31 agosto, 2010

Coherencia política

Llamémoslo Ciudadano, a secas. Resulta que eltal Ciudadano tiene, o considera que tiene, una serie de ideas políticas; esto es, atinentes a la debida configuración de la sociedad y al reparto de bienes y cargas. Ciudadano siempre ha pensado que esas ideas están bien representadas y aceptablemente defendidas por el partido P1, pues precisamente para defender ideas de ese calibre nació tal partido y a tan noble causa dedicaron su vida los fundadores y los mejores personajes de su historia.

Pongamos que esas ideas políticas de Ciudadano se resumen en A, B y C. Últimamente el partido P1, el de los amores de nuestro hombre (o tía, sí), ha andado un poco dubitativo, algo difuminado, parece, pues de A simplemente dice que estaría bien, B no la menciona y de C afirma que es muy similar a J, que es la que propone pese a resultar totalmente opuesta a la otra. En fin, pero habrá que seguir confiando en la gloriosa tradición y en los ilustrados y lustrosos líderes.

De pronto, los supremos dirigentes de P1 cambian de rumbo por completo y se ponen a defender, con gran convicción, que A es un error, que B resulta del todo inviable y que C no tiene pies ni cabeza en estos momentos de la Historia. ¡Eran las tres únicas ideas políticas del amigo Ciudadano! Nuestro personaje se queda cariacontecido, pero sigue votando a ese partido, aunque ahora como mal menor, ya que si gana el partido rival, que es P2, todo puede empeorar. Resulta que, en verdad o a juicio de Ciudadano –que, a los efectos, tanto da- P2 siempre se ha opuesto a A, por considerar que esa idea es errónea, a B, por entender que resulta completamente irrealizable y a C, por estimar que no encajaría esa idea en el momento presente. Pero como hay políticos muy perversos y nada serios, resulta que los cabronazos de P2 ahora se ponen a proclamar a grito pelado las ventajas y verdades de aquellas convicciones de Ciudadano y convocan manifestaciones a favor de A, reuniones para propugnar B y mítines en pro de C. ¡Malditos! Es intolerable que P2 pretenda en este momento subirse al carro de la verdad y la razón, y, como sin duda fingen y algo negro –con perdón- traman, habrá que seguir apoyando a P1 en las urnas.

Para colmo, el brusco cambio de programas y propósitos del partido de los amores de nuestro Ciudadano provocó una fractura interna que acabó en la fundación de un nuevo partido más fiel a las esencias de toda la vida, a A, B y tal. Ah, pero eso colmó la indignación de Ciudadano, que tomó por traición a los viejos ideales su defensa por un partido nuevo, de lo cual sacó más fuerzas y nuevos ánimos para seguir votando a P1 y defendiendo en todo tipo de encuentros y reuniones a su secretario general, pese a que hoy diga exactamente lo contrario que ayer. Porque, a la hora de la verdad y cuando pintan bastos, Ciudadano ha descubierto que él, más que un hombre de ideas, es un tipo servil y sumiso, una piltrafilla, un mandao, un mamporrerito. Se mira al espejo y se dice que sí, que lo importante son las siglas y los eslóganes y que a él nunca lo apearán de sus viejos amores políticos. Con un par. Acto seguido, salió a manifestarse a favor de la pena de muerte, del despido gratuito y de la fidelidad conyugal. Quién se lo iba a decir a él, que se ha pasado media vida creyendo que estaba en contra de tales cosas. Pero el partido necesita votos para evitar que ganen esos cabrones que propugnan el amor libre, y lo primero es lo primero.

(Dedicado, sin ningún respeto, a los dieciocho o veinte millones de españoles que van a seguir votando, impasible el ademán, a quienes siempre votan y les dan por el saco).

29 agosto, 2010

Lo que se puede decir, lo que no y lo que ni se sabe

Acabo de pasar un buen rato de esta mañana de domingo echando un buen vistazo a la gran polémica que se ha armado en Alemania al hilo de un libro de un señor llamado Thilo Sarrazin y de unas cuantas declaraciones suyas en los periódicos de allá. Diré primero que este hombre forma parte de la Presidencia del Bundesbank y ha sido durante años algo así como ministro de finanzas del Land de Berlín. Puestos todos que ocupó como militante del Partido Socialista, que ahora quiere expulsarlo urgentemente por andar escribiendo y diciendo lo que escribe y dice. También la derecha alemana en el gobierno dice que ese señor es una vergüenza

El libro, que acaba de aparecer, se titula “Deutschland schafft sich ab. Wie wir unser Land aufs Spiel setzen”. En libérrima traducción con buen ojo comercial podríamos traducirlo aquí así: “Desmontando Alemania. Cómo ponemos en solfa nuestro propio país”. El problema y la causa de las agrias discusiones está en que se mete con los inmigrantes de árabes y musulmanes. Como todos sabemos, en Alemania son numerosísimos, especialmente los que llegaron de Turquía. En el libro, que no he leído y que cito a partir de algunas reseñas periodísticas, compara ciertas cifras atinentes al grupo de los inmigrantes musulmanes y a otros grupos, como los inmigrantes asiáticos, americanos y europeos, y señala que son mucho más bajas en el caso de los primeros los porcentajes referidos a formación cultural, preparación profesional, éxito educativo, integración en el mercado de trabajo, etc., mientras que están muy por encima de la media en religiosidad, fertilidad, criminalidad y dependencia de las ayudas económicas provenientes del erario público.

Seguramente lo peculiar del libro -para bien o para mal, en estos momentos no me meto en eso- es que, en lugar de seguir el discurso establecido y dominante y sostener que todo ello se debe a discriminaciones que ese grupo social padece y a trabas de la injusta sociedad de acogida, atribuye a peculiaridades de la propia colectividad musulmana todo ello, con lo que la dibuja fanática, inculta, algo zángana, desleal, no deseosa de integrarse en igualdad y bastante aprovechada. No lo dice exactamente así, en estos términos, que son míos, pero creo que este es el mensaje de fondo. Y, claro, se armó el apocalipsis. Y, por si éramos pocos y para más liarla, en una entrevista muy reciente en el Welt am Sonntag, ha dicho estas cosas que han acabado de atizar el incendio:

a) Que, en cualquier país de Europa, los inmigrantes musulmanes se integran peor que cualesquiera otros y que seguramente eso tiene que ver con las peculiaridades culturales de ese pueblo o grupo, pues “la identidad de un pueblo o de una sociedad no es algo puramente estadístico, sino que existe como tal. Hay una identidad alemana, francesa u holandesa. Cuando progresa correctamente, los inmigrantes se integran y crecen en ella y, de alguna manera, dentro de ella se disuelven, de modo que la imagen del melting pot no es falsa. Los pueblos cambian en el transcurso de su historia, pero lo hacen desarrollando continuamente su identidad propia (...) La peculiaridad cultural de los pueblos no es una leyenda, sino que determina la realidad de Europa”.

b) También existe una identidad genética y “todos los judíos comparten un determinado gen, los vascos tienen un determinado gen que los diferencia de los demás”.

Dejemos aquí las citas y el resumen de una polémica que da para mucho más. Lo que me interesa resaltar es solamente que, contemplado desde España, este escándalo nos dejará bien perplejos. Al señor Sarrazin (hay que ver las bromas del destino, miren el apellido) le han saltado a la yugular y lo han tildado de retrógrado y racista por subrayar el componente identitario de los pueblos y las sociedades y por volver a la matraca de que existen peculiaridades de los pueblos que son genéticas y, por tanto, naturales de algún modo. A los alemanes todo esto les suena tremendamente reaccionario y peligroso en grado sumo, y por eso se echan las manos a la cabeza al ver que es un militante socialista destacado el que se pone a decirlo. ¿Y aquí, en España? ¿No consideramos el no va más del progresismo y del pensamiento liberador el andar insistiendo en que catalanes, vascos, gallegos o yo qué sé poseen una identidad absolutamente particular que debe ser mantenida y enriquecida aunque sea a costa de algunas libertades individuales? ¿No hubo y hay políticos vascos, por ejemplo, que han soltado lo del gen desde el mismísimo árbol en el que habitan en su primigenia identidad (me refiero al árbol de Guernica, por supuesto)? ¿Algún partido de pensamiento ortodoxo y oxigenado -léase PSOE, PP, Izquierda Unida...- se corta de pactar y mover el culete ante los que dicen estas cosas? ¿Debería el señor Thilo Sarrazin emigrar, él mismo, a España para que sus tesis fueran tenidas por las propias de un padre de las patrias oprimidas y de los pueblos achuchados en lugar de un protofascista del carajo?

Y conste que como hablamos de una cosa, podríamos hablar de otras. Ya he dicho que el libro no lo he leído, y hasta me da pereza hacerme con él, pues son más de cuatrocientas páginas en el idioma de Goethe, pero tengo la impresión de que le debe de fallar un poco el análisis de algunas más que probables causas económicas y sociales de la situación de los inmigrantes y de su manera de sentirse menos alemanes y más desganados ante determinadas responsabilidades. Pero, al tiempo, ¿por qué ha de ser tabú afirmar a calzón quitado que la religión islámica dominante es una traba para la integración civilizada de sus fieles, igual que lo fue o lo es muchas veces y en muchas partes el cristianismo? Si nada nos impide ciscarnos, por ejemplo, en la religiosidad de ciertos grupos ultraconservadores norteamericanos y subrayar la difícil convivencia de esa fe rancia y dogmática con una sociedad libre que viva en democracia, ¿por qué no vamos a poner en su sitio también a fundamentalistas de otras cuadras? Por poner un caso, ¿no nos tronchamos con la fe estúpida y primitiva de aquella señora candidata que se llamaba y se llama Sarah Palin? Bueno, pues si fuera un imán egipcio o marroquí el que dijera similares gilipolleces, deberíamos reaccionar igual. Y punto.

Negar que muchos inmigrantes vienen con un equipaje cultural y religioso que complica su integración y el que podamos vivir juntos, ellos y nosotros, en genuina libertad y buena armonía no es ser racista ni presumir de superioridad moral o cultural de ningún tipo, pues aquí también tenenos roucos y variados especímenes de liberticidas, machistas a sueldo y obsesos acomplejados. Advertir lo cutre de los unos y de los otros, lo de los de acá y lo de los de allá, es el primer paso para avanzar en la única dirección decente: hay que poner a la religión en su sitio, a ser posible en un cajón del armario de la historia -o de la conciencia individual- sellado con cuatro cerrojos, y conviene echarles ácido e ironía a las identidades comunitarias densas que llevan a creer a los del respectivo rebaño que, por ser distintos, son mejores o tienen otros derechos. En otras palabras: el gen y la cultura propia, si la tienen, que se la metan unos y otros, estos o aquellos, en el c... Y, a partir de ahí, a organizar la vida colectiva en igualdad, sin discriminaciones ni privilegios ni mitos ni tanta oración ni tanto cuento ni tanta camándula con o sin turbante.

