(Este texto fue escrito hace casi un año y acaba de publicarse en la revista Anales de la Cátedra Francisco Suárez (nº 44, 2010), que cumple cincuenta años y que gestionan los colegas amigos de la Universidad de Granada. Ellos me pidieron el año pasado mi opinión y creo que ya sospechaban cómo iba a ser. Es lo que me parece que hay, aunque ojalá esté muy equivocado).
Excusas no pedidas y razones de la desazón.
Debo empezar con algunas explicaciones sobre el estilo y el enfoque de este pequeño ensayo, que responde a la amable invitación de la revista que lo acoge. Ya ve el atento lector que emplearé con desenvoltura la primera persona del singular, sin el a veces cómodo recurso a fórmulas impersonales, embozos académicos o plurales mayestáticos. No se tome como ejercicio de soberbia, sino como manera de asumir en plenitud y sin rodeos la responsabilidad por unos juicios que son estrictamente personales y, ay, a menudo negativos sobre las universidades en que nos desenvolvemos, la disciplina que nos alimenta y el ambiente colegial en el que hemos crecido y del que aún nos nutrimos. En síntesis y al grano: sostendré aquí una opinión pesimista sobre la iusfilosofía española de estos tiempos. Y lo haré en el estilo más directo, sin matices a pie de página ni analgésicos. Pero, en pura consideración a la más elemental justicia y hasta al sentido común, tengo que comenzar con algunas precisiones.
La primera es que de cualquier defecto o tacha que para la filosofía jurídica patria aquí se enuncie quien esto escribe puede ser visto como modélico representante o prototípico ejemplar. En verdad, en más de uno de estos pecados a los que aludiré he incurrido yo mismo y puede que no sólo una vez. Y no es que ahora, al repasar, esté bajo los efectos de agustinianos arrepentimientos o doliéndome de alguna caída de caballo de vuelta de Getafe, sino que, más simplemente, me aburren muchas andanzas de las que otrora me excitaban y no me importan méritos, estatutos o poderes que antaño pude tener en alguna estima. Digo más, recuerdo que a la Filosofía del Derecho llegué a amarla con insana pasión, y ahora, ya maduro para esos excesos, me duele que se haya vuelto (¿o siempre fue así?) algo chabacana, cómplice a menudo de los poderosos, rehén de modas, dada a poses y puede que un poco bobalicona, bastante simple, inane sin darse cuenta y, sobre todo, propensa a echarse en brazos de variados buscavidas y pescadores de río revuelto, de señoritos con ínfulas y de mandamases con chequera o subvención oficial u oficiosa. En eso y en tantas cosas que afectan a la universidad y a la academia, llegó la hora de retirarse a los cuarteles de invierno, acompañado quizá de unos cuantos libros clásicos de los mejores iusfilósofos de siempre y de alguno que otro de ahora, pero ajeno a tanta cháchara improductiva sobre globalizaciones, géneros, especies y equívocos derechos, pues en esa algarabía que se tiene por progresista y modernísima ha ido a parar lo que antes llamaban Filosofía del Derecho
Sea como sea –y con esto acabo esta parte de los matices y las justificaciones-, lo que de cierto o desacertado pueda haber en las opiniones que siguen no dependerá de la calidad personal del autor, de su temple, de su estado de ánimo o de su estilo, sino de los hechos y de su contrastación. Así que a los hechos y sus ponderaciones me remito, y que las haga cada cual como mejor le parezca.
Sí quiero hacer con suma claridad y el mayor cuidado una advertencia. Tiene que ver con el sentido y alcance de las generalizaciones. Es algo bien evidente, pero no estará de más detenerse un momento. Comencemos con un ejemplo. Como asturiano que soy, he oído muchas veces aquello de que los asturianos somos algo fanfarrones. ¿Será verdad? Es posible, no sé. De lo que no me cabe duda es de que semejante argumento no se rebate ni diciendo “Fíjate en Fulano, es asturiano y sumamente humilde y discreto” o “Pues más chulos eran antes, debería usted haberlos visto”. Del mismo modo, si se sostiene, como yo voy a hacer, que la iusfilosofía española no está todo lo bien que sería deseable o no tiene un nivel muy ejemplar, estoy haciendo una generalización, refiriéndome a un cierto valor promedio atinente al conjunto de las áreas universitarias de Filosofía del Derecho y de los profesores que en ellas enseñan e investigan. Igual que, sin la más mínima duda, habrá asturianos extremadamente modestos y nada “grandones”, es una verdad indudable que cualquiera de nosotros puede mencionar cinco, diez o veinte iusfilósofos españoles con una producción académica de altísima calidad y en el nivel de los mejores estándares internacionales, o dos, tres o cuatro departamentos o grupos cuya labor teórica y docente es puntera y ejemplar. Esos individuos y grupos elevan la media, seguro, pero no serán más de un cinco, diez o quince por ciento de los “profesionales” de la Filosofía del Derecho en las universidades españolas. Y en el tanto por ciento restante hay de todo, desde aceptables profesores e investigadores con producción no desdeñable, hasta auténticos impostores o grupos que constituyen verdaderos agujeros negros, calamidades sin paliativo. De por qué eso puede pasar y pasa hablaremos más abajo. Ahora lo único que quiero señalar es que con el juicio pesimista sobre el conjunto no quiero, para nada, minusvalorar a los buenos colegas y a los académicos serios que laboran en esta disciplina. A cada uno lo suyo y en la debida proporción. ¿No es ésa la justicia que enseñamos?
Planteémoslo de otro modo. Pensemos en cuántas son las universidades en las que impartimos disciplinas iusfilosóficas y iusteóricas y cuántos son los filósofos del Derecho con estatuto funcionarial, para no ir más lejos. Luego calculemos cuántos estudiantes cursarán cada año nuestras enseñanzas. Y ahora que cada cual haga cábalas honestamente sobre qué parte de esos alumnos recibirá una docencia seria y documentada de estas materias y a cuántos se les dará gato por liebre o ante cuántos se hará pasar por Teoría del Derecho o Filosofía del Derecho lo que ni tiene que ver con el Derecho ni con Filosofía seria ninguna ni debiera escucharse o leerse en un recinto universitario. Mantengo que cualquiera que conozca de verdad el percal y el gremio no podrá ser nada optimista en estas cuentas, sin perjuicio (nuevamente lo repito) de que acá o allá pueda ejercer un profesor extraordinario o un simple docente con vergüenza torera. Miedo, auténtico miedo, da ponerse a imaginar –si no lo sabemos ya con certeza- sobre qué disertará en sus clases Fulano o qué se colará como Filosofía del Derecho en tal o cual Facultad entera. Y lo malo es que ni hay solución ni parece que la situación vaya a mejorar; más bien aparecen indicios de lo contrario, pues en la noche boloñesa los gatos pardos pasarán por genios a base de organizar debates cursis entre los estudiantes o de ponerlos a jugar con ensañamiento didáctico.
