19 junio, 2006

Raíz.

Mientras lo enterrábamos, una lagartija pequeña nos miraba desde una pared muy cercana, apenas a un metro de mí. Se movía, iba, venía y parecía que no sentía ningún temor de los que allí apretadamente nos congregábamos, en aquella esquina del cementerio pequeño, sobre cuyo muro podíamos divisar, apenas alzándonos un poco, todo el verde de nuestra tierra. La lagartija permaneció un buen rato contemplándonos y contemplando cómo el enterrador tapiaba el nicho, mientras la gente callaba y una neblina tenue empañaba las distancias. Quién sabe.
Mientras lo enterrábamos, mi madre, que nada sabe y cree aún, a su manera, que se trata nada más que de una nueva hospitalización, por unos pocos días, tenía una crisis y perdía sus escasas fuerzas. Hoy la hemos visto y me ha dicho palabras extrañas sobre el día de ayer, ella que de lo inmediato apenas recuerda nada nunca. Me dijo que ayer había sido un día malo, feo, y que no lo había encomendado. No conseguimos averiguar qué quería decir con esta última expresión, pero se le velaban los ojos y tenía hoy la sonrisa sin la frescura inocente de los últimos tiempos.
Mientras lo enterrábamos, yo reflexionaba sobre el significado tan profundo de los ritos de los que siempre he abominado por culpa de mis prejuicios de intelectual bobalicón y de ciudadano con suerte que nunca había vivido de cerca la muerte de un ser tan próximo. Ahora sé qué importante es el calor de la gente que lo quería a él o que me quiere a mí; cuánto te ayudan a reponerte esas conversaciones en el tanatorio con la gente buena que no mira el reloj y sólo está pendiente de tus ojos para decirte ven, tomemos un café; cuánto te enseña la ruda charla de los pocos que quedan de su quinta y que te narran, entre risotadas, todas aquellas locuras, todas aquellas aventuras, tantísima vitalidad y esa fuerza de los que trabajaban siempre, y se divertían y sabían hallar la alegría y el disfrute donde nosotros hoy, ahítos, recebados, ociosos, acomodados, cultivamos estúpidas angustias vitales y nos damos al prozac, el yoga y las dietas macrobióticas, en lugar de a la sidra y al vino, a la conversación y a los caminos, como hacían aquellos hombres, de los que quedan tan pocos; y ahora uno menos, uno de los mejores.
Mientras lo enterrábamos, volví a sentirme pequeño, como hace cuarenta o más años, necesitado de guía y protección y confiado en su fuerza y en aquella mirada suya de los que nunca retroceden ni se asustan. Y me acordé de cuántas horas pasaba yo, de niño, sentado en el prado de detrás de nuestra casa, mirando hacia las montañas lejanas, pensando que allá, lejos, al otro lado, debía de haber muchos mundos y muy interesantes y que un día habría de recorrerlos yo, como cuando mi padre me contaba cuánto de este país había pateado él durante la guerra. Creo que en su fuero interno sentía que la maravilla de haber visto lugares tan lejanos para él lo compensaba de todos los padecimientos de sus tres años de guerra y los otros tres más de servicio militar. Él me empujó después, tenuemente, sutilmente, discretamente, para que yo caminara y marchara lejos, aun al precio de dejarlos atrás, tan solos, a mi madre y a él. Contaba orgulloso mis andanzas y las de su nieto, pero a mí me hace mucho más dichoso haber sabido regresar a tiempo para estar a su lado en estas semanas finales y tener, gracias a él, la sensación de que al fin descubrí el sentido del viaje largo: el retornar a lo que es nuestro, a lo que somos, a la raíz que se teje de vida y muerte con los tuyos y donde los tuyos.
Mientras lo enterrábamos, yo, su hijo, pensaba en que ayer mismo había descubierto de él cosas que desconocía, cosas buenas, de su vitalidad, de sus conversaciones, de lo que quería a su nieto, de lo grabados que llevaba ciertos detalles que yo creí que no atendía o no entendía, de cómo contaba las cosas para dejarme a mí mismo, a mí, en el mejor lugar ante los demás. Es como si siguiera hablándome y se sincerara y consiguiera, al fin, romper algunos viejos hielos, mientras lo enterrábamos.
Estoy escribiendo esto a comienzos de la tarde del día siguiente, en su casa que ya no volverá a pisar, rodeado todavía de sus cosas, con ese aroma suyo que impregna las paredes. Y llega de algún lado, parece que del piso de arriba, el sonido de una flauta que toca ese ritmo nuestro de "a mí me gusta la gaita, viva la gaita, viva el gaiteru...". Quién sabe.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

También yo lo siento y le deseo fortaleza y ánimo. Mantener como Vd. hace los recuerdos y su memoria es muy noble. Un cordial saludo, E.C.

Anónimo dijo...

Profesor siento lo de su padre,viendole a usted seguro que el fue un gran hombre,animo y recuerdele siempre.Un saludo.

IuRiSPRuDeNT dijo...

Para adelante, y ahora con una razón más.

PD. un saludo

Ricardo Chao Prieto dijo...

Le acompaño en el sentimiento. Su artículo me ha conmovido más que ningún otro que haya leído en un blog.Un saludo.

Anónimo dijo...

Defiende la memoria, amigo mío,
sobre todo, defiende la memoria
de aquel que de acunó, pero que supo,
con esa lucidez que se alimenta
tan solo del amor,
que su victoria no era protegerte,
sino echarte a volar al ancho mundo.

Anónimo dijo...

Le acompaño en el sentimiento, con toda sinceridad.

Anónimo dijo...

Te acompaño en estos momentos de dolor. Su vida continua en el recuerdo de los que lo amaron. Ánimo.
Un abrazo,

Anónimo dijo...

Nunca se pierde del todo a quien ha sido tan nuestro, a quien nos ha pertenecido de la forma en que lo hacen quienes se nos incrustan en las células hasta confundirse con nuestra propia sustancia. El milagro del amor que de este modo se consuma tiene un sentido ambivalente, pues hace que esa persona nos acompañe siempre pero también su ausencia, de la que nunca nos recuperamos del todo. Pero eso es lo que somos al final, una suma de ausencias y recuerdos. Y los tuyos de Enrique, junto con sus genes, te dotan de algo único, irrepetible y grandioso. Son tu esencia y tu fuerza para seguir luchando y disfrutando de la vida, esa vida que él amaba tanto y de la que sabía aprovechar hasta la última gota.
Yo también le recordaré, como lo hago con mis propias ausencias.
Un beso,
C.

Anónimo dijo...

Querido Garciamado:
Recibe un fuerte abrazo y toda la compañía que pueda llegarte por esta ilusión electrónica en la que nos acoges diariamente. Gracias por tanta emocionada intimidad. Compartir la pena de quien te la enseña así no aja, sino que ahonda.

STTL

Anónimo dijo...

siento mucho lo de tu padre. probablemente nada de lo que se dice en estos momentos es capaz de abarcar un acontecimiento de tales dimensiones, la pérdida de un padre. pero bueno, que sepas que hay gente que ha sido muy cercana a ti y que, aunque ya no lo esté tanto físicamente, sí lo está de pensamiento y corazón. un beso fuerte toño y cuídate.

Anónimo dijo...

Mucho ánimo, Juan Antonio. Estará vivo mientras lo recordéis quienes lo habéis querido.
Un abrazo fuerte,

Anónimo dijo...

Ilmo Sr catedrático : le acompaño en el sentimiento a VI

Anónimo dijo...

Le acompaño en el sentimiento.
Hermosa elegía.