27 agosto, 2010

Prólogo sobre neoconstitucionalismo para el gran libro de un buen amigo

Hace ya un par de meses que el libro está en la calle y ahora me animo a recoger aquí el prólogo que para él escribí, gracias a la generosidad de su autor. De paso, recomiendo a ambos, libro y autor. El primero se titula Derecho constitucional, neoconstitucionalismo y argumentación jurídica (Guayaquil-Ecuador, Edilex, 2010, ISBN: 978-9978-9984-4-1) y quien lo escribe es el profesor Jorge Zavala Egas, uno de los más prestigiosos, cultos y combativos abogados y teóricos del Derecho de Ecuador y de toda Latinoamérica.
PRÓLOGO.
Este libro que el lector tiene en sus manos es una magnífica muestra, una más, de la vitalidad de la teoría jurídica y constitucional latinoamericana, de cómo el mejor debate sobre el Derecho y sus circunstancias actuales atraviesa hoy las fronteras y de la presencia de profesores y estudiosos que, como Jorge Zavala Egea, manejan las más depuradas e innovadoras herramientas del análisis jurídico actual. Por fortuna para todos, la dogmática constitucional de calidad ya no es monopolio alemán o italiano, ni siquiera europeo; tampoco norteamericano. Bien se comprueba al leer este excelente libro.

La invitación que se me ha cursado para escribir este prólogo es consecuencia de la amistad con que el autor me honra, amistad tan reciente como honda, y de los contactos académicos con la doctrina ecuatoriana, también comenzados hace poco tiempo, pero que me han supuesto un estimulante enriquecimiento académico e intelectual. Por todo ello, me propongo en estas breves páginas realizar algunas consideraciones generales sobre uno de los temas de este rico libro, el neoconstitucionalismo, y contribuir modestamente a alguno de los debates abiertos en esta obra. Para los pormenores y para el intercambio de ideas en detalle con el profesor Zavala y tantos otros amigos, habrá sin duda muchas ocasiones en un futuro cercano, pues no en vano el eco de este Derecho constitucional, neoconstitucionalismo y argumentación jurídica será intenso y duradero.

Pretendo, pues, aportar a la discusión algunas tesis sobre el significado del neoconstitucionalismo en Latinoamérica y, en particular, en países como Ecuador. En cuanto que soy feliz invitado en libro ajeno, no podré demorarme en páginas ni perderme en detalles. Así que al grano y dicho sea todo desde el interés que me ha despertado este libro que prologo y en homenaje a la pasión teórica de su autor, a su rigor intelectual y a su bonhomía personal. Por último, si me he animado con el estilo un tanto provocativo y desenfadado de las líneas que siguen, ha sido desde la conciencia de que el autor de este brillante libro es un exquisito polemista, un enamorado del buen debate y un animoso cultivador de las virtudes formativas de la vieja dialéctica. Me permitiré una anécdota personal a este respecto.

En mi reciente visita a la Universidad en la que ejerce su magisterio el profesor Zavala, la UEES, en Guayaquil, él hacía de introductor y muy solvente presentador de los temas que a mí me tocaba exponer, y lo hacía abundando deliberadamente en puntos de vista y doctrinas que bien sabía que eran objeto de mis críticas y desacuerdos. Cuando llegaba mi turno y en efecto me lanzaba por ese camino, la sonrisa satisfecha del doctor Zavala dejaba ver algo similar a lo que debe de sentir el buen torero cuando coloca al toro en el tendido mejor para su lidia, en su cara se leía “ya conseguimos que dijera lo que queríamos que dijera para que podamos tener una rica discusión”. Y así era, resultaron magníficos y, para mí, absolutamente enriquecedores aquellos encuentros con el profesor Zavala, con sus discípulos y con el resto de la concurrencia, en eventos que guardo como memorables.


¿A qué llamamos neoconstitucionalismo?
El denominado neoconstitucionalismo es una corriente u orientación doctrinal de perfiles un tanto difusos, lo que no impide que entre los propios defensores y cultivadores de esos planteamientos se pueda hablar ya de un “canon neoconstitucional”[1]. Puesto que en las discusiones entre neoconstitucionalistas y sus críticos uno de los reproches más comunes es el de que se desfiguran los conceptos y las definiciones de unos y otros, me permitiré reproducir aquí la caracterización que del neoconstitucionalismo, con ánimo crítico, he ofrecido y, al menos en parte, desarrollado en otros lugares[2]. Estas son las notas que definirían el modelo pleno o radical del neoconstitucionalismo[3].

1. La mención, como novedad muy relevante y determinante de una nueva y revolucionaria manera de concebir el sistema jurídico, de la existencia en las constituciones contemporáneas de cláusulas de derechos fundamentales y mecanismos para su efectiva garantía, así como de cláusulas de carácter valorativo cuya estructura y forma de obligar y aplicarse es distinta de las de las “reglas”. Se trataría del componente material-axiológico de las constituciones.

2. La muy importante presencia de ese tipo de normas, que conforman la constitución material o axiológica, implica que las constituciones tienen su parte central o su pilar básico en un determinado orden de valores, de carácter objetivo.

3. Así entendida, la Constitución refleja un orden social necesario, con un grado preestablecido de realización de ese modelo constitucionalmente prefigurado y de los correspondientes derechos.

4. Ese orden de valores o esa moral constitucional(izada) poseen una fuerza resolutiva tal como para contener respuesta cierta o aproximada para cualquier caso en el que se vean implicados derechos, principios o valores constitucionales. Tal respuesta será una única respuesta correcta o parte de las respuestas correctas posibles. La pauta de corrección es una pauta directamente material, sin mediaciones formales ni semánticas.

5. Esa predeterminación de las respuestas constitucionalmente posibles y correctas lleva a que deba existir un órgano que vele por su efectiva plasmación para cada caso, y tal labor pertenece a los jueces en general y a los tribunales constitucionales en particular, ya sea declarando inconstitucionales normas legisladas, ya sea excepcionando, en nombre de la Constitución y sus valores y derechos, la aplicación de la ley constitucional al caso concreto, o ya sea resolviendo con objetividad y precisión conflictos entre derechos y/o principios constitucionales en el caso concreto.

6. Puesto que en el orden axiológico de la Constitución quedan predeterminadas las soluciones para todos los casos posibles con relevancia constitucional, el juez que resuelve tales casos no ejerce discrecionalidad ninguna (Dworkin) o la ejerce sólo en aquellos casos puntuales en los que, a la luz de las circunstancias del caso y de las normas aplicables, haya un empate entre los derechos y/o principios constitucionales concurrentes (Alexy).

7. En consecuencia y dado que las respuestas para esos casos con relevancia constitucional están prefijadas en la parte axiológica de la Constitución, el aplicador judicial de la misma ha de poseer la capacidad y el método adecuado para captar tales soluciones objetivamente impuestas por la Constitución para los casos con relevancia constitucional. Tal método es el de ponderación.

8. La combinación de constitución axiológica, confianza en la prefiguración constitucional –en esa parte axiológica- de la (única) respuesta correcta, la negación de la discrecionalidad y el método ponderativo llevan a las cortes constitucionales a convertirse en suprainstancias judiciales de revisión, pero, al tiempo, les proporcionan la excusa teórica para negar ese desbordamiento de sus funciones, ya que justifican su intromisión revisora aludiendo a su cometido de comprobar que en el caso los jueces “inferiores” han respetado el contenido que constitucionalmente corresponde con necesidad a cada derecho.

9. Puesto que los fundamentos de ese neoconstitucionalismo, por las razones expuestas en los puntos anteriores, son metafísicos y se apoyan en una doctrina ética de corte objetivista y cognitivista, en las decisiones correspondientes de los tribunales, y muy en particular de los tribunales constitucionales, hay un fuerte desplazamiento de la argumentación y de sus reglas básicas. Dicha argumentación adquiere tintes pretendidamente demostrativos, puesto que no se trata de justificar opciones discrecionales, sino de mostrar que se plasma en la decisión la respuesta que la constitución axiológica prescribe para el caso. Con ello, la argumentación constitucional se tiñe de metafísica y toma visos fuertemente esotéricos.

10. El neoconstitucionalismo, en consecuencia, posee tres componentes filosóficos muy rotundos. En lo ontológico, el objetivismo derivado de afirmar que por debajo de los puros enunciados constitucionales, con sus ambigüedades y su vaguedad, con sus márgenes de indeterminación semántica, sintáctica y hasta pragmática, existe un orden constitucional de valores, un sistema moral constitucional, bien preciso y dirimente. En lo epistemológico, el cognitivismo resultante de afirmar que las soluciones precisas y necesarias que de ese orden axiológico constitucional se desprenden pueden ser conocidas y consecuentemente aplicadas por los jueces. En lo político y social, el elitismo de pensar que sólo los jueces o prioritariamente los jueces, y en especial los tribunales constitucionales, están plenamente capacitados para captar ese orden axiológico constitucional y lo que exactamente dicta para cada caso, razón por la que poseen los jueces el privilegio político de poder enmendar al legislador excepcionando la ley y justificando en el caso concreto la decisión contra legem, que será decisión pro constitutione, por cuanto que es decisión basada en algún valor constitucional.


El neoconstitucionalismo en América Latina: enigmas de la sociología del conocimiento jurídico.
Con el neoconstitucionalismo suceden algunos fenómenos que, bajo el prisma de una cierta sociología del conocimiento jurídico, resultan en verdad llamativos. Uno de ellos es la sintonía neoconstitucionalista entre teóricos de orientación ideológica aparentemente opuesta, fuertemente conservadores y tradicionalistas unos y altamente progresistas y deseosos de cambios sociales los otros. ¿Qué puede explicar que de tan hondas discrepancias políticas y morales salga un acuerdo tan intenso respecto a la esencia axiológica, moral, de la Constitución, respecto a la prioridad de esos valores constitucionales sobre los resultados de la soberanía popular o de la justicia “objetiva” sobre la política democrática?

En mi opinión, se trata de una tregua y de un desplazamiento del campo en el que ha de darse la batalla definitiva. Unos y otros se remiten a los jueces y confían en hacer valor sus valores y su sistema moral por medio de la judicatura y a base de controlar y manejar a quienes integren los más altos tribunales. Yo estoy de acuerdo con usted en que lo que ha de dirimir el conflicto que nos ocupa no es ni la letra de la ley ni la de la Constitución, en lo que tengan de claras, y tampoco la pura e inevitable discrecionalidad judicial en lo que haya de indeterminado en textos constitucionales y legales, sino que han de hallar los jueces la respuesta única y objetivamente correcta a la luz de los valores superiores de la Constitución y de los más excelsos principios constitucionales; pero..., voy a luchar para nombrar yo a esos jueces o para que sean de mi cuerda.

Al neoconstitucionalista le suelen ocurrir dos cosas que para un “observador externo” y algo escéptico resultan bien llamativas. Una, que pese a su confianza en valores y principios constitucionales y en la “fuerza de irradiación” de la Constitución material, nunca desdeña la ocasión para luchar por los nombramientos de magistrados afines para las cortes constitucionales o los tribunales superiores. Diríase que esa Constitución moral, armónica y objetiva, que con tango rigor y certeza aporta para cada caso las soluciones indubitadamente correctas o de peso más claro a tenor de la debida ponderación, en realidad le habla nada más y sólo le muestra el camino debido al magistrado bien escogido, al de nuestro bando o de nuestro partido. Ese neoconstitucionalista que desdeña la política legislativa y que descree de que de las deliberaciones sociales puedan seguirse leyes que encierren una mínima justicia o que no desmerezcan de los ideales constitucionales, se lanza con pasión a la política judicial, diserta y conspira para que los magistrados de las últimas cortes sean unos u otros, en la convicción de que sólo una exigente política de nombramientos de jueces podrá servir para que la Constitución, con sus valores y principios, hable por sí misma y haga verdad el plan social de justicia y beatitud que encierra. ¿Por sí misma? Al parecer, la Constitución habla por sí misma, pero no a través de cualquiera: hace falta una especial cualificación política del médium. Por lo que se ve, los derechos pesan lo que pesan en cada caso, pero para ponderarlos no vale la báscula de cualquiera. La Constitución es muy precisa, pero muy suya.

