Hoy el tema va de confesiones e íntimos devaneos. Me he hecho la pregunta del título y no veo muy clara la respuesta, pero buscaré más luz explayándome con usted, amigo lector.
Es verdad lo que digo, me noto alienado y encorsetado, casi inseguro, en mis clases ordinarias en la facultad. Es una sensación que se ha ido fraguando de poco para acá. Para poner la dolencia en sus adecuados términos, debo agregar rápidamente dos matices. El primero, que siempre, hasta hace una temporadilla, me he sentido un docente vocacional y disfrutaba mucho esa labor; tanto, que las horas en ella me pasaban volando y a menudo me daba pena que se acabara la sesión del día. Fue así desde el principio, desde novato y cuando todavía llevaba las lecciones prendidas con alfileres. Ahora resulta que, cuando ha transcurrido tiempo de sobra para que uno ya domine mucho mejor lo que tiene que explicar, hay una luz que se apaga, un ánimo que decae. ¿Por qué?
El matiz segundo es que eso no me sucede cuando he de dar clases en otras partes, ante otros auditorios estudiantiles, sean del grado que sean. Varias veces al año dicto cursos en universidades latinoamericanas (en esas ando estos días, precisamente), amén de en otros foros de allá, y siempre renace el gusto y retorna el disfrute. Así que tal parece que el problema lo tengo aquí. ¿Por qué?
La hipótesis que se me ocurre es que se han modificado dos factores: la actitud –real o presunta- de los estudiantes y el patrón institucional. Vamos con ellos.
Todo profesor y cualquier orador sabe cuánto condicionan los auditorios, cómo las actitudes de los que están enfrente son las que influyen bastante para que uno se sienta mejor o peor. Siempre ha sido así y cada nuevo curso se percibe enseguida si esa particular convivencia va a ser grata o pesada. Cada grupo humano adquiere su particular carácter, tiene su impronta, desprende una especie de aroma distinto. En todo grupo hay de todo, por supuesto, pero muy pronto se capta cuál es el estilo dominante, el patrón que impera. Pues bien, con los altibajos de rigor (hace cuatro años me topé con un grupo absolutamente magnífico y alentador), esta temporada me invade la sensación de que me dirijo a alienígenas.
Entiéndase lo que digo y véase que para nada deseo ser faltón o desconsiderado. Siempre hay unas cuantas personas que con su manera de estar te estimulan y con la mirada de esos acabas quedándote para todo el curso. Lo que quiero decir al usar la imagen de los alienígenas es que a la gran mayoría de los presentes se les nota como idos y perplejos, como si, recién descendidos de la nave espacial, anduvieran todavía preguntándose qué hacen unos marcianos como ellos en un aula como esa y ante un profesor así. Y permítanme que les confiese inmodestamente que me tengo por docente bastante claro y escasamente aburrido. Pero el tema no es el de si tal o cual profesor les gusta o les produce grima por su estilo o su método, no; la clave está en un paso previo: no saben bien por qué han ido a dar con su body allí ni le encuentran el intríngulis a lo que en el lugar se hace. Es como si, de pronto, a mí me ponen en una asamblea de fanáticos del macramé y me dicen que debo aprender algo de lo que en tal lugar se diserta y, para colmo, asimilar unas competencias y unas habilidades de tan peculiar arte. Pues me quedo con cara de estupefacción, como ellos.
¿Y antes no era así? Habría de todo, como ahora, pero hablamos de tendencias y predominios. Antes no era tan así. No porque el estudiante de hace alguna(s) década(s) fuera por sí más capaz; hasta podemos poner entre paréntesis el viejo debate sobre si ahora llegan a la universidad los alumnos con menor preparación básica. Seguramente sí, pero dan ganas de desmentir ese dogma cuando uno lee lo que redactan o cómo hablan o qué cultura tienen algunos colegas ya talluditos que no son precisamente de la LOGSE. Me parece que lo que se ha modificado son las maneras de estar y las presunciones aplicadas. Veamos.
Hace un tiempo a la universidad se iba, por lo común, con un propósito de legítimo medro social. Se entendía como una transacción: a cambio de un esfuerzo intenso que me van a exigir, recibiré el visto bueno y el pasaporte para llegar a oficios y posiciones que no están al alcance de todos. Que no deben estar al alcance de todos, se creía, incluso, cuando no éramos tan imbécilmente igualitaristas en lo secundario para que siga camuflándose la desigualdad que importa, que es la de oportunidades reales. Algunos, bastantes, hasta aterrizábamos en la universidad huyendo de algo que nos perseguía y que nos alcanzaría si no nos andábamos listos: el arado, como en mi caso, el andamio, la mina…, la miseria o el duro trabajo físico.