Si alguien discrepa ya en este punto introductorio, mejor será que deje de leer este pequeño escrito, pues en nada vamos a estar de acuerdo en lo que sigue.
1. Mal de muchos…
Cierto, muy cierto, que en otras disciplinas tampoco están como para lanzar cohetes. En cuanto filósofos del Derecho, participamos en aproximada igualdad de los males que aquejan tanto a la universidad española en general como a las disciplinas jurídicas en particular. Nos regimos todos por las mismas normas, padecemos idénticos gobernantes y administradores, venimos de los mismos hábitos, cultivamos idénticas mañas y nos sometemos de consuno al imperio mediocre y miope de pedagogos iletrados, psicólogos especializados en manualitos de autoayuda para cretinos e ingenuos y sociólogos que se harían matar antes de dejar de parecer “progres”, lo que no es óbice para que todos ellos vendan su averiada mercancía a tirios y a troyanos y pasen por ser el alma de una enseñanza moderna y unos métodos de investigación que al universitario honrado le provocan vergüenza ajena y ganas de echarse al monte con una escopeta. Pero las cosas son como son y en la contemporánea “guerra de las facultades” el tradicional poder de los juristas ha pasado a manos de expertos en educación y tiralevitas (discúlpeseme la redundancia). Por lo que no es de extrañar que todos, iusfilósofos y demás, andemos en los últimos años perdidos entre variadas burocracias, sumergidos entre memorias e informes y devanándonos los sesos para adivinar qué competencias, habilidades y destrezas se activan en el magín del estudiante cuando se le cuenta lo de la norma fundamental de Kelsen, lo del usufructo vidual o lo de la responsabilidad extracontractual de la Administración, pongamos por caso.
Nunca se gastaron tantas horas para labores tan estériles. Si algo hay peor que el que los profesores se pasen las jornadas en su casa y ante el televisor, es que se las pasen en sus despachos desentrañando aplicaciones informáticas para calcular el cociente de competencias partido por el índice de practicabilidad de una asignatura cuatrimestral, a fin de satisfacer con dicha cuenta a una comisión de un vicerrectorado de calidad que vela porque ningún alumno suspenda y se vaya a la privada a comprar lo que le podemos regalar aquí mismo.
Tengo datos. Por distintas razones, en los últimos años he podido acceder a los resultados de grupos de investigación jurídica constituidos en numerosas universidades españolas. Y el balance es para preocuparse: de un lustro para acá la productividad media ha descendido más de un veinticinco por ciento. Y mucho me temo que si, además de en lo cuantitativo, reparáramos en la calidad, el panorama sería aún más descorazonador. ¿A qué obedece semejante crisis? No es éste el lugar apropiado para extenderse, pero creo que resulta más que razonable la hipótesis de que el profesorado universitario actual se ve compelido a perder un tiempo abundantísimo en inútiles papeleos y en estériles burocracias. El que no está siendo evaluado para esto o lo otro está evaluando al que se evalúa, y todos, los aspirantes y los consagrados, son inducidos por el “sistema” burocrático-pedagógico a dedicar sus jornadas a tonterías sin poso y a trivialidades sin más fundamento que éste, ciertamente importantísimo: en el momento en que ya nadie haga en la universidad española algo serio y de largo aliento, ya seremos todos como la mayoría de los que desde vicerrectorados y facultades de Educación nos gobiernan. Muerto el perro, se acabó la rabia; desaparecido el investigador concienzudo y el docente con enjundia, ya seremos, ¡al fin!, todos iguales, todos buenos. Pues sabido es que de noche todos los gatos son pardos.
A la crisis indudable y terminal de las universidades se une la lenta crisis de las facultades de Derecho. A Dios lo que es de Dios y al César lo suyo. Que las alternativas metodológicas que los psicopedagogos nos ofrecen no suelan pasar de majaderías para dummies y pasatiempo para ociosos vitalicios no tiene que ser razón para que no reconozcamos que a nuestras facultades ya les va haciendo falta un repasito de sus métodos, sus planes y sus esquemas. Dicen que en esta realidad tan dinámica y globalizada del presente el Derecho y sus circunstancias cambian sin tregua, pero en las facultades de Derecho no se nota y diríase que seguimos cómodamente instalados en el XIX y compartiendo la hora del café con Puchta o Cambacérès. Casi todo va quedando artificioso por desfasado, desde la división en áreas de conocimiento hasta el teoreticismo vacuo de muchas maneras de enseñar, desde los planes de estudio –¡qué nueva oportunidad acabamos de perder!- hasta los estilos de las publicaciones. No se ha sabido o podido encontrar el camino correcto entre los extremos viciosos de la teoría sin práctica de tanto docente a tiempo completo y la práctica sin teoría de tanto profesor asociado que tapa huecos o cubre bajas.
Y ahí, en esa tradición de artificiosas divisiones (derecho público/derecho privado, derecho sustantivo/derecho procesal, disciplinas “formativas”/disciplinas dogmáticas...), tradición que permanece incólume pese a tanto fingimiento y tanta reforma aparente, la Filosofía del Derecho sigue en su papel y en sus trece. El Derecho es lo que es (diríase que prosaico, elemental, vulgar incluso, cosa de leguleyos y querulantes) y, en su triste elementalidad, ya lo enseñan los de las asignaturas “de Derecho positivo”. Luego vienen los de Filosofía del Derecho y le dan su toque de prestancia, aunque sólo sea eso, un toque, un aroma, unos polvos, y no sirva nada más que para recordarnos que hasta los más viles menesteres tienen su honor y su justicia cuando el que los cumple se encomienda a los verdaderos dioses. Antes, y también en tiempos de Franco, había que mostrar al estudiantado que la muy gris ley positiva se tornaba humano homenaje a las más sublimes esencias en cuanto se reparaba en que no podía contravenir leyes eternas y naturales, invisibles pero presentes, inasibles pero constantes, alma bien justa de códigos pecadores y para pecadores. A día de hoy esos esquemas y tal bipartición se mantienen tal cual, sólo que ahora se llama principios a lo que antes se denominaba ley natural, se dice que son el aliento de las Constituciones en lugar de la sustancia espiritual del ordenamiento entero y, tercera diferencia, se confirma la grociana hipótesis del etiam si daremus, pues se puede ser ateo y hasta socialdemócrata sin dejar de pensar que la ley que no case con la verdad no es ley sino corrupción de ley y que, frente al humano descarrío, siempre nos quedará la posibilidad de implantar sobre la tierra la justicia si atendemos la llamada de la trascendencia. Amén.
