Estaban los poetas haciendo una fila
para cobrar y los contables
enredados en versos infinitos.
Hay rapsodas silentes y asesinos que cantan,
navegantes varados en caseras rutinas,
pastores con su grey hipotecada.
De los libros que leo, algunos supuran
pensamientos prohibidos y otros callan
cuanto no deba ser dicho, obedientes,
al látigo inclemente del auriga.
Caminan madres jóvenes sobre la entraña
de calles empedradas según los reglamentos,
llueve a mares y los niños observan
desde los soportales o se pierden
al alba por biográficos recodos.
Si estas manos tejieran, si amasaran,
si acariciar supieran, si brindaran,
si tuvieran poder para aplacar alguna fiera,
si no temblaran, si pudieran ser
ajenas a los ojos, independientes libres,
libres para reptar como serpientes
por esos cuerpos y para asir el aire
neblinoso y fugaz de los atardeceres,
si me sirvieran al fin para más cosa
que contar con los dedos o apuntarme.
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