10 septiembre, 2007

Delito político

Aquí copio la columna que acabo de enviar a Ámbito jurídico, la publicación colombiana. El tema sonará raro por estos pagos, pero allá está de plena actualidad, pues el presidente Uribe pretende rebajar sustancialmente las consecuencias penales de los crímenes paramilitares alegando que son delitos políticos y que la Constitución colombiana permite tal apaño.
A ver si esta semana puedo seguir contando algo aquí, pese a que toca de nuevo encerrarse en la capital de capitales con hábiles habilitadores.


LAS CONTRADICCIONES DEL DELITO POLÍTICO.

La idea de delito político surge en la tercera década del siglo XIX en países como Bélgica o Francia, en un contexto ideológico preciso. En la pugna contra el Antiguo Régimen, los primeros sistemas políticos de corte liberal contemplan con los mejores ojos la lucha, incluso violenta, contra aquel sistema político anterior. El optimismo racionalista llevaba a ver la imposición de las nuevas libertades como un movimiento imparable de la Historia. El romanticismo hacía que se juzgara con admiración y alta estima moral a los que se alzaban contra el orden pretérito, opresivo de vidas y conciencias. De ahí que, frente al delincuente común, cuyas acciones se tenían por guiadas por el egoísmo, el delincuente político recibiera algunos privilegios, fundamentalmente en materia de asilo y extradición. Se rompía así con la situación anterior, cuando la rebelión contra los poderes establecidos recibía las penas más duras.

Posteriormente los Estados van a poner algunos frenos a ese trato de favor para el delito político. En las relaciones entre Estados constitucionales de estirpe liberal no parecerá coherente privilegiar al que se rebelaba contra alguno de ellos. Además, se introducirá un criterio moral de evaluación del delito político, superando la ambigüedad de la pura definición genérica del mismo. Desde los orígenes el delito político era definido como aquella acción penalmente punible realizada en nombre de ideales opuestos a los del Estado establecido y que, en razón del bien jurídico atacado, se consideraba apta para socavar los fundamentos de dicho orden estatal. Conforme a tal caracterización, en nuestros días habrían de recibir trato favorable, como delitos políticos, las acciones de ETA en España o de la banda Baader-Meinhof en Alemania o de las Brigadas Rojas en Italia. Al fin y al cabo, con aquella definición en la mano, el terrorismo con finalidad subversiva sería el delito político por antonomasia. Y llegamos a la cuestión decisiva: ¿tiene sentido que un Estado constitucional y democrático de Derecho otorgue ventajas legales a los que, desde ideologías opuestas a las que fundamentan ese Estado, atentan contra otros Estados del mismo cariz? ¿Cabe que se dé la consideración de luchadores de alta condición moral a los que, para sus fines políticos, convierten la vida, la integridad física o la libertad de los ciudadanos en mero instrumento de sus designios políticos? Me parece que la respuesta sólo puede ser negativa. En buena lógica, en un Estado de Derecho el único delincuente que puede recibir trato de delincuente político es el que pelea contra la tiranía de Estados que violan los derechos humanos más elementales y que lo hace desde el respeto a los aquellos derechos más básicos de los ciudadanos. Ése es el camino tomado en nuestros días por el Derecho internacional, que no permite conceder beneficio ni al que atenta para imponer dictaduras ni al terrorista sangriento ni a quien comete genocidio o crímenes de lesa humanidad, aunque sean o se digan políticos sus móviles. ¿Qué pensaríamos, sino, de un Estado democrático que amparara al que en otro Estado igual mata para acabar con las libertades e imponer, por ejemplo, un sistema nazi o una teocracia?

Hay países, como Colombia, que usan la categoría de delito político a efectos de dar trato mejor a los que en su seno delinquen para modificar el orden constitucionalmente establecido o, supuestamente, para salvaguardarlo. Semejante anomalía responde, sin duda, a razones históricas. Pero supone introducir en la propia Constitución una paradoja con peligrosos efectos disolventes, efectos que sólo pueden evitarse con una interpretación sumamente restrictiva de aquellas cláusulas. Una Constitución que afirme como supremos valores el respeto de los derechos fundamentales y de los procedimientos democráticos no puede reservar tratamiento mejor ni alabanza ninguna para los que hacen tabla rasa de tales derechos, por mucho que digan que los mueve el afán de justicia o la defensa de las mismas libertades que con sus acciones niegan. No se trata de que no quepa pugnar por cambiar los fundamentos del Estado y de la propia Constitución, sino de que los medios que se usen no pueden jamás consistir en el asesinato, el secuestro, la tortura o la rapiña. Una Constitución que lo admitiera así se estaría negando a si misma, estaría sentando que, por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, se acepta y tiene legitimidad y valor constitucional el uso de la violencia contra tales derechos, la conversión de éstos en moneda de cambio que es posible emplear, con todos los parabienes, en la disputa política.

Un grupo alzado en armas y que violente gravemente los derechos humanos, ya sea so pretexto de hacer la revolución o de defender el Estado contra la revolución, puede poner contra las cuerdas a las instituciones estatales y forzarlas a hacer concesiones. Pero si entre éstas está la impunidad de sus crímenes, la apropiación definitiva de lo robado o la obtención de un papel político dominante, no podrá decirse que eso ocurre con la Constitución en la mano y por aplicación de ninguno de sus preceptos, ni siquiera el atinente al delito político. Pretenderlo es escarnio constitucional. Si la Constitución lo consintiera, esa Constitución habría sido simple pretexto para legitimar la violencia como vía política alternativa y superior. Una Constitución que merezca tal nombre no puede al mismo tiempo afirmar los derechos fundamentales y defender a los que los vulneran con mayor saña. Tampoco cabe que esa Constitución convierta al que por convicción mata, roba, tortura o extorsiona en ciudadano acreedor de consideración mayor que la del ciudadano que se atiene a sus reglas fundamentales, aun cuando delinca.

En suma, si las cláusulas constitucionales referidas al delito político no reciben una interpretación fuertemente restrictiva, se estará dinamitando la Constitución desde la propia Constitución, echando por tierra sus normas más cruciales, las que definen como Estado de Derecho y de derechos al que esa Constitución funda. Equivaldría a mantener que la propia Constitución afirma que por encima de los derechos fundamentales y de la democracia se halla la violencia como medio válido y legítimo de acción política. Sería como si la Constitución aceptara que más allá de cualquier otra ley vale, y vale con todos los merecimientos, la ley del más fuerte.

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