La otra peculiaridad de los neoconstitucionalistas es que no suelen dudar de que su moral personal coincide, al menos en lo fundamental, con la moral objetiva que a la Constitución da su razón de ser y su aliento y que las cortes constitucionales y la judicatura en general ha de hacer valer en cada caso y ocasión. No recuerdo haber oído nunca a un neoconstitucionalista afirmar una cosa como esta: “discrepo de esa sentencia porque mi lectura o mi ponderación de los valores o principios constitucionales en juego es diversa de la del tribunal, pero reconozco que la del tribunal también puede ser correcta”; o como ésta: “yo había ponderado, pero mi ponderación era errónea y, sin duda, es más acertada la que con mayor precisión o mejor método ha llevado a cabo el tribunal en su sentencia”. No, su razonamiento acostumbra a ser de este otro tenor: “obviamente, el tribunal ha errado al ponderar o al calcular el alcance de la moral constitucional para el caso, y cualquier observador imparcial colocado en mi lugar llegaría a la misma conclusión que yo mismo: el tribunal se equivocó por no pensar como el observador imparcial y como yo mismo”. A ese juego pícaro entre observadores imparciales y parciales se le suele llamar constructivismo ético en estos tiempos de gatos pardos. El neoconstitucionalista nunca, por definición, hace ponderaciones constitucionales erróneas; las erróneas son, si acaso, las de los tribunales o los colegas que no coincidan con las suyas.

Otro fenómeno que en sede de sociología del conocimiento jurídico merecería un análisis detenido es el siguiente: el neoconstitucionalismo ha encontrado en muchos países de Latinoamérica su recepción más entusiasta en las universidades más elitistas y caras, en las que suelen estudiar los vástagos de las clases económica, política y socialmente dominantes. No será ésta regla son excepción, pero sí tendencia que como hipótesis lanzo para su examen y, si es el caso, refutación: cuanto más cara y exclusiva una universidad, tanto más y con mayor empeño se darán sus constitucionalistas al neoconstitucionalismo y a la lectura moral de la Constitución y de sus derechos. ¿Por qué ocurrirá tal cosa?

Puede que buena parte de las peculiares circunstancias que acabamos de reseñar halle su explicación en lo que podríamos denominar elitismo populista: las élites académicas, sociales y jurídicas mantienen su preeminencia y su control sobre los resortes básicos del sistema jurídico a base de adueñarse de la interpretación constitucional y de aparentar que en la Constitución se encuentra el cimiento para la construcción de una sociedad al fin justa y equitativa, sociedad justa y equitativa que ellos, expertos en principios y valores y armados con las herramientas de la más exquisita dogmática constitucional -a ser posible adquirida en el extranjero-, al fin van a traer al país y a los más menesterosos de sus conciudadanos. También podríamos hablar del complejo académico-judicial: la judicatura se nutre, en lo personal y en lo doctrinal, desde la academia; en la academia, a su vez, tienen su mejor voz y su mayor influencia esas universidades de las élites económicas y políticas; y los profesores que ocupan la vanguardia doctrinal del constitucionalismo son aquellos que se legitiman con títulos extranjeros y terminologías importadas. Todo ello para explicar y hacer valer que la revolución definitiva que conducirá a la implantación plena del Estado social de Derecho en países plagados de miseria, infestados de desigualdades hirientes y hasta desangrados por las violencias de todo tipo, será una revolución pacífica que se hará desde arriba y gracias al humanismo y las luces de lo más selecto de la sociedad y la academia.

Entiéndaseme, no es que me parezca mal que el profesorado más granado de las universidades más costosas pretenda implantar la justicia social y los derechos de tercera y cuarta generación a golpe de principios y sentencias; bien al contrario, me parece de lo más loable y estimulante. Lo que se me hace raro es que no lo consiga, pese a que en sus aulas y bajo su magisterio se forman los grupos rectores y las clases dominantes. Quizá es culpa de los viejos y rancios positivistas que quedan en alguna universidad más popular, más barata y, en consecuencia, menos comprometida con la liberación de los oprimidos.

¿Tergiversar la historia del pensamiento jurídico?

Ese mensaje “liberador” que el neoconstitucionalismo criollo lanza en muchos países latinoamericanos adolece, a mi modo de ver, de varios desajustes graves. Por una parte, da una última vuelta de tuerca a la tergiversación de la historia jurídica y jurídico-doctrinal de los países; por otra, deja en la sombra la historia misma de la imposición del Estado de Derecho democrático y social en aquellos países en los que ha llegado a cierta realidad tangible, como en algunos europeos. Repasemos sucintamente estos dos extremos, siempre con ánimo polémico y en espera de bien fundadas refutaciones.

La historia suele narrarse así en la literatura neoconstitucionalista al uso: el predominio de un férreo y autoritario positivismo jurídico ha mantenido a las naciones y los pueblos de Latinoamérica atados a las viejas estructuras de poder y privados de los derechos políticos y sociales que prometen las constituciones modernas. El fetichismo de la ley no habría dejado a los tribunales captar la potencia liberadora de los principios supremos de la moral jurídica; la obnubilación de los legisladores habría sido cortapisa para que los jueces dieran rienda suelta a su compromiso con el pueblo y sus necesidades básicas; el adoctrinamiento positivista en las facultades de Derecho habría mantenido a las sucesivas generaciones de juristas en la alienación y sin tomar conciencia del papel de vanguardia que en la nueva revolución jurídica les estaba reservado. Porque no se pierda de vista que, a diferencia de lo que creían Marx y los marxistas de antaño, ahora la vanguardia de los cambios sociales han de ser los juristas y el motor de la historia el Derecho, en particular el constitucional. A falta de proletarios con conciencia de clase, profesores que hayan leído a Dworkin; a falta de masas movilizadas, cortes constitucionales con buenos principios.

Se trata de hermosos mitos, pero mitos al cabo y, como tales, poco respetuosos con la verdad de los hechos y con el acontecer histórico realmente habido. Ni siquiera hace mucha falta insistir en lo poco que de autoritario y lo mucho que de comprometido con la democracia y los derechos fundamentales tuvieron los grandes teóricos del positivismo jurídico del siglo XX, como Kensen, Hart o Bobbio. Tampoco cambia ese diagnóstico si en la lista incluimos el positivismo jurídico “realista” o empirista de los nórdicos europeos, como Alf Ross, o de los norteamericanos. Igualmente, casi no merece la pena insistir en el dato histórico indiscutible de que quienes forjaron la leyenda de que el positivismo jurídico era responsable de los desmanes de dictaduras como la nacionalsocialista fueron antiguos nacionalsocialistas furibundos, como Karl Larenz o Theodor Maunz, que jamás fueron ni positivistas ni demócratas sinceros ni partidarios convencidos de los derechos fundamentales, salvo en sus versiones más elitistas, clasistas, discriminatorias y clericales. No hace falta ir tan lejos porque basta recordar la propia historia jurídica e ideológica de esos países americanos -y de España-en los que una y otra vez el poder dictatorial o más autoritario ha justificado sus desatinos no mediante apelaciones al valor de la ley legitimada en la soberanía popular, no en un legalismo con fuerte carga procedimental y garantista, no en la seguridad jurídica y la tolerancia de las ideas diversas, sino exactamente en lo contrario: en un principialismo iusnaturalista, en la inescindible unión entre Derecho y moral (verdadera), en la negación de la discrecionalidad judicial y en la fe en únicas respuestas correctas halladas en los estratos hondísimos de la ética jurídica, en justicias rancias y dignidades pretéritas.

Si hablamos de España, no fue el positivismo la doctrina oficial en los cuarenta años de oprobiosa dictadura de Franco, sino que en las universidades fueron los pocos positivistas perseguidos con saña y en los tribunales se dio todo el privilegio a tomistas y defensores cerriles de la ley eterna. No se confunda, por favor, el llamado legalismo positivista con el culto a la ley eterna que se difundió desde las facultades de Derecho bajo todas las dictaduras fascistas, a uno y otro lado del Océano Atlántico. No fue el respeto a los dictados legislativos ni a la letra de la ley lo que hizo a los altos tribunales una y otra vez comulgar con ruedas de molino, dar por buenas, justas, legítimas y perfectamente jurídicas las torturas, la pérdida de garantías procesales, la vulneración de las libertades primeras o el mantenimiento de la mayor parte de la población en la indigencia y el miedo; al contrario, todo ello se justificó desde los sacrosantos principios y valores jurídicos que los dictadores ponían en sus constituciones y leyes fundamentales o que los jueces del régimen encontraban en ellas a base de sofisticada hermeneusis y derroches de “prudencia”, “frónesis” y “razón práctica”.

¿Acaso no es eso lo que por ejemplo, para el caso argentino, muestra con meridiana claridad Alejandro Carrió en su magnífico libro La Corte Suprema y su independencia[4]? Lo que la Corte Suprema argentina hizo fue aplicar un principialismo de libro, ligar moral y Derecho del modo que más interesaba al poder en cada momento establecido y dar por legítimo y constitucional, matiz arriba o matiz abajo, cada uno de los golpes militares habidos en aquel país, incluidos los más sangrientos, y no precisamente porque las medidas tomadas por los golpistas fueran acordes con la letra del texto constitucional; bien al contrario: se las hizo siempre compaginar con los principios de fondo y los valores esenciales de la Constitución. ¿Es ésa la gran ventaja del principialismo y de la moralización del Derecho frente a la rigidez y la poca cintura que los positivistas muestran cada vez que algún poder quiere pasarse el texto de la constitución por el arco de sus intereses o sus obsesiones?

En suma, no hay un solo régimen dictatorial o autoritario del siglo XX en el que haya imperado el supuesto culto positivista a la legalidad o se haya proclamado como divisa la separación conceptual entre Derecho moral o la tesis de las fuentes sociales del Derecho. Exactamente ha ocurrido siempre al revés, ha sido el iusmoralismo, en cualquiera de sus versiones, el que ha proporcionado el respaldo teórico y la inspiración práctica al desmán político y al abuso jurídico de sátrapas y dictadores. No estoy afirmando con esto, en modo alguno, que todo iusmoralismo sea dictatorial y fascistoide, sino que la tesis que sostengo y que someto a contrastación histórica es exactamente esta: no ha habido en los países de nuestro ámbito cultural dictadura que no se quisiera y se proclamara antipositivista y iusmoralista.

