(Hace unas semanas había plantado aquí la primera parte de un pequeño ensayo divulgativo sobre lo que es o no es el positivismo jurídico. Va ahora una segunda parte, y vendrán más. No hay por qué abandonar este vicio de la teoría del Derecho, quien lo tenga).
Desde ese núcleo de la tesis se pueden comprender las dos notas con que el positivismo acostumbra a caracterizarse, la de la separación conceptual entre derecho y moral y la del carácter convencional del derecho.
- La separación conceptual se capta bien si volvemos al caso del sexo y el amor. Conceptualmente somos perfectamente capaces los hablantes de nuestro idioma de diferenciar y separar amor y sexo y de ver los dos términos como alusivos a práctica o sensaciones distintas. Una cosa es la práctica sexual y otra el sentimiento amoroso. Gracias a que poseemos esos dos conceptos podemos distinguir y catalogar tres situaciones distintas, atinentes a la relación entre esas dos “cosas”. Así, discernimos cuando se da amor sin sexo, sexo sin amor o lo uno junto con lo otro. Correlativamente, la presencia del concepto de moral y del de derecho (o de norma moral y norma jurídica) nos capacita para determinar cuándo estamos ante una norma moral que no es jurídica o que es antijurídica (opuesta al contenido de una norma jurídica), ante una norma jurídica que no es moral o que es inmoral (opuesta al contenido de una norma moral), o ante un contenido normativo que se corresponde tanto con el de una norma moral como con el de una norma jurídica.
Lo que decimos de esa separación conceptual vale también para distinguir el derecho de otras “cosas”, como la economía. Una norma jurídica cuyo contenido esté en pugna con los dictados de la economía no deja de ser jurídica por ser antieconómica, inconveniente o contraproducente desde el punto de vista económico. Y una ley de la ciencia económica tampoco pierde su validez científica por estar reñida con los dictados del derecho vigente. Por las mismas, también distinguimos el sexo del placer y, aunque muchas veces vayan de la mano, podemos entender que haya sexo sin placer y placeres sin sexo, placeres no sexuales. Tal capacidad para distinguir es perfectamente independiente de las convicciones que cada cual pueda tener sobre cuáles son las mejores o más adecuadas vivencias o prácticas del amor, del sexo y del placer. Más aun, si tales concepciones pueden afirmarse y desarrollarse es precisamente gracias a ese arsenal de conceptos diferenciables y combinables en relaciones variadas.
No parecería razonable que alguien adujera que expresiones de nuestra lengua, como la que permite llamar “hacer el amor” a ciertas práctica sexual sean prueba de que sexo y amor están inescindiblemente unidas en un concepto único y complejo, de modo que no pueda existir sexo sin amor, sin sentimiento amoroso. La presencia de dicha expresión sólo prueba que la palabra “amor” es ambigua, tiene significados distintos. Otro tanto ocurre con la expresión “no hay derecho”, que usamos para indicar que una situación nos parece injusta. Lo único que aquí se comprueba es que también la palabra “derecho” es ambigua y no solo se emplea para aludir a un conjunto de normas pertenecientes a un sistema jurídico. Lo que no resulta fácilmente comprensible es que alguien use tales ambigüedades semánticas para sostener que todo sexo tiene necesariamente una dimensión amorosa o que a todo derecho le es inmanente un contenido mínimo de justicia.
Algo similar sucede con las teorías tridimensionales del derecho cuando se invocan como tesis opuestas al positivismo. En su formulación estándar esa teoría tridimensional dice que el derecho es norma, y como tal calificable en términos de validez o invalidez formal o propiamente jurídica; hecho, y como tal calificable en clave de eficacia o ineficacia; y valor, y como tal calificable como buena o mala, justa o injusta, moral o inmoral. Perder de vista cualquiera de esas dimensiones supondría, se dice, dejar de lado un aspecto esencial de la ontología de lo jurídico, pues el derecho propiamente dicho sólo se da en aquellas normas que reúnen las tres condiciones positivas: validez, eficacia y justicia.
Se trata de una grosera confusión entre el objeto y los puntos de vista sobre el objeto. Un cuadro, por ejemplo, una obra pictórica, puede ser contemplado y calificado desde múltiples ópticas o puntos de vista: su belleza a tenor de los cánones estéticos, la moralidad de la escena que represente, conforme a los patrones morales, el precio o valor económico, según los dictados económicos o del marcado del arte. ¿Tendría sentido que defendiéramos que un cuadro es arte nada más que si combina las propiedades de ser bello, de representar escenas o situaciones no inmorales y de ser económicamente valioso? De esa forma, si el artista representó una violación o una estampa sacrílega o si por su cuadro no le dan más de cuatro euros, no sería artística su obra en modo alguno, aunque para los estándares estéticos pudiera considerarse una obra de primera.
Además, suena arbitrario , ya puestos, que se limiten a tres las dimensiones de lo jurídico. ¿Por qué no igualmente una dimensión estética, ya que de las normas o su redacción podemos hacer juicios en términos de belleza o fealdad literaria? ¿Y una dimensión económica, puesto que podemos juzgar de sus efectos económicos positivos o negativos? ¿Y una religiosa, pues sus contenidos pueden tildarse de pecaminosos o acordes con el dogma de tal o cual religión? Y así sucesivamente. Un cuchillo será un cuchillo al margen de que se use mucho o poco, de que nos parezca moral o inmoral que se fabriquen cuchillos, de que se venda caro o barato, de que sea hermoso o feo, etc., etc. Sobre un cuchillo, una práctica sexual, un sentimiento amoroso o una norma jurídica pueden combinarse múltiples puntos de visa y juicios de muy diverso tipo. Pero cuando se nos pregunta qué es un cuchillo sólo podremos caracterizarlo con propiedad si enumeramos las notas del concepto y las claves de la referencia del término “cuchillo” en nuestra lengua.
Imaginemos que encuentro una piedra y que deseo saber de qué mineral se trata o qué minerales la componen. Voy al geólogo y, tras los análisis pertinentes en su laboratorio, dictamina que se trata de cuarzo; pero añade: “pero este cuarzo es tan feo que realidad es un cuarzo que no es cuarzo, sino que sólo lo parece, ya que el verdadero cuarzo sólo puede ser hermoso”. Tendríamos a dicho geólogo por un chalado que no sabe distinguir los objetos de su ciencia de sus juicios estéticos personales. Si para la comunidad científica de los geólogos y para la gente en general esa piedra tiene las propiedades del cuarzo, acreditadas, además, por los procedimientos de análisis de la ciencia geológica, no será de recibo negar que sea cuarzo porque es un pedrusco muy feo o porque una vez alguien mató a otro golpeándolo con una piedra de cuarzo.
