Cada
día recuerdo con más nostalgia aquellos tiempos en que nos metíamos con
Zapatero y sus ministros y ministras. También me viene la morriña de aquellos
comentarios críticos con mi crítica y cuyos autores pretendían defender a aquel
pobre diablo presidente y presentar sus políticas como fruto de algún tipo de
razón no pueril o como manifestación de un propósito progresista genuino,
negándose tantos a ver lo que en su desnudez era todo aquello: el resultado de
unas mentes políticas infantiloides y carentes de la más mínima categoría
intelectual, en lo que a don José Luis y sus equipos se refiere, y de una
opinión pública dispuesta a tragar con cualquier tipo de gilipolleces y
patochadas con tal de que pudiéramos la mayoría seguir chupando del frasco como
si tal cosa. Era ciertamente emocionante considerarse vanguardia de los pueblos
de la tierra y ariete de los oprimidos, mientras, entre canapés y debates sobre
las mejores cosechas de Rioja y Ribera, trincábamos unos euros o nos hacíamos
con una plaza de funcionario para el primo del pueblo, el que no acabó la
carrera pero tiene un culete divino. Luego se nos fue todo al carajo.
Digo
que, con todo y con eso, me viene algo de melancolía porque parecía entonces
que lo de Zapatero y sus cantamañanitas era una frivolidad pasajera, una
licencia que esta sociedad nuestra se permitía para hacerse la chula y fingirse
arriesgada, aupando a posta a los que sabíamos tontos de remate y limitaditos
de talla mental y moral, como el que se tira en paracaídas sin mucha
experiencia o se mete en aguas turbulentas a dárselas de nadador experto. Creo
que, en el fondo, la gente confiaba en que habría por allí algún socorrista o
que aparecería un monitor si la aventurilla resultaba mal o si se ponían
chungas las cosas y venía el peligro serio. El arrebato nostálgico nos asalta
ahora porque vemos que no había servicio de salvamento ni puesto de primeros
auxilios y que, después de los frívolos y los tontos, ahora nos dominan unos
inútiles sinvergüenzas. La suerte está echada y es mala suerte cierta. No hay
remedio y de tanto jugar nos salió la bola negra o nos tocó la bala que había
en el tambor. Por enredar con las pistolas, nos ha caído el tiro donde más nos
duele, en el alma mismamente.
Porque
hay que ver lo que tenemos ahora mandando en el país, santo cielo. Ver para
creer. O de cómo los malos hábitos acaban convirtiéndose en vicio. De Zapatero
a Rajoy, de Leire Pajín a Fátima Báñez, y todo así. Más de seis millones de
parados, cincuenta y pico por ciento de los jóvenes sin trabajo, corrupción a
espuertas, todas las instituciones del Estado cubiertas de porquería, nulo afán
reformador en lo que más importa, indultos para los parientes y compañeros de
la casta, bazofia intelectual para las masas, periódicos y medios de
comunicación más controlados y sometidos que nunca, verborrea infame en los
discursos políticos, gobernantes absolutamente palurdos, ígnaros, mezquinos,
poco menos que tarados…
Con
todo y con eso, allí donde tantos ven desconcierto y falta de criterio en Rajoy
y sus huestes, inutilidad pura y simple, yo creo que hay cálculo y sutil
razonamiento. Son cazurros, pero no les falta su punto de picardía. Y a lo
mejor no se equivocan del todo, aunque a muchos nos den asco tanto los
propósitos como los hipotéticos resultados. Intuyo una lógica perversa en la
actitud del presidente, relacionada con una peculiar pero quizá certera
radiografía de esta sociedad. Sociedad que es la que escoge a sus gobernantes y
hace o permite las trapacerías de todo tipo, no lo olvidemos.
