(Publicado hoy en El Mundo de León)
Cualquier fin de semana con puente o el comienzo de julio o de agosto. Cogemos el coche, empacamos dentro familia y maletas y nos lanzamos a las carreteras. A los tres o cuatro días, treinta muertos. Es decir, treinta de nosotros habremos muerto, incluidos bastantes de los que circulaban con la mayor prudencia. Poco más o menos, tantos como ha matado la dichosa bacteria en Alemania.
Un día fallecen unas cuantas personas por una misteriosa bacteria o una intoxicación alimentaria. El primer responsable público al que se le pregunta sale con que tal vez sea una partida de pepinos, y de inmediato medio mundo deja de comprar pepinos. Al día siguiente que no, que puede que la culpable sea una berza de una huerta del quinto pino, y se hunde el mercado de las berzas. Otra vez, resulta que hay unas vacas locas o unos cerdos mal criados y se arruinan las carnicerías de un país o de varios, aunque los muertos totales sean menos que los del tráfico en tres días. En otra ocasión algún responsable sanitario, untado por vaya usted a saber qué laboratorio, declara que apareció una gripe asesina en cierto lugar y se cierran las fronteras y se suspenden vuelos. Luego resultó que era mentira.
Vivimos entre la superstición y la psicosis. Ese vecino que, por su obesidad, anda permanentemente al borde de la crisis coronaria, te cuenta que jamás volverá a comerse un pepino, y te lo dice mientras deglute medio kilo de gominolas o camina sobre unos tacones que son una invitación al esguince, en el mejor de los casos.
No sabemos vivir sin el miedo, a ser posible irracional. Antaño, cuando había una epidemia o una inundación, se hacían sacrificios humanos para calmar a los dioses o se sacaba un santo en procesión. Ahora dejamos de comer pepinos o mollejas. No es que nos asuste el riesgo, es que necesitamos inventar o exagerar alguno para compensar los peligros a los que a diario nos exponemos la mar de contentos, para parecer prudentes mientras hacemos todo el día el loco. Y siempre habrá alguien que se frote las manos pensando en lo que nos va a vender, ahora que ya no tomamos gazpacho. Parecíamos más cuerdos cuando creíamos en fantasmas, diablos y aparecidos o cuando colgábamos ristras de ajos en las puertas.
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