Y ahí tenemos, una vez más, al penalista que expone su código y al civilista que explica el suyo o al administrativista que da cuenta del tratado de García de Enterría, al tiempo que el iusfilósofo los convence a todos de que todo es maculatura si no lo empapa la gracia de los valores y no se inspira en la bienaventuranza de los supremos principios, esos que son principios constitucionales tanto si la Constitución positiva los nombra como si no, igual que mi ser tiene alma y no únicamente cuerpo por mucho que yo me engolfe y me empeñe en darle gusto al último y no quiera ver cuánto le debo a la primera y que es la primera. Y como la ley contraria a los principios que el iusfilósofo descubre en la Constitución para mayor gloria del constitucionalista -que ahora es neoconstitucionalista y no lo sabía- no es Derecho verdadero, aunque vaya con todos los parabienes formales y no ofenda ni a la lógica ni a la semántica de las normas positivas superiores, cualquier norma jurídica regirá para el caso que se le ofrezca solamente si la justicia no demanda una excepción o si no hay un principio que pese más. Pues el Derecho hoy se aplica con balanza, pero no aquella que manejaba la antigua diosa con los ojos tapados, sino que la de ahora, que sirve para ponderar principios de los que por doquier concurren, es balanza de tendero y el que la lleva tiene los ojos bien abiertos por si el amo desea alguna cosa o al señorito se le ofrece un capricho o busca un alivio. Y por eso nunca fue tan disputado el nombramiento de los más altos jueces ni hubo tanta polémica para que cada territorio tenga magistrados propios que sepan sopesar los principios e inaplicar las reglas según convenga a los caciques de turno. Porque no es que los jueces se hayan corrompido, sino que es la Justicia misma la que se torna casquivana, por mucho que sus sacerdotes digan desde las iusfilosóficas cátedras que no es vicio sino sacramento lo que de esa guisa se cuece.
Y volvemos los del gremio a dar gato por liebre. Íbamos a hacer en serio y al fin una teoría de las normas, y nos quedamos a medias, pues a mitad de camino descubrimos que las que son más importantes son de otra pasta y que en lugar de decir pesan, y en lugar de procurar certeza al ciudadano aseguran gabelas al oráculo y dan para unos cursos de verano junto con teólogos y quiromantes. Parecía que retomábamos la teoría del sistema jurídico, y nos atascamos en los Diez Mandamientos y sus cabalísticas interrelaciones como partes esenciales de cualquier sistema jurídico con empaque moderno. Empezamos a cultivar con gran esmero la teoría de la argumentación como forma de evitar el abuso, la sinrazón y la arbitrariedad, y la hicimos al final una herramienta para que los iluminados averigüen caso por caso el contenido de los verdaderos principios, esos que son Alfa y Omega de todo Derecho posible y que han sido revelados a los poderes constituyentes de poco para acá, y para que esos mismos sacerdotes de la verdad jurídica eterna detecten falacias en el ojo ajeno, en el ojo del positivista, del relativista, del escéptico o del que sigue pensando que el rey está desnudo o que el legislador hace la ley y el iusfilósofo la trampa. Quisimos emparentarnos con los profesores de Ética y acabamos proclamando lo mismo que nuestras abuelas, esto es, que hay que ser buenos y amar al prójimo, sólo que nosotros lo ponemos con notas a pie de página. Quisimos quedarnos con la Filosofía Política y nos aplicamos a justificar la democracia, aun cuando su producto señero, la ley parlamentaria, la queramos aplicable nada más que cuando no choque con la justicia ni ofenda nuestros principios, que no en vano, amén de nuestros, están grabados a fuego en cualquier Constitución de primera.
2. Mirando hacia atrás con ira
Verdad es que otros están igual de mal o peor, ya se ha dicho, y cierto también que hubo tiempos aún más oscuros. Puede que la salud de las disciplinas jurídicas en general y de la iusfilosófica en particular refleje con bastante precisión los vaivenes del país. La Filosofía del Derecho del franquismo va estando al fin bien estudiada y el veredicto tranquilo no desdice de la sospecha previa: un erial de iusnaturalismo ramplón sin más propósito que el de justificar la dictadura y bendecir los caprichos del caudillo de pega y sus secuaces. Con las excepciones de rigor, una vez más. En medio de tanta miseria moral y tan esforzado arribismo, los hubo con conocimientos tan altos como bajeza moral y disposición para arrimarse siempre al sol que más calentaba. Si alguno de ellos no se hubiera muerto pronto, lo habríamos visto seguramente en las pobladas filas de los demócratas de después del 75, una vez más con la camisa nueva. Otros nunca conocieron casi nada de doctrinas y teorías, pero se arrepintieron pronto de sus militancias fascistoides, se aplicaron al diálogo con cristiano propósito y engendraron discípulos que los subieran a los altares cuando cambiaran las tornas. Alguno que otro militó de positivista, pero no hizo escuela, o cultivó la historia de la materia, pero hay quien dice que olvidando algún episodio de la suya. La mayoría, como ahora, ni sabía ni contestaba, pero obedecía y explicaba el manual que le ordenaban.