¿Y si a usted le preguntan si el derecho español permite el aborto voluntario dentro de un plazo? ¿No incurre en el mismo sinsentido si contesta que hay en el derecho español una norma que sí lo permite pero que en realidad esa norma no es jurídica ni forma parte de tal derecho porque el aborto es suprema inmoralidad? Su interlocutor sigue con el interrogatorio: ¿Acaso esa norma ha sido anulada por el órgano competente para tales anulaciones? Usted dice que no, que no lo ha sido (supongamos, además, que el Tribunal Constitucional ha sentenciado que dicha norma no es inconstitucional), pero que en realidad nadie necesita anularla porque ya es nula de por sí. Y sigue, pertinaz, el interrogador: ¿qué le sucede, entonces, a la mujer que se somete voluntariamente a un aborto dentro de ese plazo o bajo esas condiciones, o al médico que lo practica? Usted: no les sucede nada, no los condenan, conforme al derecho vigente, sólo que ese derecho vigente en realidad no es derecho y esas personas deberían ser sancionadas si el derecho fuera como debería ser, si en lugar de regirnos por el derecho vigente nos gobernáramos por el verdadero derecho. ¿No sería mejor que usted dijera que el derecho es el que es, pero que a usted no le gusta nada y que piensa que debería cambiarse?
Ahora supóngase que es derogada la norma que permite el aborto voluntario en ciertos casos o dentro de determinado plazo. Todo aborto voluntario pasa a ser delito y a merecer sanción penal. Viene un conciudadano y le pregunta si en nuestro derecho está permitido el aborto voluntario, al menos en alguna circunstancia. Usted le aclara que no, pues hay en nuestro ordenamiento una norma que lo veda y lo castiga. Pero resulta que ese que con usted dialoga es un declarado defensor del aborto y no ve inmoralidad o injusticia en su práctica, sino en su prohibición. No son pocas las personas que así opinan, en razón de su sistema moral, de su concepción de la moralidad, del bien y de la justicia. Ese interlocutor suyo es un iusmoralista y un antipositivista como usted, solo que su moral es bien distinta de la suya, de la de usted. Así de que ante su referencia a la norma jurídica positiva, él le replica que, de tan injusta, esa norma prohibitiva del aborto no es verdadero derecho y que el verdadero derecho no prohíbe el aborto, sino que lo permite, por lo cual, las condenas de quienes abortan voluntariamente o practican abortos no son condenas conforme a derecho, sino puros actos de poder antijurídico o ajurídico. Entonces usted aduce que la norma vigente no solo es derecho, sino que es además derecho justo y, por consiguiente, verdadero derecho.
¿Tiene salida ese debate? Parece que sólo es pensable una: que se pongan de acuerdo sobre los hechos y su nombre y que distingan los hechos de su calificación moral, económica, política, estética o cualquier otra. El hecho es que aquí y ahora el derecho dice que aborto está prohibido o permitido. Y también es un hecho que el juicio moral sobre la respectiva norma puede ser discrepante. Pero la discrepancia moral sobre los hechos no tiene que ser confundida con la constatación de los hechos, con el juego de los conceptos y con los nombres de las cosas. Si cada uno llama derecho nada más que a las normas que a él le parecen moralmente admisibles, incluso desde su concepción personal del objetivismo moral y de la verdad moral, y si ese modo personalizado de nombrar se impone generalmente, deja de haber en la sociedad derecho, por no existir un concepto común de derecho: el término pierde su referencia en el lenguaje que compartimos. Pero lo cierto es que en cada sociedad, y en las nuestras, el término derecho sí tiene una referencia común compartida, pese a quien pese.
Pongámonos ante una sociedad en la que tal situación se produjera, en la que cada uno sólo considerara derecho aquellas normas que son acordes con su moral. Sería imposible saber, en los casos de discrepancias entre las morales de los individuos o los grupos, si el derecho permite o prohíbe el aborto, ya que el veredicto de cada persona o cada grupo será discordante. No sería raro que de tal caos práctico se intentara salir mediante un acuerdo: el acuerdo de dar a la norma jurídica el contenido que determine la mayoría. Se inventaría la democracia como procedimiento para crear derecho positivo vinculante para todos por encima de los juicios morales de cada uno. Por eso puede sostenerse que, en su fundamento como sistema jurídico-político de una sociedad reconocidamente pluralista, la democracia exige el positivismo en el modo de identificar y nombrar el derecho. La democracia supone el acuerdo para sentar y hacer en común vinculantes, bajo la forma de derecho, las normas sobre las que discrepamos, pero que, por versar sobre asuntos importantes para la convivencia colectiva, tienen que ser normas que rijan para todos. Por eso en democracia se legisla el derecho de todos, pero no, en modo alguno, la moral de cada uno. Porque el derecho es de todos y para todos, guste o disguste a unos o a otros, mientras que la moral es de cada uno y desde la moral de cada uno hace cada cual sus propuestas para todos y participa en las reglas del juego común de la legislación. Quien pone condiciones personales de validez a las normas democráticamente legisladas se sustrae al juego común de la democracia y coloca sus valores personales por encima del valor de ese sistema
Naturalmente, la democracia no es impepinable y ese sistema de decisiones en común sobre los asuntos concernientes a la convivencia de todos y sobre los que individual y grupalmente discrepamos no es insoslayable. Hay una alternativa, la del autoritarismo y la dictadura: que la persona o grupo que se considere en posesión de la verdad moral suprema imponga su ley a los otros, aunque estos otros sean mayoría. Pero en ese caso la pretendida razón necesitará el respaldo de la fuerza, de la represión. En democracia legisla la mayoría porque es mayoría, no porque tenga razón o sea propietaria de la verdad moral. Las dictaduras, en cambio, se legitiman por la posesión, pretendida, de la verdad y reprimen la discrepancia, sea de minorías, sea de la mayoría, por considerarla sinrazón, aberración pura, supremo descarrío. La dictadura, a diferencia de la democracia, presupone la división de la sociedad entre seres superiores, llamados a mandar, y seres inferiores, abocados a obedecer. Superiores son, por supuesto, los que conocen la verdadera moral, e inferiores los que no la conocen o no son caparse de conducirse en conformidad con ella.
Una rama muy potente del iusmoralismo de nuestros días transita por una ruta que puede parecer intermedia y no antidemocrática, no contramayoritaria. Lo hace basándose en las doctrinas llamadas constructivistas. Los constructivistas parten de que, al comunicarnos y convivir, todos asumimos ciertos presupuestos, presupuestos que tienen valor normativo. Por ejemplo, y dicho sea con suma sencillez, cuando optamos por hablar con otro en lugar de emplear con él la violencia para forzarlo a obrar en nuestro interés o según nuestras preferencias, lo estamos reconociendo como un igual cuyas razones valen como las nuestras y merecen ser ponderadas con imparcialidad. Lo que tendríamos que preguntarnos, según el constructivismo, es a qué acuerdos llegaríamos sobre esos temas a propósito de los cuales inicialmente podemos discrepar por razón de nuestros intereses o nuestras convicciones individuales; qué acuerdos alcanzaríamos si nuestro razonar conjuntamente y dialogar se llevara a cabo conforme a algún procedimiento discursivo que garantizara la imparcialidad del resultado, para que ese resultado ya no sea expresión de alguna forma de dominación o del simple cómputo de mayorías y minorías, sino manifestación de lo que aquí y ahora la razón exige para el objeto de nuestro debate. En otras palabras, nos preguntamos a qué acuerdos arribaríamos si nos encontráramos, por ejemplo, en la habermasiana situación ideal de habla o en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de ignorancia. En cuanto estemos de acuerdo sobre lo que acordaríamos en esa situación hipotética e ideal en la que se respetaran plenamente las condiciones de imparcialidad del razonamiento, habremos llegado a lo que buscábamos, a saber cuál es la solución racional para nuestro debate aquí y ahora.
