17 agosto, 2008

Viajes y dilemas

He retornado a los aviones. Al escribir estas líneas, en domingo, estoy en México D.F. Como siempre, el viaje fue una locura difícilmente justificable. Pasaron veintidós horas desde que me levanté en León para ir al aeropuerto hasta que me acosté en el hotel de aquí. Menos mal que a uno le dura para siempre el entrenamiento de cuando era trasnochador y se daba aquella buena mala vida.
Los que, para bien o para mal, solemos viajar por razones de esas que llaman de trabajo, nos hacemos de una forma de ser particular durante los trayectos largos, eso es fácil de observar. En los aviones se percibe pronto quién se va de vacaciones y a hacer un poco de turismo y quién anda embarcado en rutinas viajeras por otros motivos. El turista es hablador, le gusta explayarse, va inquieto y con deseo de compartir todo tipo de sensaciones, expectativas o experiencias anteriores. El viajero habitual, por contra, lleva un aire taciturno, levemente hastiado, siempre serio y escasamente solícito a la hora de contestar a las preguntas típicas y muy respetables de los otros: qué tiempo hará en destino en esta época, qué hora será allá en este momento, si se moverá mucho el aparato durante el vuelo, si se ha ido muchas veces o es la primera y que qué tal estarán los precios. No es que se haga de la antipatía virtud, sino que el pasajero avezado conoce los riesgos de mostrarse cortés en exceso o fingirse locuaz un rato: tu compañero de asiento o de fila, crecido y entusiasta, te coloca por menos de nada la narración completa de sus últimas vacaciones o el repertorio de lugares comunes propio del turista mal informado o que no está dispuesto a enterarse de nada de la tierra que pisa fuera de su barrio.
Y conste que al que va solo todavía se le puede soportar, pues el turista solitario es persona compleja o que anda metido en empresas peculiares, por lo que siempre puede al fin sorprenderte con algo que te divierta o te deje perplejo. Lo inaguantable de verdad son las parejas, muy especialmente sin están entre los treinta y los cuarenta y tantos tacos. A ésos les devuelves los buenos días y te endilgan el menú completo de su banquete de boda o lo que les pasó a unos vecinos suyos que tuvieron la ocurrencia de pedir paella en Punta Cana y fíjate tú lo que les pusieron y cómo estaba aquel arroz, que es que ya se sabe y a quién se le ocurre, pudiendo tomar pizza u otra cosa así. Yo, pese a mi manta y mis frecuentes despistes, a ésos ya los veo venir desde lejos, los identifico fácilmente por la pinta, por la indumentaria y por los bocinazos con que exhiben su condición de gentes de (sub)mundo. Ellos, los hombres, casi nunca van ya pantalones largos, fingen algún toque de cooperante o de manifestante pacifista, meten la pata cada poco por querer dárselas de desenvueltos en cualquier trámite y al hablar con terceros gustan de referirse a su pareja como “ésta”. “Ésta se mete en la piscina después de desayunar y ya no la sacas en todo el día”, “ésta se apunta a todas las actividades en los hoteles, se ha pasado las vacaciones dándole al aerobic”, “ésta flipa de que en esas playas caribeñas no se haga top-less”. En cambio, “ésas” por lo general cuentan las cosas en primera persona del plural (“a nosotros lo que nos encanta es la siestecita en la piscina después de comer”, “a nosotros no nos va eso de pasarse todo el día en excursiones y que te timen encima por ver cuatro piedras”). Una categoría especial dentro de las damas de este tipo es la formada por las pecosas de poca teta que vuelven muy morenas, que se han puesto unas rastas muy monas en el pelo, que sienten debilidad por los abalorios de plástico de colores vivos y que solo visten camisetas, con preferencia por las amarillas o las verdes pistacho. Pero dejemos estas minucias antropológicas para mejor ocasión y sigamos con el tono levemente intimista de este post.
Cada cual es rehén de sus manías. Este que suscribe, mismamente, no es capaz de viajar sin un maletón de cuidado y una bolsa de mano en el límite del peso permitido. Que si este libro por si trabajo un poco durante el vuelo, que si éste por si me aburro y me apetece leer algo entretenido, que si éste porque unos poemillas te dejan bien antes de coger el sueñecillo volador... Algunos volúmenes han cruzado conmigo varias veces los océanos sin conseguir que los abriera nunca, pues, a la hora de la verdad, tu cabeza no está para nada que no sea una novela negra en condiciones. Por cierto que en esta ocasión he leído una bastante peculiar y de la que aún no sabría decir si me gustó bastante o así, así: El secreto de Christine, de Benjamin Black, seudónimo de John Banville. Por una cosa sí me ha venido mal: yo no quiero fumar nada estos días, peros los personajes se tragan tres o cuatro pitillos por página y esto no es vida.