Si
nos preguntan cómo fue que nos habíamos hecho tan ricos y que andábamos tan
prósperos, la inmensa mayoría no sabrá explicarlo y, todo lo más, repetirá
manidos tópicos sobre burbujas inmobiliarias. Pero el caso es que nos
acostumbramos a ver en la riqueza un premio arbitrario del destino, un capricho
de la suerte. Pocos serán los que se atribuyan méritos o los reconozcan a los
compatriotas, pues difícil será hallarlos en esta patulea de pícaros y
tiralevitas que colectivamente formamos. Además, nuestra tradición de
religiosidad burda y algo brutal nos hace también propensos a atribuir al cielo
los derroteros y altibajos de nuestras vidas. De tanto “si Dios quiere”,
acabamos por ver lo que Dios quiso en cualquier cosa que nos pase, buena o
mala. De modo que la crisis nos cae encima ahora por lo mismo que nos tocó
antes la buena estrella, por azar o por esotérico designio. Y talmente como
cambiaron las tornas antes, pueden mutar de nuevo en cualquier momento y como
por arte de magia regresarán los buenos tiempos. Lo que no merece la pena es
esforzarse ni demorarse en arreglos si, al fin, las cosa pasan porque sí y bien ajenas al humano criterio.
Este
gobierno lo sabe. Sabe cómo somos y cómo se las gasta este pueblo español. Puede
que además ellos mismos sean de natural así, entre supersticioso y apocado,
cobardicas y confiados al tiempo. Y su juego es esperar a que escampe. Lo malo
es que no escampa, caray. Saben Rajoy y los de su circo que lo que a la mayoría
más apetece es que las cosas vuelvan a ser como antes, aunque sea de a poco,
paulatinamente. A qué reformar el Estado, si a tantos hacía felices ese ir
robando en él y devorándole las entrañas. Para qué primar la investigación o
buscar una universidad seria, si en la que había y hay acampan dichosos miles
de inútiles cretinos y logran títulos estudiantes nada esforzados, con el
consiguiente fulgor de la estadística. A cuento de qué reformar la legislación
electoral o las leyes que afectan a los partidos, si al pueblo le encanta tener
nada más que dos para elegir y ahorrarse la reflexión montándoselo de hooligan
con papeleta electoral. Perseguir con seriedad la corrupción a qué fin, si siempre
habrá cerca de cada uno de nosotros un poquito de ella para que, al menos, nos
salga un viaje gratis o a cuenta de alguna subvención o proyecto, o nos regalen
un ordenadorcito por encargar tres de esos para la ofi, o, a los más pringados,
nos inviten un par de veces a comer o nos sobeteen el lomo como si fuéramos
importantes y no mierdecillas con nivel administrativo.
Este
gobierno es consciente de que si reforma y corta privilegios y acaba con canonjías
y se pone a exigir al trabajador que trabaje y al estudiante que estudie y al
gestor que gestione con seriedad y rigor, se lo come con patatas la gente si de
inmediato no remonta la economía, y posiblemente aunque remontara, pues mucho
más que el balance colectivo o la marcha general del país nos importa a cada
cual seguir con lo nuestro y atrincherarnos en la penumbra moral. En cambio, si
las cosas no mejoran, o hasta empeoran, podremos insistir en que nos falló la
suerte, la muy esquiva, o cabrá echar las culpas a quien sea, a la Merkel, a
los bancos, a la globalización, al la pérfida España o la desleal Cataluña, a
la Transición o a la herencia recibida.
En
España es más arriesgado reformar que mantener, porque, al fin, la miseria y la
mezquindad la llevamos en los genes y nada más que la habíamos soltado un poco
durante generación y media. Está mucho más en nuestro ser el retorno a la pana
y la boina que la conversión a la productividad y la moral profesional, nos
estimula el doble dolernos de las desgracias que labrarnos a conciencia y con
honesto esmero un futuro digno. Por eso en las próximas elecciones el ochenta
por ciento de los votantes, más o menos, seguirá votando al PP y el PSOE, seguirán
los más votando lo mismo aunque entre uno y otro partido cambien su voto.
Aquel
PSOE de Zapatero y este PP de Rajoy son momentos de una misma secuencia,
conclusiones de una misma lógica. Cuando nos descojonábamos por ser ricos sin
merecerlo, elegíamos a Zapatero para retar a los dioses y tentar nuestra buena
suerte. Ahora que nos hacemos pobres, delegamos en Rajoy para que se quede
quieto y no moleste a los hados ni inquiete a las fuerzas telúricas. Porque querer, lo que se dice querer, no
queremos ni trabajo ni progreso ni ilustración ni saber ni esfuerzo. Queremos
volver a estar como hace diez o quince años, ricos sin merecimiento, ladrones sin dolor
de los pecados y presumidos como si fuéramos la reserva espiritual de Europa,
tan progres nosotros y tan comprometidos. Calamidad de gente, hombre. Urge
sacar a nuestros hijos de aquí.