Un fiel lector de este blog, profesor universitario en una Comunidad Autónoma de tronío, me envió ayer mismo la crónica sorprendente que copio aquí de inmediato. Sólo me ha pedido, por comprensibles razones, que mantenga en secreto su nombre o cualquier dato que permita identificarlo. Así lo cumplo.
Esta es la historia. Vean qué cosas pasan a ritmo de Gaudeamus.
Hará cosa de un par de meses llegó al profesorado de mi vieja facultad un curioso correo electrónico remitido por el vicerrectorado competente en lo de los sistemas de calidad universitaria y su evaluación y control. No decía más que esto: “El próximo día 12, en horas de mañana, un enviado de este vicerrectorado pasará por los despachos del profesorado para entrevistar a cada uno de los que se hallen en su puesto y con el objeto principal de analizar el estado de su la hendidura dorsal”. Así ponía, “hendidura dorsal”.
Ni que decir tiene que en menos de una hora los pasillos ardían en comentarios. ¿De qué se trataría en realidad? ¿Sería una forma camuflada de controlar la presencia de los docentes e investigadores en su puesto de trabajo? Los catedráticos más curtidos y veteranos gritaban su indignación. Los más dubitativos leían y releían el misterioso comunicado y se perdían en variopintas hipótesis sobre el propósito de tan extraña visita. Los calificativos más empleados eran humillante e intolerable. Hubo quien anunció objeciones y resistencias fundadas en la libertad de cátedra y hasta en el libre desarrollo de la personalidad profesoral. Alguno amenazaba con quejas al Defensor del Pueblo. Los más cercanos a la autoridad académica echaron mano del teléfono con la esperanza de ampliar la información, pero al otro lado sólo encontraban interlocutores que aseguraban que desconocían los pormenores de la iniciativa. Para colmo, el vicerrector responsable estaba esos días de viaje en San Pedro de Sula, Honduras, cerrando un convenio para un programa conjunto de control de calidad universitaria mediante transferencia de aplicaciones informáticas innovadoras.
La unanimidad del enfado pronto se rompió. Fueron primero los partidarios del equipo rectoral los que se desmarcaron, pues, con tanta crítica carente de la información debida, empezaron a sospechar que se estaba fraguando un levantamiento contra el rector y una conspiración para impulsar una candidatura alternativa a tres años vista. Pero, sobre todo, las dudas sobre si plegarse o protestar invadieron al personal aspirante a futuras acreditaciones de todo tipo. ¿Y si el informe resultante de la anunciada visita podía incorporarse luego, caso de ser positivo, como mérito curricular? De ser así ¿en qué apartado de la correspondiente aplicación podría insertarse ese buen informe? ¿Sería un diploma o una certificación?
Una oportuna gestión del decano hizo que algún alto cargo del vicerrectorado prometiera que se enviaría una nueva comunicación con ampliación de datos. Pero a los dos días se recibió un documento escrito que repetía exactamente los mismos términos del anterior mensaje: el día 12 se pasaría revista a la hendidura dorsal de cada profesor. Sin más aclaraciones.
El lunes 11 se palpaba el nerviosismo. No faltaba nadie y de las conversaciones de los días anteriores no quedaban más que precavidos cuchicheos. Muchos ordenaron sus despachos, recogieron viejos papeles, colocaron libros, abrillantaron mesas, dispusieron con buen orden sillas y sillones. Los contados becarios preguntaban, con un punto de angustia en la voz, si también deberían ellos pasar el examen, pero apenas obtuvieron más contestación que algún esquivo bufido, o se les recordó que tenían su cubículo hecho una cochambre y que a ver si lo adecentaban un poco. Los fumadores infestaron sus recintos de ambientador de pino. Las parejas se sonreían con cierta aprensión al reencontrarse en la cafetería. Más de cuatro avisaron a los estudiantes de que al día siguiente seguramente tendrían que suspender sus clases.