El estado del bienestar mal entendido ha hecho mella y esa ecuación se ha descompuesto. Suele afirmarse, nuevo dogma en mano, que los estudiantes ya no valoran el esfuerzo ni son aptos para él. Es una verdad a medias, ya que es la sociedad misma la que no lo toma muy en cuenta. Son preferibles el pelotazo, la bonoloto, la jugada de ventajista, la especulación, el tocomocho, la soez desvergüenza, la prostitución mediática o de la otra. Ah, o jugar bien al fútbol. La mayor parte de los muchachos que uno se tropieza en las aulas son y se sienten futbolistas fracasados. Si la lección versara sobre los muslos de Sergio Ramos, sí pondrían atención y les vendría el estímulo. Pero vaya usted a contarles cosas sobre leyes y decretos. Para qué. ¿Lo qué?
Han aparecido en la universidad porque las familias no se perdonan no tener hijos con título universitario. No ha habido opción. Algunos intentaron resistir esa presión a base de suspender en el bachillerato (o como carajo se llame), pero los aprobaron. En los institutos y colegios (y más los de pago) no pueden permitirse las frustraciones familiares y, además, les pueden partir la cara los amantísimos progenitores. ¡Niet!
Así que, primero, les falta razón y aliciente para atender al profesor. Total, es probable que este también los apruebe al fin, como los del insti.
Y luego está lo de las presunciones aplicadas. En tiempos, al profesor se le veía igualmente rarito, quizá, pero se le presumía sabio y competente. Hoy no solamente no se valora el especial saber de nadie (salvo el saber jugar al fútbol, el saber cantar y el saber colocarse bien las tetas), sino que se tiene por excentricidad grave el entusiasmarse con teorías, textos o ensayos de laboratorio. Qué pesadez. Pero no sólo es que ya no se conceda ni un ápice de crédito al docente y sus maneras, es que la propia docencia se organiza deliberadamente para que el profesor no haga ostentación de su palmito intelectual ni acompleje al estudiante más burro. Es mejor que los temas los preparen los estudiantes mismos, que los debatan en grupo y los presenten cambiándose de asiento o yo qué sé, con el profesor tomando nota de que están todos. El profesor, un amigo, simplemente. Un colega. El que organiza las charletas. Aquí un amigo, aquí un estudiante. Encantados todos. Los estudiantes más maduros y más capaces ya empiezan a escandalizarse de ver a tanto enseñante haciendo el gilipollas con jueguecitos y posturas. Preferirían que les soltara una buena clase magistral a pelo y les contara cosas que a ellos no se les ocurren cuando trabajan de a cuatro o de tres en fondo. Pero no se lleva. Lo más probable es que el profe tampoco pueda hacerlo sin leer en la pantalla o en el libro lo que va exponiendo. Los que sí podían se van jubilando y los que quedan están preparando la memoria de algún proyecto o evaluando el de otros. No resta tiempo para nada.
¿Y las instituciones académicas qué hacen? Poner trabas a su propio personal, a fin de que pierda el tiempo lo más posible y no le quede de tal para preparar y hacer bien lo que debe, la docencia y la investigación. Homos cambiado de un extremo a otro, ambos viciosos. Hasta no hace mucho al profesor se le daba tanto tiempo y tal libertad, que acabó lo suyo en impunidad descarada. El que quería entregarse a sus experimentos y sus monografías podía hacerlo alegremente, y lo mismo a la docencia esmerada; pero al que prefería holgar con recochineo nada se le reprochaba oficialmente. Ahora sucede que a todo el que asoma sus narices por una facultad se le tiene ocupado con mil patrañas estériles, con la reunionitis y con el papeleo, de manera que si algo estudia, será en su casa, y si no repite cada profesor en sus clases lo que de joven aprendió, será porque se actualiza los fines de semana, a costa de divorcios y desavenencias familiares. Sólo en una cosa se mantiene la tradición: al que no aparece, nada se le dice. Sólo se “estimula” al presente, a fin de que su productividad real, contante, pero también sonante, se aproxime lo más posible a la de absentistas y vicerrectores: cero patatero, pero puntuando por estar allí o haber ido a la reunión de la comisión de reuniones y comisiones.