Entre las sensaciones que me resultan más peculiares y desconcertantes a estas alturas está la de verme solo en un hotel con todo un día libre por delante, como me sucede hoy mismo. Para empezar, los hoteles tienen esa extraña extraterritorialidad, esa condición de paréntesis en nuestras rutinas. Creo que si viajas mucho lo percibes aún más, pues en otro caso simplemente sientes la habitación de hotel como una excepción que confirma todas tus reglas. Pero, cuando te acostumbras, el hotel es la otra casa, la casa en la que se vive cuando muy a menudo no estás en casa y que se caracteriza por poner en suspenso los hábitos que te parecen más tuyos y que acabas reemplazando por otros, los hábitos del hotel, cosas bien simples que en tu hogar nunca haces: zapear desde la cama -mi santa y un servidor aún somos pareja propiamente dicha, pese a estar casados, y, por tanto, no hemos metido en nuestra habitación al otro, al televisor-, decidir si bajas a cenar al restaurante o pides al servicio de habitación que te suban una hamburguesa bien guarra, colocar de determinada manera tu ropa en el armario para no volver a olvidarte los calzoncillos en algún cajón, intentar programar la clave de la caja de seguridad, aunque sólo sea para guardar la cámara de fotos y las tarjetas...
Y esas camas enormes, cielo santo, en especial en los hoteles de estas tierras. Tengo un amigo que me cuenta que cada vez que se mete solo en una cama de éstas se echa a llorar porque no somos nada y porque ay los tiempos que se fueron. No sé si será para tanto, pero deberían estar prohibidas. Te hacen ver lo poco que ocupas en el mundo cuando vas sin (tu) pareja, y hasta al más fiel y virtuoso se le llena el pensamiento de pecados imaginarios y promiscuidades sin cuento. No ha de extrañar toparse a veces, cerca de la medianoche, a esos varones solitarios que salen despavoridos del hotel, con mirada de hombre-lobo y vaya usted a saber qué pulsión cazadora nublándoles el seso. Por fortuna, a uno los años ya le van aplacando las disonancias, pero, de todos modos, por si alguna vez la visión de estos lechos pudiera descomponerme la paz de espíritu, llevo siempre conmigo una vieja edición de un libro de Alchourrón y Bulygin que me baja la bilirrubina y me permite dormirme en plena meditación sobre si las relaciones entre las normas jurídicas y los casos serán deductivas o de otra manera. Mano de santo/a.
Es sorprendente despertarse una mañana como ésta, temprano por los efectos del cambio de horario, y saber que se tiene todo el día por delante para hacer exactamente lo que a uno le dé la gana. Puede alcanzar efectos paralizantes la situación y así debió de quedarse el Asno de Buridán. Ducharse, conectar el ordenador y echar un larguísimo vistazo a los periódicos, poner la tele para ver si están transmitiendo algo interesante de la Olimpiada, bajar a desayunar y ponerse hasta arriba de cosas malísimas para la salud del cuerpo y buenísimas para la del espíritu (esta mañana me he atizado con gusto unos huevos a la veracruzana que casi acaban conmigo: es lo que pasa por darse al placer de pedir cosas a ciegas, a ver qué aparece en el plato), retomar la novela que dejaste anoche a punto de culminar. Pero cuando se acerca la media mañana empieza a hacer de las suyas el duende del remordimiento, ese gusano primo de Max Weber y protestón por antonomasia, que te dice que a ver si vas a tirarte el día entero sin dar palo al agua, y que qué es eso de leer novelas y navegar en internet como si estuvieras en tu casa y fueran vacaciones de funcionario fetén, y que qué menos que darte una vuelta por la ciudad ya que estás aquí, y que deberías sacar tiempo para trabajar un poco, y que no vas a irte mañana al curso a improvisar como un catedrático estragado de sexenios, y que repasa un poco esos textos de los que vas a hablar, y que vaya vergüenza si llegas de vuelta a tu ciudad y te pregunta qué museos visitaste aquí ese especialista en arte y museos que todos tenemos de amigo como justo castigo por nuestros pecados y por lo poco que nos gustan los museos... Uf, ahí sobreviene el bloqueo y por unos instantes echas de menos tus hábitos hogareños, tus servidumbres laborales cotidianas y tus disculpas habituales para no salirte del atenuante de la rutina.
Bueno, pues dicho esto a modo de terapia, les cuento que ya me siento mejor y que mi buen humor ha aumentado con la llamada hace un momento de mi anfitrión aquí , quien me comunica que hoy me dejan descansar a mi bola y que ya mañana por la mañana me recogen para hablar, organizarse y tal. Así que decido: a) dentro de nada me voy a dar una vuelta por los alrededores del hotel y a ver si compro algún regalillo (incluso para mí mismo) en un centro comercial que me cuentan que hay por esta zona; b) como; c) regreso al hotel y me leo unas sentencias enjundiosas que me he traído y preparo un ratito las clases de mañana; d) termino la novela y leo unos cuantos capítulos de una antología del cuento mexicano que me he agenciado; e) ceno en el hotel; f) me duermo viendo algún programa de deportes en la tele o, en su caso, releyendo el ya muy gastado texto de teoría analítica del Derecho antes citado.

2 comentarios:

Luis Simón Albalá Álvarez dijo...

Bravo, aquí otro incondicional contra la tele en la habitación.

Anónimo dijo...

Yo ya he renunciado, y los únicos libros profesionales con los que viajo son los que me compro en destino (que siempre pico); y contra el pánico irracional a que se me acabe todo el material de lectura, los que siempre vuelan conmigo son sus paisanos Ana Ozores y Fermín de Pas: si se acaba, me lo vuelvo a echar al coleto por enésima vez, y listo.