14 noviembre, 2006

¿Lo importante es participar?

¿Cuánto duran las modas más pelmazas? ¿Cuánto resisten los clichés? ¿Por qué se prefiere el tópico manido antes que la reflexión seria? Me parece que el proceso es así, poco más o menos: en algún momento de inquietud social y cambio unos pocos pensadores avanzados y avispados –no son cosas reñidas- se inventan algunas ideas muy aprovechables para la mejora de la sociedad y sus organizaciones. De inmediato, los vulgarizadores y los líderes políticos convierten tales pensamientos en meras consignas, y a partir ese instante tal pensamiento va a ser aceptado sin poner mayor atención a su fundamento y, con ello, a su condición siempre discutible, a sus límites y a los propósitos, tal vez realistas y mesurados, con los que nació. Desde entonces comienza un proceso temporal y geográfico que dura décadas. De los países creadores –EEUU, Alemania, Francia, Inglaterra…- pasa a los países europeos que son imitadores de primera generación –España, Italia, Portugal…- y de ahí salta, aproximadamente una década más tarde, a Latinoamérica, donde, eso sí, compensan la tardía recepción con un inimitable entusiasmo y una fe digna casi siempre de mejor causa. Magníficos ejemplos de lo que vengo diciendo nos los ofrecen muchas de las ideas sesentayochistas.
Entre las mayores pestes de ese tipo está la idea de participación. Quieto parao, amigo mío, detenga su ímpetu y deje que me explique un poco antes de echarme los perros. Voy a defender la democracia y la participación democrática, desde luego que sí. Pero creo que ya fue Norberto Bobbio quien dijo que uno de los mayores peligros para la democracia lo constituye el exceso de democracia. Mantendré, cómo no, que la participación democrática de la ciudadanía tiene su natural asiento bajo la forma de participación política, como ejercicio de los derechos genuinamente políticos y para hacer de los parlamentos, productores de la ley, verdaderos lugares de representación ciudadana y leales vías de ejercicio de la soberanía popular: justamente lo que se está perdiendo por despistarse en otras cosas. ¿O es que, por ejemplo, la Universidad es más democrática ahora que hasta el más mindundi puede acabar dirimiendo con su voto si se admite a trámite una tesis en materia de física atómica? Un respeto y menos tomadura de pelo. De democracia nada, demagogia de la peor especie, terreno abonado para inútiles y vendepatrias.
Hace tres o cuatro días, al final de una de mis clases en Bogotá se me acercó una alumna, licenciada en Derecho y que pretende darse a la investigación jurídica, a contarme que ella tiene intención de trabajar sobre la mejora de los mecanismos de participación de los ciudadanos en la Administración. Arrugué la nariz de inmediato, pues algo conozco ya del percal, y más por aquellas tierras. Le pregunté que a cuento de qué debía la gente participar en las cosas de la Administración y me dijo que porque así lo disponía la ley en su país con carácter general. Y mi respuesta fue que pues muy mal por tal ley. Y a eso voy, aun a riesgo de meterme en vereda ajena y de que me den un tirón de orejas mis buenos amigos administrativistas, comenzando por Paco Sosa y Mercedes Fuertes.
Partimos de dos grandes paradojas, de especial grosor en América Latina. Una, que se quiere participación democrática en una Administración crecientemente desvinculada de y libre frente a la ley, con lo que se pierde en democracia real mucho más de lo que se gana en democracia imposible. Luego diré por qué lo de imposible. Y, otra, que se pretende que los ciudadanos tomen parte en los manejos de una Administración que malamente merece tal nombre, al menos si nos tomamos en serio a Max Weber. Vamos por partes.
La crisis de la ley va unida en casi todo nuestro ámbito cultural al descrédito imparable del legislador. Buenos méritos hacen los partidos y los políticos para que nadie se tome en serio sus andanzas, pero desde el punto de vista de la democracia y la fe en el Estado de Derecho mejor haríamos en inventar fórmulas para reparar ese renqueante motor de la representación que en tirarlo a la basura de la historia y confiar en que nos rescaten del quebranto de nuestra soberanía jueces iluminados o ejecutivos filantrópicos. Más bien es de temer lo contrario y ciego hay que estar para no avizorar lo que se nos viene encima cuando demos la patada definitiva a parlamentos y leyes: el imperio incontrolado de tiranos con toga o las acechanzas arbitrarias e impunes de corruptos grupúsculos locales. Así que, si tanto nos gusta participar y nos parece tan progresista dicha práctica, ¿por qué no damos el paso sincero y honesto a la participación política, desplazando a tanto mangante que trata de controlarla, en lugar de andar inventando sucedáneos contraproducentes? Nos parece muy bien a los progres que la gente no milite, que la gente no vote, que la gente no se sindique, que la gente no se asocie para nada, y, sin embargo, propugnamos que vaya el personal a meter la nariz en la gestión de una instancia que tiene que ser ejecutora de designios legales superiores y que ha de estar presidida por la eficacia y, por consiguiente, no debe quedar al albur de las discusiones baratas y las pérdidas de tiempo para dar la lengua con el personal.
