Todo muere, polvo eres y en
polvo te convertirás, ars longa, vita
brevis y así seguido reza un número indefinido de expresiones, aforismos y
refranes que nos recuerdan la condición de mortales, de nosotros y de cuanto
nos rodea. La muerte es condena pero también liberación como nos enseña
Cervantes en “La Galatea”: “mas todos estos temores / que me figura mi suerte /
se acabarán con la muerte / que es el fin de los dolores”.
Pero incluso esta, la muerte,
tiene su fin, tal como proclama la tradición cristiana al defender la
resurrección de los muertos, las trompetas del Apocalipsis y demás. O sea que
la vida tiene su fin pero también el suyo la muerte. Que esto es un galimatías
nadie lo puede negar pero tampoco que se apoye en las mejores tradiciones y en
una fecunda e ingeniosa imaginación.
Pues ¿y el amor? ¿Es necesario
hacer hincapié en lo delicada que es esta flor, fugitiva como el despuntar de
la aurora? Páginas y páginas han ocupado los poetas para referirse a sus efímeras diabluras, a su inconstancia, al
dolor del enamorado que pierde de pronto a la linda Belisa o a la bella
Filis... El amor como un sueño, como un imposible, como un fantasma esquivo,
una sombra, el relámpago que sin acabar de lucir ya se le puede dar por
apagado. Miles de flores naturales se han ganado en los certámenes literarios
de pueblos y villas por jóvenes inspirados que han sabido exprimir estas ideas
que vienen de los griegos, de los babilonios y de otros pueblos egregios y con
muchos trienios en la Historia. Grandes prestigios se han labrado batiendo en
endecasílabos suspiros, gemidos, recuerdos, labios, galanuras y hermosuras.
Así es todo de fugaz. Menos el
yogur. Porque respecto de este inocente producto fabricado con leche, que
empezó siendo alimento de enfermos y dispépticos y hoy es desayuno, postre y
cena de personas sanas y en el uso cabal de su mejor circunstancia, se ha
decretado por el gobierno que no está sometido a caducidad.
Hasta ahora tenía el yogur un
plazo de vida, bastante corto, nada que ver con los plazos que rigen la de los
pleitos en el mundo judicial que se miden -como sabe cualquier abogado- por
eras geológicas. El fin inminente del yogur, veinte, treinta días a lo sumo,
pendía sobre él como una condena bíblica. Transcurridas esas fechas, el yogur
abandonaba su cómoda vida en la nevera o en los anaqueles del supermercado y
pasaba directamente al humillante cubo de la basura. De nada servía ya: no solo
sus propiedades curativas se habían extraviado sino que incluso podía despertar
elementos patógenos que en nuestro organismo vivieran un estado de inofensiva
vigilia. Desde hace unos días empero la orden es clara: el yogur carece de
caducidad por lo que puede tomarse en cualquier momento cualquiera que sea la
fecha de su venida al mundo y de su envasado.
“Hay golpes en la vida tan
fuertes ...” exclama César Vallejo en sus “Heraldos negros”. He de confesar que
para mí este de la inmortalidad del yogur es uno de esos golpes que exigen mucha
entereza para superarlo. ¿Cómo se puede entender que el yogur no esté aquejado
de la brevedad que nos acorrala y determina nuestra existencia? Es difícil pero como así lo quiere la
autoridad, las personas sentimentales debemos abanderar sin demora un movimiento
que exija la resurrección de todos los yogures caducados que en el mundo han
sido.
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