Discúlpenme, hoy va esto de introspección y autoflagelo. Pero a lo mejor algún colega se identifica con mis padecimientos. Y a otros que les sirva de advertencia para no meter la pata.
El otro día me cacé pensando una buena estupidez. Me decía que, caray, si no tuviera este trabajo académico que tengo y anduviera en jornadas de ocho horas en cualquier menester ajeno a los libros, seguramente iba a disponer de poquísimo tiempo para leer, sea novelas o sea ensayo más sesudo, y que tendría que vérmelas para sacar horas por las noches o los fines de semana. Y de pronto caí de la burra con doloroso golpe: ahora es cuando ya casi no puedo leer nada, y todo por causa de la profesión; o de lo mal que me organizo en ella.
También me puse a recordar lo bien que lo pasaba cuando, de joven profesor y doctorando, me parecía que sufría y que vaya estrés. Y resulta que no, que ahora ando con añoranzas de aquellos tiempos y reparo en que leía y leía y escribía cosas de alguna enjundia y hasta iba al cine o jugaba de vez en cuando algún partidillo de fútbol. Buena época, sí señor; y productiva.
¿Y ahora? Permitan que les haga un resumen y un esquema. Ahora se comprueba lo absurdo del sistema académico: te preparan y te pagan para que a la hora de la verdad no puedas rendir ni un pimiento. Es como si primero te enseñaran a nadar muy bien y te convencieran de que en la natación de alta competición está tu sitio y luego te mandaran a cuidar cabras en un desierto: se acabaron los chapuzones. Pero, entonces, ¿para qué lo anterior?
Sin exagerar, creo, me paso “trabajando” un promedio de siete u ocho horas diarias, incluidos sábados y domingos. Hablo de promedio, entiéndase. No cuento ahí los ratos que dedico a este blog o a leer el periódico o a recrearme con los muslos fotografiados de alguna farandulera. Eso es aparte. De ese tiempo, una parte se va en la preparación e impartición de clases, cuando toca, cuando las hay. A eso no tengo absolutamente nada que objetar. Tampoco a la corrección de exámenes, prácticas y similares, aunque a veces acabe con un considerable mosqueo. Mas eso cubre una mínima porción de todas esas horas. También quiero o debo perpetrar cada tanto algún artículo de la materia de uno, pero, aún así, quedarían muchos ratos. ¿En qué se me van? En el meneo de papeles, más que nada.
No hay semana sin su papeleo. Por ejemplo, ahora se me está acabando el plazo para la guía docente de mi curso del año que viene. ¿He cambiado de asignatura? No. ¿No tenía ya una guía muy buena, que tal vez ustedes recuerden? Sí. Entonces por qué hacer otra. Ah, porque algún genio desocupado de un vicerrectorado del aire ha decidido cambiar la aplicación. Definición de aplicación informática en la universidad: instrumento para joder al profesorado y deleitar a los zánganos que se aburren. Pues eso.
Casa semana toca también sobar papeles relacionados con alguna o varias de estas apasionantes labores: a) solicitud de ayudas y subvenciones; b) redacción de memorias referidas a ayudas y subvenciones recibidas; c) escritura de guías y programas de materias, actividades y cursos; d) redacción de cartas de presentación solicitadas por, pongamos, doctorando guatemalteco que aspira a una beca en Guadalajara y necesita quince cartas de presentación de profesores canosos y con tendencia al vino tinto; e) actualización del currículum propio en nuevo formato o para aplicación distinta, en relación con cualquiera de las mentadas actividades (para acompañar la solicitud de un proyecto o el aval de una beca, etc., etc.); f) cumplimentación de elemental formulario diseñado por el enemigo. Y así sucesivamente.
Dejen que les cuente un detalle sobre este último punto nada más. Cada ciertos meses soy gentilmente invitado en una universidad amiga para dar una conferencia en unos cursos muy interesantes. Estupendo. Pero cada vez me piden que cumplimente un impreso a efectos administrativos. ¿Por qué cada vez, si siempre me solicitan los mismos datos? Pero no sólo me piden los mismos datos, sino que ponen las casillas de modo que no puedas rellenarlas de un tirón. Usted tiene que dar un número de cuenta para que le abonen los viáticos. Los no sé cuántos dígitos. Pues bien, el genio de los papeles no ha dejado un espacio para que tú teclees de corrido esos números. No, hombre, porque entonces no te meten el dedo en el ojo. El morbo está en ponerte un cuadradito para cada dígito, de forma que después de escribir cada uno tienes quedarle a la teclita para que cambie de casilla y poder poner ahí el siguiente. Son pequeñeces, sí; pero son miles de pequeñeces así al día.
¿Y el correo electrónico? ¡Ay! Colega que te escribe que por favor le mandes aquel programa de aquel seminario del año pasado, que lo ha perdido y que si te importa buscarlo, escanearlo y remitírselo por e-mail ahora mismo, pues se le acabó el plazo ayer para una solicitud urgente para acreditarse como taxidermista de senos y cosenos. Colega que te ruega que le pongas esta misma mañana un resumen de tu currículum en cinco líneas, ni una más, pues quiere incluirte en la aplicación para la creación de la sociedad de amigos de la filosofía oriental y pedir luego una subvención para crear un observatorio de la amistad. Colega que te envía un trabajo bien bueno que va a publicar y que por qué no le echas un vistazo y, ya puestos, le corriges las comas y las tildes. And so on. ¡Maldita sociedad interconectada! Y conste que otras veces soy yo el que tiene que dar a algún colega la lata con esas zarandajas. Nos quieren así, molestándonos. y perdiendo el tiempo y la paciencia.
No olvidemos las evaluaciones. Eso es lo principal. Si quieres que un día te evalúen, te conviene evaluar tú antes, para tener currículum de evaluador y puntuar por ahí. Quien evalúa primero, evalúa dos veces. Por ejemplo, proyectos de investigación de acá y de allá. No exageraré mucho si digo que llevo unas cuantas docenas este año. Nadie me obliga y además pagan algo, así que entiéndaseme la queja: me quejo de mí mismo, únicamente. Y evaluación de artículos para revistas, de vez en cuando. Y evaluación de variopintas solicitudes que te envían desde las mil y una agencias que reparten guita para vaya usted a saber qué cosas.
Resumen: todo el día atareado y todo el día frustrándome. Los libros me miran, desde sus estantes, con gesto de reproche. Mi hija me insinúa visita al parque o rato de juego con balón y a ver cómo le explico que no puedo porque debo dictaminar un proyecto de investigación sobre “globalización sostenible y sostenibilidad globalizada en el contexto de la sociedad del riesgo” o cualquier otra parida aún mayor.
Me dirán ustedes que me quite de todo eso, y tendrán más razón que un santo (si es que tienen razón los santos, que yo diría que no). Pero, ¿saben?, dentro de nada nos van a dar a los profesores universitarios otra vuelta de tuerca para que perdamos el tiempo como condición ineludible para ascender. El que no evalúe, no haga informes chorras y no asista a cursitos sobre la transferencia del conocimiento pretransferido no prosperará en eso que llaman la carrera horizontal y que debería denominarse hacer la esquina acostado.
Lo prometo, me voy a quitar de todo y que le den por el saco al orbe. Así que no me lo tomen a mal si un día me buscan con algún formulario en ristre y les digo que no estoy. El que quiera papeles, que se moje el culo. El mío lo voy a hacer de secano.
Ya está, ya me siento mejor. Gracias.
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