Pero, ¿qué Administración? Decir administrar es decir tomar decisiones técnicamente competentes, jurídicamente eficaces y socialmente eficientes. O sea, con capacidad técnica y con maximización de los recursos de todo tipo, desde los temporales hasta los presupuestarios. Lo contrario de gastar los días y los cuartos en reuniones infinitas, comisiones inverosímiles y explicaciones inoportunas. En la Administración hemos de poder confiar, en tanto que ciudadanos, por varias razones: porque está controlada por los jueces en su vinculación a la ley, porque está formada básicamente por funcionarios técnicamente competentes y al mando de políticos, sí, pero pocos y muy representativos, y porque, al fin y al cabo, qué entendemos nosotros, pueblo de a pie, de la inmensa mayoría de las cosas que en la Administración para nuestro bien se cuecen. Ni falta que nos hace, para eso están ahí los que mejor saben de todas esas cosas, de sanidad, de planeación urbanística, de puentes y carreteras, etc., etc.
¿Pero están realmente? Ahí le duele. A este lado del Atlántico cada vez hay menos burocracia (en el muy noble sentido weberiano del término) y más paniaguado (ay, los cargos de confianza, los concursos amañados y las promociones internas) puesto a dedo y con la sola condición de que firme sin decir ni pío, para que se lucre a discreción la caterva de politicuchos locales corruptos y de negociantes que pescan en aguas fecales como esas. Y en Latinoamérica simplemente no hay Administración, ni poca ni mucha, que merezca ese nombre, sólo las cortes de los mandamases de turno. En muchos países no se ha descubierto todavía la relación funcionarial. Llega un alcalde nuevo a un municipio y se lleva de casa hasta a los conserjes y los camareros de la cafetería. Y, por supuesto, el criterio de selección casi nunca es el de la aptitud técnica, la independencia de miras o la acrisolada honradez; no, cuenta el parentesco, la cama, la influencia familiar, el intercambio de favores, el enchufe… Y lo mismo a todos los niveles, desde el local más bajo hasta los ministerios o la presidencia de la república de que se trate. ¿Eso es Administración? ¿Participar en semejante enjuague? ¿Por qué? ¿Cómo? A fin de cuentas, ¿para qué? ¿Para legitimar con una apariencia de control lo que de por sí es incontrolable, en semejantes tesituras? Una tomadura de pelo, un descaro bochornoso. Casi todos los latinoamericanos que conozco y que trabajan en alguna Administración y andan a vueltas con el sonsonete participativo han sido colocados a dedo en su cargo para darle gusto al jefe –casi siempre amigo personal o de la familia; partidos propiamente no hay, a esa abstracción de las relaciones sociales todavía no se ha llegado- y decir lo que más le convenga. Anda ya, hombre, a otro perro con ese hueso; si hubiera de verdad algún control serio estarían casi todos de patitas en la calle o preparándose para ganarse el puesto en un concurso en condiciones y en el que todos los bien preparados pudieran participar. Miren, he dicho participar.
Suena muy bonito lo de la participación y bien está que ciudadanos y asociaciones se asomen a ver qué pasa detrás de las ventanillas. Pero para controlar, para fisgar, en pro de la transparencia, y para denunciar todo lo denunciable y acusar de todo lo que acusación merezca. Pero no para jugar al debate interminable, no para fingir que unos pocos líderes que buscan notoriedad o poder se enteran de algo de lo que se cuece o para que los partidos castren toda resistencia y todo control precisamente a base de captar para sus filas a los más peleones y ambiciosos. Hoy los ves encabezando con garra el movimiento vecinal y mañana los tienes en su asiento de concejales o consejeros de variado pelaje, traicionando y dando por ahí al pueblo que decían defender. Hasta un sistema de incompatibilidades debería existir para que ni los movimientos sociales ocluyan los legítimos cauces de la representación política ni los partidos políticos descabecen los movimientos sociales a base de corromperlos y de darle nuevas vueltas de tuerca a la famosa ley de hierro de las oligarquías.
El caso es que algo de esto le conté a la joven colombiana, que me miró al final muy triste y me dijo tal que así: mire, doctor, yo estoy muy de acuerdo con usted y mucho de eso ya se me había ocurrido a mí, pero si en mi estudio digo ni la cuarta parte de tales cosas, mi futuro profesional se acabó; yo tengo que contentar simultáneamente a los políticos y a la academia manteniendo que todo es muy bonito y que aún lo vamos a mejorar más con muchísima participación y mucha democracia estupenda.
Qué porquería. Viva la ciencia. Progresamos.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Simplemente fabuloso, esto es un cerebro que describe la realidad. No es labia , ni pelotismo , es el humilde reconocimiento del que no sabe expresarlo al que sí lo hace.

