(Publicado hoy en El Mundo)
Las ciudades-frontera ofrecen un encanto especial nimbadas como están por un delicioso atractivo para muchos espíritus. A veces pienso que la construcción de Europa, benéfica por tantos conceptos, puede producir el perjuicio colateral de difuminar en buena medida a la ciudad-frontera, pues las libertades de movimientos, introducidas por tanta Directiva y tanto Reglamento, les pueden asestar una puñalada en el corazón mismo de su identidad. Cuando hablo de ciudades-frontera me refiero, claro es, a esas ciudades a caballo entre dos países, con un barrio en Francia y otro en Alemania, con el barbero en Austria y el librero en Eslovaquia, con un tranvía que nace en una calle verdadera y católica y muere en una plaza apócrifa y luterana, con la esposa en la austera Bélgica y la amante en la delicuescente Holanda…
Dígase de verdad: ¿es que había, en este continente, algo más enigmático y bello, más fino y emotivo que una ciudad-frontera? Unas ciudades que son, por su naturaleza imprecisa, ciudades ambiguas, ciudades equívocas, de una rica y donosa vaguedad. Las ciudades-frontera han sido las ciudades hermafroditas del ancho tejido urbano europeo.
Y adviértase que han tenido en sus destinos inscrita la responsabilidad histórica del más alto porte que se puede concebir: nada menos que propiciar el encuentro de los pueblos, la mezcla de los linajes, la confusión de los vinos, el intercambio de las lenguas y -lo que es más importante- de las recetas de cocina, el compadreo entre las religiones… Eran las ciudades en las que más fácilmente se vivía la relatividad de tanta ley sacrosanta, de tanto lugar común y de tanto prejuicio asumidos como certezas inconcusas, ciudades que, calladamente y sin alharaca, han apeado mucha majadería de mucho falso pedestal. Lo que era verdad en una calle se hacía herejía en la contigua. Todo ello las convertía en lugares benditos, en tierras de Promisión, y han prestado a su atmósfera esa tibia incredulidad que nos hace a todos más ricos y beneméritos, más generosos y compasivos.
Estrasburgo es una de esas ciudades, allá en la medianera de Francia y Alemania, tan hermosa y por tanto tan codiciada. Su arquitectura es testimonio del dominio de unos y de otros pero como todos los que por allí han pasado se han propuesto contentar a Estrasburgo, como a la bella amante que es, han dejado testimonios magníficos de sus esfuerzos en una piedra a veces rosácea que cobra en esa tierra una dignidad fatigada pero siempre renovada.
Si nos preguntamos cuál es el origen de esta actitud tan abierta de Estrasburgo, forzosamente hemos de dar con una explicación clara: allí vivió Gutenberg y esa es la razón por la que floreció una destacada industria de la impresión de libros ya en el siglo XVI. Vemos a un alemán -Gutenberg había nacido en Maguncia- poniendo una semilla especialmente fértil en esta tierra. Y de los libros -¿quién puede negarlo?- nace la curiosidad intelectual y con ella la duda fructuosa, el abandono del sectarismo seco y el corte de mangas a los dogmas con los que los curas de todos los credos pretenden secar las esponjas de nuestras entendederas libres.
Por eso en Estrasburgo, en cuanto supieron de las tesis colgadas en la puerta del palacio de la Iglesia de Wittenberg por un tal Martin Lutero, prende la mecha de la Reforma. Y la ciudad se hará protestante… sin dejar se ser católica (y judía, por cierto, también). Algún momento hubo -a finales del siglo XVI- en el que se desencadena la guerra de los canónigos que culmina con la elección de dos obispos que convivían en el gobierno de la catedral. Mayor miscelánea no cabe.
Donde más se percibe el trabajo de síntesis que esta ciudad hace para mantener su autoridad en la geografía física es en la gastronomía. A ella sería posible dedicarle largas reflexiones pero nos hemos de contentar tan sólo con una: en Estrasburgo, capital de la Alsacia, se prepara y se consume uno de los mejores foie gras de toda Francia y con esto ya estamos poniendo el listón de este producto en cumbres muy elevadas. Fue el mariscal de Contades -al que hoy se dedica un hermoso parque en la ciudad- quien lo introdujo allá en el siglo XVII. Pero es que, paralelamente, la repostería está tocada del espíritu alado de los grandes dulces del mundo germánico, de sus espectaculares tartas, que ostentan tonos y colores de lujo al ser frescos, sedosos, jaspeados, transparentes, carnosos… Pura lujuria. Pues una tarta veteada en chocolate es una de las obras más amenas que el ingenio humano ha concebido.