A la universidad le importa exactamente un carajo que mis clases sean mejores o peores y únicamente me presiona, con sutileza o sin ella, para que a todos apruebe y no me complique la vida ni me busque trabajo adicional al suspender a ninguno. Y, de paso, contrata a pedagogitos que regurgitan sus métodos que solo valen para ponerle careta didáctica a lo que no es más que la rendición y la renuncia: la renuncia al rigor, al esfuerzo profesoral y estudiantil, a la honestidad del trabajo académico y hasta a la vocación que a uno lo llevó a las tarimas un día. Ah, y por si acaso, las tarimas las van quitando también. Todos iguales, el docente y el discente, todos medio idiotas, lelos, alienados. Con las excepciones de rigor, por supuesto, pero es lo que hay.
Cómo no va a deprimirse uno y a perder las ganas, rediez, cómo no.
Es verdad lo que digo, me noto alienado y encorsetado, casi inseguro, en mis clases ordinarias en la facultad. Es una sensación que se ha ido fraguando de poco para acá. Para poner la dolencia en sus adecuados términos, debo agregar rápidamente dos matices. El primero, que siempre, hasta hace una temporadilla, me he sentido un docente vocacional y disfrutaba mucho esa labor; tanto, que las horas en ella me pasaban volando y a menudo me daba pena que se acabara la sesión del día. Fue así desde el principio, desde novato y cuando todavía llevaba las lecciones prendidas con alfileres. Ahora resulta que, cuando ha transcurrido tiempo de sobra para que uno ya domine mucho mejor lo que tiene que explicar, hay una luz que se apaga, un ánimo que decae. ¿Por qué?
El matiz segundo es que eso no me sucede cuando he de dar clases en otras partes, ante otros auditorios estudiantiles, sean del grado que sean. Varias veces al año dicto cursos en universidades latinoamericanas (en esas ando estos días, precisamente), amén de en otros foros de allá, y siempre renace el gusto y retorna el disfrute. Así que tal parece que el problema lo tengo aquí. ¿Por qué?
La hipótesis que se me ocurre es que se han modificado dos factores: la actitud –real o presunta- de los estudiantes y el patrón institucional. Vamos con ellos.
Todo profesor y cualquier orador sabe cuánto condicionan los auditorios, cómo las actitudes de los que están enfrente son las que influyen bastante para que uno se sienta mejor o peor. Siempre ha sido así y cada nuevo curso se percibe enseguida si esa particular convivencia va a ser grata o pesada. Cada grupo humano adquiere su particular carácter, tiene su impronta, desprende una especie de aroma distinto. En todo grupo hay de todo, por supuesto, pero muy pronto se capta cuál es el estilo dominante, el patrón que impera. Pues bien, con los altibajos de rigor (hace cuatro años me topé con un grupo absolutamente magnífico y alentador), esta temporada me invade la sensación de que me dirijo a alienígenas.
Entiéndase lo que digo y véase que para nada deseo ser faltón o desconsiderado. Siempre hay unas cuantas personas que con su manera de estar te estimulan y con la mirada de esos acabas quedándote para todo el curso. Lo que quiero decir al usar la imagen de los alienígenas es que a la gran mayoría de los presentes se les nota como idos y perplejos, como si, recién descendidos de la nave espacial, anduvieran todavía preguntándose qué hacen unos marcianos como ellos en un aula como esa y ante un profesor así. Y permítanme que les confiese inmodestamente que me tengo por docente bastante claro y escasamente aburrido. Pero el tema no es el de si tal o cual profesor les gusta o les produce grima por su estilo o su método, no; la clave está en un paso previo: no saben bien por qué han ido a dar con su body allí ni le encuentran el intríngulis a lo que en el lugar se hace. Es como si, de pronto, a mí me ponen en una asamblea de fanáticos del macramé y me dicen que debo aprender algo de lo que en tal lugar se diserta y, para colmo, asimilar unas competencias y unas habilidades de tan peculiar arte. Pues me quedo con cara de estupefacción, como ellos.