De aquella tristura fueron emergiendo unos pocos jóvenes sinceramente críticos y hasta alguno que arriesgó honestamente su futuro académico y su tranquilidad personal. Llegó la Transición y empezaron a brillar seriamente nombres nuevos que se codeaban con la flor y nata de la teoría jurídica internacional. Pero eran tiempos propicios para el crecimiento de las plantillas y la de los filósofos del Derecho, como las otras, aumentó sin mucho orden y con escaso concierto. Primero hubo café para todos y ni esmerándose se evitaba llegar a profesor titular, por de pronto. Cada tanto una de aquellas comisiones tropezaba con un candidato local y único que había perdido el seso o se confundía de temario y hasta de año de nacimiento, pero a unos se les daba plaza por caridad y para que se jubilaran con mayor pensión, a otros porque todo el mundo es bueno y quiénes somos los hombres para alterar el divino designio y a alguno que otro para que no se hiciera con el puesto alguien de la camada enemiga. En el plantel de iusfilósofos funcionarios llegó a haber un pequeño porcentaje de curiosos especímenes que alegraban a sus alumnos con historias de la tuna o enredándose con el micrófono mientras en clase se quitaban la camiseta o, ya en el paroxismo, asegurando sesión tras sesión que tenían poderes para traspasar los muros o mover los objetos con la mirada. Discúlpeseme que no dé nombres, pero están en la memoria de casi todos los del oficio que rebasen los cuarenta años. Y semejantes personajes no cayeron ahí por azar, sino con los votos de muy concienzudos catedráticos y muy estirados colegas. Del descrédito de nuestra materia ante estudiantes y compañeros nadie se preocupó en aquellos instantes.
Luego comenzaron los tiempos de relativa escasez y vinieron más reformas y contrarreformas y más promociones contra reloj en aras de la autonomía universitaria y la reelección del rector, y llegada fue la hora de las políticas de escuela, por llamarlas de alguna manera. Los mismos que escribíamos pormenorizados tratados sobre el principio constitucional de mérito y capacidad nos lo pasábamos, risueños, por el arco del triunfo cuando tocaba amarrar los resultados de algún concurso, pues en la mente de muchos y, desde luego, en la de los popes del momento, se obró el siguiente prodigio: honestamente se convencían, sin vuelta de hoja, de que el amigo o discípulo suyo era por definición mejor que el más sabio de los rivales o el más docto de los opuestos. Mientras, y sin mayores remordimientos o rastro de duda, algunos de estos señores de vidas y haciendas seguían disertando sobre cuánta perversión abrigaban las tesis schmittianas sobre la dialéctica amigo-enemigo. Que tu mano derecha no sepa... ¿o era al revés?
En eso fueron a parar aquellas esperanzas y aquellas promesas de los ochenta. Llegado el siglo XXI, la suerte estaba echada. Unos pocos de aquellos titulares y catedráticos, seguro que menos de la mitad, cultiva la teoría y la filosofía del Derecho con esfuerzo, con sincera vocación y con resultados entre presentables y muy brillantes. Al lado y en el mismo escalafón, una mayoría vegeta y sigue contando, sin despeinarse, que el Derecho es querer entrelazante, autárquico e inviolable; y eso en el mejor de los casos, porque en el peor narrará a sus estudiantes historias de la gloriosa Reconquista, de la santa Cruzada o de variadas paranoias personales. Y no hay nada que hacer ante el hecho difícilmente discutible de que más de la mitad de los alumnos que cursan nuestras asignaturas reciben mercancía averiada y tienen que tragar sin rechistar semejantes engrudos.
3. Afinando el diagnóstico: sobre el ser, el no ser y el no saber si somos.
Elevémonos un poco, olvidémonos de que la mayoría –o poco menos- de los que en esto cobran ni saben ni quieren saber y hacen y harán hasta su jubilación de su capa un sayo, y concentrémonos en un análisis más impersonal, referido a los temas y las maneras de hacer Filosofía del Derecho. ¿Cuál es nuestro territorio? ¿A qué nos dedicamos o deberíamos dedicarnos? ¿Qué objeto nos unifica o nos da congruencia y razón de ser como disciplina?
Mantendré la tesis de que, si vamos al fondo de nuestros temas y nuestra praxis investigadora y docente, nuestra identidad es problemática por difusa. No se sabe muy bien dónde ni en qué estamos. Un poco de acá, otro poco de allá, una pincelada de esto, un toque de lo otro. Algo de ruido y... Las razones del desconcierto podemos referirlas al estilo, el método y la sustancia temática. Las más relevantes son las del tercer tipo, pero haré una sucinta mención de las otras dos.
Aquella fugaz unión con la Ética puede que tuviera sus respetables razones y cada uno hablará de esa feria según le fuera en ella, pero lo que quedó en muchos fue una perniciosa contaminación de estilos. No pretendo ni insinuar siquiera que el estilo de los compañeros “éticos” sea banal ni frívolo, para nada. Sólo que cierto intento de imitarlos dejó el estilo nuestro en eso, en un ensayismo a menudo vacuo y que tiene de pretencioso tanto como de fútil. A muchos colegas les pareció muy tentador dedicar su quehacer disciplinar a pontificar sobre el bien, la verdad y las virtudes del ciudadano ejemplar o del Estado fetén. Recrear con fluida prosa lo mal que está lo horrible y lo magnífico que es lo estupendo resulfta mucho más tentador que perderse por los vericuetos del BOE para examinar los tipos de normas que hoy se estilan o el modelo de sistema jurídico que se está construyendo. Unas apresuradas glosas de Maquiavelo o la enésima disquisición sobre la teoría aristotélica de la justicia son trabajo menos arduo que seguir en detalle la jurisprudencia de los altos tribunales para comprobar qué cánones interpretativos predominan hoy o cómo ven los jueces la función punitiva del Estado, por decir algo. Y conste que no pretendo insinuar que sea labor sencilla el tratamiento erudito de la obra de Maquiavelo o la exposición bien fundada de las nuevas teorías sobre la vieja ética aristotélica. Ese trabajo, difícil cuando está bien hecho, suelen realizarlo con soltura los buenos investigadores de Filosofía Moral y Política, gracias a su formación de base y a su experiencia en la materia. Los iusfilósofos, raramente. Con las excepciones de rigor (no volveré a repetirlo), lo que los iusfilósofos hacen es una pura imitación que se queda en escribir con el estilo de los “éticos”, pero sin el rigor y el conocimiento de los buenos de entre éstos. Como se supone que estamos en el mismo saco o que residimos en viviendas colindantes, nos quedamos tan tranquilos y nos sentimos iusfilósofos de alcurnia al presentar como teoría de primera lo que no contiene más que moralina barata y naderías sin cuento acerca de cuánto beneficia que el Estado sea benéfico y cuánto agrada que nuestros conciudadanos sean agradables. Se añade luego que todo ello es lo que pretende procurar la Constitución vigente, gracias a que está llena de buenos principios y valiosos valores, y tan contentos todos. Ya somos iusfilósofos hechos y derechos, expertos en razón práctica y aportadores de la mejor sustancia espiritual que ha de empapar un ordenamiento jurídico. La realidad por su lado y nosotros por el nuestro, como si nada pasara. Filosofía “pura” del Derecho para no mancharse las manos con la cruda realidad de lo jurídico y la ácida inmediatez de lo social. Nada como que a uno le paguen por vivir en una torre de marfil desde la que se dialoga con los clásicos sin necesidad de rozarse siquiera con crímenes, corrupciones, estafas y los variados abusos a cuyo debate y combate se dedican los pobres picapleitos y los desgraciados jueces. Nuestro reino nunca ha sido de este mundo, si bien se mira, y por eso no vale la pena buscar ejemplos de la vida real ni sacar teoría de lo que nos rodea, salvo que se trate de temas que tengan buena venta y aseguren unas conferencias y unos proyectos de investigación.