¿Sobre qué pueden tratar esas discusiones nuestras aquí y ahora? Pues sobre cosas tales como si el aborto debe estar prohibido o permitido por el derecho o sobre si debe ser delito o no la apología del terrorismo o sobre si debe ser delito o no la negación de holocausto o sobre si es preferible modificar los tramos del impuesto sobre la renta o aumentar los impuestos indirectos. Aquí y ahora, mortales, prejuiciosos y parciales, no nos ponemos de acuerdo, pero si no estuviéramos obnubilados por prejuicios e interesadas ideologías, sí que lo lograríamos. ¿Cómo sale el constructivista del embrollo? ¿Cómo puede llegar a saber, él solo, lo que él mismo preferiría si en lugar de ser él mismo, una persona marcada por su particular situación, fuera él y fueran todos los interlocutores posibles sujetos perfectamente racionales y capaces de razonar de modo plenamente imparcial? No sé, pero lo sabe. Lo sabe, ya que nunca oímos a un constructivista decir que sus personales convicciones sobre el asunto en disputa son tales, pero que una vez pasadas por el tamiz del diálogo plenamente intersubjetivo y racional se ha dado cuenta de que estaba equivocado y que la postura correcta es la que otro mantenía. No, lo que el constructivista hace siempre es tildar como racional o razonable su postura subjetiva, puesto que ya la habría pasado por ese filtro hipotético de la intersubjetividad y, en consecuencia, su postura subjetiva ya no es meramente subjetiva, sino la intersubjetivamente racional. Por eso son tan divertidas y aleccionadoras las discrepancias entre constructivistas, porque todos se dicen respaldados por el mismo experimento hipotético, por la misma imaginación de lo que nacería de un diálogo perfecto entre sujetos imparciales. El proceder constructivista siempre da a los constructivistas la razón; le da la razón a cada uno y no hay manera de que se pongan racionalmente de acuerdo entre ellos. Quizá necesitarían un metaconstructivismo: un constructivismo para constructivistas, un constructivismo de segundo grado; y así sucesivamente.
- Nos hemos alejado bastante del punto que tratábamos, el de la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, pero los temas estaban relacionados. Vamos ahora con la tesis del carácter convencional de todo derecho. Consiste en mantener que el derecho es cosa de este mundo y no de otros mundos hipotéticos o imaginarios, y que se hace en las sociedades o por las sociedades. El derecho por tanto, no es natural, sino obra social, y no se basa en constataciones, sino en decisiones y acuerdos. Derecho es lo que la sociedad entienda como derecho y no lo que como tal exista en alguna otra parte independiente y separada de los acuerdos sociales efectivos y del imaginario social. Derecho es, en suma, lo que una sociedad piensa, vive y practica como derecho. Por eso los caracteres de los sistemas jurídicos y, por supuesto, los contenidos de las normas jurídicas cambian de sociedad a sociedad y de época a época.
Pongamos que alguna arma letal o alguna epidemia incontenible acaba de un día para otro con la humanidad y nada más trasforma en nuestro planeta. ¿Seguiría habiendo ríos y montañas y piedras y elefantes y árboles? Sí, aunque ya no quedara quien los nombrara y los llamara “árbol” o “tree” o “Baum”, etc., y quien conceptualmente distinguiera los árboles de los elefantes. ¿Y seguirían existiendo normas jurídicas? Es razonable pensar que no. Pero si las normas más importantes, sean morales o jurídicas, existen en algún mundo ideal y no meramente en este mundo empírico, ¿por qué no habrían de subsistir, a la espera del renacer de la humanidad para regir sobre ella, si tal renacer hubiera?
Póngase que por algún azar o prodigio la humanidad resurge sobre la tierra y que se forman los primeros grupos sociales, con las normas que son precisamente el cemento de los grupos y la convivencia. ¿Esas normas serían contingentemente creadas en tales grupos o serían, al menos en parte o en lo más sustancial, reflejo de aquellas que nunca dejaron de existir cuando no quedaban humanos, aunque no rigieran para nadie mientras humanos no hubo? No es ninguna excentricidad lo que estamos planteando, pues para el iusnaturalismo de base religiosa las normas de derecho natural, que son normas y son derecho, fueron pensadas y queridas por Dios antes de que las promulgara para los hombres que fueron su creación, y se mantienen las mismas a través de los siglos, los milenios y cualesquiera cambios sociales y culturales.
Pues bien, lo que el positivismo defiende es, repito, que todas las normas son de este mundo y que se trata de “objetos” socialmente creados, en su forma y en sus contenidos, que son hechos sociales de cierto tipo, constructos del imaginario social que gobiernan las prácticas sociales. En otras palabras, que no hay parámetros extra o suprasociales que determinen lo que en tal o cual sociedad puede ser o no derecho o cualquier tipo de normatividad rectora de la convivencia. El derecho es social porque cada sociedad tiene y pone en práctica el suyo, y su carácter convencional indica que ninguna normatividad puede socialmente operar si no es colectivamente reconocida como tal: como normatividad que permite calificar las conductas como debidas o indebidas. Con la evolución de las sociedades y hasta llegar a la época moderna, lo que habría tenido lugar es un proceso de decantación de distintos tipos de normatividades, de forma que en estas sociedades más complejas se reconoce de hecho la diferencia entre diversos patrones y sistemas normativos: religioso, moral, jurídico, etc. Gracias a esas convenciones establecidas y vigentes socialmente, podemos diferenciar, por ejemplo, entre moral y derecho, y decir cosas tales como que la conducta X es acorde con la moral, pero no con el derecho, o que la conducta Y es conforme con el derecho pero contraria a los preceptos de la religión.
Cuando el antipositivismo rebate el carácter convencional de todo derecho posible ha de estar presuponiendo algún tipo de normatividad no convencional, por sí subsistente y existente al margen del pensar y las prácticas de las sociedades. Para el iusnaturalismo teológico esa normatividad vive, bajo la forma de ley eterna y ley natural, en el orden de la Creación, en cuanto proviene de la razón y voluntad de Dios. Para el iusnaturalismo racionalista el derecho natural no es convencional porque está presente en la naturaleza humana, igual que en ella se hallan el hígado o el corazón, si bien bajo forma no empírica o fáctica de existencia. Al fin y al cabo, la naturaleza humana se componía de cuerpo, la parte empírica, y alma, la parte no empírica pero igualmente “natural”. Del mismo modo que el alma debía gobernar el cuerpo para que la naturaleza del hombre no se rebajara a naturaleza meramente animal, las normas ideales o no empíricas del derecho natural tenían que primar sobre las normas positivas o de creación social. Un ser con dos naturalezas o con una compleja naturaleza doble tenía que estar guiado por dos normatividades que se concilian en un normatividad compleja en la cual el derecho natural está por encima y pone límites al derecho positivo.