¿Y antes no era así? Habría de todo, como ahora, pero hablamos de tendencias y predominios. Antes no era tan así. No porque el estudiante de hace alguna(s) década(s) fuera por sí más capaz; hasta podemos poner entre paréntesis el viejo debate sobre si ahora llegan a la universidad los alumnos con menor preparación básica. Seguramente sí, pero dan ganas de desmentir ese dogma cuando uno lee lo que redactan o cómo hablan o qué cultura tienen algunos colegas ya talluditos que no son precisamente de la LOGSE. Me parece que lo que se ha modificado son las maneras de estar y las presunciones aplicadas. Veamos.
Hace un tiempo a la universidad se iba, por lo común, con un propósito de legítimo medro social. Se entendía como una transacción: a cambio de un esfuerzo intenso que me van a exigir, recibiré el visto bueno y el pasaporte para llegar a oficios y posiciones que no están al alcance de todos. Que no deben estar al alcance de todos, se creía, incluso, cuando no éramos tan imbécilmente igualitaristas en lo secundario para que siga camuflándose la desigualdad que importa, que es la de oportunidades reales. Algunos, bastantes, hasta aterrizábamos en la universidad huyendo de algo que nos perseguía y que nos alcanzaría si no nos andábamos listos: el arado, como en mi caso, el andamio, la mina…, la miseria o el duro trabajo físico.
El estado del bienestar mal entendido ha hecho mella y esa ecuación se ha descompuesto. Suele afirmarse, nuevo dogma en mano, que los estudiantes ya no valoran el esfuerzo ni son aptos para él. Es una verdad a medias, ya que es la sociedad misma la que no lo toma muy en cuenta. Son preferibles el pelotazo, la bonoloto, la jugada de ventajista, la especulación, el tocomocho, la soez desvergüenza, la prostitución mediática o de la otra. Ah, o jugar bien al fútbol. La mayor parte de los muchachos que uno se tropieza en las aulas son y se sienten futbolistas fracasados. Si la lección versara sobre los muslos de Sergio Ramos, sí pondrían atención y les vendría el estímulo. Pero vaya usted a contarles cosas sobre leyes y decretos. Para qué. ¿Lo qué?
Han aparecido en la universidad porque las familias no se perdonan no tener hijos con título universitario. No ha habido opción. Algunos intentaron resistir esa presión a base de suspender en el bachillerato (o como carajo se llame), pero los aprobaron. En los institutos y colegios (y más los de pago) no pueden permitirse las frustraciones familiares y, además, les pueden partir la cara los amantísimos progenitores. ¡Niet!
Así que, primero, les falta razón y aliciente para atender al profesor. Total, es probable que este también los apruebe al fin, como los del insti.
Y luego está lo de las presunciones aplicadas. En tiempos, al profesor se le veía igualmente rarito, quizá, pero se le presumía sabio y competente. Hoy no solamente no se valora el especial saber de nadie (salvo el saber jugar al fútbol, el saber cantar y el saber colocarse bien las tetas), sino que se tiene por excentricidad grave el entusiasmarse con teorías, textos o ensayos de laboratorio. Qué pesadez. Pero no sólo es que ya no se conceda ni un ápice de crédito al docente y sus maneras, es que la propia docencia se organiza deliberadamente para que el profesor no haga ostentación de su palmito intelectual ni acompleje al estudiante más burro. Es mejor que los temas los preparen los estudiantes mismos, que los debatan en grupo y los presenten cambiándose de asiento o yo qué sé, con el profesor tomando nota de que están todos. El profesor, un amigo, simplemente. Un colega. El que organiza las charletas. Aquí un amigo, aquí un estudiante. Encantados todos. Los estudiantes más maduros y más capaces ya empiezan a escandalizarse de ver a tanto enseñante haciendo el gilipollas con jueguecitos y posturas. Preferirían que les soltara una buena clase magistral a pelo y les contara cosas que a ellos no se les ocurren cuando trabajan de a cuatro o de tres en fondo. Pero no se lleva. Lo más probable es que el profe tampoco pueda hacerlo sin leer en la pantalla o en el libro lo que va exponiendo. Los que sí podían se van jubilando y los que quedan están preparando la memoria de algún proyecto o evaluando el de otros. No resta tiempo para nada.