¿Queremos ejemplos? Pues vamos con algunos. Que se investigue cuántos de los que se ocupan de los derechos de los niños manejan con soltura el tratamiento jurisprudencial de nociones como la de interés del menor o, peor aún, cuántos saben diferenciar, ley en mano, entre adopción y acogimiento. Que se nos diga cuántos de los que se entregan a los llamados asuntos de género están al tanto de la jurisprudencia penal sobre los temas de maltrato doméstico o, mejor todavía, si dominan la legislación civil en materia de separación, divorcio y pensiones compensatorias y de alimentos. Que los que se dedican a sesudas investigaciones sobre derechos de los discapacitados nos cuenten con sinceridad si alguna vez para ese trabajo se han leído un solo reglamento administrativo. Que los que escriben cientos de páginas sobre principios y han descubierto la pólvora en ellos nos confiesen si han manejado alguna doctrina sobre el principio de buena fe o el de enriquecimiento injusto y, de paso, que nos digan dónde está la novedad de los que ellos acaban de mostrarnos. Que quienes se deslumbran ante la ponderación de derechos fundamentales en conflicto nos hagan saber si están al tanto del concepto que empleaba Heck cuando se refería a la ponderación de intereses y si creen que es lo mismo o cosa bien distinta. Y así podríamos seguir y seguir.
Muchos de los que disfrutan al dar a sus temas y escritos ese aroma de ensayismo aeroportuario y de predicación moralizante suelen echar por la boca sapos y culebras cuando se refieren a “los analíticos”. Esto nos lleva a la cuestión del método. Nosotros, los iusfilósofos españoles, también tenemos una Methodenstreit, pero de andar por casa, como en pantuflas y con bata guateada. No son dos bandos, son dos bandas. Los que por lo común disertan sobre los derechos humanos y la importancia de dar con la adecuada síntesis entre ellos, “en el contexto del capitalismo, la globalización y el cambio climático”, suelen referirse con desprecio a los llamados analíticos y a sus famosas fórmulas, que por lo general no pasan de modestos condicionales, tipo si p entonces q. Pero ya es mucho para quien se ocupa de la esencia intemporal de la igualdad o de los matices mudables de la libertad. Y conste que tampoco son mancos muchos de esos analíticos. O, mejor dicho, sí lo son. Pues no sólo tienen por metafísica indigesta todo lo que no haya asumido el bueno de Eugenio Bulygin, sino que, para no contaminarse, no caen en el pernicioso hábito de leer de Historia ni de Filosofía Política ni de Ética ni de nada que esté fuera de su “universo de casos”. Y si lo leen, no lo citan, desde luego. Diálogo imposible, pues es más bien un diálogo de sordos.
Sinceramente confieso que, si tengo que elegir, me quedo con los analíticos. Con ellos, al menos se suele saber de qué se está hablando, aunque por lo general lo que se hable no sirva para nada relevante. Mas seamos constructivos. ¿Dónde estaría, en cuestiones de método iusfilosófico, el ideal? Sin que sirva de precedente, en el término medio. Esto es, en que escribiéramos con sumo rigor acerca de temas en verdad atinentes a problemas jurídicos, jurídico-morales y jurídico-políticos. Es decir, que los unos perdieran su temor a ser tachados de abstrusos por definir los conceptos y no contravenir las más elementales reglas de la lógica y la semántica y que los otros dejaran el miedo a ser tildados de metafísicos al ocuparse de asuntos relacionados con juicios valorativos determinantes de la práctica jurídica y política. Misión imposible, me temo, pues ni los unos parecen dispuestos a apearse de las maneras de Fray Gerundio de Campazas ni los otros se atreverán a contaminarse de política y moral en lugar de inventarse subdivisiones conceptuales al viejo estilo de la más rancia dogmática decimonónica.
Pero no estoy siendo justo al contraponer con tanta simpleza los dos bandos, el de los iushumanistas y el de los analíticos. En primer lugar, porque habría que ampliar la clasificación para incluir a los “críticos”, que no sé exactamente quiénes serían, pero que seguro que hay y algo criticarán cuando toque criticar y no se castigue por ello; y también a los iusnaturalistas de toda la vida, vayan o no de camuflaje. En segundo lugar, porque convendría reservar un amplio y especial apartado para los inclasificables, que ocuparían el mayor espacio dentro del grupo. En tercer lugar, porque los mismos iushumanistas merecerían ser subclasificados en apocalípticos (pocos y, por lo general, con bajo perfil en el escalafón) y los integrados o dispuestos a integrarse en cuanto les pinten oros. Y, en cuarto lugar y muy relevante, porque los analíticos propiamente dichos o de toda la vida cada vez son menos, pues muchos de los que ahí se alistaban se están pasando a la enésima reunificación de Derecho y moral y al principialismo, si bien tienen reparos en romper amarras con sus anteriores inspiradores y, para no confesarse derrotados, suelen acogerse a aquel postrero artículo de Alchourrón sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas.