Pero el iusmoralismo antipositivista de hoy no es solo o no es todo iusnaturalismo. Ese iusmoralismo tiene que presuponer, sin embargo, algún tipo de objetividad de las normas morales, si es que éstas pueden y deben acotar los caracteres o contenidos posibles de las normas jurídicas, de las normas que resultan de las convenciones sociales. Dicho de otra manera, para que el antipositivismo pueda objetar seriamente, desde la moral, la tesis positivista del carácter convencional de todo derecho debe dar por sentada una moral de carácter no convencional, que no sea también un producto contingente de las respectivas sociedades. Porque si la moral también es convencional, al igual que el derecho, se pierde irremisiblemente la base para sostener que hay una parte del derecho que es moral y, por tanto, no convencional. Si esas normas morales no convencionales y, por tanto, distintas de la moral social positiva viven en la mente o la voluntad de Dios, retornamos al iusnaturalismo teológico. Si están insertas en la naturaleza humana o en un orden natural y necesario del mundo, en la naturaleza de las cosas, no hemos salido del iusnaturalismo racionalista. Si están en otra parte, ¿dónde están, cómo son y cómo cabe conocerlas? ¿Y cómo es posible que unos lleguen a su preciso conocimiento y a otros no se les alcance?
El iusmoralismo sólo dejará de ser o parecer una doctrina con endeble fundamento si va de la mano de un bien desarrollado y adecuadamente explicitado objetivismo y cognitivismo ético. No será misión imposible, pero es misión necesaria si sus invocaciones de la moral como límite al derecho y a su carácter convencional tienen que parecer algo más que interesado argumento para hacer pasar las preferencias morales subjetivas del iusmoralista por tesis objetivas sobre el bien y la justicia.
Recapitulemos. Lo que el positivismo viene a proponer es algo extremadamente sencillo. Por una parte, nos plantea que por qué vamos a dejar de llamar derecho lo que aquí y ahora, en la sociedad que sea, se entiende como derecho, se aplica como derecho y se denomina derecho; que por qué vamos a prescindir de la separación entre el concepto delimitado de derecho, una vez que se ha llegado, en los hechos sociales, a esa delimitación. Y, en segundo lugar, que si se sostiene que hay derecho “fuera de aquí”, independiente de las convenciones sociales en las que se asienta la convivencia de unos u otros grupos, habrá que fundamentar muy convincente y detalladamente dónde está ese derecho que no es de aquí, sino de todas partes, y que no es de este tiempo nuestro, sino de cualquier tiempo. Porque afirmar que existe puesto que yo creo en él no parece que pueda ser razón suficiente para imponerlo como derecho de todos o como límite de los contenidos posibles de nuestras convenciones, acuerdos y procedimientos de decisión.
Con nada más nos compromete el iuspositivismo. No compromete: (i) con el juicio moral positivo sobre el derecho como tal o con los contenidos de sus normas y, por tanto, con la preferencia por la obediencia a las normas jurídicas; (ii) con el juicio político positivo sobre la aplicación de las normas jurídicas o la obediencia a ellas (iii) con el escepticismo o el relativismo moral; (iv) con el ateísmo o la oposición a las religiones; (v) con una determinada opción política, ni siquiera con la preferencia por la democracia.
(i) A uno le enseñan un cuchillo y le preguntan qué es. Responde que es un cuchillo y, entonces, le replican así: ah, entonces te gusta. Le muestran una pareja haciendo el amor y le interrogan sobre qué hacen. Contesta que están haciendo el amor o teniendo una relación sexual completa, según como queramos llamarlo, ante lo que le dicen esto: ah, por tanto estás diciendo que se aman, que se quieren con verdadero amor. Luego ponen ante él un precepto del Código Civil y, siendo evidente que se trata del Código Civil en vigor, el interpelado explica que se trata de una norma jurídica, momento que aprovechan sus interlocutores para espetarle: ah, caramba, por consiguiente te parece justo el contenido de ese precepto o, al menos, no lo tienes por muy injusto.
¿Están o no están claramente emparentados los anteriores supuestos? ¿No pasa en todos esos casos que se confunde la identificación de un objeto, comportamiento o estado de cosas (un cuchillo, un acto sexual, una norma que forma parte de un sistema jurídico) y el correspondiente nombrarlo conforme al nombre que lleva en nuestro idioma, con la calificación que desde parámetros ajenos a ese objeto se puede hacer o que algunos hacen?
El positivismo pide que no se caiga en esa confusión cuando nos referimos al derecho, a normas jurídicas; que, si existen y compartimos criterios de identificación de las normas jurídicas socialmente reconocidos y, por tanto, vigentes y operantes, no hagamos ese tipo de razonamiento con esta estructura: esta norma jurídica N no es una norma jurídica en realidad, aunque cumpla con todos los requerimientos del sistema jurídico y del sistema de fuentes reconocido, porque tiene la propiedad negativa P (es antiecomómica, estéticamente horrible, políticamente inconveniente, pecaminosa, inmoral...). Nada más que eso.
A usted le enseñan una adelfa y le recuerdan que es un arbusto muy decorativo para los jardines. Usted, buen conocedor de los secretos de la botánica, responde que la adelfa es venenosa y que, en consecuencia, no es arbusto decorativo en modo alguno. ¿Qué le replicarían? Que el concepto de planta decorativa es independiente de propiedades como la de ser venenosa o no; que las propiedades que la hacen decorativa (tamaño, tipo y color de las hojas, belleza de las flores...) son independientes de otras que esa misma planta puede tener (ser cara, ser apta sólo para terrenos arcillosos, requerir abundante riego, ser venenosa...). Ni por ser venenosa deja la adelfa de ser decorativa ni por ser decorativa deja de ser venenosa.
Cuestión diferente es que esa propiedad de ser venenosa importe para usted como razón para no plantar una adelfa en su jardín, quizá porque tiene niños que puedan morder sus hojas o porque usted mismo es despistado y puede olvidarse del peligro y probar un día una ensalada con sus hojas. Que usted tenga buenas razones para no querer cerca ese arbusto decorativo no priva al arbusto de tal propiedad, la de ser decorativo o estar generalmente considerado como tal. Igual que si usted tiene alergia al polen de las gramíneas no negará a éstas su condición herbácea, sino que simplemente procurará mantenerse alejado de ellas. Si a usted (o a muchos como usted) una norma jurídica le parece descarnadamente injusta, así lo proclamará y hará lo que esté en su mano para que se cambie, pero no dirá que esa norma jurídica, por injusta, no es jurídica. ¿O sí?
Pero la inversa tampoco se sigue. Si usted ha concedido que la adelfa, sea venenosa o no, es un árbol muy decorativo, no se desprende que usted tenga, sí o sí, que colocar adelfas en su jardín. Puede preferir otro tipo de plantas o arbustos cuyas formas o colores le sean infinitamente más gratos. Es más, puede tenerles auténtica aversión a las adelfas, porque le traen malos recuerdos o porque había muchas en las fincas de su primera esposa. Pero ni ello es razón para que usted le niegue el carácter generalmente reconocido de arbusto decorativo, ni el reconocerle esa condición a la adelfa le compromete a que a usted le gusten o a que tenga que plantarlas.
Con las normas jurídicas ocurre lo mismo, según el positivismo. Tan sólidas y claras como pueden ser las razones para identificarlas como tales, pueden ser las razones para abominar de su contenido y hasta para desobedecerlas. Ni dejarán de ser lo que son porque usted las estime muy injustas, ni porque usted reconozca que son lo que son podrá nadie decirle que, por tanto, usted las ha reconocido como justas y merecedoras de obediencia en conciencia.