¿Y las instituciones académicas qué hacen? Poner trabas a su propio personal, a fin de que pierda el tiempo lo más posible y no le quede de tal para preparar y hacer bien lo que debe, la docencia y la investigación. Homos cambiado de un extremo a otro, ambos viciosos. Hasta no hace mucho al profesor se le daba tanto tiempo y tal libertad, que acabó lo suyo en impunidad descarada. El que quería entregarse a sus experimentos y sus monografías podía hacerlo alegremente, y lo mismo a la docencia esmerada; pero al que prefería holgar con recochineo nada se le reprochaba oficialmente. Ahora sucede que a todo el que asoma sus narices por una facultad se le tiene ocupado con mil patrañas estériles, con la reunionitis y con el papeleo, de manera que si algo estudia, será en su casa, y si no repite cada profesor en sus clases lo que de joven aprendió, será porque se actualiza los fines de semana, a costa de divorcios y desavenencias familiares. Sólo en una cosa se mantiene la tradición: al que no aparece, nada se le dice. Sólo se “estimula” al presente, a fin de que su productividad real, contante, pero también sonante, se aproxime lo más posible a la de absentistas y vicerrectores: cero patatero, pero puntuando por estar allí o haber ido a la reunión de la comisión de reuniones y comisiones.
A la universidad le importa exactamente un carajo que mis clases sean mejores o peores y únicamente me presiona, con sutileza o sin ella, para que a todos apruebe y no me complique la vida ni me busque trabajo adicional al suspender a ninguno. Y, de paso, contrata a pedagogitos que regurgitan sus métodos que solo valen para ponerle careta didáctica a lo que no es más que la rendición y la renuncia: la renuncia al rigor, al esfuerzo profesoral y estudiantil, a la honestidad del trabajo académico y hasta a la vocación que a uno lo llevó a las tarimas un día. Ah, y por si acaso, las tarimas las van quitando también. Todos iguales, el docente y el discente, todos medio idiotas, lelos, alienados. Con las excepciones de rigor, por supuesto, pero es lo que hay.
Cómo no va a deprimirse uno y a perder las ganas, rediez, cómo no.
18 comentarios:
Es una entrada de antilogía. Mi más sentida enhorabuena (aunque acabo de ver el programa de Punset en Redes y debemos reflexionar un poco en el nuevo moto este de educar en la creatividad ;-)
Joseba
Lo siento querido amigo, pero eso es únicamente la primera fase. Cuando llegues al aburrimiento total verás lo que es bueno.
Enhorabuena por el post. Refleja mi opinión letra por letra.
¡Sentirse raro es genial!
En cuanto a los alumnos, hay que escandalizarlos - única posibilidad para que algún día lleguen a ser ciudadanos. Hay que ayudarlos a cristalizar esas percepciones que ya tienen dentro de sí, que son sustancialmente correctas, y que explican la cara de pasmados que ponen. No es su sitio.
El mejor y más noble consejo que se puede dar a unos cuantos estudiantes universitarios es el de dejar la universidad.
Salud,
Pues exactamente eso me pasa también a mí.
Estoy pensando seriamente dedicarme a la cría de conejos.
¿Sentirse raro es genial? Un amigo, yo no me hice profesora para sentirme rara ni para escandalizar a nadie. Seguro que no ha tenido en frente a uno de esos grupos de mirada bovina. De otro modo, no creería que hay alguna percepción "sustancialmente correcta" en parte ninguna.
En la última encuesta de evaluación del profesorado, una alumna escribió sobre mí: "La chica sabe de lo que habla, pero hace que me sienta estúpida. Se lo tiene muy creído". ¡Quia! Una percepción sustancialmente correcta, imagino.
Soy alumna universitaria y también me ha sorprendido bastante el ver cómo esa vocación a la hora de escoger una carrera, va desapareciendo poco a poco en los jóvenes de hoy en día. Mucha gente escoge su carrera por "hacer algo". Vienen a clase a molestar, a interrumpir al profesor cuando éste disfruta de su trabajo así como al compañero que asiste a clase con objeto de absorber el conocimiento que transmite el docente. Comen, hablan, se ríen, les suena el móvil y sí, tal y como apuntas, eso resulta ser muy desagradable para el profesor, pero también para los "escasos" alumnos que luchamos por ser verdaderos profesionales en nuestro trabajo. Bueno, ¡¡eso si nos dejan, claro!!
P.D:Enhorabuena por el post. Refleja realmente lo que ocurre hoy en día en las aulas universitarias. Algo realmente desmotivador, la verdad.
Cuentan que una vez una compañía militar pasaba desfilando por encima de un puente de hierro y al ir marcando el paso se produjo un fenómeno físico llamado resonancia mecánica y que tiene capacidad para destruir cualquier estructura.
