22 diciembre, 2005

LIBERTAD.

LIBERTAD

Un acompañante asiduo de este blog ha emprendido una peculiar campaña: preguntarme una y otra vez qué es la libertad, como si fuera algo fácil de definir o yo pudiera hacerlo competentemente y en cuatro palabras. Ni lo uno ni lo otro, pero intentemos decir algo. Así que nos ponemos el traje profesoral por un rato y vamos allá.

Mejor que marear uno mismo la perdiz, para luego no cazarla, echaré mano de un autor enormemente interesante y que en este asunto de teorizar sobre la libertad ha escrito una de las más importantes obras del pensamiento del siglo XX. Me refiero a Isaiah Berlin y a su escrito titulado Cuatro ensayos sobre la libertad. Quien quiera saber más del personaje puede leer la interesantísima biografía que escribió su discípulo Michael Ignatieff. Se titula Isaiah Berlin. Su vida y está publicada en Taurus. La recomiendo vivamente.
Isaiah Berlin dice que la libertad tiene dos aspectos o manifestaciones complementarias, inescindiblemente unidas, aunque diferenciables a efectos analíticos. Se trata de la libertad negativa y la libertad positiva. Caractericémoslas con propósito de claridad y concisión.
La libertad negativa alude al conjunto de opciones que, al menos en teoría, a una persona se le presentan, el conjunto de alternativas de entre las que puede elegir la forma de vivir y las acciones que desea. El conjunto de opciones que yo tengo es como un conjunto de puertas que ante mí se abren, conducente cada una a lugar distinto. Cuantas más son esas puertas, mayor es mi posibilidad de elegir entre los caminos distintos que se me ofrecen, más libre soy.
No estamos hablando de las posibilidades reales que una persona tenga, sino más bien de sus posibilidades legales o formales. Por ejemplo, yo no tengo ninguna posibilidad real de correr los cien metros lisos en diez segundos, pero no hay ninguna norma legal ni social que me excluya de antemano de la lista de personas que pueden dedicarse al atletismo, intentar esa marca y lograrla, si fuera el caso. Otro ejemplo, un muchacho gitano de familia humildísima que habita un barrio marginal tiene escasísimas, apenas ninguna, posibilidades reales de llegar a presidir el BBVA dentro de unos años o de convertirse en consorte de la infanta (o lo que sea, no me aclaro muy bien en esa materia) Leonor. Pero legalmente excluido no lo está.
Es importante esa diferenciación entre trabas legales y trabas materiales. Nos permite apreciar una de las grandes conquistas de la Edad Moderna, vía revoluciones burguesas. Me refiero a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, unida a la universalización de la ciudadanía dentro del territorio del Estado. No olvidemos que antes de la Revolución Francesa el orden social que mediante el Derecho y la fuerza coactiva del Estado se aseguraba era un orden estamental. Existían estamentos (nobleza, clero y pueblo o estado llano). Los derechos de los unos y los otros eran distintos y no se podía libremente pasar de un estamento a otro, por ejemplo del pueblo llano, el estamento más bajo de la escala social, a la nobleza. Ni siquiera enriqueciéndose. Si eras parte del vulgo, podías tener los dineros que te tocaran en suerte, pero no podías disfrutar de los derechos de condes o marqueses. Y recordemos, más aún, cómo en los territorios alemanes de principios del Diecinueve aún estaba vigente una sociedad estamental en la que, por ejemplo, los campesinos se hallaban unidos a la tierra y ellos y sus descendientes no podían ser más que eso que habían nacido, campesinos; y, además, campesinos de esa tierra y bajo ese señor. Y que en muchos lugares ni siquiera les estaba permitido casarse no sólo con quien no fuera de su grupo social, campesino, sino con quien no fuera de su misma localidad.
Pues bien, mi libertad negativa es mayor que la de uno de esos campesinos, pues no hay norma impuesta que a mí me impida hoy elegir como profesión la de fontanero, abogado o campesino, ni fijar mi domicilio en Gijón o en Santovenia de la Valdoncina, cosas que al campesino aquel, atado a la tierra, al oficio y al señor para siempre, sí le estaban vedadas. Él tenía mucho menos de dónde elegir, por eso su libertad negativa era menor.
Y repárese que el gitanillo que mencionaba antes tiene aquí y ahora las mismas posibilidades teóricas que yo y, por tanto, muchas más que las del campesino alemán de 1800. Se me dirá de inmediato que muy bonito lo de las iguales posibilidades teóricas, pero que las posibilidades prácticas, reales, son mucho menores y que esto es lo principal.