Mas vayamos al fin a lo que más importa, a la esencia temática. ¿El mayor problema en este punto? Que a menudo olvidamos que esto es Filosofía, sí, pero del Derecho. Lo cual, en un mínimo y lógico orden de las cosas, debería suponer que (a) sabemos bastante Derecho, pero del de verdad, del que practican y aplican a diario abogados, fiscales, notarios, jueces, inspectores de Hacienda y hasta guardias urbanos; y (b) que nuestras explicaciones parten precisamente de ese Derecho de carne y hueso, por así decir, y que en él toman sus ejemplos y no en andanzas pretéritas de Ticio y Cayo o en asuntos tratados por la jurisprudencia norteamericana de hace cien años o más, por mucho que luego ascendamos a cimas de alta abstracción o que toquemos, ya puestos, algún que otro problema eterno y universal de la humanidad. Ese de saber Derecho del de todos los días y arrancar de él en nuestras disertaciones es, a mi modo de ver, el ideal del buen iusfilósofo. Pero no se cumple. ¿Por qué? Arriesgaré algunas hipótesis que puedan dar cuenta de fenómeno tan raro como éste, el de que los filósofos y teóricos generales del Derecho nos vayamos con tanta frecuencia por los cerros de Úbeda o descansemos en Babia o Las Batuecas sin hacer mucho caso de las normas que ocupan a los que con algo de displicencia llamamos operadores jurídicos. Es tan raro como si el fisiólogo disertase todo el día sobre el alma y procurara no toparse con víscera o apéndice ninguno, o como si el anatomista considerara ocioso demorarse en cómputos de huesos o relaciones de músculos y sólo se explayase sobre la resurrección integral tras el Juicio Final. ¿O es que nuestro auténtico lugar es el de curas o profetas que han de santificar oficio de por sí tan innoble como el de jurista?
Tome usted al azar, amigo lector, cincuenta libros de iusfilósofos españoles publicados en la última década y vaya contando cuántas normas reales (o sea, positivas, de Derecho positivo, de las que aparecen en el BOE de aquí) se citan y cuántas sentencias se analizan o, al menos, se mencionan. Pocas, ciertamente. Ahora descuente esos cuatro o cinco artículos de la Constitución que asoman casi siempre, que si el 1, que si el 9, que si el 10, que si el 14 o el 15. Y no quedará casi nada de Derecho. Aunque, ciertamente, depende de lo que entendamos por Derecho. Llegamos a la pescadilla que se muerde la cola, pues si no sabemos -¡nosotros!- lo que es el Derecho y lo mismo vemos Derecho digno de exégesis en un párrafo de Séneca que en una encíclica papal o en una declaración de la Liga de los Pueblos sin Estado, podemos hablar y escribir de cualquier asunto con la conciencia bien tranquila: estaremos haciendo Filosofía del Derecho en cualquier caso.
¿Qué pensaríamos de un catedrático de Historia de la Filosofía que se pasara las clases y los años hablando nada más que de Jellinek y la Escuela Alemana de Derecho Público o de la problemática actual del comodato? Pues diríamos, con razón, que no está a lo suyo ni se dedica a aquello por lo que le pagan. Y lo mismo del profesor de Química Orgánica que se tirara clases y clases entregado a la lectura de versos de San Juan de la Cruz y a comentarlos con deleite. En cambio, parece como si a nadie chocara que a un catedrático o profesor titular de Filosofía del Derecho le dé por gastarse el curso o los artículos de revista dando vueltas a los presocráticos o a la mística medieval o al materialismo histórico o a los escritos de Juan Pablo II. Aquí cabe todo y hasta puede posar de más exquisito el que menos se mancha con los temas del Derecho de a pie. Eso sí, luego nos dolemos hasta el llanto y el crujir de dientes cuando los colegas de la Facultad nos reducen las horas en los nuevos planes o nos insinúan que por qué no concentramos nuestro saber en alguna asignatura de Enfermería dedicada a la ética del sufrimiento o la lírica quirúrgica.
Por supuesto que es buena cosa la especialización, en estos tiempos, y naturalmente que, además, cada cual tiene perfecto derecho a cultivar el hobby que más le pete. Lo que no tiene recibo es que cualquier cosa que haga un iusfilósofo pase por y pese como Filosofía del Derecho. Si un catedrático de cirugía escribe un tratado sobre plantas de bulbo, no está en él cultivando su ciencia, sino haciendo su aportación a la botánica, la agricultura o la jardinería. Lo mismo que cuando un profesor de Filosofía del Derecho diserta sobre Tales de Mileto o sobre el Maestro Eckhart o sobre la noción de Dasein en Heidegger o sobre el traveling en la filmografía de Lars von Trier o sobre las “soluciones habitacionales” en la arquitectura de la Bauhaus: está a lo suyo, no a lo nuestro, se deleita con una sofisticada afición personal, y bien está. Lo que no se debe permitir es que eso lo explique en sus clases durante días o que eso le compute para su acreditación como profesor de una disciplina que ha de ser jurídica y versar sobre el Derecho si quiere tener algún sentido y no dar facilidades al “enemigo”. Cierto que todo se puede relacionar con todo, y más el Derecho, del que decimos siempre, en nuestro primer día de cada curso, que es como el aire y está en todas partes; o como Dios también, por lo que se ve. Pero hay un límite. También cabe que el cirujano tenga que operar un día a un señor que se tragó un bulbo y se atragantó, pero eso no es disculpa suficiente para que la biología vegetal se curse en Medicina.
El problema es que nuestra disciplina se ha convertido en el refugio perfecto para quien quiera dedicarse a la carrera que no estudió. Un perfil muy común en nuestro gremio es el del profesor de Filosofía del Derecho que confiesa sin empacho que detesta lo jurídico y que se aburre sobremanera con normas e interpretaciones, con legislaciones y sentencias, y que lo suyo de verdad es la Historia de las Religiones, o la Filosofía Política o la Antropología Filosófica. En sí es comprensible, pues frustraciones arrastramos todos y pocos son los afortunados en los que el oficio condice con la vocación. Lo malo es que estos queridos colegas hacen de su vocación oficio y se resisten con fiereza ante toda exigencia de que en las horas de Teoría del Derecho expliquen asuntos concernientes a las normas jurídicas y a los sistemas jurídicos, o que en las de Filosofía del Derecho hablen de algo que con el Derecho tenga una relación que no sea traída por los pelos, tipo “en el Derecho se encarcela a los criminales y, según Platón, el cuerpo es la cárcel del alma, por lo que este curso vamos a referirnos a lo que supone un alma libre de ataduras, tal como la dibujó prodigiosamente Santa Teresa de Jesús”. Y a volar, que ancha es Castilla y la tarima lo soporta todo.
¿Cómo podríamos replantear nuestros temas y, con ello, nuestro sentido como disciplina investigadora y docente? En mi opinión, habría que trazar algo así como una serie de círculos concéntricos y partir de que los más centrales contienen los temas que todo iusfilósofo debe conocer con solvencia y explicar con soltura. A medida que nos alejemos de esas posiciones centrales, tocamos asuntos que poseen innegable relieve teórico y que constituyen buen complemento para la formación y la información del jurista, como la Filosofía Política, la Ética o ciertos contenidos de la Sociología y la Ciencia Política. Y en algún punto debemos poner el “non plus ultra” como filósofos del Derecho, aunque en su casa pueda usted hacer lo que le dé la gana.
