12 agosto, 2010

Chile. 1


Es la primera vez que piso Chile. Acabo de dar un paseo por unas cuantas calles del centro de Santiago, en los alrededores del hotel, y me he sentido desubicado porque venimos del sol castellano, y hasta astur, y aquí a las seis oscurece, hace frío invernal y la gente va abrigada como corresponde. Si oliera a vino con canela y hubiera puestos callejeros con luces, podría creer incluso que estaba en una navideña ciudad alemana, pues esa imagen se me venía cada poco. Además, estos chilenos tienen bastante pinta europea (quizá alemana no, de más abajo) y hasta hablan mucho más parecido a los españoles. Aquí falta por completo el toque caribeño y apenas se percibe el matiz indígena. Todo lo cual no sé si es bueno o malo, es simplemente lo que hay. O lo que a mí me está pareciendo.

Ha sido un día largo. Después de un vuelo de casi catorce horas desde Madrid, vuelo que salió a medianoche de España y llegó a las siete de la mañana de aquí, me tocaba conferencia en una universidad joven, la Alberto Hurtado. Ahora, ya caída la tarde y mientras yo me despacho aquí un rato, anda mi mujer en idénticas lides. Buena gente esta, atenta en todos los sentidos, interesada, de conversación muy agradable. Me están cayendo bien estos chilenos, lo que no me sorprende, porque ya tenía algunos amigos muy queridos de por aquí. Por ponerles un pero un tanto forzado, lo que me sorprende un poco es la manera de ir al choque de aquellos desconocidos con los que uno se cruza, la soltura para imponer el cuerpo propio ante el roce con el extraño en cualquier espacio estrecho o con prioridad por dirimir. O serán cosas mías porque apenas he dormido desde yo qué sé cuándo y se me ha enardecido el sentido de la lucha por el Lebensraum.

En el avión me ratifiqué en lo fácil que es calar al personal nada más que por la pinta y la actitud. Por ejemplo, oyes a algún azafato anunciar a sus compañeros que hace falta un plato vegetariano, y miras alrededor preguntándote para qué pasajero será. Y si lo tienes a la vista, no es difícil acertar. Bingo. Esta vez se trataba de una alemana joven y corpulenta que iba en el asiento de delante de los de mi dama y un servidor. También me ratifico en que los médicos son los profesionales a los que más les gusta hablar y hablar de su trabajo, sobre todo cuando se juntan varios. Detrás de nosotros viajaba un par y no dejaron en todo el viaje de explayarse sobre guardias, laparoscopias y riñones al jerez o no sé como.

En mi charlilla me sentí un tanto espeso, aunque procuré salir más o menos airoso a base de tablas y malas artes. Quizá era el embotamiento del viaje o que iba con un esquema para hora y pico y al entrar me dijeron que aquí la costumbre es no soportar a oradores de más de veinticinco minutos. Puede que ese desconcierto sirviera para que a mí mismo no me convencieran mucho mis propias tesis. No les voy a cansar con eso, pero déjenme nada más decirles que me voy dando cuenta de que a mi acrisolado liberalismo individualista con aroma socialdemócrata le está fallando algo, y que un día de estos voy a tener que conceder al comunitarismo una pizca de la razón que no quiero reconocerle. Tal vez deberé aparcar en un cierto republicanismo, quién me lo iba a decir, y pese a que me da reparo desde que Zapatero trajo a un republicanista de esos a hacerle la pedicura, un tal Pettit.

Verán, les resumo en dos palabras. Acabé hoy sosteniendo que en el Derecho actual, y contrariamente a lo que predica la doctrina dominante, no asistimos a la (re)moralización de lo jurídico, sino a la juridificación de la moral. Y ello porque en estas sociedades nuestras, tan fuertemente desvertebradas y en las que han entrado en crisis terminal las instituciones que condensaban y transmitían las tradiciones y la moral comunitaria, esa moral positiva que es cemento social, en estas sociedades, digo, el Derecho no ratifica o respalda la moral positiva, sino que la constituye. Es decir, las pautas sociales del bien y el mal moral ya no resultan de la interacción social espontánea, sino del legislador y sus códigos. Si fumar, por ejemplo, es reprobable, lo será porque lo dice así una ley o un reglamento con mucho bombo. Muchos comportamientos no se prohíben porque socialmente se los considere malos, rechazables, sino que las cosas son a la inversa: socialmente se los tiene por negativos porque están jurídicamente vetados. Si el legislador veda esto o castiga por lo otro, será porque algo malo hay en esas conductas, pues él sí que sabe y, además, se asesora por catedráticos de Ética, de Filosofía del Derecho y de Derecho Penal, que es gente de mucho fundamento y buena a carta cabal. No hay más que verlos.

En ese marco, una consecuencia más va aparejada: la comunidad se constituye como comunidad puramente jurídica, se hace en torno a la norma jurídica que rige en común, por un lado, y, por otro, la norma jurídica es la herramienta usada para diseñar comunidades a medida, para ejercer lo que podría llamarse ingeniería nacional o arquitectura de naciones.