Las normas jurídicas producen obligaciones jurídicas. Esto simplemente quiere decir que desde el punto de vista del sistema jurídico sus normas obligan; obligan en derecho o según el derecho. Por eso su incumplimiento se sanciona y su cumplimiento puede reclamarse coactivamente. Las obligaciones jurídicas son obligaciones a tenor del sistema jurídico. Nada más que eso. Las normas morales producen obligaciones morales. Ni es pensable un derecho que diga que sus normas no importan y que cada uno las acate nada más que si le apetece y en caso de desacato no será sancionado, ni un sistema moral que se base en la idea de que las normas morales o sus normas morales nada importan y que tanto cuenta para bien la conducta del sujeto que sea acorde con ellas como aquella que las contradiga.
Así que hay obligaciones jurídicas porque existen los sistemas jurídicos, con sus normas jurídicas, y hay obligaciones morales porque existen los sistemas morales, con sus normas morales. Una acción o conducta de un sujeto puede ser calificada desde tantos sistemas normativos como vengan al caso y ofrezcan reglas o pautas para tal calificación o catalogación. Yo realizo la acción A. Esa acción mía para el sistema moral será moral o inmoral, para el sistema jurídico será jurídica o antijurídica, para el sistema estético será bella o fea, para el sistema económico será rentable o perjudicial, para el sistema de reglas del trato social será cortés o descortés, etc.
Ninguna de esas calificaciones compromete las otras ni las condiciona. Por el hecho de que mi acción sea fácilmente tildable de descortés o pecaminosa no se sigue en modo alguno que tenga que ser antijurídica. Por el hecho de que sea fácilmente calificable como conforme a derecho no se desprende que tenga que dejar de ser descortés, a tenor de las reglas del trato social, o pecaminosa, según las normas de una cierta religión. Por el hecho de que sea inmoral no ha de verse como antijurídica. Porque sea antijurídica no ha de verse como inmoral.
Si las normas jurídicas, o algunas de ellas, dan razones perentorias, esa perentoriedad sólo existe desde el punto de vista propio o interno del derecho. Pero la calificación con arreglo a un sistema normativo es independiente de la calificación con arreglo a los otros sistemas normativos. ¿Y qué sucede cuando uno (o varios) califica positivamente (jurídico, moral, rentable, virtuoso, cortés...) y otro (o varios) califica negativamente (antijurídico, inmoral... descortés)? Pues sencilla y obviamente que le corresponderá al sujeto de turno decidir a qué sistema le da prioridad como guía de su conducta. La moral me dice que mi conducta A sería inmoral, que no debo hacerla, y el derecho me indica que me está por él permitida, que sí puedo hacerla. Yo decido si llevo a cabo A o no y, con ello, asumo tanto las consecuencias positivas conforme al sistema que la califica positivamente, como las negativas que provienen del sistema que la califica de modo negativo. Hice A porque el derecho me lo permitía, más ahora tengo remordimientos o el desprecio de los que comparten mi sistema moral; o no hice A porque la moral me lo prohibía y me he perdido la subvención que el sistema jurídico regalaba a los que A hicieran. Lo que la pluralidad de sistemas normativos que sobre nosotros concurren no permite es estar en la procesión y repicando, ganar por todos los lados y no tener nunca pérdidas o contratiempos.
Muchos de nosotros, la inmensa mayoría de los humanos de hoy, al menos en nuestra cultura, estimarán que como guía última de la conducta ha de estar la moralidad, que somos más humanos y más dignos cuando actuamos en conciencia y por imperativos éticos que cuando acatamos otros mandatos claramente o más claramente heterónomos. Un iuspositivista también puede y suele pensar así. Kelsen lo dijo bien claro. Un servidor, modestísimamente y sin querer compararse, opina lo mismo.
Pero eso presupone que un individuo puede ver cualquier norma jurídica como injusta o inmoral y, en consecuencia, decidir desobedecerla, incumpliendo esa norma de derecho para dar satisfacción a una norma moral. Eso no sería posible con tal claridad si una propiedad de las normas jurídicas fuera la de ser morales o justas o, al menos, la de no ser (muy) inmorales o (muy) injustas. Si la justicia o moralidad es propiedad constitutiva de toda norma jurídica, de modo que la norma inmoral no es jurídica, la desobediencia a la norma jurídica será simultáneamente desobediencia a la norma moral y, por tanto, será desobediencia no sólo antijurídica, sino también inmoral. O, como mínimo, tal incumplimiento de la norma no podrá escudarse en razones morales fuertes, pues no podrá haber razones morales fuertes o de gran injusticia contra esa norma jurídica, ya que, de haberlas, no sería jurídica. La moralización del derecho, el entremezclamiento de las calificaciones de esos dos sistemas normativos cierra el paso, al menos en parte, a la autonomía moral del individuo frente a las normas jurídicas. Si la norma sólo puede ser jurídica si es moral, el comportamiento del sujeto sólo será moral si es jurídico. Esto lo vio y lo explicó claramente Hart hace décadas.
En resumidas cuentas, que resultan perfectamente congruentes la adscripción doctrinal al positivismo jurídico y la decisión de oponernos a o desobedecer las normas jurídicas que en conciencia consideremos inmorales. Cierto es que en las clasificaciones del positivismo suele aparecer el llamado por Bobbio positivismo ideológico, que es aquella postura que entiende que todas las normas jurídicas son por definición morales por el hecho de ser jurídicas y que existe, en consecuencia, un imperativo moral a la obediencia de todo derecho, de cualquier derecho, de toda norma que provenga del soberano. Pero de Hobbes en adelante pocos, muy pocos, han sido los positivistas de ese pelaje y todos lo eran, precisamente, por revestir el derecho positivo de alguna propiedad moral decisiva.
También se señala a veces que en el balance de las razones que cualquiera hace para decidir si acata o no el derecho en general o una norma jurídica en particular, siempre concurren razones morales, lo cual sería indicio terminante de que es moral la naturaleza última del derecho. De esa forma vuelve a confundirse el ser del derecho con las razones personales para su obediencia o desobediencia. Es como si dijéramos, por ello, que todo derecho tiene naturaleza personal, ya que son personales aquellas razones de cada uno; o que su naturaleza es psicológica porque la psicología del individuo tiene influencia en su posición personal ante las normas. Es como si afirmáramos que todo cuchillo es un ente moral, pues cada vez que uno se plantea si clavárselo a un vecino impertinente se sopesan razones morales para hacerlo o no.
(ii) Tampoco el positivismo compromete con el juicio político sobre la legitimidad de las normas de derecho o del sistema jurídico en su conjunto. Un positivista puede afirmar, sin incoherencia, que el derecho de un Estado carece de legitimidad y hay buenas razones de justicia social o de índole política para resistirse frente a sus mandatos o para que los jueces traten de sabotearlos. Opinar lo contrario supondría, entre partidarios de la legitimidad política de cariz democrático, pretender que solamente hay derecho en los Estados de Derecho democráticos. Tendríamos que decir que el derecho de China no es derecho, o el de Cuba, o que no hubo derecho en la España de Franco, en la Alemania de Hitler, en la Argentina de las dictaduras militares o en el Chile de Pinochet o en la Unión Soviética durante siete décadas.