Anónimo dijo...

Resulta por lo menos interesante ver criticada la participación desde un instrumento eminentemente participativo, como es una bitácora.

Salud a todos,

Anónimo dijo...

Genial la descripción del proceso de cómo evolucionan las ideas desde el avispado pensador, pasando por el comentarista jurista, toscamente manoseadas por el vulgar político y cansinamente cantadas por periodistas o entusiastas iniciados...
¡Cuánta confusión y perversión sobre las técnicas de la democracia y la participación! Me pregunto si en los hospitales o en las prisiones se reclama y practica la misma participación que se impone en los institutos. Un saludo, E.C.

Anónimo dijo...

Estupendo discurso que exige matizar sobre las automáticas modas, acríticas tendencias y tantas frases hechas...
En todo caso, ¡claro que la participación es necesaria en los procedimientos administrativos! Y su regulación es adecuada, porque permite incorporar intereses personales o de concretos colectivos en los procedimientos de decisión administrativa. Pero una cosa es atender y contrastar los derechos afectados, compaginar los intereses legítimos afectados ... y otra, muy distinta, sustituir el interés general por la yuxtaposición de intereses particulares. La Administración debe actuar según dispone la Ley, integrando los intereses particulares en el interés general. Por tanto, no debe sustituirse el interés general por la suma de intereses gregarios que han conseguido llamar la atención.
Y, sobre todo, no debe defenderse que las fórmulas de participación supongan una mejor comprensión de la democracia. El principio democrático exige precisamente lo contrario: una cierta distancia entre los intereses personales y particulares y los instrumentos que conforman el interés general. ¿Se enterarán los políticos miopes que loan tanta improcedente descentralización?

Tumbaíto dijo...

¿Las casas de putas, perdón, las universidades, son administración?

Creo que sí. Y allí participa mucho la gente. Tenemos profesores imbéciles pero con carnet -estos tienen un área de participación bastante significativa se trata de que nadie competente ocupe sus nichos. Tenemos estudiantes sindicalistas -si son mujeres- básicamente se dedican a hacer mamadas a los profes progres y si son conservadores a decir que otras -¡qué putas estas otras!- aprueban gracias a las mamadas.

A ver... ¡ah, sí! Tenemos a los profes que se licenciaron en los años setenta -subnormales todos, creanme- su participación es una participación imbécil escriben artículos tan rematadamente malos que sólo les exigen la primera y última página.

Buf! Me entran arcadas! Otro día sigo.

Anónimo dijo...

Tumbaíto, ¿qué momento de amargura te arrastra, que te dedicas a despotricar sin estructura discernible?

Ánimo, muchacho.

Tumbaíto dijo...

¿Hay estructuras indiscernibles? No es la amargura, es el divertimiento. Imagínense que soy un tumbaíto en el sofá con té helado disfrutando de las desgracias de los orcos.

Lo siento, pero las desgracias de los orcos me llenan de satisfacción. Creo que la crisis de Argentina me hizo ganar 10 Kg.

Es así de sencillo, casi todas las cosas sociales que me gustan son abortadas por culpa de la absorción de capitales por parte de sanguijuelas de erario, profesores, burócratas, policias, militares...