Es decir, lo mejor de Francia y lo mejor de Alemania, trenzados en una alianza fecunda y hospitalaria. Manjares que son el principio y el fin de una gran pitanza y que sirven para demostrar, en el sacrosanto altar de la mesa, que Estrasburgo tiene vocación larga de pasarela entre dos culturas que, a fuerza de mirarse con recelo, se acaban amando y entrelazando con una tierna fuerza expresiva. Y creando una lírica propia, la lírica gastronómica, compendio del entendimiento entre los pueblos.
A todo ello hay que añadir la calidad de los vinos alsacianos que son también, sobre todo en sus variedades procedentes de las uvas Riesling y Gewürztraminer, de una suavidad tenue, afinada, como un rondó del Mozart que pasó fugazmente por la ciudad. Cuando se toman en una terraza y los rayos del sol los acarician desde lo alto es como si acertaran a meter en ellos un pincel pleno de amarillos pletóricos y musicales. De nuevo vemos al alsaciano extrayendo de las entrañas de la tierra alemana sus secretos más codiciados para poder ofrecer él una gran bebida propia.
No es raro que todo esto haya ocurrido. Porque esta ciudad ha sabido hermanar los nutrientes franceses y alemanes en una síntesis fascinante, lo que suele ocurrir en muchos lugares que son paso para caminantes, trajinantes, soldados, mercaderes y frailes, pues Estrasburgo -no lo olvidemos- significa literalmente burgo del camino.
En esa estructura deliciosamente inútil que fue el Sacro Imperio Romano Germánico, con sus electores barbados y sus suculentas meretrices, Estrasburgo fue ciudad libre hasta que, a partir de la Guerra de los 30 Años y, más concretamente, desde el reinado de Luis XIV, la cultura francesa se va introduciendo con paso quedo pero con determinación. El testimonio en piedra más solemne y en pie de esa nueva impronta histórica es el palacio Rohan, lugar desde el que sus majestades, los muy absolutos monarcas, contemplaron fiestas fastuosas de aguas y fuegos en sus visitas a la ciudad. Hoy alberga varios museos.
Y la huella francesa más popular está representada por el hecho de que La Marsellesa, que acabaría siendo el himno de la patria, nace precisamente cuando el alcalde de Estrasburgo encarga a Rouget de Lisle una canción que embraveciera a la soldadesca y la alentara en el fragor del campo de batalla. Estábamos en los tiempos posteriores a la gran Revolución, en 1792, cuando las armas francesas -en plena euforia rebelde- apuntaban al corazón lánguido y estabilizado de Austria.
Los rastros alemanes se conservan en la muy elegante plaza de la República con el edificio que fue Palacio imperial, el Teatro y la Biblioteca. Y allá, al fondo, la Universidad, creada en la época de dominio prusiano y en la que enseñaron eminencias germanas llenas de ardor patrio. Todo es puro y exacerbado wilhelminismo, fundamental, aplastante, poderoso …
Por la ciudad pasa el Rin, tan ancho y ambicioso que parecería un gigante esforzado en separar culturas. Pero este río, al que al fin y al cabo se le conoce como el padre Rin, hace tiempo que se limita a acoger un concurrido tráfico comercial. Hoy ha abandonado cualquier designio de separación y ha abrazado a sus hijos -que son sus orillas- construyendo un parque -el de las Dos Riberas, Jardin des deux rives, Garten der zwei Ufer- que permite pasar a los ciudadanos de Francia a Alemania por un puente peatonal. Se han abatido definitivamente las fronteras pero yo espero que el espíritu hermafrodita siga anidando en este generoso enclave europeo donde han puesto su rúbrica dos inmensas culturas.