Y si algo de cierto hubiera en esas hipótesis, resultaría que a mí no me gusta lo que aparece: un desmembramiento social fuerte que se repara nada más que con la autoridad legal y la coacción jurídica, una falta de identidad común que lleva al sucedáneo de leyes, estatutos y constituciones como manera de hacer grupo, de mantener unido lo que se está despegando.

En fin, no sé, pero los dos polos resultan calamitosos, tanto el del individualismo medio solipsista y masturbatorio como el del rebañismo enfurruñado. ¿Solución? Quizá el puñetero término medio. Asumir, primero, que no hay convivencia social propiamente dicha sin una cierto sustento identitario, sin una base normativa aglutinadora y densa. Pero, luego, quedarse en esto como dato nada más, como hecho, absteniéndose de definir las identidades vigentes con el propósito de perpetuarlas y, sobre todo, de manipularlas. En otros términos, quizá el comunitarismo moderado -y, desde luego, el republicanismo- aciertan un tanto en su diagnóstico, pero son fatales en sus terapias, esas que llevan a dialécticas amigo-enemigo, a choques de las civilizaciones (o a la gilipollez refleja de la alianza de las civilizaciones), al empeño de mantener esencias incontaminadas o de domesticar el sano mestizaje de las culturas y las personas.

Bueno, no sé. Que me he liado. Que en cuanto regrese al hotel mi compañera de fatigas y nos marquemos una cena guapa y tal, intentaré dormir unas cuantas horas y a lo mejor mañana se me pasan las paranoias doctrinales. Y más me vale, pues por la tarde me toca ponencia en seminario majo y será mejor que las ideas vuelvan a ser claras a fuer de escasas o simples.

(La foto de arriba acabo de tomarla desde la entrada del hotel).

4 comentarios:

Juan Pablo L. Torrillas dijo...

Ánimo con esa ponencia "maja".

¿España es tal por una historia común desde hace siglos o porque lo dice una ley como es la Constitución de 1978?

La moral, los principios, deben estar al margen de lo legislado. Cierto es que el legislador debe proteger o garantizar esos principios porque cuando te toca un Iluminado como el que tenemos... pasa lo que pasa.

Un saludo y feliz estancia en Chile

Anónimo dijo...

La Constitución no instituye en parte alguna la identidad ni la unidad de España; se limita a reconocer su indisoluble unidad –lo considera algo previo a ella misma- y sobre ese reconocimiento hace descansar el régimen político que la misma establece.

un amigo dijo...

Una observación breve sobre individualismos y comunitarismos. Me parece claro que la historia política contemporánea es en buena medida la historia de la tensión entre individuo y sociedad; se ha ido probando vez tras vez, cada uno desde su particular óptica, convicciones, intereses ... a hacer sociocompatible al individuo, con una de cal, y a hacer individuocompatible a la sociedad, con otra de arena.

Personalmente considero que esa lucha era interesante, hasta bonita a trozos ..., pero que se nos ha pasado el arroz. Me explico: dependía esa lucha del lujo relativo de dar por sentado que las condiciones de contorno fueran estables. Suposición que ya no es válida. En lo que nos quede de juerga, la decisión última sobre compatibilidades va a venir del mentado contorno: serán las sociedades, y los individuos, quienes tendrán que sudarse (literalmente) su geocompatibilidad. Y sólo dentro de los márgenes que deje esta compatibilidad de mayor rango se podrá retomar el simpático forcejeo mencionado.

Relativamente a la discusión a la que apunta J.P. López sobre si sea la historia común, o la norma fundamental, a dar entidad a España. Pienso que ni lo uno ni lo otro, tomados literal y aisladamente; lo que pueda dar entidad a un sistema complejo es un proyecto. Está claro que se concibe el proyecto en parte considerando la historia; y que la Carta Magna es en cierta medida expresión de dicho proyecto, o mejor dicho de los límites dentro de los cuales realizar un tramo finito de dicho proyecto. Pero hay mucho más, o debería haberlo, en un proyecto, que no sólo inercias (nostálgicas) y límites (oxidados). Y ahí es donde la jodemos, a mi modo de ver. No veo que haya un proyecto colectivo digno de tal nombre, ni por parte de los que agitan frenéticamente la rojigualda, ni de los que pasan de ella. Lo que veo entre los Pirineos y el Estrecho es, sobre todo, un agregado heterogéneo y poco amalgamado de avideces individualistas y cortoplacistas.

Y, conectándome con mi segundo párrafo, no sólo quedaría por concordar el proyecto. Quedaría ponerlo en práctica de forma compatible con ese incómodo contorno que nos obstinamos en ignorar. En vista de lo cual ... respeto los optimismos, faltaría más, pero por lo que me respecta, prefiero dedicar mis energías al próximo proyecto. Y a mis placeres, que no son cosa baladí.

Salud,

AnteTodoMUCHACalma dijo...

Hostiusté, pero si ya ha vuelto y me lo había perdido...
Sobre el tema recuerdo un libro que se llamaba "El Estado como integración". ¿Por ventura lo conoce, querido anfitrión? ;-)