A esa objeción podríamos responder, con Isaiah Berlin, de la siguiente manera. Hay algo aún más terrible que estar excluido de llegar a ser o a hacer algo por causa de las circunstancias, por ejemplo por ser pobre o por no ser capaz de memorizar la Ley Hipotecaria. Eso más terrible es estar excluido por nacimiento, de raíz, por definición. Malo es que las posibilidades reales de que un gitano sea presidente de un gran banco sean casi nulas; pero peor todavía sería que no hubiera ninguna porque la ley contuviera una lista de profesiones o cargos a los que no puedan acceder los gitanos, o los bajitos, o los que lleven gafas, o los que hayan nacido en una aldea entre vacas.
Vemos, por consiguiente, que la libertad negativa tiene su esencia en las alternativas de elección. Cuantas más opciones se dan a mi elección, cuantas más son las cosas entre las que, al menos sobre el papel, puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Si puedo elegir entre comer carne de cerdo, de vaca o de cordero, mi libertad negativa es mayor que si sólo puedo optar entre vaca y cordero porque esté prohibido que los de mi pueblo, mi raza, mi oficio o mi estatura coman cerdo.
Volverá a la carga el crítico y en este punto podrá argüir así: ¿y de qué te vale poder en teoría elegir entre tres o trescientas carnes si no tienes ni para procurarte un mendrugo? Aquí Berlin contestaría que estábamos hablando de libertad meramente y no de otros valores o del modo en que interactúan con la libertad y pueden limitarla. La libertad, dice Berlin, no es el único valor que cuenta y merece ser tomado en consideración. Existen otros, como la vida, la salud, la igualdad, etc.
Imaginemos un país en que absolutamente toda la riqueza y bienes fueran de sólo una persona, un ricachón absoluto. Todos los demás habitantes viven pésimamente y en la total penuria, soportando hambre, frío, dolor y enfermedad. Pero la ley de ese país respetaba el principio de igualdad formal y no establecía estamentos ni discriminaciones formales, de forma que, en teoría, cualquiera de esos pobres podría llegar a hacerse rico y tener de todo. Ahí la libertad negativa es idéntica en el ricachón y en sus conciudadanos depauperados. Es decir, y siguiendo con el sencillo ejemplo, tanto el uno como los otros pueden elegir cada noche cenar carne de cerdo, vaca, cordero, venado, etc., etc. Mas los pobres no cuentan ni con la más mínima oportunidad de comer en verdad eso que pudieran escoger. ¿Entonces? Pues lo que pasa es que en ese Estado se ha maximizado la libertad negativa a costa de despreciar completamente aquellos otros valores. Y, como el propio Berlin expresamente concede, en situaciones tales resultaría justificado limitar un tanto la libertad para atender mejor a cosas tales como la salud o la igualdad. Pero insiste también en que hay un mínimo irrenunciable de libertad negativa sin el que el ser humano pierde ya su humanidad y es tratado como puro objeto o como un animal.
Lo que pasa es que a Berlin le importa muchísimo que las cosas se llamen por su nombre y que, en consecuencia, a una limitación de la libertad se la llame exactamente así, limitación de la libertad. ¿Y esta obsesión por qué? Berlin, que era judío ruso que en su infancia emigró con su familia a Inglaterra, huyendo de la opresión y el antisemitismo stalinistas, detestaba los regímenes totalitarios, ésos que siempre, en nombre de la igualdad, limitaban tremendamente la libertad de las gentes, pero seguían negando tales trabas e insistían machacona, propagandísticamente, en que en ellos se vivía una libertad distinta, más profunda, más auténtica, más plena. Y, al final, ni libertad ni igualdad, sólo miseria y opresión.
¿Y cuál debe ser la combinación exacta entre libertad, igualdad y otros valores? Nuestro autor recalca reiteradísimamente en que dicha combinación es cosa que hay que dejar a la decisión política de las sociedades libres. Desconfía por encima de todo de las doctrinas políticas de corte mesiánico y propósito siempre totalitario, que dicen que poseen la receta exacta, la medida precisa de libertad, igualdad, solidaridad, etc. y la manera de aplicarla. No, tienen que ser cada persona y cada grupo los que elijan cómo quieren vivir y a cuánta libertad están dispueston a renunciar para gozar de otras cosas.