Un último detalle en este punto. Justamente porque las constituciones y los textos legales de aquellas dictaduras o muy deficientes democracias estaban atestadas de valores, principios y todo tipo de declaraciones para la galería axiológica, los creadores de la doctrina del uso alternativo del Derecho proponían, en su tiempo, que los jueces demócratas hicieran un uso “alternativo” de ese tipo de cláusulas, interpretándolas contra los intereses del respectivo régimen y al servicio de la democracia y de los derechos de las capas populares de la población. Cuando las cosas fueron a mejor, aquellos profesores y jueces “alternativistas” se hicieron garantistas y se hartaron de advertir contra los riesgos autoritarios del iusmoralismo judicialista. Y ahora lo que apreciamos es cómo un cierto neoconstitucionalismo se está convirtiendo en la patente de corso para que poderes populistas y nada transparentes hagan un uso alternativo de las constituciones y las leyes, esta vez en perjuicio de la democracia y en pro del autoritarismo. Porque todo autoritarismo se justifica retóricamente con la promesa de que traerá la justicia social y la democracia más auténtica; en eso no es distinto Chávez de Franco, pongamos por caso y por no mencionar a otros.

¿Se puede construir un Estado de Derecho democrático y social a puro golpe de Constitución o hace falta algo más?

Llegamos de esta forma a la otra cuestión, la de si el Derecho o la Constitución obran milagros. Pues milagroso sería que pudiera transformarse un país de cabo a rabo con sólo llenar el texto constitucional de moralina, de valores colocados de tres en fondo, de principios y directrices, de promesas de amor eterno y de proclamaciones de buenos deseos y certeros métodos de ponderación. Se esté de acuerdo o en desacuerdo teórico con las tesis neoconstitucionalistas, se impone una precisión adicional: el neoconstitucionalismo no significa lo mismo en sus lugares de nacimiento, como Alemania o Italia, que en la mayor parte de América Latina. En Europa es culminación, más o menos afortunada, de toda una evolución del Estado, la sociedad y las constituciones; en América Latina es, por lo común, puro escarnio, subterfugio interesado, falsa conciencia y fuente de nuevas manipulaciones de los de siempre sobre los de siempre.

Algunas de las ideas que están en los orígenes de lo que llegaría a llamarse neoconstitucionalismo se explican por el miedo de sus autores y de su tiempo a las reformas sociales y a la ruptura del orden moral, político y social establecido, no por afanes progresistas y liberadores. Ideas que son parte hoy del mapa conceptual neoconstitucionalista, como la de que la Constitución es, en su fondo, un orden objetivo de valores, o la de que los principios constitucionales tienen efecto de irradiación (Austrahlungswirkung), provienen de los años sesenta en Alemania, de autores tan marcadamente conservadores como G. Dürig y de jueces tan obviamente conservadores como los que entonces ocupaban el Bundesverfassungsgericht. Cierto que se venía de las abominaciones del nacionalsocialismo, pero es rigurosamente falso que se pretendiera antes que nada dejar atrás la radical inmoralidad de su sistema jurídico a base de religar el Derecho y la moral en el nivel mismo de la Constitución. Es rigurosamente falso porque aquellos constitucionalistas, como Dürig y como Maunz, y la mayor parte de aquellos jueces, como Weinkauff, habían sido nazis militantes y convencidos o habían luchado en el frente y en los foros a favor del nazismo, y jamás pidieron perdón por ello ni proclamaron temor ninguno de que el nazismo pudiera retornar amparado en la legalidad. No, lo que les preocupaba eran las revoluciones izquierdistas, el marxismo y las reformas sociales que pusieran en cuestión el muy conservador orden de aquella democracia cristiana gobernante. Baste pensar, si queremos referirnos al Bundesverfassungsgericht, en la lamentable sentencia de la Berufsverbot. La Constitución como orden objetivo de valores, sí, pero el orden y los valores de aquella clase política y jurídica manchada de sangre, que no había pagado por sus complicidades hitlerianas y que no quería más democracia que la “cristiana” ni más reforma que la que permitiera perpetuar su dominio clerical e inmovilista.

Por otra parte, y dando un salto en el tiempo y en los caracteres, cuando Alexy o Zagrebelsky, aparte de otras coincidencias[5], escriben sobre la crisis terminal del positivismo, sobre la impregnación ética de las constituciones, sobre la esencia axiológica de las mismas, sobre la peculiaridad ontológica y estructural de los principios constitucionales en cuanto normas jurídicas, sobre la ponderación como método para hallar la respuesta objetivamente correcta en los casos de conflicto entre derechos fundamentales, lo hacen al final de una historia, en países en los que previamente han ocurrido ciertas cosas a lo largo de décadas y hasta siglos. Es decir, no escriben en Estados semifrustrados o semifallidos, ni en Estados en los que no hayan tenido su eco, aunque sea tardío, las llamadas revoluciones liberales, ni en Estados en los que no esté presente esa estructura jurídico-institucional y ese modelo de legitimación formal o procedimental que, según el análisis clásico de Weber, es definitoria del Estado moderno.

Precisemos un poco más. Que el neoconstitucionalismo principialista justifique mediante principios y valores constitucionales decisiones contra legem, inaplicaciones puntuales de la ley que venga al caso, se podrá ver con más o menos simpatía, pero es lujo que cabe permitirse en países en los que existe y está bien asentada una cultura de la legalidad. Cuando la legalidad es la regla en el comportamiento de la Administración y en las sentencias de los jueces, la excepción puede asumirse y hasta justificarse, precisamente por ser excepción. Cuando en los llamados países desarrollados la loable eficacia inmediata de ciertos derechos sociales se quiere conseguir a golpe de sentencia y sin dar demasiada importancia a la política social por vía legal, seguramente pierden los propios derechos sociales, pero no sufren gravemente los derechos de otro tipo, comenzando por los de libertad y siguiendo por los derechos políticos. En cambio, allí donde las libertades no están mínimamente asentadas y reconocidas y donde los ciudadanos carecen todavía de cauces reales y viables para el ejercicio de sus derechos políticos más básicos, para el ejercicio de la democracia y la realización de la soberanía popular, en suma, los derechos sociales instrumentalizados por jueces jaleados por profesores suelen ser la excusa perfecta para dejar en menos aún las libertades individuales y la democracia deliberativa. Ver a Chaves y a algunos imitadores alardeando de constituciones llenas de principios, valores y ponderaciones y asesorados por pobres diablos europeos que se dicen constitucionalistas y que van de país en país cual mercenarios de saldo y profetas afásicos de la buena nueva constitucional, mientras que esos mismos gobernantes cierran periódicos que se les oponen o reprimen a periodistas o simples ciudadanos que los critican, debería hacer reflexionar a más de un neoconstitucionalista precipitado y superficial.

La historia del Estado moderno puede ciertamente explicarse en clave de valores morales, vinculando su legitimidad a su capacidad para cumplir determinadas funciones relacionadas con valores tenidos por supremos en la época moderna. El Estado moderno nace como Estado absoluto y, ya sea por la vía de la doctrina de la soberanía de Bodino o por la del contrato social de Hobbes, se le pide que ponga fin a las guerras civiles y que brinde a sus ciudadanos, aún súbditos, garantía de su vida y su integridad física. Que el terror pueda venir de ese mismo Estado que ya monopoliza la violencia y que se quiere legítimo nada más que por tal monopolio, es temor que se confirma y que dio pie a una nueva exigencia: que, además de mantener la paz, el Estado vele por la libertad de todos y cada uno de sus habitantes; tanta libertad como sea posible en igualdad y, por tanto, libertad a través de la igualdad ante la ley. El Estado legítimo ya será Estado domesticado mediante la sumisión del gobernante a Derecho. Nace así, por obra de la concepción del individuo y del poder legítimo de filósofos como Kant o Locke, el Estado de Derecho, como Estado que es soberano pero que ya no se confunde con la persona del gobernante, pues éste ya no es soberano: soberana es la ley, y la ley la hace el pueblo. Rousseau da otra vuelta de tuerca. Llegados a este punto, ya no habrá Estado legítimo si no asegura la vida y la integridad física a sus ciudadanos, pero también la libertad mayor posible para todos, y también el igual derecho de todos a participar en las decisiones que establezcan los contenidos de las leyes que a todos han de obligar. Vida e integridad física, derechos de libertad, igualdad ante la ley y derechos políticos, ésos son los contenidos mínimos del Estado de Derecho, que ya tendrá que ser Estado constitucional y democrático. Esos valores y esos fundamentos de legitimidad no los inventa ni los descubre el neoconstitucionalismo hace cuatro días, sino que están en los genes mismos del pensamiento político de la modernidad.

Llegarán luego Marx y el marxismo, los pensadores socialistas y el sindicalismo obrero y quedará en evidencia una laguna y bastante engaño: toda esa libertad y toda esa igualdad puramente formal o ante la ley son perfectamente compatibles con la más radical explotación de unas personas por otras, y hasta la facilitan, disfrazando de igual lo desigual, otorgando estatuto jurídico idéntico a los socialmente dispares, aparentando que tienen el mismo poder de consentir y decidir los que en los hechos lo tienen completamente diverso. De esas luchas saldrán nuevas condiciones para el Estado de Derecho legítimo: ha de ser también Estado social y, mediante políticas necesariamente redistributivas de la riqueza e igualadoras de las oportunidades, han de asegurar a todos y cada uno de sus ciudadanos la satisfacción al menos mínima de las necesidades más básicas: sanidad, educación, vivienda...

Esa suma de objetivos y de conquistas jurídico-políticas y constitucionales llegó a ser realidad en algunos países del mundo, en unos pocos solamente, por desgracia: en buena parte de Europa y en América del Norte. En esos mismos Estados quedarán, pues, energías liberadas y espacio simbólico y social para nuevas reivindicaciones, y alcanzará pleno sentido y posibilidad la lucha por nuevas generaciones de derechos, ahora sobre todo derechos colectivos, como los medioambientales. En ese marco histórico, social, político, económico y jurídico, ni Dworkin ni Alexy ni Zagrebelsky desentonan lo más mínimo. En Bolivia tal vez sí, o en Perú. En ese marco el neoconstitucionalismo representa un cierto intento para mejorar caso por caso la justicia de las decisiones, allí donde en general la ley es eficaz y efectiva como medio para lograr altos estándares de justicia social, donde nadie -o casi- se muere de hambre, donde el crimen aún es noticia de primera página, donde el analfabetismos se ha erradicado. No se entienda que estoy contando una historia de buenos y malos, sino de suertes y desgracias: ha habido países, los llamados del primer mundo, que han tenido una enorme fortuna[6], simplemente eso; no es mérito moral ni merecimiento de otro tipo.

La secuencia antes relatada posiblemente no es casual. Para que exista Estado social seguramente hay que comenzar por construir antes que nada un auténtico Estado. Alexy o Dworkin sin Max Weber cojean. Para que la irrenunciable igualdad de oportunidades no sea cruel caricatura, han de estar previamente aseguradas las libertades individuales, como maravillosamente nos enseñó Isaiah Berlin, pues a qué vamos a poder aspirar si no se nos permite ni hablar u opinar siquiera. Para que tenga pleno sentido ponderar entre libertades en litigio en este o aquel caso, ha de haber sido previamente la ley general capaz de asegurar la vida de todos y la esclavitud de ninguno. Y así sucesivamente.

Que los de la Europa Central o del Norte se cansen de la democracia o acaben abominando de la ley general y abstracta y de su ceguera, es más que comprensible y tal vez sirva para dar impulso a nuevos modelos de Estado legítimo que, sin negar los logros anteriores, nos hagan más felices. Que para esa aventura vuelvan los profesores a echarse en brazos de iusnaturalismos y objetividades morales y dejen entre paréntesis ese culto a la ley legítima que se dice propia del positivismo, pero que ha sido seña de identidad de toda una cultura del Estado de Derecho, también se puede entender y hasta mirar con simpatía. Pero que sean países como Ecuador los que renuncien a lo que propiamente jamás tuvieron, por desgracia, los que confíen en mesías y profetas, los que desprecien la legalidad y piensen que las reformas sociales más justas y necesarias van a llegar desde el poder y por concesión graciosa de presidentes o altos tribunales, da miedo y algo de lástima, si se me permite la expresión.

