12 mayo, 2007

Monarquía

Hace un par de días un amigo anónimo ironizaba aquí y venía a indicar que le extrañaban mis guasas a propósito del Rey, pues pensaba que éste que suscribe era monárquico. Tal vez alguien pudo creer tal cosa al leer algún post en el que me metía con ciertas actitudes antimonárquicas. Y es verdad que pienso que, con la que está cayendo, pararse ahora en discursos antimonárquicos es tomar el rábano por las hojas, perderse en vericuetos que no llevan a gran cosa, aunque, eso sí, dan una pose de pensador hondo y de ciudadano comprometido con temas que ningún riesgo suponen para el valeroso activista de sofá. Para colmo, por mucho que uno se tronche con las patochadas reales de la Casa borbona, pone los pelos de punta también imaginarse de Jefe de Estado a cualquiera de estos políticos que nos están dañando el hígado y la paciencia, empezando por Diablín y acabando por donde ustedes quieran. Así que talmente parece que nos movemos entre Guatemala y Guatepeor y acaba uno conformándose con lo malo conocido; al menos de momento y mientras el coronado siga teniendo la pestaña alegre y el gatillo ágil, para deleito de morales dobles y triples. ¿O qué les parece, como alternativa, la Salgado de Presidenta de la Nación? Por cierto, ¿qué nación? Un lío.
Pero hablemos del asunto un poco en serio. Ah, ¿pero se puede hablar en serio de la monarquía en el siglo XXI? Hombre, fácil no es, pero intentémoslo. Se puede ser monárquico, aquí y ahora, por dos tipos de razones, que podemos llamar razones sustanciales y razones instrumentales. Las razones instrumentales serían las que invocan quienes no consideran que monarcas y casas reales posean ningún atributo o condición especial que los haga merecedores, por puro nacimiento, de ostentar la Jefatura del Estado, ya sea con poder cierto o puramente simbólico. Es decir, desde esta postura se considera que tanto vale en sí el que nació primogénito de rey como el repartidor del gas un poco leído o con dos licenciaturas de esas inútiles de ahora, pero que circunstancias históricas y coyunturas políticas pueden hacer que resulte más útil seguir con el primero que andar discutiendo cómo se elige el segundo de entre tantos candidatos posibles y en medio de tantos dimes y diretes. Me parece que muchos de los que en estas décadas últimas en España han defendido la Monarquía comparten esta idea. Si, además, resulta que la familia real en ejercicio ya conoce el oficio, se maneja con cierta soltura por palacios, alcobas y en galas y cenas oficiales, habla unos cuantos idiomas, aunque sea con el dichoso frenillo haciendo de las suyas, y, para colmo de la suerte, su Jefe es dicharachero y camaleónico, pues miel sobre hojuelas.
Por supuesto, esa tolerancia hacia la Monarquía, basada en razones puramente ocasionales e instrumentales, de coyuntural conveniencia, puede tornarse en su contrario con cualquier cambio de circunstancias y a nada que reyes y príncipes se pongan a meter la pata en cosas que al pueblo le importen más que la bragueta o la caza de osos flipados. La actitud de la mayoría de los españoles que se paran un minuto a pensar en estas cosas es la de monarquía para hoy y mañana ya veremos.
Porque, ¿se puede en verdad y en estos tiempos ser monárquico por razones sustanciales o de esencia? Malamente. Para ello habría que creer que las familias reales tienen un algo que en lo profundo las distingue y las destina a su cometido propio de reinar, ya sea una muy especial condición personal que convierte a los monarcas en seres moral e intelectualmente superiores, con un carisma sublime que va en los genes –o en la sangre, como se pensaba cuando lo de la sangre azul era más que una metáfora-, o ya sea el haberlos creado Dios, el Destino o cualquier otra Mayúscula con ese cometido específico, con esa tarea de imperar sobre los demás y ser su ejemplo y su pastor. Pero ¿puede alguna persona seria y en sus cabales de verdad creer que Juan Carlos I o Isabel de Inglaterra –o Carlos de Inglaterra mañana- reinan en sus países porque así lo quiso un Dios amoroso que vela por las naciones, o por razón de sus dones que los distinguen y los elevan sobre el común de los mortales y la masa de sus súbditos? ¡Anda ya! Hace falta estar en Babia, ser de alguna secta dañina o andar muy fumao para pensar una cosa así a estas alturas de la película.
Y es que me parece que otro tipo de fundamentos para ser monárquico no caben, más allá de esas dos que se acaban de mencionar y que se resumen en que el Rey lo es o porque nos conviene a nosotros, para no andar en más discusiones y líos, o porque le corresponde a él por la gracia de Dios –corcho, a qué me suena esto- o por su propia gracia. Esta última postura, la basada en razones sustanciales, si ya de por sí choca con cualquier mentalidad ilustrada y hasta con los fundamentos últimos del Estado de Derecho, ve acentuadas sus dificultades por el propio modo de comportarse las monarquías en ejercicio. En efecto, en su afán por legitimarse ante sus pueblos a base de fingir proximidad y de hacerse pasar por ciudadanos como los otros, normales y corrientes, abiertos, afables, cercanos, reyes y príncipes van dejando su aura mágica enganchada en las anécdotas de la vida y, con ello, ven cómo se tambalea su corona, pues el mantenimiento de su cualidad y su privilegio exige que la masa social los crea excepcionales, distintos, exquisitos, lejanos, raros, excelsos, únicos, tocados por la mano de los dioses e intocables para las manos pecadoras. Pero cuando la ciudadanía comprueba que reyes, príncipes, infantes... tienen gustos como los nuestros, manías como las nuestras, complejos como los nuestros y que, para colmo, se enamoran igual –de mal- que nosotros, follan –o no- como nosotros y tienen idénticas perversiones y fantasías que las que a nosotros nos entretienen, la pregunta surge imparable: ¿por qué reina él y no yo o el vecino del quinto, si, al fin y al cabo, somos todos tan parecidos? Y cuando una mayoría de la sociedad llega a esa reflexión la magia de la institución real se ha terminado y el espectáculo va llegando a su fin.
El rey o la reina deberían nombrarse por sorteo entre todos los ciudadanos de colmillo retorcido. O sea, que la condición dependa del bombo, pero del otro bombo, no del de la Leti, por ejemplo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La única diferencia entre los reyes y reinas y el resto de los mortales es que ellos recuerdan a sus antepasados desde el inicio de la "casa"y nosotros apenas llegamos al tatarabuelo.

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo profesor. III República ya!!