Se puede ser positivista a la hora de describir y nombrar el derecho de un Estado y, a la vez, propugnar un uso alternativo del derecho de ese Estado. Aquellos jueces y profesores que crearon la doctrina del uso alternativo del Derecho, en países como Italia o España, se guiaban por motivos políticos, pero en modo alguno necesitaban o estaba implícita en su acción una actitud antipositivista. Proponían que los jueces sabotearan el sistema jurídico de Estados con escasa o nula legitimidad política, a fin de contribuir de esa manera a la transformación de esos Estados en Estados más democráticos y sociales, pero no confundían esa digna finalidad política con la descripción del objeto que querían transformar, el derecho. Si por razón de ilegitimidad un derecho no fuera derecho, habría que concluir igualmente que el Estado ilegítimo no es Estado. Estado y Estado legítimo se convertirían así en sinónimos y nos quedaríamos sin nombre para esa entidad con apariencia de Estado pero que no lo serían, pese a que en el Derecho internacional cuenta y es reconocida como tal.
(iii) Algunos muy notables positivistas del siglo XX han sido relativistas en tema de ética, como Kelsen, o emotivistas, como Alf Ross. Mantenían que en las disputas morales se carece de cualquier patrón objetivo de verdad o corrección que pueda zanjarlas mostrando de qué lado está objetivamente la razón, o que quien mantiene una tesis moral sobre cualquier tema simplemente expresa una preferencia enteramente subjetiva de base emotiva, no intenta más, a fin de cuentas, que hacer que los demás se sometan a esa inclinación suya. Decir X me parece justo o X me parece injusto sería como afirmar que el pescado me gusta o el pescado no me gusta, cuestión de gusto, estrictamente personal y no apta para debate racional ninguno, pues de gustos no cabe discutir con un mínimo sentido; cada uno expone los suyos, si quiere, y no hay el gusto racional ni posibilidad de llegar a acuerdos racionales sobre el mejor gusto gastronómico.
Pero en línea de principio el positivismo jurídico no exige ese escepticismo ético ni va con necesidad de su mano. ¿Es inimaginable o incongruente que alguien pueda ser objetivista y cognitivista en temas de ética y positivista en materia de teoría del derecho? Objetivista es quien cree que existen patrones objetivos de verdad o corrección moral, desde los que podemos medir nuestros juicios morales y determinar cuándo son acertados o erróneos. Hay doctrinas éticas objetivistas de muy diverso tipo y fundamento y el objetivismo moral sigue siendo hoy un tipo de teoría ética muy pujante e interesante. Cognitivista es aquel que mantiene que esas pautas o verdades morales primeras y anteriores o superponibles a nuestros juicios morales subjetivos son cognoscibles mediante nuestra razón y con ayuda de algún método de reflexión o razonamiento.
El objetivista y cognitivista (en adelante nos referiremos a él diciendo nada más que objetivismo u objetivista, sin matices aquí innecesarios) no dice que una norma moral no sea moral porque sea una norma moral errónea a tenor de las pautas de corrección objetiva correspondientes. Simplemente dirá que esa norma moral es norma moral y es norma moral errónea o incorrecta. El objetivista sabe distinguir perfectamente entre la propiedad de una norma como norma moral y la propiedad de una norma moral como norma moral correcta.
Paralelamente, ese objetivista moral podrá hacer idéntico razonamiento coherente respecto de una norma jurídica: reconocer que es norma jurídica y sostener que, desde el punto de vista moral, su contenido es erróneo o incorrecto. No es una característica definitoria del objetivismo la de que sus partidarios piensen que no hay más normas morales que las moralmente correctas ni más normas jurídicas que las moralmente correctas.
Solo con ese dato ya se capta que un objetivista en ética puede ser positivista en teoría del derecho. Lo que equivale a que un positivista jurídico puede ser en ética objetivista. No es ninguna extraña contorsión teórica si, además, recordamos que el positivismo no compromete ni con la obligación moral o política de obediencia ni con el propugnar ningún tipo de superioridad del derecho en términos de razón práctica. El positivista, sabemos, nada más que insiste en que cada cosa es lo que es.
¿Se liga el objetivismo a la superioridad de la moral sobre el derecho? Es comprensible que cuanta mayor sea la convicción de que los juicios morales y las normas morales no son todos igual de relativos o enteramente subjetivos, mayor sea el ánimo para querer colocar la moral como rectora de la vida personal y social. No es fácil imaginar un objetivista que, siéndolo, afirme que le resulta indiferente y le da igual por qué pautas morales se guíe cada uno o la colectividad. Pero eso tampoco será fácil oírselo al relativista o escéptico en ética. Relativista o escéptico no es el que no tiene convicciones morales propias y bien arraigadas que esté dispuesto a defender o que desee ver plasmadas en el comportamiento suyo y ajeno, sino el que no piensa que sea posible dotar sus convicciones morales, o las ajenas, de un fundamento objetivo, de calificarlas como objetivamente verdaderas o falsas.
Lo mismo el objetivista que el relativista o escéptico pueden estar de acuerdo en que la sede de las normas y juicios morales es la conciencia individual y que desde ella cada sujeto puede y suele verse impelido a proponer sus pautas morales como guía de la convivencia social y del derecho. Los dos pueden acordar que en la decisión en conciencia nos guiamos por nuestras convicciones morales y que no es de recibo que en esa sede, en la conciencia, las normas jurídicas suplanten a las morales. De otra forma dicho, ninguno tiene por qué desterrar la idea de autonomía moral individual.
¿Y en lo que se refiere a la relación entre moral y derecho cuando el conflicto entre ellos no se suscita en la conciencia del individuo, sino como conflicto entre normatividades externas o entre la moral y el sistema jurídico que, por definición, es heterónomo o externo a las conciencias particulares? El objetivista puede decir que la norma jurídica N es por sus contenidos errónea desde los parámetros de la moral objetiva. Mas nada en su posición teórica le fuerza a tener que añadir que por ser moralmente errónea, la norma jurídica no es jurídica. Si acaso, tendrá más fuertes motivos para cuestionar que tal norma jurídica deba obedecerse o más poderosos fundamentos para luchar por su derogación o modificación. Ese objetivista ético puede ser al tiempo positivista jurídico sin desgarro y sin contradicción.
El relativista o escéptico sí se contradice si defiende la superioridad moral del derecho, pues en ese caso está concediendo lo que en el punto de partida descarta: que haya pautas morales del derecho. El derecho sería, entonces, pauta moral objetiva y verdadera. Mas ese reproche valdría solamente para el llamado positivismo ideológico.
El iuspositivismo no es una tesis sobre el valor moral del derecho, sino sobre los criterios para la descripción y el nombrar del objeto derecho. Por eso tal tesis descriptiva no choca con ninguna doctrina ética sobre obligaciones morales o sobre si existen o no parámetros objetivos de la corrección moral.
¿Cómo encajamos la pretensión iusmoralista de que el derecho injusto, o muy injusto, no es derecho? Tomás de Aquino puede ciertamente ser considerado objetivista y dejó para la posteridad su fórmula de que la ley positiva contraria a la ley natural no es más que corrupción de ley, no es auténtico derecho. Pero sabemos que no todo objetivista tiene por qué dar ese paso de negar la juridicidad a la norma injusta, sean cuales sean los criterios objetivos de corrección moral que utilice. Por otro lado, también el relativista o escéptico podría pretender que no es jurídica la norma jurídica que a él le parezca inmoral, aunque no se vea capaz de fundamentar por qué su moral es la moral objetivamente correcta. Nos encontraríamos ante quien en tema de ética es no objetivista y/o no cognitivista y en materia de teoría del derecho es antipositivista. No parece una combinación imposible ni incongruente.