Si yo fuera ecuatoriano, querría una Constitución tan moderna como discreta, con más garantías reales que declamaciones importadas e impostadas. Si yo fuera ecuatoriano, querría un sistema jurídico que a mí y a todos mis conciudadanos nos asegurara la libertad en igualdad y sentirnos dueños de los destinos individuales y colectivos, dueños por nosotros mismos y sin paternalismo ajeno, dueños porque el sistema jurídico nos asegura que nadie nos maltratará arbitraria e impunemente, porque el sistema jurídico nos asegura que podemos adquirir los elementos de juicio y la cultura para deliberar en democracia, porque el sistema jurídico nos asegura que no se nos puede ni castigar ni premiar por criticar al poder establecido ni por alabarlo, porque el sistema jurídico nos asegura que los jueces defienden antes que nada a los ciudadanos frente al poder y no al poder frente a los ciudadanos. Si yo fuera ecuatoriano, en suma, soñaría con que pronto yo o mis hijos pudiéramos vivir como suecos o como daneses sin renunciar a ser ecuatorianos y sin tener que irnos a Suecia o Dinamarca; y sin rendir pleitesía a ningún poder ni tener que dar las gracias a nadie más que a nuestro esfuerzo colectivo y en libertad. Si yo fuera ecuatoriano, simpatizaría con aquellos teóricos del Derecho y de la Constitución que quisieran darme voz en libertad en lugar de regalarle, sin control, mi representación a presidentes, jueces o cualesquiera otros caprichosos ponderadores de principios.

Si yo fuera ecuatoriano, estaría ciertamente esperanzado, pues, en medio de tantas dificultades y tantos malos ejemplos propios y ajenos, vería que en mi país existen abogados íntegros que defienden, aun con riesgo propio, las causas más justas de la libertad y la igualdad; que existen juristas capaces y formados que cuando hablan del Derecho y la Constitución no buscan subterfugios para hacer valer su personal moral o sus particulares intereses, sino el interés general y el bien del pueblo libre; que existen profesores que cuando explican el Derecho y la Constitución a sus estudiantes buscan y fomentan el diálogo entre las doctrinas, la ilustración por la vía del conocimiento auténtico y el ejercicio de la única libertad en el debate amistoso, pues no otra cosa es la vida académica sino debate en libertad y entre los que saben y los que quieren aprender. Si yo fuera ecuatoriano, vería con optimismo mi futuro y el de mi país porque existen abogados, juristas y profesores como el doctor Jorge Zavala Egas. Sus estudiantes son su semilla, su obra el testimonio y el fruto de todos será la libertad en igualdad.


León (España), 30 de abril de 2010.
[1] Miguel Carbonell, Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2010.
[2] Cfr. Juan Antonio García Amado, “Sobre el neoconstitucionalismo y sus precursores”, F. Mantilla Espinosa (ed.), Controversias constitucionales, Bogotá, Editorial Universidad del Rosario, 2008, pp. 24ss; “Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas. Acotaciones a Dworkin y Alexy”, en Miguel Carbonell, Leonardo García Jaramillo (eds.), El canon neoconstitucional, cit., pp. 369ss.
[3] En consecuencia, podríamos decir que una doctrina merecerá tanto más el nombre de neoconstitucionalista cuanto más se acerque a este modelo, es decir, cuantas más de esas notas definitorias contenga.
[4] Alejandro Carrió (con la colaboración de Alberto F. Garay), La Corte Suprema y su independencia, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996.
[5] Como la muy intensa -y absolutamente respetable- religiosidad de ambos.
[6] O que se han aprovechado perversamente de otros, si se prefiere ver así.

26 agosto, 2010

Caritativos

Como ésta es una entrada de ésas que acabarán costándome unos cachetes virtuales, para quitarle hierro empezaré relatando un par de anécdotas que en algo se relacionen con lo que hemos de tratar, aunque sea por los pelos.


Una tiene que ver con caridades y amor al prójimo según y cómo. Había en mi antigua universidad un catedrático muy beato al que mis compañeros y yo veíamos cada día salir disparado a misa de una. En una ocasión, a la vuelta y espiritualmente reconfortado, nos explicó que él ya nunca daba limosnas a los pobres callejeros, ni siquiera a los que la pedían a la puerta de la iglesia en la que se gestionaba la placita en el Paraíso, pues tales óbolos no desgravaban para el impuesto sobre la renta y eso le parecía una injusticia insufrible. Así que, si usted anda a malas con el fisco, que se jodan los pobres. Dele al legislador una patada en el culo de su prójimo más menesteroso.


La otra historieta tiene más enjundia y algo que ver también con lo que hoy me ocupa aquí. Discúlpenme que no la narre por extenso, pues llevaría su tiempo y nos distraería más de lo conveniente. Por esos azares de la vida, hace bastantes años y en uno de mis muchos viajes a Colombia, me vi metido en una aventura muy curiosa. Un variado grupo de amigos de allá me invitó a pasar una velada en un hotelito a la orilla de un lago, en las estribaciones de una zona selvática atestada de guerrilleros, por cierto. Decían que era un paraje mágico y que la laguna de marras tenía extraños poderes y sorprendentes efectos, pero ése es otro cuento. Resultó que entre la concurrencia que aquella noche surrealista charló y bebió hasta la extenuación había un espía jesuita. Sí, tal cual, pero déjenme que me explaye un poco más. Se estaba saliendo de la orden y acababa de volver del Magreb. Hablaba árabe con soltura y tenía la cultura extensa y variada que es propia de las huestes del de Loyola. Me explicó, entre trago y trago de uno de aquellos rones portentosos, que había pasado unos cinco años dando vueltas por Argelia, Marruecos y otros países de la zona, enviado por los mandos de su orden para infiltrarse en los ambientes del islamismo, ver qué se cocía e informar correspondientemente a la autoridad eclesiástica. Fue mi primera noticia de que la Iglesia combinara el espionaje con sus pías obras y su apostolado tan idealista. Me quedé pensando cuántos misioneros serán agentes dobles o se lo montarán en plan James Bond con hisopo.


Bueno, pues toda esa introducción es para decir que, por regla general y con las excepciones que correspondan, que serán unas cuantas, las ONGs me caen mal y a los cooperantes y demás personal que en ellas o para ellas laboran los tengo por unos plastas y unos cretinos. Hala, ya lo solté. Ahora me partirá un rayo, no sé si divino o secular, religioso o civil; pero me partirá, ya verán.


Por si sirve de algo –que no creo-, volveré a repetir aquí que apoquino regularmente para tres o cuatro ONGs de las que no me parecen malas, y que no lo hago para desgravar, no. Y que sé que hay gentes en esas organizaciones que se juega el pellejo por pura filantropía y que dan los mejor de sí mismas para servir a quienes sufren y pasan calamidades. Sin la más mínima duda. Igual que misioneros y misioneras tiene la Iglesia que cumplen similar papel y con méritos semejantes, lo que tampoco me sirve para que la institución eclesiástica, como tal, me haga particular gracia o me merezca juicios muy amables.

¿Por qué me pasará eso con las ONGs? Pues no sé, se lo preguntaré a mi psicoanalista. Pero creo que algo influye lo poco que me gusta la gente uniformada y, además, algunas experiencias adicionales, que, modestamente, he vivido en carne propia o cercana. Por ejemplo, recuerdo los horrores que un queridísimo amigo me contaba cuando, hace los años que es de suponer, hacía su servicio social sustitutorio en una ONG pacifista y veía y comprobaba de modo fehaciente cómo sus directivos en aquella ciudad se embolsaban la pasta por el morro. Lo denunció, sí, y le sirvió para que lo echaran a acabar la prestación en otra parte. Estaba untado hasta el maestro armero. Yo mismo conocí también a una compañera profesora que, disfrazada de cooperante y habiéndose aupado a la dirección intermedia de una ONG con curioso nombre, se pegaba en Latinoamérica unos veraneos de la madre que la parió, y luego volvía presumiendo de bronceado y ciscándose en lo sucios que eran los pobres de por allá, a los que sólo había visto en sus barrios un día y sin bajar se del lujoso 4x4 en el que la habían paseado. Lo cuento como ella lo contaba, poco más o menos.


Por lo que se va viendo, en este país nuestro hay más ONGs que pelos me quedan a mí en la cabeza; o, mejor dicho, que me quedaban a mis veinticinco primaveras. Te enteras cuando los secuestran. Que si Barcelona Solidaria, que si Aranjuez Mon Amour, que si Amigos del Atún en Escabeche, que si Onanistas Mundi… La monda. ¿Me parece mal la cosa en sí? No, en absoluto. ¿Aplico alguna presunción negativa a tales grupos o a sus miembros –se dice miembros, socios o qué carajo se dice? No es mi intención, créanme. ¿Entonces de qué diantre protesto, puesto que parece que protesto? Pues de lo siguiente:


a) De que las ONGs manejen dinero público y lo gestionen con criterio privado, poco más o menos como les sale de la punta de las chanclas y con mínimos controles que me parece que no son más que controles aparentes. Si una organización caritativa de la Iglesia mete en Tegucigalpa el dinero que voluntariamente han puesto para tal fin los de la parroquia tal o los del coro de misa, no tengo nada que objetar. Pero con mis impuestos y los de mis conciudadanos no quiero más gestión que la del Estado y al Estado lo quiero transparente a mis pies. Ni 0,7 ni hostias, que cada palo aguante su vela. Que nuestro Estado dedique el 1, el 2 o el 3 por ciento a ayuda al desarrollo y a atención al tercer mundo y al cuarto me parece de maravilla, cuanto más mejor y ahí estoy dispuesto a votar al partido que más generosidad prometa. Pero para gestionarlo, Derecho público, personal seleccionado con arreglo al principio de mérito y capacidad y estricta rendición de cuentas para todo zurrigurri. Por cierto, quiero en mi declaración de la renta la correspondiente casilla para que ningún porcentaje, ni mínimo, de mis impuestos vaya ni a la Iglesia ni a las ONGs. ¿Está claro? Ya daré yo a las que me dé la gana, si me da la gana.


