irisa, desesperada, se quita el pañuelo de la cabeza, se saca la chilaba, se desabrocha el sujetador y apuntando hacia los aviones con sus senos, dice barbaridades que los niños, que de repente han dejado en paz a la abuela, no entienden. El ruido de los tres F-18 es atronador, pero pasan de largo. Media hora después regresa el marido con un solo camello del ramal y vociferando. Los pequeños han vuelto a su diversión y la abuela ya está sepultada de cintura para abajo. Fatima Irisa ahora se ha puesto la chilaba por la cintura y sigue con los pechos al aire. Su marido grita y de las alforjas del camello toma un palo con el que se aproxima a Fatima Irisa. Dónde has puesto el kalashnikov, maldita, aúlla. Aquí, responde muy bajo Fatina Irisa y lo saca de debajo de sus sayas. Dispara a ráfaga. El marido cae y el camello da unos pasos más, indiferente. Los niños se han quedado quietos y la abuela cambia de postura y pregunta qué pasa.

En la base aliada el capitán le cuenta a Restrepo que menos mal que falló el sistema de tiro en el último momento, pues ahora dicen del Estado Mayor que las coordenadas que les habían pasado eran erróneas y que Zapatero ha declarado hace media hora a La Sexta que los aviones españoles no abrirán fuego si no es en defensa propia. Restrepo asiente. Juliana acaba de escribirle que espera que estas navidades la visite en Envigado y que le preparará lechón y buen aguardiente antioqueño y que lo va a bombardear con besos y carantoñas y que le gustaría que le comprara una casita con un mostradorcito fuera para vender arepas.

2 comentarios:

Antón Lagunilla dijo...

Jajajajajaja.
Gila en su tumba se está descojonando de la risa.
Como mi menda.
Saludos

Rogelio dijo...

¿ Y lo de la charca de los Monegros, donde unos cazas en vuelo rasante le han lanzado unos pepinos a un rebaño que estaba abrevando y le han dado un susto de muerte al pobre pastor, que se ha salvado gracias al apretón que le había dado unos segundos antes y al que un extraño pudor zoofílico le había dirigido hasta unos matorrales situados a unos 200 metros de la citada charca, y que han dejado en el sitio a no menos de 300 ovejas y la borrica, que por cierto; como el pastor; era de una rara raza en vías de extinción, no tendrá nada que ver con la operación "Pa cojones los míos" de nuestro inspirado imán, y que tan gráficamente ha expuesto el reportero ?.