Hay una palabra clave del pensamiento liberal de Isaiah Berlin, la palabra riesgo. Individuos y sociedades tenemos que decidir, no podemos esperar que vengan profetas iluminados o líderes supuestamente divinos a decirnos qué tenemos que ser, cómo debemos pensar, qué cosas pueden gustarnos. Decidimos nosotros y decidimos siempre bajo incertidumbre, a ciegas, con riesgo de equivocarnos. La libertad es cosa muy arriesgada y por eso algunos no asumen esa terrible responsabilidad de que su vida dependa de sus decisiones, con lo que, si fracasan, si pierden, si yerran, tendrán que decirse que decidieron mal, que no eligieron el camino que a mejor puerto los llevaba, y nada echarle la culpa a otros por lo que fue su elección propia. Los autoritarismos de toda laya, de derechas y de izquierdas, las dictaduras todas, se nutren de esos que no quieren arriesgar, que no desean ser los dueños de su vida y más bien buscan pastores que los guíen y los encierren, que anhelan fundirse en la masa y confundirse con ella, verse igual que los otros, idénticos en la sumisión y la obediencia y no sujetos autónomos que le echan arrestos a la vida, toman su camino y apechugan con las consecuencias.
Ya se alargó esto, vaya por dios. Y todavía me falta hablar de la libertad positiva, el otro componente de la libertad, según Berlin.
Antes dijimos que la libertad negativa se refiere a mis posibilidades teóricas de elección, con lo que vemos que se trata de una escala, de una magnitud variable: cuantas más son las alternativas entre las que puedo escoger, mayor es mi libertad negativa. Pero ahora toca ir un poco más allá. Pongamos que yo caigo en las redes (es)tupidas de una secta, cual un John Travolta cualquiera. Hagamos chanza y llamemos a esa secta que me abduce “Iglesia Talantera del Séptimo Estatuto”. Why not. Y supongamos que mediante una serie de técnicas de control de personalidad y lavado de cerebro me convierten en un pelele que hace sólo lo que el jefe de la secta ordena. Que él dice vota sí, pues lo votas; que el dice vota no, pues lo votas. Que él dice esto es bueno y yo lo sé, tú ni lo dudas y haces lo que corresponda. Obedeces ciegamente, ni te planteas la heterodoxia, ni siquiera la crítica, eres un auténtico diputado de esa secta, como quien dice.
En este ejemplo vemos, chanzas y maldades aparte, que muchos de los que aquí y ahora tienen plenitud de derechos y abundantísima libertad negativa, renuncian a ser los dueños de sus decisiones. Ellos en teoría pueden elegir entre ser esto o lo otro, hacer esto o aquello, pero en realidad ellos no deciden, sólo ejecutan lo que por ellos y para ellos ha tramado otro. Pues bien, estaríamos entonces ante personas con gran libertad negativa (muchas puertas entreabiertas por las que pueden decidir pasar) pero que carecen de libertad positiva. Pues la libertad positiva es tanto mayor cuanto más sea yo el que efectivamente toma las decisiones que afectan a mi ser y mi hacer, y menor cuanto más estoy para eso en poder o a merced de otros. Si yo quiero estudiar corte y confección, mi familia me lo prohíbe porque no le parece dedicación de varón y yo acato esa decisión y acepto la subsiguiente que ellos toman y que me obliga a estudiar Economía de la Empresa (Familiar), yo sería muy deficientemente libre, pues, aunque gozo de gran libertad negativa (ninguna norma prohíbe a los hombres ser médicos, modistos o secretarios de dirección), ha decaído mi libertad positiva por causa de ese poder que se me impone y decide por mí.
Y a este propósito aparece de nuevo la maravillosa inquina que les tiene Berlin a los totalitarismos de cualquier cuño. Según su diagnóstico, que me parece muy certero (y que a él le costó innumerables críticas de tanto intelectual y académico mamporrerro del padrecito Stalin y de toda la cleptocracia soviética), los totalitarismos tenían su más perverso arte en el modo en que suprimían la libertad negativa, pues su propaganda y sus técnicas de manipulación de masas servían para que la población, privada de toda posibilidad de elegir, de tomar cada cual por sí sus decisiones, creyera, sin embargo, que estaba actuando masivamente en libertad, que cuando el individuo, cada individuo, sometía su elección lo hacía en bien de una libertad superior y más loable, que es la libertad del grupo, de la masa, llámese pueblo, clase o nación; que cuando cada uno obedecía y hacía estrictamente lo que se le mandaba no estaba siendo sometido y negado en su libertad, sino ejercitando la más valiosa y meritoria libertad, actuando bajo algo así como una obediencia liberadora, pues la obediencia de todos hoy traerá pronto, ya está en camino, la libertad plena que ahorrará en el futuro toda obediencia. Qué gran mentira, qué engaño, cuánta razón tenía Berlin y cómo ha tenido la historia que reconocérselo.