¿Qué la burocracia estatal es menos eficaz que la iniciativa privada? ¿Ah, sí? ¿Desde cuándo usamos los progresistas ese argumento neoliberal y capitalistoide? ¿Vale solamente para la ayuda al desarrollo y tal o lo aplicamos también a las cárceles, los centros de acogida juvenil o las universidades y lo privatizamos todo al grito de abajo los gobiernos y viva lo no gubernamental? ¿Y después de privatizarlo y decir que en la gestión no meten la nariz los gobiernos, pedimos pasta del presupuesto del Estado? Muy bonito. Hay alguna ONG, de la que soy socio –insisto: ¿se dice así?- y que no acepta dineros públicos. Debería cundir ese ejemplo.


b) No seamos ingenuos. Es posible que una ONG que se dedique a montar fábricas de conserva de pescado en El Salvador vaya nada más que a lo suyo y esté a lo que hay que estar, sin interferencias raras ni invasiones extraterrestres. Ay, pero ¿cómo será una ONG que trabaja en tierra de infieles islamistas? Uno, ¿cuántos espías de aquí y de allá –y a lo mejor hasta de los jesuitas- se infiltrarán ahí fingiéndose barceloneses solidarios u orensanos con audífono? Dos, ¿de dónde saldrá ese dinero o buena parte de él? En fin, dejémoslo así, pero párese usted a pensar sin mucho prejuicio, y luego dígame siu opinión sincera. Yo apuesto mi ojo malo a que de cada diez cooperantes que se van para allá uno es de la CIA, otro del KGB, dos del Mosad, tres de la TIA y otro de nuestro servicio de inteligencia, que será el que secuestren o polculicen a la primera de cambio, seguro.


c) Y, a propósito de secuestro y para acabar de defecarla, con perdón: me parece mal que se paguen rescates. Mejor dicho, que la ONG respectiva ponga dinero para rescatar a los suyos, que organice colectas y sentadas o que mande para allá veinte vírgenes para un sultán –repárese en que no he dicho mujeres vírgenes y que pueden ser, por tanto, vírgenos también; no me vengan con ésas ahora y para despistar- me parece de perlas. Yo mismo, si me piden, pongo un billete, lo juro. Pero el Estado quietecito con la pasta, puesto que la organización es no gubernamental. Y, sobre todo, por el mal ejemplo. Porque vamos a ver, si ahora va ETA y secuestra a un brigada y a un subteniente de la guardia civil y, para liberarlos, exige al Estado veinte kilos de euros y la libertad de un par de presos con larga condena, ¿debe el Estado ceder, pagar y soltar? ¿Y si los talibanes secuestran en Afganistán a un par de soldados de los que están allá muriendo a tiros aunque Afganistán no esté en guerra y tales secuestradores demandan dinero y toda la cosecha de Rioja del 2010? ¿Tragamos? ¿No? ¿Y por qué, sin embargo, hay que tragar cuando el secuestrado es tripulante de un atunero o cooperante? Oiga, ¿y si fuera una monja?


Me dirán: pero es que los guardias civiles y militares (¿y las monjas?) ya saben a lo que se dedican o lo que su oficio implica. Vale, pero entonces, ¿los civiles que van en caravana por el desierto mauritano cantando “Viga la gente” son gilipollas o qué? ¿Ésos no actúan a propio riesgo? ¿O son inimputables?


Y tengo un argumento más, ya metidos en gastos. El argumento de que hay que respetar el Derecho internacional, afirmación que hago mía y que siempre me pareció sinceramente progresista. Me explico. Si el secuestro fuera dentro de este país, diría todo quisque que no se puede permitir que los malandrines hagan escarnio de la ley, comenzando por la penal y penitenciaria, y que, por tanto, nada de concederles lo que piden. Vale, me parece bien. Y eso sin contar con el problema de crear precedentes que alimenten secuestros nuevos. Pero, ¿acaso el secuestro fuera de España no vulnera norma jurídica ninguna? Mucho internacionalismo de pacotilla, mucho cosmopolitismo postizo, y, a la hora de la verdad, aplaudimos al gobierno y a la oposición que se comportan como auténticos paletos y que actúan como si desconocieran que sí hay Derecho más allá de Villamelones.


Por supuesto que humanamente me alegro de que hayan vuelto sanos y salvos esos dos secuestrados que quedaban, naturalmente que entiendo a sus familias y a sus amigos. Yo estoy hablando de normas y políticas, no de sentimientos ni cánticos. Porque si se trata de que nos amemos unos a otros y de que nos demos gusto y de que la inteligencia emocional desplace a Weber y Maquiavelo de una, yo, que tengo la sensibilidad a flor de piel y cada ocurrencia que no veas, me pido que una ministra de buen ver me haga un homenaje corporal. ¡No te jode! O que Zapatero me barra la casa, que con esto del verano y tanto ajetreo, la tenemos hecha unos zorros. ¡Yo también tengo sentimiento, rediós, aunque no me hayan secuestrado!


Y, por si algún cretino me suelta eso de que qué diría yo si el secuestrado fuera hijo mío. Pues clamaría para que Maritere pagara rescates o se pusiera en huesuda pompa, lo que sea, pero no se me debería hacer caso, pues estaría comprensiblemente trastornado. También he dicho mil veces que si un criminal asesina alevosamente a un hijo mío, yo desearía con todas mis fuerzas matar con mis propias manos a ese hijoputa, pero no por eso me dedico a pedir –ni pediría- que en España se instaure la pena de muerte o que se torture a los homicidas. Porque cada cosa es lo que es y sólo los queridos conciudadanos que no han pasado de la fase anal de su desarrollo moral piensan que las instituciones públicas existen para jugar a médicos y enfermeras y para darle a cada cual su puto caprichito.

25 agosto, 2010

Los cautivos liberados. Por Francisco Sosa Wagner

Todos nos alegramos mucho por la liberación de los españoles que habían sido secuestrados por unos delincuentes en esos lejanos territorios donde los dioses abandonan a los hombres a su suerte.

Pero la verdad ¿qué quieren que les diga? Prefiero el comportamiento de los misioneros clásicos, de aquellos jesuitas, cartujos o dominicos que tomaban el camino de África para adoctrinar con el catecismo del padre Astete o del padre Ripalda y además enseñaban a leer a los chiquillos. El día en que la despensa del jefe de la tribu flojeaba en vituallas, los nativos acudían a la misión y de ella sacaban al pobre misionero que iba derechito a la cazuela. Ya podía desgañitarse pidiendo socorro: su destino estaba sellado. Cocido, aderezado con las más aromáticas especias de la selva, se serviría bien calentito, troceado y repartidos sus cuartos conforme al rango de los comensales. Que estos frailes conocían el posible destino de sus muslos era evidente y, sin embargo, allá se iban con sus par de conocimientos teológicos, convencidos de que iban a salvar almas que, de lo contrario, serían huéspedes eternas del Maligno.

Preferiría yo también que, en lugar de los ministros de asuntos exteriores, que tantos desaguisados suelen causar en el (des) concierto internacional, encomendáramos la liberación de las personas apresadas a la “Orden de la Santísima Trinidad y de la Redención de Cautivos”, fundada allá en los amenes del siglo XII y que tan fecundos frutos han rendido a la humanidad. Por de pronto a los españoles consiguieron devolvernos a Miguel de Cervantes -¡ahí es nada!- quien, si logró escribir la obra por la que somos conocidos en el mundo, es por la mediación de los padres trinitarios que se fueron a Argel a sacarlo de las garras de sus captores, justo cuando el escritor estaba metido en un barco -que no era un crucero de lujo- rumbo a Constantinopla, atado con grilletes muy molestos por lo lacerantes. Porque la verdad es que el muy insensato se había intentado escapar varias veces de una forma bastante chapucera. Ello hizo que sus dueños no se fiaran un pelo de sus mañas y por eso lo cargaron de cadenas para tratar de sofrenar sus ansias de librarse del mahometano y volver al más familiar mundo cristiano.

Al final fueron los padres trinitarios quienes, sin alharacas aunque con la bolsa llena, se lo trajeron para acá asegurándonos de esta forma tan eficaz la gloria literaria perpetua.

Y prefiero por último la forma en que Belmonte libera a su novia Costanza y con ella a Pedrillo y a la inglesa Blonde en “el rapto del serrallo”, la filigrana operística de Mozart. Belmonte no llama en su auxilio a los servicios diplomáticos ni enreda con idas y venidas ni llamadas con el móvil, Belmonte se va por esos mundos, henchido de ternura, en busca de su amada que se halla cautiva en el exótico mundo oriental. Llega al palacio del Pachá Selim y allí tiene que habérselas con el tosco y rudo Osmin que le ignora y se burla de él, de un noble cristiano. Pero él sigue perseverante, canta maravillosamente arias que ponen la carne de gallina, trenza una serie de tretas con Pedrillo y, por medio de ellas, consigue ser nombrado arquitecto del Pachá. Con todo, tiene dificultades para acceder al palacio porque Osmin recela de Belmonte. Preparan la fuga pero en el último momento fracasa y entonces aparece el Pachá quien se entera de que Belmonte es el hijo de su peor enemigo crisitiano y es la ocasión que Osmin utiliza para aconsejar que les dé tratamiento de alfanje pero el Pachá se emociona al ver el espectáculo del amor y les perdona a todos: Belmonte se va con su Costanza y Pedrillo con su Blonde. Triunfa la benevolencia de un Pachá que muestra así la máxima generosidad. Hay que tener en cuenta que, en la época de Mozart, ya el turco había dejado de entretenerse asediando Viena de vez en cuando.

Dígame quien me haya leído: toda esta emoción religiosa y lírica ¿se ve hoy por alguna parte?

24 agosto, 2010

Fuego

Acabo de leer, con mayúscula sorpresa, que existen especialistas en incendios subterráneos. Cómo hemos podido tantos aguantar sin consultarlos. Quién sabe qué habría sido de nuestra vida si muchas veces les hubiéramos pedido una cita, si nos hubieran dado su consejo para evitar quemazones y brasas, íntimas fumarolas, chispazos que prendieron para quedarse y que nos fueron desgastando hasta dejarnos así como estamos, armazón desnudo, puro hueso, nostálgico rescoldo.
Puede que con la ayuda de expertos tales nos hubiésemos labrado una vida convencional, ignífuga, llevada con la lentitud de los bueyes, que diría aquel poeta, comida en frío, regada siempre por la prudencia y el contar hasta cien una y mil veces, como un castigo preventivo. Pero no, nos enteramos ahora, cuando ya no hay traje de amianto moral que pueda protegernos porque la carne se hizo yesca de tanto arriesgarse, porque en el arrebato tuvimos combustible y cualquier belleza ajena o cualquier pasión de otros o el más mínimo resquicio de vida circundante nos ponía la llama y ardíamos y quemábamos y ahora es tarde para decirse, engañándose, que pasó la vida como un río y esculpió cañones hermosos en la roca o pulió un destino rodado como canto. No, queda únicamente lo que queda cuando todo ha ardido y se han marchado los pájaros y las plantas expiraron y las piedras no pueden todavía tocarse, tan ardientes.
Ya no tiene qué hacer aquí ese bombero subterráneo, psicoanalista de fuegos fatuos, porque por dentro no podemos apagarnos a estas alturas y lo que se ve por fuera todavía puede derrumbarse con el toque más leve y volverse cenizas que el viento extiende como polen y que han de germinar en incendios nuevos y quién saber si hasta ajenos. Que no se nos acerque quien viene a apagarnos, que busque entre los justos y los píos y los nada más que tibios y los timoratos y los leves, donde no ha de faltarle tajo; porque a nosotros, perdidos, aún nos sobrevuela una ansiedad en llama y aún hemos de arrasar con tanta vida que nos escuece y que nos desorienta como el humo. Y luego, al fin, que quemen nuestros restos para que nadie diga.

