10 febrero, 2009

Pelmas e impostores

Una de las desventajas de llevar ya una pila de años como profesor universitario es que se van perdiendo la inocencia y la paciencia. Menos mal que todo se compensa con ilusión, la ilusión de prejubilarse y pasar al cultivo del cebollino propiamente dicho, vegetal agradecido donde los haya.
Un ejemplo. Cuando se era primerizo se recibía con los brazos abiertos y los libros en presenten a todo aquel que se arrimaba a contar que quería hacer una exquisita investigación, una tesis doctoral de campanillas o un artículo de primera. La experiencia, madre de todo desengaño, enseña que muchos son los que llaman, pero pocos los elegidos. Abunda demasiado el candidato con calentón, que se piensa que convertirse en reputado investigador es cosa de ponerse un mes a medio gas y esperar sentado hasta que la Academia de los Nobel llame a nuestra puerta. Consumación sin juegos preliminares, aquí te cojo y aquí me doctoro.
Les cuenta uno que vale, pero que paciencia y que ahí están esos veinte libros para ir abriendo boca, más los cientos que ansiosos aguardan en la biblioteca. Muchos ya no regresan, convencidos de que poco se puede tratar con quien ve la ciencia tan esquiva y la piensa tan selecta. Pero, sorprendentemente, bastantes son también los que no se desaniman, convencidos de que ya caerá a base de cortejarla un par de días al mes. Vuelven algunos al cabo de seis meses y te cuentan que muy bien todo y que ya leyeron dos libros y medio. ¿Y? Pues que ya está, que ya pillaron las ideas esenciales y que han construido una teoría que hará furor. Antes yo les pedía que me la explicasen, pero ahora ya suelo poner cara de vale, un día quedamos y ya vemos, y entre tanto siga usted con sus meditaciones. Pero no suele funcionar, pues la mayoría persevera en su entusiasmo y te coloca por las malas la charla, con gesto de suficiencia y la esperanza de que los entiendas, pese a tus evidentes limitaciones y que se nota que ya estás acabado.
Llegados a ese punto, uno empieza a sentirse incómodo de verdad, pues no es fácil desengañar al que va tan ciego como convencido de haber dado con el buen camino. ¿Cómo le explicas que eso que tiene por ocurrencia genial es, en el mejor de los casos, una trivialidad de tomo y lomo y que, si en verdad hubiera leído algo con aprovechamiento, se habría dado cuenta de que su hallazgo está hasta en los libros del parvulario? Antiguamente yo me armaba de tacto y miramientos e invitaba sutilmente a seguir leyendo para profundizar en tan prometedora vía, con la esperanza de que el entusiasta fuera cayendo por sí mismo de la burra. Ahora digo tacos y juro en arameo sin cortarme ni un pelo. Pero da igual, ya que un año después el mismo sujeto regresa y dice que ya, que sí, que ha repasado y que él tenía razón y que cuándo permitiré que se doctore. Hay veces en que las montañas en movimiento acaban con la fe de cualquiera.
Bien pensado, esos personajes tienen ahora mala suerte. En otros tiempos, cuando las vacas gordas, su impostura les habría permitido triunfar y convertirse en funcionarios. ¿Quién no conoce impostores elevados a las máximas alturas profesorales? Recuerdo algunos casos verdaderamente graciosos y puedo hacer un buen retrato-robot de esos figuras. Sus mejores habilidades consisten en hablar raro y en fingir intimidad con los grandes maestros. Un tipo así nunca dice, por ejemplo, “las normas jurídicas están respaldadas por la coacción institucionalizada”, sino “la institución, sede en que la coacción de aplica sin mostrarse, es la muestra en que la institución se muestra ocultándose y usa la norma como subterfugio intimidatorio, como ya decía Anaxágoras y como acaba de escribir Agamben”. Sueltan esos nombres como podrían decir Messi y el Kun Aguero, pero, como levitan al nombrarlos, cualquiera que no esté bien despierto acaba creyendo que son unos genios que se expresan oscuramente porque sus ideas son demasiado ricas y complejas. Pero no son ideas, son diarreas.
Y luego lo de la falsa confianza con las lumbreras del gremio. Si en la disciplina hay un tipo muy prestigioso que se llama José Zubizarreta, pongamos por caso, nuestro fingidor nunca lo va a llamar así, sino Pepe o Zubi, como si comiera en su casa todos los días. “Como me decía Pepe el otro día en Florencia...”. Y tú, despistado, le preguntas que qué Pepe, y él te mira perdonándote la vida y te responde que Pepe Zubi, cuál va a ser, y aprovecha para contarte que qué risa el otro día en Albacete, que qué borracho estaba Zubi y que tuvo que llevárselo al hotel y acostarlo, no sin que antes le regalara un par de separatas dedicadas con muchísimo cariño y lo invitara a dar un par de conferencias en su universidad, en Paris III. A todo esto, tú sabes que el profesor Zubizarreta no bebe, lleva dos años y medio postrado en cama por una cruel enfermedad y ya se jubiló de Paris III, pero si se lo aclaras es peor, pues te responderá que no, que se ha recuperado milagrosamente, según le contó ayer mismo Candi en conversación telefónica. Si vences las ganas de arrearle un puñetazo y todavía le preguntas por el tal Candi, te contestará que sí, hombre, Cándido Westinghouse, otro de los grandes que es íntimo suyo, pues comparten un proyecto de investigación sobre las normas apofánticas en las culturas mesocráticas. Impasible el ademán, inasequible al desaliento.
En realidad, a esos pícaros les viene bien que tú te hartes, los mandes al carajo y les digas al fin que los dirija o los avale su tía la gorda, pues con eso se marchan corriendo a otro lugar y a otro colega, a ser posible enemigo, y le cuentan que los has reprimido malamente por envidia de su genialidad y porque estás liado con la de la fotocopiadora, que fue novia suya en tiempos. Y así de acá para allá, hasta que dan con el perfecto incauto que los acoge y los promociona una temporada. Y vuelta a empezar cuando al nuevo se le abran los ojos, pero en una de éstas habrán pillado la ola buena y se habrán hecho titulares. Luego échales un galgo. En adelante sus víctimas propiciatorias serán los alumnos.
Cada día me convenzo más de que a tales gusanillos hay que matarlos de pequeñitos, mientras aún son larvas y antes de la definitiva metamorfosis que los hará vampiros. O convencerlos a tiempo para que se dediquen a la política en algún partido de tronío.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ja, ja, muy acertado; conozco a unos cuantos así

Anónimo dijo...

JAJAAA

Le tengo que contar esto a Aulius, que siempre se parte con "las coñas de Toño" (lo dice así, marcando mucho la eñe). Siempre se lo digo a Dworkin, le digo: "Ronnie: esto hay que contárselo a Aulius".

El que últimamente no llama es Gus de Hipona. ¿Le pasará algo?