Las ciudades-frontera ofrecen un encanto especial nimbadas como están por un delicioso atractivo para muchos espíritus. A veces pienso que la construcción de Europa, benéfica por tantos conceptos, puede producir el perjuicio colateral de difuminar en buena medida a la ciudad-frontera, pues las libertades de movimientos, introducidas por tanta Directiva y tanto Reglamento, les pueden asestar una puñalada en el corazón mismo de su identidad. Cuando hablo de ciudades-frontera me refiero, claro es, a esas ciudades a caballo entre dos países, con un barrio en Francia y otro en Alemania, con el barbero en Austria y el librero en Eslovaquia, con un tranvía que nace en una calle verdadera y católica y muere en una plaza apócrifa y luterana, con la esposa en la austera Bélgica y la amante en la delicuescente Holanda…
Dígase de verdad: ¿es que había, en este continente, algo más enigmático y bello, más fino y emotivo que una ciudad-frontera? Unas ciudades que son, por su naturaleza imprecisa, ciudades ambiguas, ciudades equívocas, de una rica y donosa vaguedad. Las ciudades-frontera han sido las ciudades hermafroditas del ancho tejido urbano europeo.
Y adviértase que han tenido en sus destinos inscrita la responsabilidad histórica del más alto porte que se puede concebir: nada menos que propiciar el encuentro de los pueblos, la mezcla de los linajes, la confusión de los vinos, el intercambio de las lenguas y -lo que es más importante- de las recetas de cocina, el compadreo entre las religiones… Eran las ciudades en las que más fácilmente se vivía la relatividad de tanta ley sacrosanta, de tanto lugar común y de tanto prejuicio asumidos como certezas inconcusas, ciudades que, calladamente y sin alharaca, han apeado mucha majadería de mucho falso pedestal. Lo que era verdad en una calle se hacía herejía en la contigua. Todo ello las convertía en lugares benditos, en tierras de Promisión, y han prestado a su atmósfera esa tibia incredulidad que nos hace a todos más ricos y beneméritos, más generosos y compasivos.
Estrasburgo es una de esas ciudades, allá en la medianera de Francia y Alemania, tan hermosa y por tanto tan codiciada. Su arquitectura es testimonio del dominio de unos y de otros pero como todos los que por allí han pasado se han propuesto contentar a Estrasburgo, como a la bella amante que es, han dejado testimonios magníficos de sus esfuerzos en una piedra a veces rosácea que cobra en esa tierra una dignidad fatigada pero siempre renovada.
Si nos preguntamos cuál es el origen de esta actitud tan abierta de Estrasburgo, forzosamente hemos de dar con una explicación clara: allí vivió Gutenberg y esa es la razón por la que floreció una destacada industria de la impresión de libros ya en el siglo XVI. Vemos a un alemán -Gutenberg había nacido en Maguncia- poniendo una semilla especialmente fértil en esta tierra. Y de los libros -¿quién puede negarlo?- nace la curiosidad intelectual y con ella la duda fructuosa, el abandono del sectarismo seco y el corte de mangas a los dogmas con los que los curas de todos los credos pretenden secar las esponjas de nuestras entendederas libres.
Por eso en Estrasburgo, en cuanto supieron de las tesis colgadas en la puerta del palacio de la Iglesia de Wittenberg por un tal Martin Lutero, prende la mecha de la Reforma. Y la ciudad se hará protestante… sin dejar se ser católica (y judía, por cierto, también). Algún momento hubo -a finales del siglo XVI- en el que se desencadena la guerra de los canónigos que culmina con la elección de dos obispos que convivían en el gobierno de la catedral. Mayor miscelánea no cabe.
Donde más se percibe el trabajo de síntesis que esta ciudad hace para mantener su autoridad en la geografía física es en la gastronomía. A ella sería posible dedicarle largas reflexiones pero nos hemos de contentar tan sólo con una: en Estrasburgo, capital de la Alsacia, se prepara y se consume uno de los mejores foie gras de toda Francia y con esto ya estamos poniendo el listón de este producto en cumbres muy elevadas. Fue el mariscal de Contades -al que hoy se dedica un hermoso parque en la ciudad- quien lo introdujo allá en el siglo XVII. Pero es que, paralelamente, la repostería está tocada del espíritu alado de los grandes dulces del mundo germánico, de sus espectaculares tartas, que ostentan tonos y colores de lujo al ser frescos, sedosos, jaspeados, transparentes, carnosos… Pura lujuria. Pues una tarta veteada en chocolate es una de las obras más amenas que el ingenio humano ha concebido.