23 agosto, 2010

Diez razones para veranear en León

(Esto acabo de mandarlo para mi columnilla semanal en El Mundo de León. Digo yo que no se lo tomará a mal el personal, aunque también estoy seguro de que no saldrá en la próxima campaña oficial de promoción turística de la zona)
Para veranear en León, al menos un rato, o para darse una vuelta en cualquier época del año. Vamos con ellas.
1) Por supuesto, la catedral, San Isidoro y San Marcos. Tres épocas, la más alta expresión de tres estilos, regalos para los ojos y para el alma que nos dejarán de piedra. 2) El fresquito de las noches. Aquí se puede dormir en verano y ninguna pereza nocturna se justifica por los calores o los sudores. 3) La gente, tan noble como recia y que no le cambia la cara ni el trato ni le da coba porque usted sea turista. 4) Las autoridades municipales, que hasta en verano le ponen obras en la calle para que se sienta como en su ciudad, talmente como en su casa en noviembre. 5) El habla y el hablar, pues venga usted de donde venga, se encontrará los rótulos en castellano y le responderán en la lengua de Cervantes, que es la común del Estado, más o menos. Eso sí, percibirá las peculiaridades del laísmo y el leísmo, que también tienen su gracia. 6) Los paisajes, que en esta provincia son variados como en pocas, con verdes y montañas y amarillos y llanuras y pardos y páramos y azules... 7) El mar, que está a tiro de piedra, en Gijón, mar que los leoneses consideran también suyo y no les falta razón, pues los domingos lo llenan. 8) La comida y la bebida, cómo no. La cecina es un secreto para virtuosos del placer, el congrio parece cultivo de tierra adentro, los puerros nos dan gusto a la chita callando, el vino se hace memorable sin darse importancia, el orujo se destila con discreta maña... 9) La literatura, ya que León tiene la mejor cosecha de narradores, ensayistas y poetas. Fíjense: Mateo Díez, Aparicio, Merino, Trapiello(s), Llamazares, Pereira, Guerra Garrido, Sosa, E. Santiago, M. Torres, Colinas, Mestre, Gamoneda... Y los que se me estarán pasando ahora mismo y me costarán un tirón de orejas. Conste, además, que el orden de esa lista es perfectamente aleatorio. Inmejorable biblioteca para leer una vida entera y perderse en historias y protagonistas universales de aquí mismo. 10) También es tierra en la que se crió algún otro personaje y cabe curiosear y preguntarse cómo es posible, cielo santo, cómo es posible. Pero nadie aquí tiene la culpa de eso, de verdad que no.

21 agosto, 2010

Estrasburgo, la frontera inconsútil. Por Francisco Sosa Wagner

(Publicado hoy en El Mundo)
Las ciudades-frontera ofrecen un encanto especial nimbadas como están por un delicioso atractivo para muchos espíritus. A veces pienso que la construcción de Europa, benéfica por tantos conceptos, puede producir el perjuicio colateral de difuminar en buena medida a la ciudad-frontera, pues las libertades de movimientos, introducidas por tanta Directiva y tanto Reglamento, les pueden asestar una puñalada en el corazón mismo de su identidad. Cuando hablo de ciudades-frontera me refiero, claro es, a esas ciudades a caballo entre dos países, con un barrio en Francia y otro en Alemania, con el barbero en Austria y el librero en Eslovaquia, con un tranvía que nace en una calle verdadera y católica y muere en una plaza apócrifa y luterana, con la esposa en la austera Bélgica y la amante en la delicuescente Holanda…
Dígase de verdad: ¿es que había, en este continente, algo más enigmático y bello, más fino y emotivo que una ciudad-frontera? Unas ciudades que son, por su naturaleza imprecisa, ciudades ambiguas, ciudades equívocas, de una rica y donosa vaguedad. Las ciudades-frontera han sido las ciudades hermafroditas del ancho tejido urbano europeo.
Y adviértase que han tenido en sus destinos inscrita la responsabilidad histórica del más alto porte que se puede concebir: nada menos que propiciar el encuentro de los pueblos, la mezcla de los linajes, la confusión de los vinos, el intercambio de las lenguas y -lo que es más importante- de las recetas de cocina, el compadreo entre las religiones… Eran las ciudades en las que más fácilmente se vivía la relatividad de tanta ley sacrosanta, de tanto lugar común y de tanto prejuicio asumidos como certezas inconcusas, ciudades que, calladamente y sin alharaca, han apeado mucha majadería de mucho falso pedestal. Lo que era verdad en una calle se hacía herejía en la contigua. Todo ello las convertía en lugares benditos, en tierras de Promisión, y han prestado a su atmósfera esa tibia incredulidad que nos hace a todos más ricos y beneméritos, más generosos y compasivos.
Estrasburgo es una de esas ciudades, allá en la medianera de Francia y Alemania, tan hermosa y por tanto tan codiciada. Su arquitectura es testimonio del dominio de unos y de otros pero como todos los que por allí han pasado se han propuesto contentar a Estrasburgo, como a la bella amante que es, han dejado testimonios magníficos de sus esfuerzos en una piedra a veces rosácea que cobra en esa tierra una dignidad fatigada pero siempre renovada.
Si nos preguntamos cuál es el origen de esta actitud tan abierta de Estrasburgo, forzosamente hemos de dar con una explicación clara: allí vivió Gutenberg y esa es la razón por la que floreció una destacada industria de la impresión de libros ya en el siglo XVI. Vemos a un alemán -Gutenberg había nacido en Maguncia- poniendo una semilla especialmente fértil en esta tierra. Y de los libros -¿quién puede negarlo?- nace la curiosidad intelectual y con ella la duda fructuosa, el abandono del sectarismo seco y el corte de mangas a los dogmas con los que los curas de todos los credos pretenden secar las esponjas de nuestras entendederas libres.
Por eso en Estrasburgo, en cuanto supieron de las tesis colgadas en la puerta del palacio de la Iglesia de Wittenberg por un tal Martin Lutero, prende la mecha de la Reforma. Y la ciudad se hará protestante… sin dejar se ser católica (y judía, por cierto, también). Algún momento hubo -a finales del siglo XVI- en el que se desencadena la guerra de los canónigos que culmina con la elección de dos obispos que convivían en el gobierno de la catedral. Mayor miscelánea no cabe.
Donde más se percibe el trabajo de síntesis que esta ciudad hace para mantener su autoridad en la geografía física es en la gastronomía. A ella sería posible dedicarle largas reflexiones pero nos hemos de contentar tan sólo con una: en Estrasburgo, capital de la Alsacia, se prepara y se consume uno de los mejores foie gras de toda Francia y con esto ya estamos poniendo el listón de este producto en cumbres muy elevadas. Fue el mariscal de Contades -al que hoy se dedica un hermoso parque en la ciudad- quien lo introdujo allá en el siglo XVII. Pero es que, paralelamente, la repostería está tocada del espíritu alado de los grandes dulces del mundo germánico, de sus espectaculares tartas, que ostentan tonos y colores de lujo al ser frescos, sedosos, jaspeados, transparentes, carnosos… Pura lujuria. Pues una tarta veteada en chocolate es una de las obras más amenas que el ingenio humano ha concebido.
Es decir, lo mejor de Francia y lo mejor de Alemania, trenzados en una alianza fecunda y hospitalaria. Manjares que son el principio y el fin de una gran pitanza y que sirven para demostrar, en el sacrosanto altar de la mesa, que Estrasburgo tiene vocación larga de pasarela entre dos culturas que, a fuerza de mirarse con recelo, se acaban amando y entrelazando con una tierna fuerza expresiva. Y creando una lírica propia, la lírica gastronómica, compendio del entendimiento entre los pueblos.
A todo ello hay que añadir la calidad de los vinos alsacianos que son también, sobre todo en sus variedades procedentes de las uvas Riesling y Gewürztraminer, de una suavidad tenue, afinada, como un rondó del Mozart que pasó fugazmente por la ciudad. Cuando se toman en una terraza y los rayos del sol los acarician desde lo alto es como si acertaran a meter en ellos un pincel pleno de amarillos pletóricos y musicales. De nuevo vemos al alsaciano extrayendo de las entrañas de la tierra alemana sus secretos más codiciados para poder ofrecer él una gran bebida propia.
No es raro que todo esto haya ocurrido. Porque esta ciudad ha sabido hermanar los nutrientes franceses y alemanes en una síntesis fascinante, lo que suele ocurrir en muchos lugares que son paso para caminantes, trajinantes, soldados, mercaderes y frailes, pues Estrasburgo -no lo olvidemos- significa literalmente burgo del camino.
En esa estructura deliciosamente inútil que fue el Sacro Imperio Romano Germánico, con sus electores barbados y sus suculentas meretrices, Estrasburgo fue ciudad libre hasta que, a partir de la Guerra de los 30 Años y, más concretamente, desde el reinado de Luis XIV, la cultura francesa se va introduciendo con paso quedo pero con determinación. El testimonio en piedra más solemne y en pie de esa nueva impronta histórica es el palacio Rohan, lugar desde el que sus majestades, los muy absolutos monarcas, contemplaron fiestas fastuosas de aguas y fuegos en sus visitas a la ciudad. Hoy alberga varios museos.
Y la huella francesa más popular está representada por el hecho de que La Marsellesa, que acabaría siendo el himno de la patria, nace precisamente cuando el alcalde de Estrasburgo encarga a Rouget de Lisle una canción que embraveciera a la soldadesca y la alentara en el fragor del campo de batalla. Estábamos en los tiempos posteriores a la gran Revolución, en 1792, cuando las armas francesas -en plena euforia rebelde- apuntaban al corazón lánguido y estabilizado de Austria.
Los rastros alemanes se conservan en la muy elegante plaza de la República con el edificio que fue Palacio imperial, el Teatro y la Biblioteca. Y allá, al fondo, la Universidad, creada en la época de dominio prusiano y en la que enseñaron eminencias germanas llenas de ardor patrio. Todo es puro y exacerbado wilhelminismo, fundamental, aplastante, poderoso …
Por la ciudad pasa el Rin, tan ancho y ambicioso que parecería un gigante esforzado en separar culturas. Pero este río, al que al fin y al cabo se le conoce como el padre Rin, hace tiempo que se limita a acoger un concurrido tráfico comercial. Hoy ha abandonado cualquier designio de separación y ha abrazado a sus hijos -que son sus orillas- construyendo un parque -el de las Dos Riberas, Jardin des deux rives, Garten der zwei Ufer- que permite pasar a los ciudadanos de Francia a Alemania por un puente peatonal. Se han abatido definitivamente las fronteras pero yo espero que el espíritu hermafrodita siga anidando en este generoso enclave europeo donde han puesto su rúbrica dos inmensas culturas.

19 agosto, 2010

Pequeñas reflexiones pascuales (desde la isla correspondiente)

Estos días en el quinto pino han dado para meditar un poco sobre las sociedades, los pueblos y sus equívocas circunstancias. Y, si se quiere, también sobre las gracias de la vida actual. Estoy en el aeropuerto de la isla esperando que llegue la hora de embarcar y volar las cinco horas que separan de Santiago de Chile. Será cosa de las rutas aéreas, pero el viaje de vuelta dura una hora menos que el de ida. Mientras conectaba el ordenador ha venido a sentarse a mi lado el joven cuya foto, de espaldas y con el pañuelo palestino, saqué aquí hace tres días. Sonrío pensando que el mundo es un pañuelo normal y corriente y que el buen hombre no sospecha que este que tiene al lado lo está lanzando al ciberespacio como si tal cosa. Habla euskera con su compañero de viaje, el cual lleva una camiseta que pone “Egunkaria libre”. Están en su derecho en todo, repito. Y seguramente se habrán identificado con bastantes cosas aquí, por lo que voy a contar. Sufren tanto los pueblos sometidos...