Se oyó un terrible estruendo y el tablero del puente cedió más de 20 centímetros, pero dio tiempo a que los militares se pusieran a salvo.
Cuando los ingenieros estudiaron el problema, que estuvo a punto de convertirse en una tragedia, concluyeron que el puente no se había hundido gracias al excepcional trabajo del herrero que había templado el acero de los clavos utilizados como remaches de la estructura muy por encima de los requerimientos exigidos.
Pues sí compañero, en las aulas universitarias se refleja el espíritu que se inculca en este país "Pan para todos". No importa que el alumno se esfuerce o no, porque aquí tiene que aprobar todo cristo, y si no, te envían una carta del Vicerrectorado de Docencia diciéndote qué cojones pasa que estás cateando a muchos alumnos. Porque claro, la entera culpa es del profesor y no del nivel y actitud que traen de primaria y secundaria. Aquí tiene que aprobar todos para que después no salgan en las encuestas que tenemos los alumnos peor preparados de la democracia, aunque halla un presidente del gobierno que diga justo lo contrario (ni de eso se ha enterado).
Perdón por la falta de ortografía en mi comentario anterior: halla --> haya. Ya es que se me pegan.
estimada anónima,
¿qué la conduce a pensar que los bovinos no disfruten de percepciones sustancialmente correctas de la realidad?
Mire Vd. que es el homo sapiens el inventor y único usuario de la ipsación intelectiva. Como ejemplo notorio, la de pensar que tó er mundo tenga que pasar por la universidad.
Salud,
Tiene toda la razón.
Yo soy alumna y usted me dio clase y realmente cada día que pasa más cuenta me doy que voy con "gente" a clase que más valía que se fueran a la cafetería...al menos sería más productivo para ellos, para los que queremos atender y para los que tienen que enseñar.
Un saludo
Magnífico, lúcido y valentísimo artículo, compañero. Llevo más veinte años dando clases en una universidad pública madrileña y he vivido en mis carnes cómo se ha ido deteriorando la situación, y, eso, más o menos lo que tú dices, de disfrutar mucho y de como que parárseme el tiempo en clase, o sea, de sentirme en muchas ocasiones *muy feliz*, a tener que buscar la mirada de esos pocos que citas para no tirar la tiza y salir corriendo...
Creo que convenimos todos en que no hay peor estudiante que el que no quiere aprender, parafraseando, atrevidamente y con el debido respeto, el célebre pasaje bíblico.
¡Fascistas! ¡Carcas! ¿Es que no respetáis ni los derechos fundamentales? ¿Es que tengo que venir a recordaros cómo comienza el Miranda Warning?
"Tiene usted derecho a una carrera universitaria. Si no puede aprobarla, se le proporcionará una de oficio".
Cojonesyá.
Yo no podría ser profesora ni aunque quisiera. Tantos estudiantes que ahora están y luego ya no están.Ellos se van y tú te quedas presto a recibir a los próximos..Pero los que recibes no son peores que los que dejastes. Son un producto de los que les precedieron y tienen u nimio poder de modificación de lo que les legaron. Pero , salvo excepciones,de mentes superdotadas...Y todo sabemos que los superdotados tb necesitan sus condiciones de desarrollo sino incluso fracasan por aburrimiento. La mayoría son homogéneos en cuanto capacidades innatas y les separa las capacidades adquiridas (papis universitarios y mil libros en casa por ejemplo, no les separa mucho más, salvo; enfermedades diagnósticadas o no...( el tiróides por ejemplo te arruina la vida académica y cuando te das cuenta ya no hay remedio)En general, son un homógeneo que recibes.Y no son peores ni mejores que los que les preceden. Son las circusntancias mejores o peores. Te lo prometo.
por eso yo no creo que sea profesora.si lo soy, seré de las malas (de las me importa un pito) supongo...¿tu eres de los malos profes? no impartiré clases, eso creo
Lo de "hacer un esfuerzo intenso" que se hacía según parece en otros tiempos con gran aplicación, no se referirá a la licenciatura de Derecho pelada ¿no?
Porque eso me convertiría en incomprensible el texto.
Sentirse raro frente a una colección de veinteañeros, lógicamente unos indocumentados, es parte de hacerse adulto.
O, siendo pesimistas, es parte de hacerse mayor.
En cualquier caso, es cuestión de costumbre. Acaba gustando.
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