¿Qué significa dar ese paso de negar la juridicidad de la norma de derecho reputada de inmoral? Significa, en primer lugar, poner la moral en un orden jerárquico superior al del derecho, puesto que puede condicionar los contenidos de lo que pueda ser jurídico. Pero supone, sobre todo, sacar a la moral de su ámbito natural como rectora de las conducta individual, y ello en dos sentidos. Por un lado, extrapolándola como principio rector de las conductas ajenas y colectivas; por otro, convirtiéndola en patrón de lo que en la polis, en la comunidad política, puede ser o no ser. El condicionamiento moral de las decisiones comunitarias es la transformación de la moral en política y la sustracción a la comunidad de las decisiones que le corresponden, que no son decisiones sobre lo que en conciencia cada ciudadano pueda hacer y no hacer, sino sobre lo que colectivamente y desde el punto de vista de las normas comunes de interrelación está permitido o no lo está. Esa comunidad, actuando como poder constituyente, puede haber acordado unos límites constitucionales, de trasfondo moral, a los contenidos posibles de las normas de su derecho. Y también, por el juego social de las convicciones morales de los ciudadanos, tendrá una raigambre moral el contenido de las normas que luego, por los procedimientos fijados por el sistema jurídico, pasan a ser derecho, un objeto estructuralmente distinto. Pero cuando, al margen de los procedimientos y mecanismos de decisión colectiva, de decisión política, a las normas que la sociedad puede elegir o a sus efectos o su aplicación se le ponen condicionamientos morales adicionales y provenientes de las convicciones morales de un sujeto o un grupo particular, la moral desplaza a la política y la comunidad queda bajo el imperio de esa persona o ese grupo particular.
¿Hacen eso siempre y necesariamente los objetivistas morales? En modo alguno. ¿Y los no objetivistas? A veces, como es el caso cuando un dictador que puede ser un perfecto escéptico o, mucho más allá, un cínico total, se da el gusto de imponer a la comunidad sus particulares creencias o intereses.
(iv) No hará falta extenderse para resaltar que el iuspositivismo no es inconciliable con la fe religiosa. No se necesita ser ateo para poder abogar por una teoría positivista del derecho. Ni todos los positivistas son ateos ni todos los ateos son positivistas. Las religiones, al menos las de nuestro entorno cultural, las monoteístas que se basan en un libro sagrado, tienen sus propios códigos normativos y el creyente consecuente pondrá en consonancia sus creencias morales con sus creencias religiosas, considerando que los mandamientos de su fe son también mandamientos en su conciencia. Chocaría dar con un creyente sincero y mínimamente reflexivo que nos contara que para él el adulterio es pecado, porque lo prohíbe su religión, pero que es conducta moralmente lícita o indiferente para él mismo. Los códigos religiosos penetran los códigos morales y toman la forma de moralidad de base religiosa. Al fin y al cabo, una dimensión primera sobre la que religión pretende actuar y actúa es la conciencia individual como rectora de la conducta de los sujetos.
Los códigos religiosos invadían también la normatividad jurídica y el iusnaturalismo teológico era salvaguarda de la superioridad de la moral religiosa sobre el derecho y de la fusión entre lo religioso, lo moral y lo jurídico. La época moderna es, en lo ético, lo político y lo jurídico, la ruptura de esa confusión o compenetración, por consideración al pluralismo de creencias y como intento de poner término a las guerras de religión. Si a cada cual se le reconoce que puede tener una fe u otra, o ninguna, y que puede cultivar una u otra moral, la conciencia pasa a verse como autónoma y la política se autonomiza también, como procedimiento para conseguir acuerdos entre personas con convicciones diversas acerca del bien, de lo sagrado y de lo profano. En un marco de diversidad religiosa y moral, los acuerdos sobre las normas comunes nada más que caben como acuerdos cuya validez no esté coartada por la compatibilidad de sus contenidos con tal o cual credo religioso o moral. A la inversa, la historia nos enseña que todo intento de conciliar de nuevo el derecho y la religión o una determinada moral rectora presupone que se acabe con o se reprima la libertad de conciencia y el pluralismo de creencias.
Cada cual, creyente o no, objetivista ético o escéptico, positivista jurídico o contrario al positivismo, piensa de buena fe que la sociedad sería perfecta si todos se atuvieran a las convicciones suyas y el derecho las reflejara. Cada uno opina que esa sociedad y ese derecho son injustos si no se orientan por esas reglas. Pero negar que, por ello, esa sociedad sea una verdadera sociedad o ese derecho sea derecho auténtico no parece que sea actitud exigida por la fe o la moralidad, sino rasgo de la personalidad individual, extremo afán de poder, propensión al autoritarismo o renuencia a asumir la propia desobediencia como desobediencia a las normas ajenas a uno mismo, y a aceptar las consecuencias de dicha desobediencia a las reglas colectivas. La obediencia al derecho no es una virtud, pero el ánimo de imponer a los otros la moral propia como derecho de todos, sin pasar por la política y la deliberación colectiva, tampoco parece empeño muy virtuoso.
(v) Si se viene defendiendo que el positivismo es una tesis sobre lo que el derecho es y no sobre lo que sus normas valgan desde el punto de vista moral, religioso, político, económico, estético, etc., también habrá de concluirse que no hay un vínculo necesario entre el positivismo y un determinado sistema político, igual que no tiene ese vínculo por qué estar presente en el caso del antipositivismo. Es larga la lista de positivistas que fueron, al tiempo, defensores y extraordinarios fundamentadores de la democracia, y en Kelsen hay ejemplo principalísimo. Pero también los hay que en lo político no simpatizan con la democracia. Nada existe de inconsecuente en su actitud, al menos en el hecho de no mezclar la descripción del derecho que es con la opinión sobre cuál es el mejor procedimiento o la más adecuada vía para establecer los contenidos del derecho. Idénticamente, han sido muchos los objetivistas morales, religiosos o no, que han defendido con fuerza los procedimientos democráticos con plena consecuencia. La congruencia teórica parece, en cambio, más problemática en el caso del iusmoralista que se quiere demócrata y que desde una moral objetiva pone límites a lo que pueda contar o aplicarse como derecho legislado por la mayoría y dentro de los márgenes que acota el sistema jurídico, empezando por la constitución misma.
13 comentarios:
El derecho no está constituído sólo por lo que así se ha dispuesto por la sociedad o por sus autoridades, sino que hay " algo " jurídico cognoscible que vale como tal, aunque no se haya reconocido o dispuesto socialmente. Es algo supranormativo: Así el aristotélico " dikaion phisikon ", el romano " ius naturales", el escolástico " derecho o ley natural ", los contemporáneos " principios jurídicos o principles " ( Dworkin ), los " moral rights " o " derechos humanos " ( Nino ), " umbral de injusticia o justicia extrema " ( " extremes Unrecht is Kein recht " ) ( Alexy ), " bienes humanos básicos " ( Finnis ), " coto vedado " ( Garzón Valdés ), " justicia ( Villey ), etc.