Es decir, lo mejor de Francia y lo mejor de Alemania, trenzados en una alianza fecunda y hospitalaria. Manjares que son el principio y el fin de una gran pitanza y que sirven para demostrar, en el sacrosanto altar de la mesa, que Estrasburgo tiene vocación larga de pasarela entre dos culturas que, a fuerza de mirarse con recelo, se acaban amando y entrelazando con una tierna fuerza expresiva. Y creando una lírica propia, la lírica gastronómica, compendio del entendimiento entre los pueblos.
A todo ello hay que añadir la calidad de los vinos alsacianos que son también, sobre todo en sus variedades procedentes de las uvas Riesling y Gewürztraminer, de una suavidad tenue, afinada, como un rondó del Mozart que pasó fugazmente por la ciudad. Cuando se toman en una terraza y los rayos del sol los acarician desde lo alto es como si acertaran a meter en ellos un pincel pleno de amarillos pletóricos y musicales. De nuevo vemos al alsaciano extrayendo de las entrañas de la tierra alemana sus secretos más codiciados para poder ofrecer él una gran bebida propia.
No es raro que todo esto haya ocurrido. Porque esta ciudad ha sabido hermanar los nutrientes franceses y alemanes en una síntesis fascinante, lo que suele ocurrir en muchos lugares que son paso para caminantes, trajinantes, soldados, mercaderes y frailes, pues Estrasburgo -no lo olvidemos- significa literalmente burgo del camino.
En esa estructura deliciosamente inútil que fue el Sacro Imperio Romano Germánico, con sus electores barbados y sus suculentas meretrices, Estrasburgo fue ciudad libre hasta que, a partir de la Guerra de los 30 Años y, más concretamente, desde el reinado de Luis XIV, la cultura francesa se va introduciendo con paso quedo pero con determinación. El testimonio en piedra más solemne y en pie de esa nueva impronta histórica es el palacio Rohan, lugar desde el que sus majestades, los muy absolutos monarcas, contemplaron fiestas fastuosas de aguas y fuegos en sus visitas a la ciudad. Hoy alberga varios museos.
Y la huella francesa más popular está representada por el hecho de que La Marsellesa, que acabaría siendo el himno de la patria, nace precisamente cuando el alcalde de Estrasburgo encarga a Rouget de Lisle una canción que embraveciera a la soldadesca y la alentara en el fragor del campo de batalla. Estábamos en los tiempos posteriores a la gran Revolución, en 1792, cuando las armas francesas -en plena euforia rebelde- apuntaban al corazón lánguido y estabilizado de Austria.
Los rastros alemanes se conservan en la muy elegante plaza de la República con el edificio que fue Palacio imperial, el Teatro y la Biblioteca. Y allá, al fondo, la Universidad, creada en la época de dominio prusiano y en la que enseñaron eminencias germanas llenas de ardor patrio. Todo es puro y exacerbado wilhelminismo, fundamental, aplastante, poderoso …
Por la ciudad pasa el Rin, tan ancho y ambicioso que parecería un gigante esforzado en separar culturas. Pero este río, al que al fin y al cabo se le conoce como el padre Rin, hace tiempo que se limita a acoger un concurrido tráfico comercial. Hoy ha abandonado cualquier designio de separación y ha abrazado a sus hijos -que son sus orillas- construyendo un parque -el de las Dos Riberas, Jardin des deux rives, Garten der zwei Ufer- que permite pasar a los ciudadanos de Francia a Alemania por un puente peatonal. Se han abatido definitivamente las fronteras pero yo espero que el espíritu hermafrodita siga anidando en este generoso enclave europeo donde han puesto su rúbrica dos inmensas culturas.
1 comentario:
Buenas noches,
Me parece un artículo pobre, la tesis no tiene mayor fundamento, el derroche de erudicción tal vez si. Las fronteras no las hacen las leyes ni los peajes. Cuando los españoles llegaron a América no había ni aduanas ni leyes de entrada o salida, ahora se puede atravesar el Atlántico en seis o doce horas pero las fronteras siguen siendo muy fuertes, y el equivalente de lo que serían las ciudades hermafroditas sigue existiendo.
Me disculpo por comentar sólo para criticar, leo todas las entradas y en general me gustan mucho.
Un saludo,
Diego Andrés.
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