Cerremos aquí, pues esto ya pasa de castaño oscuro. Parece el blog de Menéndez Pelayo. Por la extensión, digo. Terrible.
Pero conste que quedan pendientes cosillas interesantes que a lo mejor tenemos que tratar un día de estos, si ustedes insisten (¡?). Por ejemplo, el hecho de que con la defensa que hace Berlin de esas dos variantes de la libertad son compatibles los planteamientos y programas de todos los partidos políticos que lleven o conserven algo de esa impronta individualista que es propia del liberalismo moderno y mejor. Caben por igual partidos que defiendan el mercado y el Estado fuertemente abstencionista, que otros que quieran mayores dosis de igualdad por obra de un Estado más intervencionista y redistribuidor de la riqueza y las oportunidades. Los que no tienen sitio en el mundo libre que explica Berlin son los que, en nombre de ideales supuestamente seguros y ciertos o en nombre de mistéricas identidades colectivas (razas, pueblos, naciones, clases) pretenden suprimir lo más grande que tiene el ser humano y lo que mejor lo identifica: su posibilidad de elegir, de elegir por sí mismo, sin paternalismos, sin miedos, sin engaños; de elegir, y ese es el precio, bajo su propio riesgo y por su cuenta. Pues a la persona libre a la hora de elegir no la reemplaza ni dios, si no es al precio de despersonalizarla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por ilustrarme, pero hay algún aspecto que chirría : en primer lugar el individualismo ; el gitano del ejemplo o yo mismo, no tenemos por qué llegar a presidente del BBVA o a consorte, en ningún sitio está escrito que la felicidad la de alcanzar renombre ¿social? (si las posibilidades de libertad negativa se refieren a que yo pueda llegar a ser más que otro socialmente vamos mal en mi opinión) frente a otros ciudadanos, máxime cuando ese renombre servirá para favorecer a los "míos" y cerrar puertas de libertad negativa a otros. Y el que el gitano o yo mismo no estemos excluidos de poder medrar socialmente no es un triunfo de la democracia partitocrática, sino de la evolución de la comunidad, con el autoritarismo también se puede medrar, el Kruchov, el Gorbachov y el que estuvo por el medio de ellos no eran como muy de clase alta y acabaron podridos de privilegios.
Por otra parte los estamentos en libertad no están mal, el feudalismo intelectual que yo propugno en principio no excluye a nadie, ahora bien, cuando accedes a él fijo que perteneces a un grupo que seguro que persevera en la consecución de un bien común : la perfección de la sociedad, por supuesto que en tolerancia y en trabajo colectivo en ese estamento de agrupación común solidario.
Nunca la actual democracia representativa llevará a la consecución de que el hombre elija por si mismo y mi libertad negativa no está garantizada frente a decisiones mayoritarias.
Berlin anda muy fino en la definición de libertad en sus dos vertientes, pero se equivoca (con todo el respeto que me produce tan gran defensor de la libertad)al afirmar que el totalitarismo nazi privara a la población de poder elegir (los excesos que cometieron los cometieron con referencia a otros y sin duda son condenables, pero como ha quedado demostrado no más horribles que los que hemos cometido los españoles), pero cualquiera, no sólo ya los nazis, sino cualquiera que crea que la partitocracia representativa (la democracia directa republicana es el ideal)separa gobernantes y gobernados y por tanto, es incompatible con la libertad tanto negativa como positiva y que si yo en aras de mi libertad negativa elijo ser gobernante automaticamente cierro una puerta a la libertad de otro ,porque los gobernantes siempre son menos y con más privilegios y en la práctica se convierten en los que dibujan cuantas puertas se me pueden abrir o no.
Admitiendo de lleno el concepto de libertad de Berlin (positiva y negativa)yo soy libre (cuando lo sea, en el futuro) porque soy miembro de una comunidad política y participo en los asuntos de gobierno (sin ánimo de ser presidente del BBVA o ricachón, sino un servidor de la patria )sin límites, evitando el desacuerdo y buscando el bien común futuro, ya que en el presente visto el grado de amiguismo social es imposible y prefiero refugiarme en el feudalismo intelectual de momento, hasta que el contexto social mejore.

Anónimo dijo...

Sobre libertad negativa y positiva me recuerda el Passerin d'Entreves "LA NOCIÓN DEL ESTADO" libro de texto del difunto De Otto.
Y al hilo del artículo una viñeta de hace unos días de Máximo que reproducía una frase de Julián Marías "Se tiene la libertad que uno se da". Ambos me dieron qué/que pensar.