Ese núcleo principalísimo debe estar formado por los temas de teoría de la norma y de teoría del sistema jurídico. Pero tampoco aquí se tiene que perder de vista que la disciplina es teórico-práctica. Esto quiere decir que debemos ser capaces de trabajar con normas y no meramente con teorías de las normas. O, si se quiere expresar de otra manera, que nuestras disquisiciones sobre normas y sistemas han de poder volcarse sobre nuestros códigos y nuestro ordenamiento con algún provecho y un mínimo sentido. Pondré un ejemplo que con detalle he analizado en algún escrito reciente.
Está de moda afirmar que las normas jurídicas se dividen en reglas y principios. Hay quien añade algún elemento más a la clasificación, pero quedémonos aquí con esa división sencilla. Entre las más reputadas doctrinas sobre la esencial y determinante diferencia entre reglas y principios está la de Robert Alexy, por lo que es normal y lógico que de ella demos cuenta a nuestros alumnos en el tema correspondiente o que la utilicemos como soporte teórico para alguna de nuestras investigaciones. Pero tampoco debemos dejar de someterla a la prueba del nueve, que sería más o menos así: abra usted la Constitución o el Código Penal o el Civil, vaya leyendo precepto a precepto y dígame, aplicando lo de Alexy, cuándo estamos con seguridad ante una regla y cuándo ante un principio. No lo conseguirá o acabará usted calificando como regla o como principio lo que le dé la gana y según sus personales preferencias, según que le guste más que tal norma se aplique a rajatabla o que tal otra se cumpla según y como, ponderando. Es decir, la división alexyana entre reglas y principios no sirve como auténtica teoría de las normas, puesto que las diferencias que entre ellas traza no responden a características estructurales preestablecidas e identificables, sino que son nada más que disculpa para que cada aplicador de las normas constitucionales o legales haga su santa voluntad y las derrote o las declare invencibles cuando mejor le parezca. Una simple muestra: tome usted la norma constitucional que prohíbe la tortura y dígame si es una regla o un principio, de qué o de quién depende que sea lo uno o lo otro y qué consecuencias se derivarán de que la califiquemos de tal o cual manera.
Tenemos que hacer y enseñar, antes que nada, teoría de las normas jurídicas, identificándolas y diferenciándolas por sus notas estructurales. Esa teoría de las normas, además, ha de pasar el test de su contraste con la realidad y de su utilidad práctica: ha de servir para diferenciar por sus atributos (no por nuestro gusto o nuestro juicio moral sobre ellas) las normas que se contienen en cualquier cuerpo jurídico y ha de poder verse qué consecuencias prácticas se desprenden de que la norma en cuestión sea de una clase o de otra. Y luego, ciertamente, hemos de pararnos a examinar en qué se diferencian las normas jurídicas de las de otros órdenes. Pero no como disculpa para dedicarnos a las de otros órdenes que nos sean más gratos o nos procuren atajos para nuestra personal salvación, sino haciendo seriamente teoría de la validez y la eficacia de las normas jurídicas.
¿Y no queda sitio para examinar también la justicia o moralidad de las normas del Derecho positivo? Por supuesto que sí, y también para hacer análisis económico de las mismas, o crítica textual y análisis del discurso, o semiótica jurídica y tantas cosas más. Pero lo primero es lo primero, y lo complementario, aun teniendo su relieve, no puede desplazar a lo central.
Cuando mencionamos la teoría de las normas como componente inicial e ineludible no podemos dejar de incorporar a ese núcleo lo relativo a la interpretación y aplicación de las mismas, el Derecho en la práctica o en acción. Y otra vez lo mismo, pues si aludimos al Derecho en acción, más de uno hallará en esa expresión pretexto para dedicarse únicamente a pontificar sobre la incidencia de la globalización en los modelos jurídicos o sobre la influencia de las multinacionales en la legislación mercantil. Temas, sin duda, que tienen su razón de ser, pero en su momento, en su lugar y por su orden. Que en muchas facultades de Derecho los estudiantes no oigan hablar de los problemas de la interpretación jurídica hasta que los civilistas les cuentan, a su peculiar manera, el 3.1 del Código Civil, es dato revelador de nuestra dejación de funciones y de nuestra inclinación a vivir en la inopia jurídica.
Decimos teoría de las normas y del sistema jurídico como núcleo temático, y en esto último también conviene detenerse un rato. Si cuando uno explica teoría de la norma al modo usual y con la doctrina habitual suele tener la sensación de andar perdido y de darle al auditorio material defectuoso y escasamente útil, esa misma sensación se agranda cuando toca hablar de las doctrinas sobre el sistema jurídico. Permítanme que lo explique en primera persona. He dedicado muchas horas de mi vida a analizar los escritos de Hart y, especialmente, los de Kelsen sobre el Derecho en cuanto sistema, y hasta algo he escrito sobre ello. Pero cada vez que a mis estudiantes les cuento lo de los sistemas dinámicos y estáticos o lo de la norma fundamental kelseniana, o en cada ocasión en que les relato lo de la norma de reconocimiento de Hart, como norma secundaria que, además, hay que diferenciar de las de cambio y adjudicación, pienso que me he perdido y que los estoy desorientando a ellos. Desde luego que tales doctrinas, como muchas otras concepciones teóricas del sistema jurídico, tienen su razón de ser y alguna utilidad. Pero me temo que en nuestra docencia y en buena parte de nuestros escritos no hacen más que ocultar otras carencias y disimular graves defectos. Al lado de la tremenda complejidad de los sistemas jurídicos actuales, como mismamente el español, semejantes esquemas trillados de Hart, de Kelsen o de otros importantes autores pasados o presentes son de una elementalidad y de una insuficiencia que da rubor. Entonces, ¿por qué seguimos con la matraca de que las normas se dividen en primarias y secundarias o de que los sistemas y los órdenes jurídicos son cosa distinta si combinamos una perspectiva diacrónica y una sincrónica, por ejemplo? Pues porque así fingimos que abarcamos un tema que se nos escapa a ojos vista. No es que semejantes consideraciones sean ociosas por inútiles; es que son insuficientes, por mucho que encierren algo de verdad. Es como si al dar cuenta del cuerpo humano el profesor de Anatomía se quedara en que se divide en cabeza, tronco y extremidades. Cierto, sí, pero no basta y algo más debería esperarse de un especialista así.