Y llegó la fecha señalada. A las nueve y cuarto no faltaba un alma. En el hall de la facultad iba quedando un embriagante rastro de perfumes femeninos y masculinas lociones. Muchos de los varones que de ordinario lucían vetustos jerséis o peludas chaquetas de lana, aparecieron esa mañana con traje azul marino, camisa blanca y corbata de rayas. A la mayoría de las mujeres se les notaba una bien reciente visita a la peluquería. Hasta hubo quien, con increíble descaro, comentó en voz baja que se había hecho una buena depilación ese fin de semana, por si las moscas. Unos pocos llevaban en sus maletines los informes del último reconocimiento médico. Pero había notable aprensión a la hora de sentarse en los despachos a esperar y se dudaba si subir las persianas por completo o componer un ambiente más íntimo, a media luz. Los privilegiados que tenían sofá en su oficina se sentaban en él cada tanto y comprobaban si quedaba espacio para estirar las piernas. Corrían de mano en mano y de mano en boca los caramelos de eucalipto y los chicles de clorofila.
A media mañana el desánimo iba sustituyendo a la inquietud. En el descansillo de cada piso se juntaban los cariacontecidos docentes y acababan comentando con enfado la poca laboriosidad del PAS y la eternidad de su horario de café. Eran tantas las visitas a los baños, que las conversaciones tenían un fondo de cisterna. Ante los espejos de los excusados se atusaban bigotes, se recomponían peinados y se ensayaban sonrisas con brillo o miradas de de reproche.
A las doce y cuarenta y cinco ante la entrada principal se había formado una pequeña asamblea. Se hablaba quedo y había quien fumaba, aunque sin dejar de mirar hacia el aparcamiento y con el pitillo bien escondido en el hueco de la mano. Entonces vieron llegar a Sabino R., que es médico y jurista, enseña Seguridad e Higiene en la Facultad de Relaciones Laborales y preside la Comisión de Personal. Se dirigió con paso firme hacia los reunidos y les dio las buenas tardes con una sonrisa franca. Buenas, tardes, hola, qué hay, Sabino, le respondieron unos cuantos con ademán huidizo. Parece que empieza el buen tiempo, comentó Sabino R. jovialmente. Sí, parece, dicen que van a subir las temperaturas esta semana. Avanzó hacia la puerta, pero ninguno lo seguía. Se detuvo y se volvió de nuevo hacia la concurrencia: Qué, ¿vamos a lo nuestro?
Sabino R. es un cuarentón bien cumplido, alto, pelo abundante y canoso con corte geométrico, tez morena por causa de sus muchas horas de golf, voz varonil, porte distinguido. Estuvo casado en tiempos, sin hijos, y tiene fama de hombre dado a la vida amable y a las alegrías del cuerpo. ¿A lo nuestro? Carraspearon un par de varones y sonrieron sin querer algunas profesoras titulares. Los fumadores aplastaron las colillas con inusitada saña. Varias mujeres revolvían en sus bolsos y los catedráticos escondían en los bolsillos del elegante pantalón manos levemente temblorosas.
¿Pensáis quedaros ahí? A Sabino R. no se le borraba la media sonrisa que, por lo demás, era su gesto habitual. Tened en cuenta que sois bastantes y que, si no nos espabilamos, esto puede ir para largo. ¿Para largo? Esta vez lo siguieron con docilidad. Bueno, por dónde empezamos, preguntó. Pero ya todos se perdían por escaleras y pasillos, con paso apocado, camino de sus despachos.
A las dos y media el conserje vio marcharse a Sabino R. con su expresión afable de siempre, como si tal cosa. Los profesores también fueron saliendo de a poco. La mayoría hacía mutis sin comentar palabra, los hombros levemente caídos, la cabeza baja. Cuando coincidían algunos de los que se tenían más confianza, comentaban. Para esto no hacía falta tanto cuento ni tanto misterio. Es una vergüenza que nos hagan perder el tiempo con semejantes bobadas. Por las mismas, podían haber solicitado a los médicos del último reconocimiento que nos miraran la dichosa hendidura. La hendidura en el dorso de la mano, manda narices, el puñetero agujero que, según estos cretinos del vicerrectorado, se puede formar por manejo excesivo del teclado. Ni que nos fuéramos a morir por eso, ya ves. Mejor se preocupaban de mirar lo que hay que mirar. Con tanto control absurdo, tanta calidad y tanta historia, no le queda a uno tiempo para trabajar como es debido. Y luego querrán que tengamos no sé cuántos méritos y que nos resulten bien las acreditaciones. Ya ves, como si la hendidura dorsal nos importara un carajo.
El sol bañaba los despachos vacíos que miran al Sur. El polvo recuperaba su lugar sobre los objetos. Los libros sesteaban, ajenos.
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