Fe de erratas: " la injusticia extrema no es derecho alguno " ( "extremes Unrecht is kein recht " ) ( Alexy )
Fe de erratas: " la injusticia extrema no es derecho alguno " ( "extremes Unrecht is kein recht " ) ( Alexy )
En el régimen franquista y en el iusnaturalismo hispánico dominante bajo él, el derecho natural aparecía pura y simplemente como la cobertura ideológica absolutamente justificadora de un cierto orden jurídico-positivo y de un cierto estado de cosas. Otro tanto cabría decir en relación con las atroces dictaduras latinoamericanas.
El positivismo mayoritario es demo-liberal.
En el régimen franquista y en el iusnaturalismo hispánico dominante bajo él, el derecho natural aparecía pura y simplemente como la cobertura ideológica absolutamente justificadora de un cierto orden jurídico-positivo y de un cierto estado de cosas. Otro tanto cabría decir en relación con las atroces dictaduras latinoamericanas.
El positivismo mayoritario es demo-liberal.
Constituye timbre de honor recordar la ingentísima labor desempeñada por el catedrático Elías de Tejada, campeón del legitimismo español carlista y del glorioso tradicionalismo español iusnaturalista.
Desde el CENTRO DE ESTUDIOS PARA LA DEFENSA DE LA UNIDAD CATÓLICA DE ESPAÑA, considerar que sus aseveraciones son zafias intelectualmente y no hacen justicia a la gran tradición iusfilosófica y moral patria.
Con la debida cortesía,
FUNDACIÓN ELÍAS DE TEJADA. ESPAÑA.
El derecho no es una ciencia, es una " rama de la literatura " ligada desde sus comienzos - griegos y romanos - a la retórica y a la dialéctica.
Influenciado por el éxito de las ciencias físicas y biológicas en el siglo XIX, Hans Kelsen quiso hacer del derecho una " ciencia " fruto de la razón humana.
-el relativismo jurídico: el positivismo jurídico-( internet, busquen, busquen, y hallen )
Mario Bunge descalifica el positivismo jurídico y a Hans
Kelsen, acusándole de horrendos crímenes contra la humanidad.
el relativismo jurídico: el positivismo jurídico. blogspot internet.
Es siempre necesaria una instancia de apelación ética, desde la cual sea posible juzgar crítica o valorativamente los contenidos del derecho positivo.
Elías de Tejada: por el tono arcaizante y relamido de su comentario, pensé que pretendía usted ser sarcástico. Sin embargo, descubro con sorpresa que su fundación existe. Debería usted al menos aprovechar la ocasión para refutar alguno de los puntos expuestos por el Profesor García Amado y de paso prestar más atención a la gramática ("consideramos"en lugar de "considerar").
Confirmo por los comentarios que esto del positivismo jurídico es algo en lo que nos alieneamos cada vez menos, incluso entre los lectores de este blog.
No deja de ser, por lo demás, normal que el mandarinato oficial, de una manera u otra, abandone el positivismo. Ya sea con construcciones más salvajes como el iusanturalismo de antaño, ya sea con bodrios pseudo-científicos como la construcción habermasiana que da soporte al neoconstitucionalismo. Cuando tu moral personal coincide con la moral social dominante plantear que tiene un valor más allá de la discusión y del consenso, un valor ínsito, cualidades objetivas de verdad, es una tentación a la que pocos humanos, a la vista está, se resisten.
Empecé hace poco a estudiar derecho por lo que temo poder incurrir fácilmente en un error, espero que, si alguien así lo nota, me lo haga saber.
Los iuspositivistas distinguen entre el derecho existente y el derecho como debería ser, del estudio del primero se encarga la ciencia jurídica y del segundo la política jurídica; esta distinción no acaba, contrario a la crítica que suelen hacer ciertos sectores iusnaturalistas, con el monismo jurídico positivo predicado por los positivistas, según el cual sólo existe el derecho positivo.
El derecho como debe ser, es mera esencia, las esencias únicamente son, nunca existen, el derecho positivo es aquél derecho que existe; la esencia siempre precede a la existencia, ontológicamente hablando, entendida aquella esencia como la posibilidad de materialización de un ente, el que pueda ser algo, el que las notas características de aquello que ha de ser, puedan, efectivamente, ser.
Profesor García Amado, desaparecida la especie humana, aquella que se encarga de que el derecho deje de ser mera esencia y pase a existir, es decir, aquella que se encarga de positivizarlo, desaparecería acaso la esencia del derecho, es decir, aquello que el derecho debería ser; no quiero que se me malentienda, por cuanto digo que el derecho debería ser un conducto para permitir la existencia en coexistencia (la vida social) de la mejor manera posible, nunca adscribo dicha esencia a la "justicia".
Personalmente, creo que dicha esencia continuaría existiendo, a la espera (perdóneseme el equívoco, pues dudo que las esencias "hagan tiempo") de ser llevada a cabo.
Esperando que el comentario resulte pertinente,
Manuel. Estudiante de Derecho-UPB.
Estimado Manuel:
Gracias por su comentario y felicitaciones sinceras por él. Aprovecho para saludar, con usted, a los amigos y buenos estudiantes de la querida Colombia.
Vamos con el contenido de su comentario.
1. Si la esencia precede siempre a la existencia:
a) ¿Puede la existencia no corresponderse con la esencia previa o sólo existen las esencias de lo existente tal como existe? Si es lo primero, la adecuación, corrección, verdad o justicia de lo existente se medirá por su correspondencia con la esencia previa. Habrá "existencias" propias e impropias, correctas o incorrectas.
Si toda existencia, sea como sea, tiene su esencia adecuada, la afirmación de que hay esencias es inocua, poco menos que trivial; la esencia sería una reduplicación postulada de la existencia.
b) Si la esencia "siempre precede a la existencia, ontológicamente hablando, entendida aquella esencia como la posibilidad de materialización de un ente", habrá que admitir que puede haber esencias, que subsisten en sí, esencias aún no materializadas en el correspondiente ente "existente". Entonces nos adscribimos a una tesis metafísica fuerte que ha de tener alguna consecuencia. Porque si queremos decir que todo lo que existe existe porque ha podido existir, volvemos a la trivialidad o a la estéril duplicidad conceptual de lo único.
2. Si al desaparecer la especie humana desaparece también la esencia que hace posible la existencia del derecho, entonces la esencia es "existencial". Si la esencia es y subsiste al margen o antes de lo existencial, como condición de posibilidad de lo existente, no puede padecer "inexistencia" porque falten los sujetos agentes.
Pero luego intuyo una contradicción cuando usted termina diciendo que "dicha esencia continuaría existiendo, a la espera... de ser llevada a cabo.
Dicho esto, le reitero mi franca felicitación por la profundidad de sus reflexiones y las agradezco que las haya compartido conmigo y con los amigos de este blog.
Reciba un cordial saludo.
Hola profesor:
1)Quisiera felicitarlo por sus ideas,realmente compartidas muchas,pero tengo algunas preguntas;
-¿Se podria tomar a la moralidad como el sistema de correccion de las leyes?¿como lo explicaria o sustentaria,si esta a favor?
-Es mejor considerar al derecho a partado de las ideologias para así no confundirlas y que no tengan un sustento a parte que juridica,social,moral,religiosa.
-El derecho es solo una expresion o significante como lo es la moral,la religion,las costumbres,solo que esta sustentada por el estado.
-Agradecido por sus ideas,siempre es bueno ser critico e ir contra la corriente.
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