¿Y de nosotros que tendría que esperarse, en ese tema? Pues, como mínimo, que tuviéramos en la cabeza la conformación real del sistema jurídico en el que vivimos y que manejáramos categorías teóricas suficientes y suficientemente precisas para abarcarlo en toda su complejidad. Somos auténticos usurpadores, prescindibles y hasta inconvenientes, si nuestras explicaciones del sistema jurídico no están lo bastante fundadas y no son lo bastante rigurosas como para que nuestros estudiantes puedan proyectarlas con provecho sobre esa intrincada red que constituye el Derecho aquí vigente, en España, y que incluye desde reglamentos municipales hasta normas de Derecho de la UE y otras de Derecho internacional puro y duro, pasando por normas contractuales, convenios colectivos, contenidos del llamado soft-law, dudas sobre la moderna lex mercatoria, etc. Pero vaya usted a preguntar a la mayoría de nuestros filósofos del Derecho sobre los tipos de normas del Derecho europeo y su modo de vigencia en nuestro país, o sobre la interrelación entre nuestra Constitución y el Derecho de la Unión según el Tribunal de Justicia de las Comunidades, o, más sencillamente, sobre la manera de operar del criterio de competencia como pauta de interrelación entre las normas del Estado y las de las Comunidades Autónomas. Pregunte sí, pero no se deprima con las respuestas o si no las hay. Pero, entonces y si estoy en lo cierto en mi negativo diagnóstico, ¿qué Derecho es el que explicamos? ¿De qué sistemas jurídicos hablamos? ¿Cuáles normas tomamos como ejemplo al hacer teoría de las normas?
Una vez que de eso, del Derecho “de carne y hueso”, sepamos y sobre eso enseñemos algo útil y con una perspectiva que en algo se distinga de la de nuestros colegas civilistas, penalistas o administrativistas, podremos ampliar nuestro abanico de temas e incluir también, por qué no, los asuntos concernientes a la legitimidad política, a los problemas morales de la obediencia o la desobediencia al Derecho y hasta a la influencia de la globalización y el género en las culturas jurídicas pretéritas o del presente. Pero si empezamos por lo segundo y de lo primero jamás nos ocupamos, seremos inútiles en las facultades de Derecho y tampoco serviremos de gran cosa en las otras, pues de Ética hablarán con mayor autoridad los compañeros de Filosofía de toda la vida y de Sociología se ocuparán con más fundamento los sociólogos, si es que aún hay tales y ya no solamente encuestadores telefónicos.
En otros términos: debería darnos qué pensar el hecho de que en la literatura jurídica actual la mejor teoría de las normas la estén haciendo algunos administrativistas, el mejor análisis económico del Derecho algunos civilistas, la mejor teoría del sistema jurídico unos pocos constitucionalistas, de la mano de unos cuantos internacionalistas, y la mejor doctrina sobre los postulados políticos y morales del Estado de Derecho la hallemos en los escritos de más de cuatro penalistas. Y nosotros a uvas o mareando una perdiz que se nos muere de vieja: que si la ley natural, que si los principios de justicia, que si serán derrotables todas las normas o sólo la mayoría o las de la mayoría, que si hacemos inclusivo el positivismo o lo dejamos excluyente, que si debe o no debe el ciudadano obedecer la norma jurídica o atender antes a su conciencia. Pero qué norma, señor mío, qué norma, si ya no dominamos el sistema de fuentes ni sabemos diferenciar una directiva comunitaria de un bando municipal.
Repito y concluyo:
a) De cuanto vicio aquí se ha retratado y de cuanto defecto se ha dado cuenta se puede acusar a este que suscribe antes que a nadie. También a mí me han tentado más de una vez la poesía épica o las bellas artes y también yo he sucumbido en alguna ocasión al hechizo de diferenciar matices en el “Sollen” kelseniano, por ejemplo, y he pretendido que todo ello pasara por cultivo del Derecho y su más estricta teoría. Y hasta se lo he contado a mis estudiantes, cielo santo.
b) De cuanto vicio aquí se ha retratado y de cuanto defecto se ha dado cuenta existen importantísimas excepciones entre los que en España se dedican a la Filosofía del Derecho. Se salvan pocos, pero lo hacen con tanto esfuerzo y tal brillantez, que parecen legión. A su sombra nos refugiamos los demás al afirmar que la iusfilosofía española vive sus mejores tiempos o que no tenemos nada que envidiar a nadie. La producción de ese puñado de colegas es tan notable como inclemente la estadística general. Y yo aquí me estaba refiriendo a lo general, a lo que más predomina, aunque no sea lo que más se ve ni, desde luego, lo que brilla más. No hablábamos de brillantes estrellas, sino de los agujeros negros y de cómo engullen la materia.
c) Sea como sea, hemos estado refiriéndonos, con razón o sin ella, a algo que ya es pasado y que se nos va de las manos. En cuestión de pocas décadas desaparecerán de nuestras universidades las disciplinas o áreas jurídicas tal y como hoy las conocemos. Serán los historiadores los que recuerden que hubo un tiempo, relativamente largo, en el que el filósofo del Derecho se diferenciaba y estaba separado del constitucionalista, el civilista o el internacionalista. Será bueno que se rompan ciertos moldes artificiales y dañinos para la comprensión completa de lo jurídico, pero es de temer que lo que venga sea todavía más triste: profesores generalistas a los que se hace explicar cualquier cosa a cambio de no exigirles que sepan en particular de nada y a los que se acredita o se asciende con tal de que hayan presentado unos cuantos “paneles” en congresos sobre gastronomía de género o robótica global y de que hayan acumulado un montón de diplomas firmados por pícaros pedagogos en lujosos gabinetes a la derecha del padre rector. Puede ser que dentro de un tiempo se recuerde como una época dorada éste de nuestra Filosofía del Derecho actual, que aquí he dibujado con trazos grises. Ya sabemos que todo lo que va mal puede empeorar y, en lo que de la universidad española y sus gestores dependa, empeorará.
Terminemos con una estrofa de Eugenio Montale[1], por qué no:
Así habló Papirio. Ya estaba oscuro
y llovía. Pongámonos a cubierto,
dijo, y apresuró el paso sin darse cuenta
de que el suyo era el lenguaje del delirio.
[1] Del poema “La forma del mundo”. La traducción es de Carlos Vitale. Está recogido en Mil años de poesía europea, de Francisco Rico (Barcelona, Planeta, 2009, p. 1037).
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