Ayer fuimos al mercado artesanal en Hanga Roa, la mínima ciudad única que existe aquí y que propiamente no es ciudad, sino un camino asfaltado con unas pocas tiendas y algunos restaurantes en sus márgenes. Andábamos buscando unas camisetas y esas cosas que se mercan para regalos y recuerdos y, al pararnos en uno de los puestos, la señora que allí vendía nos preguntó si éramos españoles y, al saber que sí, nos felicitó efusivamente por la victoria en el Mundial de fútbol, explayándose sobre que España lo merecía y que su marido había saltado de contento al acabar el partido de la final. Qué cosas. Me sentí obligado a mostrarme simpático y le respondí que sentíamos mucho que nuestra (?) selección hubiera tenido que dejar a la de Chile en el camino. Se puso seria y replicó: “Pues no lo sientan, a mí la selección de Chile me da igual, y por el momento la selección de Rapa Nui no juega esas competiciones”. Como se sabe, Rapa Nui es como llaman los nativos la isla.

¿Deberían estas tierras ser un Estado independiente? No lo sé. Además, no me importa. Pero resulta curioso meditar un rato al hilo de este caso. Disculpen que comience con unas brevísimas pinceladas de esa historia local que se narra a los visitantes en cada excursión aquí. Hasta el siglo IX de nuestra era esta tierra estaba perfectamente deshabitada, ningún humano había puesto el pie en ella, que se sepa. Téngase en cuenta que se halla a miles de kilómetros de cualquier otro lugar que los hombres hayan ocupado, es la isla más aislada del mundo. Parece que los científicos de diversas disciplinas, y en particular los lingüistas, ya han demostrado de sobra que los primeros colonizadores venían de alguna isla de la Polinesia, tal vez las Islas Marquesas, a unos tres mil kilómetros. Eran grandes navegantes y salieron unos pocos, se cree, a buscar tierras nuevas. Fueros sus descendientes en esta parte los que desarrollaron esa peculiar cultura que levantaba los moais, las grandes estatuas de piedra en homenaje a los poderosos que iban muriendo. Las esculpían en roca volcánica valiéndose de otras piedras más duras, como la obsidiana. No tenían metales. En realidad, vivieron en la edad de piedra hasta hace tal vez un par de siglos. Ellos no lo contarían así, pero es lo que hay.

En seis o siete siglos acabaron con el ecosistema. La madre tierra y todo eso, ya saben; pues a tomar por el saco la madre tierra. Por obra de la superpoblación y del empeño en construir moais cada vez más tremendos, que trasladaban sobre troncos y troncos desde las canteras hasta la orilla del mar, donde los ponían sobre grandes plataformas y mirando hacia adentro de la isla. La superpoblación y la sobreexplotación de los recursos naturales provocaron hambrunas y guerras. El grupo dominante fue eliminado y el pueblo desesperado tumbó los moais. Había terminado una tradición y tenía que nacer otra. En adelante, quién gobernaba de año en año se decidía mediante la prueba del hombre pájaro. El candidato o, generalmente, su representante, tenían que bajar por el acantilado al que daba un poblado ceremonial y debían nadar hasta un islote, a unos dos kilómetros, donde anidaba un ave marina migratoria. Aquí abajo pongo una foto del islote de marras. El que recogía el primer huevo y volvía con él gobernaba, o gobernaba su representado. En las aguas había tiburones que se comían a algunos de los que nadaban con las heridas que se habían hecho en el acantilado. Los contendientes también podían matarse entre ellos. Había que volver el primero con el huevo del ave, nada más que eso. Racional como la vida misma.

Con permiso de los románticos, esos y así son los añorados pueblos originarios. Ni comunión con el ecosistema ni exquisita solidaridad dentro del grupo ni gaitas. Violencia, irracionalidad, dominación brutal, supersticiones. Mucho de tal queda aún hoy aquí y allá, cierto, pero eso no santifica ningún pasado de nadie, sólo nos hace brutos herederos de la brutalidad ancestral. Puercos animales, eso somos sí y, sobre todo, éramos.

Como animales eran los que fueron al fin llegando, o la mayoría. Primero, el día de Pascua de 1722, un capitán holandés arribó con su barco y le puso a la isla el nombre que conserva, alusivo a la fecha. Anotó lo interesante y se fue con viento fresco. Unos setenta años después fue un marino español el que declaró española la isla y la llamó Isla de San Carlos, en homenaje al monarca español. Pero esto está lejísimos y no volvieron por allí los nuestros. Así que a fines del XIX son los chilenos los que hacen un pacto más o menos taimado con el cacique local y se convierten en soberanos de ese territorio. Antes, habían pasado los mercaderes de esclavos llevándose unos miles de hombres para trabajar en algunas islas de Perú. Con toda esa gente entraron también las enfermedades desconocidas, que diezmaron la población. En algún momento llegará a haber sólo ciento once nativos donde en tiempos hubo unos cuantos miles. Para colmo, los chilenos conceden permiso para que se instale un empresario ovejero y los dulces animalitos eliminan cuanta planta quedaba, hasta el último vestigio de vegetación. Durante ese tiempo, la reducida población es mantenida dentro de alambradas y sin permiso para pescar. Anticipo de los campos de concentración. Miseria y muerte. En 1964, sí, 1964, estalla el escándalo en el Parlamento de Chile por las condiciones de vida de estos isleños. Sólo entonces comienzan a tener una vida que se pueda llamar civilizada.

Muchos de estos pocos, al parecer, quieren la independencia. No se me alcanza qué destino puede tener este lugar con Estado propio. Sólo se me ocurre que podría convertirse en nuevo paraíso fiscal y pirata, tipo Islas Caimán y similares, aunque no sé si en estos tiempos ya sería posible. La pesca no es muy abundante ni se les ve con una flota presentable o gran destreza, las tierras son pésimas, pues hace cuatro días, como quien dice, que la deforestación y las ovejas dejaron esto convertido en un desierto de rocas y barro. Viven aquí unas cuatro mil personas, de las que sólo la mitad, aproximadamente, se considera descendiente de aquellos que estaban antaño. Hablan su lengua propia, que les permite entenderse sin problemas, al parecer, con los de Tahití. ¿Qué significaría que fueran un Estado independiente? No sé. En realidad, tampoco me importa, pues la cuestión de interés es la de con qué títulos pueden reclamar esa condición. Ante mi escepticismo, más de cuatro se mesarán sus ralos cabellos y replicarán que menos títulos tendrá Chile para mantenerlos bajo su dominio. También es verdad, una cosa no quita la otra. Y no la quita porque el fondo de todo Estado es tan absurdo como el de cualquier otro.

Si esta buena gente no hubiera recibido todavía la visita de nadie de fuera, seguiría en taparrabos y eligiendo a sus jefes en la ceremonia del hombre pájaro. No habría metales ni conocerían más animal terrestre que las gallinas. La noción de autodeterminación de los pueblos les llegó de la mano de los otros, de los mismos que trajeron las ovejas, las enfermedades y el dinero en billetes. Pero la autodeterminación se reclama en nombre de aquella otra cultura primigenia. El concepto vino en los mismos barcos que la viruela o las ratas, y ahora arriba también en las maletas de muchos turistas. He visto a algún señor y alguna señora emocionadísimos por la magia de las narraciones y la “autenticidad” de los isleños que nos sacaban los dólares y nos manoseaban en las danzas. Luego se quitaban las pinturas de la cara y se iban a ver la tele esos guerreros primitivos e incontaminados. No digo que está mal ni bien que se quieran autodeterminados, y por mí como si ellos o mis asturianos reclaman una parcela en el paraíso terrenal o una porción de maná con frambuesas. Yo no soy creyente. Sin metafísicas y mitos no hay sociedad que se mantenga. Antes era el hombre pájaro, v.gr., y hoy es la soberanía. De lo uno y lo otro sabemos bastante en Europa, y en España más.

Por las noches preparan en tres o cuatro locales espectáculos para turistas. Dicen que se trata de eventos culturales y cobran bien. La cultura hay que pagarla. En algunos se puede cenar y luego se contemplan las danzas originarias. ¿Originarias? Son más bien Los 40 Principales de Tahití. Yo preferiría un recital con viejas canciones de Violeta Parra, pero la cultura autóctona es la cultura autóctona. Aquí no había escritura apenas y unas pocas inscripciones no han podido interpretarse, nadie sabe ya leerlas. Se transmitieron oralmente algunas historias y unos cuantos mitos. Se conservan más que nada porque las fueron anotando a lo largo del siglo XX los investigadores que venían de fuera. Al ver a los danzantes en tales espectáculos, sobrecoge la expresión fiera que ponen en sus caras; tanto como sobrecoge saber que esta buena gente no ganó jamás una batalla ni venció a ningún invasor. La reciedumbre de sus ritos parece más bien compensación para tanto sufrir y tan forzada y larga sumisión a ganaderos, esclavistas, burócratas...

De lo que estoy seguro es de que el deseo de desprenderse de Chile nace del turismo, pues de tanto contar como gestas y leyendas lo que no fue más que salvajismo de los antiguos de dentro y dependencia de los modernos de fuera, los de aquí acaban creyéndose ese pueblo indómito cargado de tradiciones e inflado de derechos internacionales. En los mercadillos de artesanía local la artesanía no es local. No hay casi nada local aquí. Collares de conchas, sí, pero aquí no existen moluscos. Camisetas, pero no hay industria textil, ni de ninguna otra, y seguramente la tela y la confección son tan chinas como las que llevan los bordados de cualquier otra nación sin Estado o con Estado. La música es como la de la Polinesia, pero tocada con guitarras y tambores que seguramente se compran en Chile. Si uno se descuida, y aunque no son especialmente abusones, le colocan una pieza de madera de un árbol mítico de la isla..., que está extinguido.

Han pasado unas horas y sigo con este texto. Lo termino en el avión que nos devuelve a Santiago. A un lado del pasillo, hablan su idioma dos “rapa-nuis” que seguramente viajan a la metrópoli a hacer la compra del mes o del trimestre o a ventilar algún negocio. Al otro lado, y son coincidencias, los dos jóvenes vascos siguen comentando en la lengua suya, aunque los tacos los sueltan en castellano. Y bien está, carajo, que cada uno hable como quiera mientras volamos en un moderno avión en el que la azafata nos da, en inglés y español, la bienvenida a los viajeros de la Alianza Oneworld. Si Rapa Nui fuera Estado en toda regla, también se leería ese mensaje en la lengua de la isla. Es posible que, aquí y allá, sólo se trate de eso. Pero para eso no merece la pena ponerse ni muy latosos ni muy estupendos, francamente.

18 agosto, 2010

Isla de Pascua. Las fotos inevitables y las otras

¿Acaso se pensaban, queridos amigos, que se iban a librar de las fotos? Ahí van unas cuantas, y mañana, o cuando haya algo de tiempo, escribo alguna cosilla, pues hay aquí para contar y pensar. Nos vamos hoy de la isla, pero aquí dejo unas pocas imágenes divididas en dos grupos: lo de siempre, que son los moais, y lo que no suele verse, que es una sociedad pintoresca. Mañana, si acaso, pongo unos pocos paisajes impresionantes.

LO MÁS CONOCIDO:




























LA OTRA CARA DE LA ISLA: